
Alberto Guerra Gutiérrez
Hablar de un poeta, no es muy común en nuestro medio y por lo mismo, tampoco es muy fácil. Es que al margen de detalles genealógicos, temporales o académicos, la personalidad del poeta, linda con lo sutil, lo ingrávido y hasta esotérico, puesto que el poeta, es producto de una vida de ensueño y de íntimas preocupaciones que explican su profundo arraigo en los fenómenos humanos y sociales, colmando sus alcances entre su afán de encontrar respuesta a sus anhelos e inquietudes y asumir el eco de felicidad o tristeza de sus semejantes, de las cosas y hasta de los animales, manejando su propia varita mágica, hecha de sensibilidad y belleza.
Eduardo Kunstek Montaño que, ísicamente se nos presenta alto, espigado, barbado y gentil -como ya lo dijéramos antes- es la sombra generosa reflejada en su poesía, “existe más en sí mismo y en los objetos y situaciones que le inspiran afición”; ama la música, la pintura, la naturaleza viva y, ante todo, ama la poesía acudiendo al fuego como recurso inequívoco de la vida, vindicando a la cigarra o asignándole un espacio de vida al cántaro y a la luna; no encerrando fríamente al satélite en la fresca entraña de arcilla, ni insinuándole esencia luminosa al objeto sino, haciendo de la luna el gran cántaro de luz iluminando su destino de sensibilidad y poesía.
Como en la de Lezama Lima, en la poesía de Eduardo, «la metáfora y la imagen tienen tanto de carnalidad, pulpa dentro del propio poema, como de eficacia filosófica, mundo exterior o razón en sí».
Eduardo Kunstek Montaño tiene su propio pedestal, firmemente asentado en los pilares de su estilo poético y su manera de sentir la vida, entre la libertad y el salmo.
Publicado el 25 de septiembre de 1994