Tiwanaku: El rapto de Wiracocha

Una invitación a la lectura del primer capítulo de la nueva novela del escritor paceño radicado en Bélgica

Alberto A. Zalles

Huayla Paco, el Kaywari, el gran señor de Wari, contemplaba desde su trono, de las alturas de la colina de Wichayoc, la imponente arquitectura de la ciudad de Monqachayoc.

El florecimiento de la urbe enaltecía su vanidad.

La edificación estaba recién terminada y su construcción apenas había durado el tiempo en el cual transcurrió un tunkamaranaka.

En la titánica y maravillosa tarea arquitectónica participaron todos los pueblos reducidos por la cruel hueste de los waris de la región de Ayacucho, donde se encontraba su capital inexpugnable. No en vano tan inhóspita tierra era conocida como “el rincón de los muertos”.

Los dominados, una vez rendidos, debían tributar al Kaywari veintiocho mitas. Así, en un principio, durante aquellos jornales de servicio, los subyugados tallaron piedras y elevaron montículos de tierra sobre unas largas galerías que, luego, se convirtieron en pasadizos subterráneos destinados a conservar las huacas de la estirpe imperial wari, las sepulturas de los nobles; pero, asimismo, las galerías guardaban las momias de los mitmakunas sacrificados en honor de Wiracocha, de la divinidad radiante portadora de los dos báculos con los cuales gobernaba al universo y a la humanidad. 

Extasiado por su obra y presumido por la potestad que ejercía sobre casi la totalidad de la extensa geografía de los Antis, el Kaywari mantenía la frustración de no haber podido todavía someter a los aymaras y, sobre todo, de tener que permanecer sumiso a la potestad teológica de los amautas de Taypikala, de aquella venerable aldea donde Wiracocha había dejado su efigie como prueba generosa de su paso por los Antis.

La efigie había sido labrada en oro y tenía un esplendor divino, señero, insuperable.

Los amautas aymaras veneraban y conservaban la fastuosa placa con enorme celo.

En el icono, en la efigie, el mirífico Dios de los Antis mostraba conmovedoras lágrimas en las mejillas y estaba acompañado de cuarenta y ocho idolillos que representaban a los amautas precursores de su culto.

El canon dogmático de las creencias decía que, después de haber consagrado a los amautas aymaras como custodios de su efigie, Wiracocha atravesó el territorio continental y, antes de despedirse, advirtió que convertiría en estatuas de piedra a todos los kurakas que no condujesen a sus pueblos en peregrinación a Taypikala, por lo menos una vez durante el transcurso del turno de gobierno que cumpliesen.

Promulgada la sentencia, Wiracocha se internó al lamaracuta dejando tras de sí una espuma blanquecina y la promesa de volver; aunque, subrayando que, si durante su ausencia los hombres no alcanzasen a convivir en armonía, su retorno sería cruel y despiadado.

Así entonces, los amautas aymaras tenían la misión de resguardar la sacra efigie y se convirtieron en los depositarios privilegiados del conocimiento de los designios de Wiracocha, que el resto de los mortales los ignoraban.

La sabiduría y la fidelidad proferida a Wiracocha era la prerrogativa que hacía de los amautas autoridades doctas que sabían unificar y guiar a los hombres de los Antis tan sólo a través de la práctica de hieráticos rituales.

Por aquellos remotos días, los amautas también gobernaban, bajo los preceptos de la religión de Wiracocha, a los seis ayllus aymaras asentados en la cuenca del lago Titikaka: a kollas, lupakas, pakajes, karangas, soras y killakas.

Quizás por eso, hasta entonces, Huayla Paco evitó someter a los aymaras, como ya lo había hecho con los demás pueblos que sojuzgó arriba del Titikaka, en el Chinchasuyo.

Huayla Paco sabía que, si intentaba dominar por la fuerza a los aymaras, Wiracocha lo podía punir.

Tampoco le interesaba contar con la mita de los aymaras.

El Señorío Wari tenía riqueza y boato suficientes.

Los wari eran quienes organizaron las ciudades bajo un sistema de barrios poblados por diestros artesanos que manejaban, como ninguno de los pueblos de los Antis y de la costa, las técnicas de la alfarería y de la cerámica, de los textiles y de la metalurgia.

En Conchopata, cerca del Cuzco, de los talleres de fundición wari salían planchas de oro y de plata; herramientas y aparejos forjados en bronce y estaño.

Los wari desarrollaron el arte de las aleaciones y así lograron obtener duros metales. De esa forma, las huestes wari contaban con mortales hachas y armas blancas que los hacían temibles; también inventaron herramientas para el laboreo agrícola, como los wiscos que utilizaban para roturar sin esfuerzo la tierra.

El país de los wari y el gobierno de Huayla Paco eran prósperos, lograron alimentar y vestir a todos sus habitantes, evitándoles penurias y hambre.

