
Mario Molina Guzmán
“…cumpliendo nuestra promesa ante el pueblo boliviano, restituimos el Ministerio de Culturas (…) dar espacio a lo más importante que tenemos los bolivianos: ¡La Cultura!”
(Luis Arce, discurso de posesión de Sabina Orellana, 20-11-2020)
Parecía que el tormentoso desmantelamiento y desaparición del Ministerio de Culturas y Turismo (por ser un gasto absurdo, según Jeanine Añez), había llegado a su fin. Esperanzas de mejores días entibiaron los espíritus y las ilusiones.
Pero, ¿qué hubo antes? ¿Cuál es el balance de 14 años de gestión gubernamental y 10 desde la instauración del Ministerio de Culturas y Turismo durante el gobierno de Evo Morales? Ejercieron cinco ministras(os); el período continuo más largo alcanza a dos años y nueve meses, el más corto solo a un año y 11 meses; en suma, una gestión altamente volátil y discontinua operativamente, con extravíos inexplicables en la gestión al punto de centrarse en patrocinar deportes motorizados durante varios años.
La prioridad debió haber sido abordar la Ley de Culturas, motor del propio ministerio, para definir el corpus ontológico y estructural de la cartera llamada a garantizar el uso, goce y disfrute de los nóveles “derechos humanos culturales –que llegaron para quedarse con la Constitución Política de 2009–; después de 12 años, es una tarea que sigue pendiente.
No cabe duda de que la CPE vigente marca un punto de inflexión en la dogmática constitucional boliviana; en materia de cultura, es fundacional: crea, declara y expande sus alcances a ámbitos otrora impensados: los mundos geográficos distintos de la ruralidad y los complejos universos urbanos, las regionalidades, multiculturalidad, multilingüismo, multiidentidad, plurinacionalidad, multietnicidad, género, segmentos etarios; factores todos que deben engranar operativamente en los niveles nacional, subnacionales y autónomos en una sociedad en que la autoafirmación es un imperativo existencial, frente y en medio de la aldea global, con los desafíos, amenazas y oportunidades que entraña la jungla posmoderna.
En paralelo y desamparo, el flujo de las energías creativas de tan diverso conglomerado, encuentra canales de expresión en manifestaciones culturales múltiples y heterogéneas por medio de urdiembres pretéritas, soportes físicos y virtuales, técnicas, disciplinas, artes, lenguajes y formas inagotables, en permanente creación y búsquedas. Lo expresado, aderezado con aromas y sabores aprehendidos junto con las palabras en el sosiego del regazo materno.
En contrapartida, el mandato del poder constituyente originario nos ha provisto de un concepto holístico de cultura; amplio, cimentado en visiones y categorías antropológicas. El giro trascendental se opera con la entronización de la cultura en el olimpo de los derechos humanos. ¡Qué cambio! Qué inmenso desafío para repensar en una nueva ingeniería del Ministerio de Culturas, apto para garantizar el uso goce y disfrute de los derechos culturales de todos y todas las bolivianas. El derecho a la vida es la piedra angular hacia donde confluye todo el entramado de los DDHH; los derechos culturales, a partir del específico ethos de pertenencia, es el “cómo quiero vivir”.
Por esta su condición de derecho humano de la cultura, el Estado está constitucionalmente obligado a programar presupuestos suficientes y garantizar desembolsos oportunos, ¡sin ninguna condicionalidad previa! Exactamente igual que el derecho a la salud, al agua o la educación. ¿Existe la voluntad política para hacerlo, ahora?
Resulta pertinente auscultar si el restituido Ministerio de Culturas tiene la estructura adecuada para iniciar, desarrollar y conducir los procesos pendientes desde 2009. ¿Por dónde comenzar? El solo ejercicio de construcción de una ficha esquemática de un futuro proyecto de ley general o marco de culturas pondría sobre el tapete de análisis el complejo entramado de categorías, conceptos, proyectivas de políticas, planes y programas; instrumentos de control, seguimiento y evaluación; definición de políticas sectoriales, competencias y coordinación y, un prolongado etc.
Miremos el ámbito subnacional: de los 340 municipios y autonomías indígenas que tiene Bolivia, solo tres (menos del 1%): La Paz, Sucre y Santa Cruz, han aprobado su respectiva Ley de Culturas que aún no cuentan con reglamentos; y no hay visos para descentralizar la gestión. Es una consecuencia refleja y ha resultado más perniciosa de lo imaginable. ¡Estamos en alta mar más de una década, sin carta de navegación, astrolabio, brújula, ni rumbo definido!
En los ámbitos urbanos, el macromundo artístico ha sido diezmado por la pandemia; pero duele comprobar que más que por la pandemia, es por la inexistencia de políticas públicas culturales; entiéndase como reglas claras que eviten recortes, disminución de ítems, anulación de programas, incumplimiento de contratos, hasta el inverosímil incumplimiento de pago de premios otorgados (vulgar estafa). Es una situación que produce desempleo, pérdida de puestos laborales, talleres en silencio, abandono de sueños y proyectos de vida. Quítale al ser humano sueños e ilusiones… ¿Qué queda?
Estamos enfrentando un proceso de depauperación del sector que se está desconfigurando peligrosamente. Son demasiados talentos eximios que están sobreviviendo enajenados de su vocación. ¿Quién llena ese vacío del capital social que permite reproducir el ethos de la patria?
El 12 de marzo pasado renunció Cergio Prudencio Bilbao al cargo de viceministro de Interculturalidad, cartera responsable de generar y conducir, entre otras, políticas para las manifestaciones culturales. Expuso que su despacho “…quedó sin margen institucional de operaciones efectivas, con recursos humanos insuficientes y carentes de infraestructura adecuada…”. Es tiempo de que el Ministerio de Culturas deje de ser una decoración de utilería. El discurso presidencial del pasado 20 de noviembre fijó objetivos inmediatos, ¿se habrá movido algo? Hasta aquí, en cuanto a culturas, paradojal pero evidente, es que estamos frente a un Estado estupefacto ante a su propia Constitución.