(Como pretexto para cantarle a Oruro)
Héctor Borda Leaño. Poeta. Nació en Oruro el 13 de diciembre de 1927 y falleció en Malmö, Suecia, el 25 de enero de 2022. Publicó los poemarios: El sapo y la serpiente (1966), La Ch’alla (1967), En esta oscura tierra (1972), Con rabiosa alegría (1975), Poemas desbandados (1997), y Las claves del comandante (1997).
Mucho antes
en un tiempo de puras sensaciones
cuando el cristal del cuarzo
o el cristal de los carámbanos
o el cristal de la palabra amigo
emergían del sueño.
Mucho antes
cuando las horas no se entenebrecían
ni se apagaban soles,
ni velones de angustia y soledad,
ni pasaban las hormigas, todavía
una tras otra en pos de la leyenda que las nombra
ni nos apalabraban en las esquinas de Oruro
los sapos, ni la serpiente, ni el cóndor
como muchos años después
al conjuro de mitologías y prehistorias sacramentadas.
Mucho antes
cuando ni nuestra palabra
ni nuestra voz siquiera, mancada de palabras
se escuchaba en los patios familiares
ni en las calaminas de los techos de la ciudad
rebotaban nuestros gritos desencadenados,
y cuando apenas sospechábamos
que existían el misterio y la magia
y los eqeqos, los k’umillos, en fin, los duendes
con quienes tarde a tarde
tomábamos una copa de singani sin saberlo.
Cuando apenas sí veníamos del tiempo
con el “corazón en los zapatos”
y nos marchábamos por calles interminables
de desenfreno y de gozo,
hacia el aire
en las cuerdas de las guitarras y los charangos
o en los hiatos de unos poemas tempranamente
cosechados en el yelmo.
Cuando todavía no respondíamos al desafío
de los sexos
y el amor era una especie de costra dominguera
o una especie de camisa limpia
para ser paseada en la pared en horas de retreta,
o quizás ciertamente un pasmo de misterio,
un estremecimiento,
un temblor –vaya uno a saber– una erupción de ternura
o unas ganas de cantar o de reír
o de dar la mano a todo el mundo.
Cuando nuestros carnavales los sacramentábamos
con esas mistelitas matadoras
que tu madre mezclaba con flores, clavos de olor,
ácidos mal filtrados
y alguno que otro veneno familiar
y nos íbamos detrás de los diablos y los morenos
en pos de las claves secretas de su danza,
detrás del relumbre misterioso de su paso,
detrás de la parábola de su vuelo
o su increíble voltereta
que señalaba el fin, el confín de la historia
que se quiebra
y el inicio de otra historia que renace
como dando la vuelta la piel sagrada de la tierra.
Cuando nuestros carnavales eran más sucios
digamos más hediondos,
digamos más Suramérica, más Oruro, más magia,
más misterio,
más Wawichu Zaconeta, más q’apichón Quintanilla,
más Negro Zabaleta,
más Thanta Oso Méndez,
más Ángel Salazar,
menos ordenanza municipal, menos mascarada del CAN,
menos gringas culonas, menos fotografía,
menos turistas, menos cine, menos Coca Cola
menos vendedores de trampas y agonías.
Cuando en esquinas solitarias
recitábamos poemas de Luis Mendizábal Santa Cruz
y cerrábamos la puerta de la ciudad dormida
para ir a ch’allar nuestros orgasmos y alucinaciones
en casa de doña Consuelo
donde las niñas desperdiciaban sus besos
–las pobres, pintarrajeadas y escuálidas–
en los oficiales de carabineros
o en alguno que otro decente de la ciudad
que gastaba la plata cosechada en los pulmones
de los barreteros
o en las yertas vaginas de sus esposas sacramentadas
por el matrimonio religioso.
Cuando, en fin, Oruro era todavía nuestra casa,
nuestro solar,
el patio donde podíamos quedarnos a tomar
el sol con recato,
el hábitat solemne del misterio de la danza
y de la herida amansada por la música y el viento,
el roquedal de cicatriz volcánica
erupcionando en faunas mitológicas o en secretos
por nunca revelados
la respuesta a la historia.
O cuando el sapo, la serpiente y las hormigas
en pedestal de estrellas se encumbraban,
todavía no pensabas morirte,
no pensabas rumbear por el sendero oscuro
de los adelantados
como un alucinado rump’ero por los socavones
de la Tetilla.
