
Eduardo Kustek Montaño
“Es increíble cómo puede ser la gente más inocente cuando no se la está observando” (Canetti)
La secreta intolerancia que la esposa desde el amor y Ricardo, el unigénito de siempre; guardaban entre sus andrajos cotidianos, también caldearon la espera al sacrificio; alentando en José la fiesta. El que quiere dejar huella no anda por los caminos. Por trajín la modesta hechura de los hombres en la falda de la montaña. Por el ocre en las botas de goma, la chaqueta de rompe diablo, la bolsa de Calcuta como mochila. Por suyos los veinte metros cuadrados de campamento para la intimidad y el reposo. Por el pesado rencor de la tierra; en las galerías sorbiendo el alma por la piel y los huesos. Por conjura las noches de viernes, consigo: alcohol, tabaco, coca y declaraciones de vida y muerte que aseguran las escuchó el Tio. Por los sábados de pago en la casa de la amante. Por la hora crucial de fin de domingo, un bolero o un sollozo. Leal a la severidad del destino, por encima de las instancias mesurables de la institución patronal, que oficializó un accidente de trabajo. Por complicar el recuerdo a todos.
De zaga la certeza de un instante consagrado, perviven memorias empeñadas en salvarlo. Anoticiaron a José, un atardecer de febrero y aguas postreras que en el nivel cuatrocientos treinta, cedido el maderamen quedó atrapado su siempre amigo Senobio Mamani y tres compañeros. Aventuró el exitoso rescate, adelantándose a la singular lentitud que en casos similares practicara la Empresa. Corrigió en la laxa y húmeda tierra, un estrecho orificio soportado con pedregones y astillas de eucalipto. A los patéticos rasgos del encuentro; una pequeña multitud sucediente en la cancha del Socavón Patiño. Inspiraron las palabras de unos y otros, lo poco de lo que la vida se sabe, lo mucho de lo que ella se intuye y no sin retórica la admiración al hombre que con rigor frente a la contraria suerte despojó de horror al destino. Las autoridades concedieron a los protagonistas tres días de licencia con goce de haber. José y Senobio fueron vistos en todas las chicherías de Llallagua. No invocaron ni a la amistad, ni a la valentía; juntos lloraron la obligación de violar las entrañas de la tierra. El lunes de madrugada, aún en uso de licencia, volvió al nivel cuatrocientos treinta. Desechando ambiguas interpretaciones, a palabra del único testigo, muy cerca al lugar donde potenció sus esfuerzos. Se apuró la peña por poseerlo erguido. Lo velaron en el sindicato. Sobre el féretro la tricolor. Acompañó al entierro el terremoto de Sipe Sipe.
El íntimo desconsuelo que sumió a la viuda, fue alterado por el desplante de la falsaria que pretendía compartir el finiquito tal como había compartido en vida cuerpo y salario. Despertó sin tiempo para el dolor, amparada por la legalidad, defendió y retuvo para sí aquel dinero. Con la secreta convicción de una humillación suprema. La lección reciente le demostró con creces que ningún dinero sería para ella fácil. Aquella indemnización multiplicó su rumor bajo una métrica voluntad. Hoy arropada con seda y terciopelo. Sentada sobre un sillón de brazos en el trescientos seis de la calle Linares en Llallagua, dirige y vigila un establecimiento de venta con electrodomésticos y cristalería. Una clientela leal y antiguos amigos saturan sus días.
El Sindicato entendió que el trámite de contratación del huérfano era un acto de solidaridad póstumo. No escatimaron esfuerzos para conseguir tal fin, fue el propio secretario general quien entregara en manos de Ricardo el memorándum con data en las oficinas centrales de la ciudad de La Paz. Hasta los acontecimientos que se sucedieron luego de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco, un halo de simpatía cubrió su actividad laboral. Desempeñó con solvencia el oficio de mensajero. Nadie como él mesuró el arte de la fidelidad selectiva. De sus labio se escuchaba lo que se deseaba oír. Se benefició con la confianza de aquel gerente quien agobiado por administrar la lenta agonía de la mina; entregara su atención a la joven belleza de su hija y sus veleidades sobre más de su pasarela. La solicitud de Ricardo hacia la niña reina, como la llamaba, fue premiada con un cachorro de pastor alemán. Al recibir a Tom se hizo también heredero de recomendaciones sobre su cuidado, que en voz de reina sonaron como advertencia. A tal gerente siguieron otros de indiscreta soberbia y vanas proposiciones. Sellábase el fin de la Empresa.
La silenciosa convivencia de madre e hijo no permitió aclarar culpas, ni remontar el pasado. No hizo del alcohol compañía. Tampoco buscó mujer. Arrimó a sus horas muertas el destello sugerente y ansioso de los ojos del perro. Lo adiestró para una honrosa compañía. En la oficina de archivos, cerca a la ventana trabajaba Juan Lacerna a quien el sarcasmo de los más, a circunstancia de su individualidad, lo estigmatizaron como al señor embajador. Chaqueta azul y pantalones plomos, traficó con Ricardo literatura. Propiciaron esta complicidad Flaubert, Gogol y Wilde. Durante consecutivos tres años en la vecina ciudad de Oruro vistió de diablo, en secreto homenaje al padre y su memoria; el ímpetu lo destacó en la danza de los rebeldes. Se alistó en la Marcha por la Vida, recurso final de aquellos hijos de la mina dispuestos a honrar con su cercanía al cementerio la fe en su ancestro. Si el Imperio romano gustaba devolver a sus prisión de guerra con los tendones cortados a la altura de las rodillas, a estos marchista los devolvieron con el alma cortada a la altura de la voluntad. Al retorno a casa le esperaba un fortuito, aunque nunca aclarado por la madre accidente: la ceguera de Tom. Una suma a la afrenta que acentuó su confusión. Fue uno de los primeros, en acogerse a la relocalización.
A principios de noviembre Ricardo, Tom, la dócil petaca con libros y otras pertenencias quedaron instalados en una casa de barriada en Santa Cruz de la Sierra. Impotente la madre, de superar el injusto rencor devolvióle una pequeña fortuna; al menos para su modesta vida. Producto del bien administrado ahorro que entregará mes a mes durante los años de trabajo. La cadena, el collar, el blanco bastón y las gafas fueron comprados a su paso por Cochabamba; donde también agregó una blanca teñidura a sus cabellos. Un mozo de pensión, a solicitud telefónica, dejaba a diario una portavianda de alimentos. El resto del aciago año hombre y perro aprendieron a convivir con el ofensivo calor y se dedicaron a inventar bastón y espejo mediante, un lenguaje que les abriera las puertas nuevamente al mundo. Aplicaron y perfeccionaron un código que transmutó los ojos del ciego al lazarillo y los del lazarillo al ciego. Consumada la armonía a principios de enero se aventura a las calles. La imaginación de Ricardo fue superada muchas veces, por la visión del apócrifo ciego. Pronto retomó el oficio de mensajero confidente, concediéronle las gentes sus deseos, descuidando su intimidad. Avizoró la oquedad de las cosas tomadas por bienes. La alegría con pies cortos del consumismo. Muchos lo tuvieron por amigo. La muerte por vejez de Tom lo encontró ciego, solo y con la necesidad de ver nuevamente con sus ojos. En oposición a los sentimientos de José, siguió por el camino de las gentes sin dejar huella.
Publicado el 28.08.94