
Edwin Guzmán Ortiz
En el fondo fue el viaje. Partir de sí mismo para tratar de encontrarse en un punto, siempre en trance de fuga. Uno mismo viajando y adentrándose en un espacio poblado de espacios. Me digo: viajar es viajarse. Es hacer que el recorrido, más allá de su aparente despliegue, vaya construyéndose en la propia subjetividad. Pretender resolver el recorrido en el cenit de la imaginación y el pensamiento. Los andes que se abren desde Oruro hacia Oruro. Hacia el Oruro más profundo y verdadero, al Oruro que se mira a sí mismo desde sus montañas, silencios y astros que cambian de nombre y de fe.
El viaje, colmado de lugares santos. En el templo de la Mama Cantila, la cera de las velas derretidas lleva en secreto los deseos, las oraciones y rogativas a la Virgen, mientras la huaca subterránea, escucha silenciosa. En cambio, en el Cerro de Santa Bárbara, bajo el aura del monumento a la Virgen, tres miradas se prolongan hacia los horizontes que rebasan la ciudad y el deseo late hondo.
Empezamos por el sur, al anochecer, con una huajta en la boca de la víbora. El fuego transfiguraba los símbolos de la mesa en humo, humo mensajero destinado a las wakas, achachilas, a la Pacha. Los misterios, el incienso y cerveza danzaban y latían bajo el pedido de bienaventuranza en el viaje, de salud y bienestar para todos.
De pronto la trasfiguración del paisaje. La majestad de la pampa extendiéndose más allá del horizonte. La mañana parpadeaba y se abría en ocres y verdes altiplánicos. Serranías que recortan lontananza, tierra robusta en tanto la mirada se enreda en el juego abierto de los contrastes. De pronto, a la derecha, sobre unas pequeñas colinas un conjunto de chullpares erguidos a pesar de los siglos. Antiguas casas de la muerte. Terrosos y, algunos mutilados por el tiempo, parapetados ante la salida milenaria del sol, continúan cobijando el más allá. Por la rendija frontal de la estructura, vemos una calavera mirando el suelo, arriba no es necesario, mirando abajo, a la tierra, que la terminará de acoger no sabemos cuándo. Mientras, el paisaje aledaño se halla intacto, ninguna explicación, ninguna presencia más que unas rocas enormes y redondas al frente, cómplices del silencio descascarado de la muerte. Tañe al fondo, una campana subterránea.
Huesos dispersos, pedazos de vasijas de arcilla, rotos. Señales de un tiempo triturado y vuelto a renacer. Fémures, astillas de costillas, parietales que cobijaron un lenguaje de pétrea resonancia. Corre un viento suave, viento que no se oye a sí mismo, nosotros sentimos su lengua invisible sobre la frente, frente que no deja de imaginar los ayllus y voces que habitaron el lugar hace tiempo.
Prosigue la marcha. Empieza a divisarse el cuerpo monumental del Sajama. Fantástica eminencia de la tierra. Montaña de montañas. Su blanco pico nos da la medida de su jerarquía. Más que una montaña, un Mallku, una deidad, una presencia sagrada que reina en la zona. Erguido en más allá de los 6.000 metros despierta un sentimiento reverencial donde palabras y silencio se confunden. Habrá que inventar otra lengua, o gramática de la exultación, transformación del cuerpo en el grado cero de la fe: allá donde todas las creencias caben, todo lo numinoso se congrega y consagra. Invisibles e imperceptibles los aymara de los señoríos. La primera mirada a la montaña es la parálisis. Luego, te llega lentamente, con sus contornos y su altura, con su diseño sagrado y su sacralidad, en fin, con sus bastones de mando, tallados por el tiempo. Gonzalo-Sajama nos escucha y nos acompaña, con una esfera de piedra.
Desde una piscina de aguas termales, vemos apagarse lentamente el Tata Sajama. Insólita realidad, desde unos cuerpos desnudos abrigados por el agua, frente al ocaso investido de montaña. Uno tuviera que curarse del ser, de ese amasijo de costra urbana y tecnologías idiotas, de turbias rutinas y cultos inhóspitos. Unas nubes tapan la testa de la montaña, y lentamente cae la noche del lugar, es decir, no una noche cualquiera.

