
Edwin Guzmán Ortiz
Toda amistad forja una imagen que el tiempo la torna imborrable. A innumerables recuerdos y momentos vívidos se superpone aquella, la que resume todas las demás y es como una carátula que abre el palimpsesto azaroso de la memoria.
En esa imagen que guardo de Eduardo Kunstek, “veo” al poeta de pie, con un libro de poemas en la mano, otorgándole los fonemas precisos a esa escritura siempre elusiva y trascendental que es la poesía. Y es que Eduardo, fue ante todo, un poeta, el poeta que cosechaba silenciosamente imágenes y trabajaba más silenciosamente aun, su factura y resplandor final.
Pero Eduardo tenía una particularidad que reforzaba aún más esa imagen. El mundo que lo habitaba se mostraba desde de una impredecible fisonomía. En su más cercana cotidianidad, siempre era otro, cada paso que daba siempre trazaba una órbita tocada por la extrañeza. Y aquella cercanía se tornaba de pronto en una discreta lejanía y luego, por un efecto de contracción mágica, otra vez engendraba otra cercanía y así, otra vez…como sus poemas, parafraseando a Antonio Terán: “poemas escritos por el humo…humo del tiempo”
Por lo mismo, fue un poeta de poesía adentro. Es decir, no condescendía fácilmente a la inmediatez del coloquialismo, a la descripción objetiva de las dádivas rutinarias del mundo. Lo suyo era explorar su universo interior, el tejido conectivo que a(r)ma los sentidos, la arquitectura cenital que engulle y reinventa los elementales soles que pululan en la dermis del día. Y bajando los frutos de ese universo interior escribía: “Por asombrosos atributos/ vamos nombrando a la vida/ de sol a sol y en el periplo/ de la luna a la sombra”.
En el llano, Eduardo tenía un sentido comunitario de la cultura; la vivienda que ocupaba al interior de la Planta de Yacimientos, en la zona norte de Oruro, a principios de los 90 era un ambiente concurrido por poetas y cultureros de todo pelaje. Recuerdo ahí la elaboración de los primeros números del suplemento cultural El Faro, del periódico La Patria, las intensas noches por elegir los artículos más interesantes, y escribir los necesarios, con la presencia del luminoso Jorge Zabala y Fernando (Zeke) Rosso contribuyendo, así, desde sus más altos saberes, a la factura del número inaugural.
A propósito, Jorge, en su clásico estilo y su obsesivo afán de encontrar todos los posibles significados del objeto “faro”, junto a las historias más encomiables, realizó una enormísima investigación documental y lingüística que terminó disertando una noche en medio de la sorpresa de todos nosotros. Eduardo comentaba los datos prodigados desde aquella algazara semántica, y del barroco júbilo de estirar un tema hasta sus más inimaginables límites.
Su casa fue, además, un rincón de empedernidos melómanos. Intensas sesiones de música se prolongaban hasta altas horas de la noche. Jazz, rock, tangos y baladas, se desperezaban y danzaban entre ávidos oídos por capturar la esencia de las notas, el néctar de las melodías. Al salir, era peligroso que llameantes espíritus atravesaran por una planta colmada de tanques con millones de litros de combustible de alto octanaje.
Si alguien me preguntara cuándo y cómo conocí a Eduardo Kunstek, mentiría si menciono un lugar y circunstancia precisos. Por supuesto fue en Oruro, más o menos a fines de la década del 80. Por cierto, antes, compartimos lugares comunes, coincidimos en la Galería Imagen, cruzamos palabra en el bar Huari y la casa de Alberto Guerra, con amigos comunes y preocupaciones más o menos comunes. Trajinamos cercanamente aquel itinerario doméstico que se despliega por las calles de ese venerable Oruro, altiplánico y carnavalesco.