Después, mucho después, llegó tu muerte,
poco a poco se vino, ineluctablemente,
persistentemente
porque tuviste el atrevimiento de hurgar
con tus pinceles
la entraña secreta e intocable de los dioses de piedra,
porque a pesar de la pintura
que para ti fue siempre una cacería de palpitaciones
pétreas y petrificadas
atrapaste las iridiscencias luminosas
de las rocas sagradas
hurgando con tus pinceles en la sangre de las rocas,
en la carne de las rocas,
en la piel de las rocas, en su epitelio infamado,
en sus arrugas, en sus destellos
y en su hechicería sin término
en su hediondez y su conchura.
Después llegó tu muerte,
te moriste viviendo entre nosotros,
te moriste ch’allando con nosotros
un largo vaso de licor de estremecidos cristales
atrapados en la soledad del yermo,
fulminado por una certera explosión de luces y colores,
con aquella muerte que buscaste,
con esa única que poseías en la soledad y la orfandad,
con esa muerte que te redimía,
que te salvaba
y que al fin de cuentas te insertaba en la vida.
Antes te fuiste haciendo hombre,
consolado por siempre y para siempre
por la insondable sonrisa de los niños
–que eran todos tus amigos–
o las caricias de las mujeres
–que no lo eran–
y que a pesar de todo dijeron que te amaban
y no te amaron
y apenas sí te dieron un poco de su sexo,
un poco de su tiempo
y quizá un poco del agridulce acíbar de su voz
sin encantamientos misteriosos.
El misterio, la magia, lo secreto
estaba para ti en el fondo inalterable de las rocas
o en sus destellos cristalizados
que tú recogías en tu paleta
después de haber comprendido que la América profunda
no estaba ni en bolívares ni cristos
ni en próceres inconclusos a quienes debías inventarles
rostros y ademanes, ni en bodegones,
ni en las naturalezas muertas
ni en desnudos de mujeres desvaídas y chuecas.
Estaba eso sí,
en la hediondez de los colores,
en la hediondez del tiempo, en la hediondez del aire
que tú esgrimías como un exorcismo
para impedirnos del pecado de hacernos europeos,
y salvarnos del miedo
a las sombras luminosas.
Hoy es posible que te siga el prurito de pintar
la cicatriz terrosa de los dioses
y quizá en un lugar secreto del cielo o del infierno
estés rascando costras exorbitadas de luz
buscando vetas de colores
y tatuando nuevamente el pellejo ceniciento de la muerte
en medio de una interminable danza de morenos
y diablos enloquecidos,
quizás en esta misma hora,
al socaire de la bruma
nuevamente camines por las calles de Oruro,
midiendo las improntas de sapos y serpientes
en la búsqueda esperanzada
de la cara luminosa de Dios.
Sin encontrar, apenas,
otra cosa que rostros de alunada mirada
con el rictus de aquietado deprecio
que el hombre de los yermos
nos muestra en el instante que se asoma la pertinaz
presencia de la muerte.
Yo mismo en esta hora de álgidas ausencias
instilo los licores
para sacralizar la ch’alla,
he dispuesto en la casa el sahumerio de qoa,
la coca reverbera en un pocillo andino
y he volcado en platillos
la llijt’a necesaria.
Están como compadres los míos a mi lado
y afuera un viento largo está rielando el cielo.
No hay mixturas –lo siento– ni singani,
ni un yatiri que encante con su presencia intacta
el vuelo de la coca que desvela misterios.
Estoy con los recuerdos asperjando la vida
en los cuatro rincones de la sangre y la herida.
Es posible abrazarnos venciendo vida o muerte,
estrecharnos la mano, decir: ¡salud! con gozo
olvidando a bedeles
de licor y de ensueños,
pararnos en la esquina de una ciudad cualquiera
fumando cigarrillos sin humo y nicotina,
mejor dicho quedarnos en la ciudad de Oruro,
caminar por sus calles
donde el viento trajina sus fantasmas de polvo.
Ch’allar con los amigos –con los pocos que quedan–
y enternecerse siempre con la silente espera
del sapo cotidiano y la serpiente pétrea.
Danzar en carnavales sin enajenar orígenes,
ni luces verdaderas, ni usar dioses prestados,
que los pequeños dioses y plombagina
caminan por los patios
y no han equivocado el paso al ritmo de la música,
no han vestido su pena
con dólares y nylon.
Caminar por las calles venciendo vida o muerte,
saludar a mineros con el gorro en la mano,
allegarnos fraternos a los relocalizados
y olvidarnos de todos
que se visten de Oruro para llenar sus bolsos
con los huesos de Oruro.