La lluvia ha invadido la tierra de charcos y riachuelos, se estira la lama o culebrea. Los bofedales hinchados congregan llamas y alpacas, todo luce no como una postal, más bien como el gobierno pleno de la naturaleza frente a sí misma.
Al día siguiente. ¿Todavía es posible concebir el periplo por días?; más bien, como una suma de asombros, de instantes líquidos. El parque se revela más arriba a través de un racimo de geiseres, ojos de aguas termales que encienden su presencia sobre la costra de la tierra. Ojos incandescentes que se suman al hervor, olor a azufre y mineral. Mensaje líquido de la profundidad de la tierra. Burbujas, humo, calor que se abraza al sol y a los ojos asombrados de estos hirvientes partos del agua.
Pasando Turco, poco a poco se va revelando Pumiri, una ciudadela de piedra monda y redonda. Siluetas que asemejan cabezas, cuerpos humanos, de animales, y de seres fantásticos resultado de la lava volcánica que a enormes borbotones llegó hasta esa explanada. Su estructura laberíntica trama el desencuentro. El ojo, alucinado, funde imágenes y seres que no cesan de brotar y configurar escenas recortadas erguidas en el horizonte. De pronto sendas, abras, caminos impredecibles, la roca es siempre un más allá de la roca. Y la piedra ejerce plena soberanía en esa ciudadela, un transmundo que deviene de siglos. Al salir –¿o ingresar? – otra vez los chullpares centineleando Pumiri. Los muertos desde sus tumbas vivientes parecen mirarnos a los ojos y tatuarnos con un signo invisible.
El altiplano es este mundo con un rostro insólito, con un cuerpo que no se ve, hasta que se ve. Una extensión sagrada donde cabe la meditación y la comunión, el silencio y la contemplación. Donde la muerte talla la vida, y el pasado el porvenir. El altiplano es Pacha y lo que no muestra el altiplano. Pacha es la suma del ser. Piedras dispersas, apachetas, piedras quemadas y recién nacidas por el ojo que las escruta. Blancas, plomas, renegridas, porosas y metálicas. Rocas que flotan como el castillo de Magritte. Pequeños oasis de t’olares, paja brava y yaretas, bosques fantasmas de queñuales, troncos nudosos con bifurcaciones en las ramas, paisajes subterráneos de raíces, espinas y enormes cactus que rasgan el atardecer. La paja brava –metáfora de la comunidad– hija de la tierra, una sola y plural, abriéndose en estallido; si para Deleuze y Guattari, es el rizoma, para nosotros la paja brava. Serranías y montañas aledañas arden con un fulgor de mercurio y nos recuerdan el escupitajo de su cráter jadeante.
Ya en Jirira, a la orilla del salar –frontera altiplánica de Oruro– nos hallamos ante la imponente Thunupa Mica Tayka. Montaña, volcán, deidad sagrada del Ande. Antes se conocía la ruta de Thunupa, constituida por una serie de hitos que concatenados permitían la llegada de comunidades a rendirle culto. Casi todos estos centros fueron borrados y destruidos por la política de extirpación de idolatrías. Hoy, imponente y colmado de leyendas, luce con su ápice dentado, testimonio de su milenaria erupción. Entre el salar inundado por la lluvia y la montaña, se gravita en este Oruro inmemorial. En ambos casos la fijeza; me cabe decir que la forma del cambio es la fijeza o, más exactamente, que el cambio es una incesante búsqueda de la fijeza. Circularidad de la presencia plena; no deja de invadirme esa vieja sensación que silencioso la viví hace más de 30 años, frente al mismo Thunupa. Ahora es una segunda visita, las palabras sobran, sobre la página en blanco del salar escribo con los ojos renovados, y el pensamiento se mira a sí mismo. El día es un don luminoso, más tarde un atardecer, y luego la oscuridad plagada de inminencias.
Mientras los músicos suben a la cumbre del Thunupa a escuchar el dictado de una nueva melodía para la fiesta, Cheqa Cheqa, el pueblo extraviado aparece intermitente para finalmente desaparecer de nuevo. René-Mario-Edwin, a orillas del lago Minchin, contemplan los reflejos del sol y de la luna, del sol y de la luna.