Los wari idearon el riego agrícola e hicieron florecer el desierto costero con un sistema de irrigación que captaba las aguas subterráneas infiltradas en las alturas. Cultivaban el algodón con cuyas fibras, finamente hiladas, tejían sus ropas y también refinados textiles.

Además, gracias al privilegio que les concedió Thunupa, aprendieron a laborar la coca en las terrazas de Wilcabamba; pues, era bien sabido que los demás pueblos de los Antis sólo sabían recolectar la coca silvestre diseminada en las selvas tupidas y cálidas de los yungas.

La abundancia de la coca con la que contaban los wari reforzó su poderío.

Entre los demás pueblos de los Antis, incluidos los aymaras, la coca era tan escasa que sólo la pijchaban los taliris y aysiris, los iniciados; en cambio, los wari, gracias a la prodigalidad de los katus de Wilcabamba, podían distribuir coca a la población entera. La coca componía la ración esencial de la hueste que briosa marchaba arrasando a toda comarca que intentase oponerse a la voluntad civilizatoria del Kaywari, y, claro, a la del señor de Wilcabamba, del Quislacamayoc Jamchi Tarki.

El Quislacamayoc de Wilcabamba regía la parcialidad wari de la frontera tropical y era el hombre de confianza de Huayla Paco.

En la puna, fuera de los confines wari, los únicos mitmakunas que recibían coca para el acullico diario eran los pobladores del enclave de Warisata, cerca del pueblo kolla de Achacachi.

En Warisata los wari tenían cultivos de papa y mantenían la mitmakuna porque aquella pampa era el lugar donde las heladas eran duraderas y permitían, en el mes del marataqaphaxsi,asegurar la producción de chuño.

—Es tiempo de dejar de peregrinar a Taypikala, y que los amautas aymaras sean los únicos con potestad de resguardar la augusta efigie de Wiracocha… y también que sean ellos quienes tengan que transmitirnos los mensajes divinos—. Huayla Paco rompió el silencio de su contemplación.

—¡Qué dices, gran señor! ¿Acaso quieres ir contra el mandato de Wiracocha? —intervino Jamchi Tarki.

—De ninguna manera… He pensado que la efigie de Wiracocha merece un sagrario mucho más esplendoroso que el que tiene en la frígida aldea de Taypikala… Creo que el lugar adecuado para la efigie de Wiracocha está aquí en Monqachayoc. Voy a trasladar la efigie aquí.

—No quiero contradecirte, pero, ¿estarías dispuesto a ir contra la voluntad de Wiracocha? —Jamchi Tarki habló sin convicción.

—Wiracocha estará mejor honrado en Monqachayoc… además, nuestros quislacamayocs se sosegarán, pues ya no tendrán que caminar con su gente hasta Taypikala, y, entonces, el Willca Raymi lo celebraremos mucho más fastuoso aquí en Monqachayoc, en el templo de Kuniraya. ¿Qué dices?

—Temo la ira de Wiracocha —contestó con franqueza Jamchi Tarki.

—¿Y cómo no temiste degollar a tu primo Philipu Tarki?

En efecto, Jamchi Tarki no había dudado cometer el asesinato de quien, según los oráculos, debió ser el auténtico señor de Wilcabamba. Al cometer el asesinato, Jamchi Tarki se erigió como el señor de aquella parcialidad wari. Claro, bajo la complacencia de Huayla Paco que, a través de la solapada acción, llegó a monopolizar el poder dentro el Señorío Wari.

Jamchi Tarki era un fantoche que había traicionado a la parcialidad urinsaya asentada en Wilcabamba y fortalecido la supremacía de la aristocracia anansaya establecida en la capital, en Monqachayoc. La lealtad que rendía a Huayla Paco era incondicional y servil.

Huayla Paco, por su parte, lo manipulaba a su antojo y en consecuencia iba otra vez a utilizarlo para cumplir con sus elucubraciones de grandeza, con la ambición de llegar un día a afirmarse como autoridad única en todos los Antis. Para lograrlo, según su inobjetable codicia, estaba dispuesto a enajenar a los amautas de Taypikala la efigie de Wiracocha.

—¡Tenemos que apropiarnos de la efigie! Nuestra hueste asaltará Taypikala, y, para enviarla bien aprovisionada, quiero que me traigas cuarenta chipas de coca.

—Entonces, ya lo tienes decidido, apreciado Kaywari.

—¡Sí! Hay que aprovechar que los kollas y los demás aymaras comienzan la cosecha de papa.

—¿Quieres enseguida las cuarenta chipas?

—¡Desde luego!

—Juntarlas me llevará unos quince días.

—¡Tienes que reunirlas más pronto… Tómate diez días, ese lapso es por demás suficiente. Además, quiero unos trecientos wilcabambeños.

—Por los hombres, no hay problema; pero en cuanto a la coca, haré todo lo posible para reunir la cantidad en el plazo que me pides.

—No me vengas con vacilaciones… tienes que acatar lo que mando… ya te dije que tienes diez días.

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