Omar Alarcón. Poeta boliviano (1986). Ha publicado: El corazón entrega sus muertos (2006), Roca negra (2020) y Mil y una noches sin Wi-Fi (2021)
Mil y una noches sin Wi-Fi
A estas alturas del siglo
es necesario que el microprocesador
incluya en sus algoritmos la ternura.
Hace muchos años que la mecánica cuántica estudia la
frágil frontera que existe entre una piedra y un sueño,
es inútil seguir cronometrando las pulsaciones,
los segundos.
La física del siglo XXI se parece cada vez más
a una aritmética del viento.
La mariposa Efímera, que vive un solo día,
puede enseñarnos a escribir otra vez los
calendarios.
Frente al televisor lo sabemos mejor que nadie:
El ADN es una larga cadena desde la bacteria más
diminuta hasta nuestro ego.
En nuestra historia, aprender a sincronizar la siembra y las estrellas fue más importante que la invención del
microondas.
Los cuatro mil satélites que pusimos en órbita alrededor de
la tierra pueden confirmarlo:
Siempre seremos aquellas sombras acabando
de descubrir el fuego.
Las manos que pintaron figuras humanas hace treinta mil
años en la cueva de Chauvet, hubieran podido dibujar,
semillas de diente de león girando en el aire.
Teletrabajo y cosecha de ilusiones
Sentado frente a la computadora siento mi cuerpo
como una ausencia mal codificada.
El teletrabajo divide mi sombra en dos,
cada mañana el telón del dormitorio abre y cierra
una oficina virtual donde únicamente la soledad me
guiña un ojo.
Después de ocho horas en la misma posición pienso en mi
bisabuelo Gregorio Poquechoque, que cultivaba trigo en
campos donde sólo crecían utopías.
Sus manos eran una cosecha de ilusiones y en sus brazos aleteaban sus hijos igual que los recuerdos.
La primera vez que llevaron una radio a su pueblo
todos preguntaron cómo hicieron las personas que allí hablaban para entrar en un aparato tan pequeño.
Imagino a mi bisabuelo Gregorio,
brindando por la invención de la radio,
celebrando los nuevos inventos,
con un vaso colmado de enigmas.
Antes de cavar un hueco en el techo y llenarlo de pájaros
Era media noche y la pandemia me despertó
con un aullido frío.
Desde entonces cada estornudo es un incendio,
un huracán anónimo.
—Mis manos pueden convertir la muerte
en luciérnagas —escribo—. Cavar un hueco en el techo
y llenarlo de pájaros.
Hace tres meses estoy encerrado,
las paredes de mi habitación empiezan a creer
que soy un espejismo.
Cada día escribo un poema en el reverso
de estas páginas.
Afuera, el mundo es un signo de interrogación
girando en el viento.
—Puedo escalar paredes tan altas como la esperanza.
—Desenterrar el mundo de sí mismo.
Cada mañana abrazo el niño huérfano que llevo dentro.
El encierro es un espejo de cuatro paredes.
—Puedo ser un amor de olas incontrolables.
—Tocar la luz con las manos de un ciego.
Detrás del tapabocas mis ojos esperan otros ojos.
En mis pupilas, la muerte, es una estrella fugaz.
Nuestro tiempo
—El deseo es un pozo donde las ranas se ahogan
persiguiendo las estrellas —decía Diógenes a los viajeros.
Eso fue mucho antes del huracán de mariposas de 1953
cuando salió el primer número de la revista Playboy
con Marilyn Monroe en la portada,
y antes del estallido púrpura de la foto de Andy Warhol haciéndose un lifting facial,
cuando supimos que la identidad es un código de barras,
más auténtica que la comida enlatada y el kétchup.
El final de la segunda guerra mundial marcó nuestra
historia para siempre.
La bomba atómica que cayó sobre Hiroshima no estaba
hecha de uranio, sino de píldoras, computadoras y plástico.
Desde entonces somos un sueño de La bella durmiente,
un programa de televisión transmitiendo en vivo.
En Alicia en el país de las maravillas, el deseo profundo
de la protagonista no es encontrar una salida,
el deseo profundo de Alicia,
es vivir para siempre en una ilusión.
Sobrepoblación y La Tierra Baldía de Eliot
En las metrópolis la gente gira en círculos
alrededor de sus pensamientos.
Los trenes vuelven eternamente
al punto de partida,
donde la vida siempre llega tarde.
Podría ser Buenos Aires, Nueva York o Beijing,
el tráfico es el mismo.
En los embotellamientos el tedio puede llegar
a 100 kilómetros por hora.
El área urbana de Tokio tiene
cuarenta millones de habitantes.
¿Alguien sabe cuántos árboles de cerezo?
Es un alivio, los 1400 rascacielos de Hong Kong
todavía no han podido arruinar el paisaje.
Sin embargo, estoy seguro que en Reino Unido
hace ya muchos años construyeron un Starbucks
sobre La tierra baldía de Eliot.
Cuánto daría por leer en los menús:
“Ya tarde, volvíamos del jardín,
llenos tus brazos y húmedo tu pelo […]
Nada sabía, mirando en el corazón de la luz,
el silencio”.
En el mundo cada vez existen menos personas que abandonan las ciudades y suben a los cerros.
En los Andes, al borde de los precipicios,
todavía se pueden encontrar
altares para el viento.
Las pertenencias del viento
Durante la pandemia el cementerio
de La Paz hizo una rifa
para enterrar los muertos.
El premio, una tumba individual.
Para el resto, una fosa común.
—Definitivamente el azar
es un salto en el vacío —pienso.
Desde hace dos mil años en Filipinas, la tribu Sagada
cuelga ataúdes en los acantilados.
—Las almas se asfixian en la tierra –dicen los ancianos
Sagada, que tallan con sus propias manos
los símbolos de despedida que cuelgan en el aire.
—El adiós es un equilibrista sin vértigo. Aquel que pasa
de una orilla a otra nunca mira hacia abajo.
En Nueva Orleans, los entierros son acompañados por una
banda de jazz. Las trompetas parecen entonar los cantos de
áfrica que la tribu Yoruba trajo en los barcos de esclavos.
—Los tambores son el primer latido, el ritmo que aprendimos,
del corazón de nuestra madre.
En Tíbet, la tradición milenaria es cortar los cadáveres
en pequeños pedazos.
—La carne le pertenece al viento.
La familia esparce los restos
en las montañas
para que los buitres los devoren.
Para ellos el buitre es un animal sagrado:
lleva el cuerpo más cerca del cielo.
Omar Alarcón es un poeta que entiende la poesía como la vida misma y la busca y encuentra en la pagina, en las voces de otros, en el cine, en el documental como un recurso para dar testimonio del paso del tiempo, del tedio, de las horas muertas sin señal. Su libro Mil y una noches sin Wi-Fi fue finalista en el premio internacional de poesía Vicente Huidobro 2020 y se publicó en España bajo el sello editorial Valparaíso. Pronto los lectores accederán a la edición boliviana de este libro plagado de sugerentes poemas.