Sin embargo, esa fue la prehistoria de nuestra amistad. Pero claro, hubo un instante en que en verdad lo conocí, encontrándonos por primera vez. Fue en mi casa, una noche, cuando leyendo diferentes poemarios de mi biblioteca, llegamos a un momento de plena coincidencia, eligiendo a Vallejo. Él, después de hojear la pequeña antología, sin dudar se puso a leer con la voz cargada de emoción, “Los dados eternos”; al escucharlo, sentí la fuerza y verdad de Vallejo como nunca. Culminada la lectura nos despeñamos en una salva de preceptos y viajes por los intersticios del poema, subiendo y descendiendo por su indecible arquitectura, palpando sus briosas ondulaciones, acariciando el vuelo terrible de su verdad solar, y mirando a Vallejo de frente, aun a costa de quedar petrificados. Así, al cabo del tiempo, supe que ese poema fue el lugar y el momento en que conocí a Eduardo Kunstek Montaño, poeta, cómplice y hermano, en este curioso destino de quienes ejercemos el oficio de cambiar por palabras nuestra vida, -como dijo alguna vez, otro maestro compartido: Jorge Luis, el Borges imprescindible. Y no termino de conocerlo y celebrarlo, al leer y releer sus diferentes poemarios, y recordar tanto salto mortal al pie de lecturas, autores, temas, obsesiones, pasiones, disquisiciones y sangre verbal derramada sobre el mundo.
El Movimiento Encuentro 15 poetas de Bolivia fue una nave que tripulamos durante muchos años con Eduardo y muchos poetas hermanos. Asumimos el 15 como un número cabalístico, clave numerológica en el juego iniciático del desborde creativo, cifra de abiertas genealogías. El Movimiento fue un acelerador de energía poética, un espacio compartido, la libre convergencia de quienes asumen la poesía como pasión y destino, poetas que comparten su palabra fraternalmente, sus obsesiones, sentimientos de justicia y libertad, la indefinible verdad de su tiempo, prosiguiendo luego su camino; un espacio de encuentro, de ansiedad expectante, de percepción irregular, un nicho de fe poética.
Un activo y permanente animador de los diferentes encuentros de los 15, fue Eduardo. Alto y espigado entre todos, era una especie de faro, iluminando con sus hondos y certeros poemas las reuniones y tertulias. Su voz pausada y penetrante de pronto se abría paso en medio del murmullo y el público y, por ejemplo, decía:
A Berny /…En mi soledad / en mi lecho / veré cuánto mundo / te quise // Guarda / estas palabras // Ellas fundan / nuestra eternidad.
La Galería Imagen, de aquella época, fue un vientre materno de la actividad cultural en Oruro. Aquellas cuatro paredes –transparentes y virtuales- guardan la memoria de lecturas suyas, y su inquieta concurrencia en las tertulias y bohemia de aquellas noche siderales.
No fue menos gratificante la aventura que compartimos en la edición y publicación del suplemento cultural, El Duende, vigente hasta hoy. Junto a Alberto Guerra, Luis Urquieta, Erasmo Zarzuela, Benjamín Chávez y Berny Salinas. En la primera etapa de la publicación, Eduardo tuvo una participación protagónica, escribiendo artículos y definiendo la línea editorial. Cómo no recordar además, el cúmulo de actividades realizadas dentro la Fundación Cultural FEPO, publicaciones, presentaciones, eventos.
Luego, los acordes del tiempo y los designios del destino, nos distanciaron durante muchos años. Eduardo por Cochabamba y Santa Cruz, pero siempre recibiendo noticias suyas en forma de poemas.
El último proyecto compartido, el año pasado, fue la publicación virtual de Antología súbita; junto a Antonio Terán Cabero formamos parte del comité editorial. La iniciativa fue de Eduardo, y su empeño fue mayúsculo para hacer realidad esta publicación que acogió a veinte poetas gravitantes -presentes y ausentes- de la vida cultural del país, poetas sobre todo vinculados al Movimiento de los 15. Ahora, la antología camina sola, por rutas virtuales, y al centro se halla por supuesto, él, con resplandor propio.
Eduardo Kunstek, ¿se fue?, -me duele responder esta pregunta. Acaso simplemente me cabe citar el texto de Julio Ramón Ribeiro: “Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene la llave”. -Eduardo, la llave yace en esta memoria agradecida por tus días y por su espejo poderoso, tus palabras.