
Cergio Prudencio
UNO. Me deja una impresión de bitácora. Cada poema testimonia lugares o circunstancias, que juntos configuran un recorrido, un tránsito, un devenir de doble dirección: primero, hacia territorios, países, ciudades o campos del ancho mundo material; y luego, hacia ámbitos de la interioridad subjetiva o inmaterial de quien escribe. La ubicación en el espacio, de cualquier naturaleza o carácter, es una constante escritural, por lo que la lectura lleva al lector de un lugar a otro junto con el navegante-poeta que va de aquí para allá, y de allá para más allá, etc., deteniéndose a veces en pequeños recintos de la cotidianidad, a veces en vastas geografías. Y de cada estación deja una constancia.
DOS. En Los viernes santos, el rango poético (por así llamarlo) es siempre una consecuencia de procesos literarios. Me explico: de manera general encontramos un lenguaje fuertemente narrativo, o – más bien – descriptivo. La escritura se detiene en detalles, ya sea ambientes, o personas/personajes, o cosas, o arquitecturas, con las cuales el cronista-poeta entabla una relación, un vínculo, y hasta una atadura. Consolidado este recurso, (casi) siempre luego lo abre mediante quiebres o disgregaciones de la realidad concreta. Es en este punto donde lo que llamo “rango poético” se manifiesta como una revelación inmanente o intrínseca a las objetivaciones descritas, subjetivizando extraordinariamente el lenguaje.
Los Viernes Santos
Sobre el mar, hacia el promontorio,
hay una luna llena que, en Gaeta,
transforma en cobre el agua negra
y recorta la fronda a los pinos
como vagos gigantes adelgazados.
Adentro, en la sala de mi madre,
la luz azulada de la televisión
transmite la misma luna en Roma
sobre el Coliseo, en la Via Crucis,
entre las multitudes que escuchan en silencio
las palabras de algunas mujeres en negro.
Ignoro si haya luna llena
en el barrio de Obrajes, esta noche:
sé que habrá hombres que llevan
trapecios de madera y rosas, y velas,
cuerpos del Hijo y lágrimas de Madre,
y en un rincón, del lado oeste,
faltaré yo, no estaré mirando,
no tendré miedo de que se vuelque
el peso que me grava sobre el corazón.2
TRES. Los viernes santos podría ser también un diario íntimo, que toma la observación como método. Observar, más allá de describir, aquí es atender y conectarse con las cosas que ocurren por rutina o por azar, en el entorno inmediato o en el lugar al que se llega, o por donde se transita impensadamente. Observa lo que observa el escritor, con la acuciosidad de un científico-poeta (si vale el término). Observa, y en el acto de observar se descubre a sí mismo como parte de lo observado.
Al Trionfale
Se consumen –dice la señora en el mercado–
hasta que quedan las fibras y poco más,
y no se entiende si habla de hombres o verduras,
si por allí el arrastrarse de pies y de carritos
alude como fraseo a un tiempo próximo,
cuando todo este espacio será eco vacío.
La florista, sentada con los antebrazos en las rodillas,
afirma que los filósofos todavía no han entendido
y que el pavimento estriado de residuos y aceite
se asemeja a nuestro rostro más que cualquier tratado:
lo ve –observa– si usted pasa la afeitadora por las mejillas
se lleva tallos de apio y girasoles,
y lo que queda es pura esencia, es su espíritu.
Sin embargo uno no se refleja en el linóleo opaco,
sería muy fácil, como en la tibieza de su baño:
aquí en cambio esta solo consigo mismo, debe flotar.
CUATRO. La cuarta impresión que me deja la lectura es una consecuencia de la anterior. Veo que, pasado el umbral de descubrimiento propio en el acto de observar hasta observarse, se dispara inmediatamente la imaginación hacia esferas utópicas, irreales o surreales, un campo en expansión que alcanza o aprehende “lo poético” en su dimensión más libertaria. Libertaria en el sentido de eximirse de la lógica o el sentido común, instaurando la abstracción como posibilidad casi única de tocar la verdad. Paradójicamente, es aquí donde inicia Los viernes santos, en la abstracción, con este primer poema:
La obstrucción de los cuerpos sin contenido
Lo que importa no es la fuga de la curva
que impregna todo estado de sombra.
Pero es verdad, es allí que terminamos deglutidos
–o nuestra mirada, en lugar de las piernas–
en aquel pasadizo de espesor cóncavo
rectangular a pesar de ser arqueado:
pero lo que cuenta hoy es el volumen
el paralelepípedo de madera olorosa
doscientos centímetros por cincuenta
la mesa sobre la que comimos todos
el ataúd dentro del que nos deslizaremos
la oscuridad de tierra que hemos soñado.
Sin embargo quizá no es siquiera esto:
es que el diseño se hizo muy bien
las distancias entre las líneas y su trazado
son prueba de la armonía que aún queda
entre el gris y el marrón de la ausencia,
y la inutilidad de los hilos de hierba nos redime.
Es a lo largo del gesto del moverse
zigzagueando en el claro corredor
teniendo que inventar las trayectorias
a través de la obstrucción de los cuerpos
sin contenido que comprendemos la intuición más banal:
la caída de un cuerpo en movimiento vertical.
CINCO. Tomo casi al azar un poema en el que podrían confluir las cuatro coordenadas señaladas previamente.
La posibilidad de una cigarra
Ante el portón, en una calle de doble vía,
en el verano metropolitano asado de sol y asfalto,
me di cuenta (casi amanecía, el tráfico
era todavía una hipótesis dejada a los adivinos)
de que los plátanos sonaban, acompañándome los pasos:
una sonaja susurrante tocada en sibilantes y fricativas
centenares de cigarras escondidas en las ramas a lo alto,
o quizá menos, nunca se puede decir.
Su canto, si es un canto, es algo dúctil
que se adecúa, o adecuamos, a las necesidades:
una y otra vez obsesiva cacofonía casi violenta
martilleo que se posesiona de los huesos temporales
o quizá una métrica sobre la cual construir
hasta un canto una cantinela loca.
Me embargó el asombro encontrarlas aquí
lejanas de mi jardín meridional
de los acantilados sobre el mar, de los ligustros cálidos:
pensé que tal vez las escuchas tú, en la isla,
que son las mismas, o unidas en alianza,
que intercambian los roles y las partituras
e incluso que escuchamos la misma música.
Aquí, lo audible, lo sonoro entra en protagonismo; espacios alejados se conectan entre sí a través de esa constante sonora. Pero también, de un diálogo con alguien, lo que a su vez constituye una característica de la obra: el otro como interlocutor, que a veces es otro (¿otra?), efectivamente, y frecuentemente sería el poeta mismo, encubierto en tercera persona.
Los viernes santos es una obra que admite diversas lecturas, algunas de las cuales yo apenas apunto aquí, dejando pendientes aspectos estructurales como el sentido de las secciones de la obra, que delimitan perspectivas o campos temáticos; o la cuestión fonética y rítmica, tan difícil de traducir considerando la esencialidad fonética y rítmica del idioma italiano. En fin, será tarea para otra circunstancia, y seguramente, para alguien más versado que yo en cuestiones literarias.
Gracias a Silvio Mignano por traerse a Bolivia de vuelta siguiendo el recorrido que su propia poesía le marca inexorablemente.
1 Palabras de presentación de: Los viernes santos, Silvio Mignano; español-italiano. “Alliteraïon Publishing 2020, Miami, EEUU, en la Feria Internacional del Libro La Paz, 11 de agosto de 2022
2 Todos los resaltados de CP