Edwin Guzmán Ortiz

Febrero, mes tutelar del Oruro histórico e inmemorial. Mes de la memoria cívica y festiva. En él confluyen la historia y el mito. La memoria de las luchas libertarias, la cultura y las tradiciones más profundas del pueblo. Mes que anuda lo excepcional en sus dos vertientes, el 10 de febrero y el carnaval. La marcha y la danza.
El carnaval de Oruro 2023 prácticamente ha llegado a su fin. El templo de la Mama Cantila, poco a poco retorna al silencio, las miles de flores multicolores marchitas vuelven a la tierra, las velas hechas humo yacen en la comba del santuario. Huele a cuaresma. Las graderías vacías permanecen apenas con la memoria cautiva del compás cimbreante de la entrada. Cual cajas de resonancia, se alejan los cuerpos de la fiesta. La dispersión lanza a los concurrentes a los siete puntos cardinales del horizonte. Las bandas, en compás de espera, reorientan su música hacia la zona sud. Lenta, la faena de clausura de las puertas del carnaval. Cunde el olor a fin de fiesta. El trabajo, las obligaciones y lo cotidiano se insinúan tímidamente por las calles.
Los danzarines otra vez vuelven a tener un nombre, un oficio, una familia. El carnaval, una vivencia que no desaparece por completo, se prolonga en la memoria de la fiesta, en la intensidad de los testimonios, en el calor de las despedidas, dentro el ciclo incesante del tiempo.
Con el Carnaval, el orureño se abre al exterior y a lo exterior. Comparte con las festividades provinciales el reencuentro con los paisanos, los que retornan sabiendo que la fiesta es el espacio del reconocimiento y de la confirmación de un origen común. Pero es además una apertura al otro, al extraño, al turista, y aquí se destaca esa cualidad propia del orureño: su calidad humana, su bonhomía, su hospitalidad. Pero, sobre todo, se abre en su expresión: de un ethos cotidiano discreto, sobrio y casi gris, en el carnaval restalla en una pirotecnia de colores; una alquimia cromática se cocina en su espíritu durante todo el año, se reinventan las sintaxis del color, el danzarín se viste de matices y contrastes, y así como la violencia de unos colma el espacio, la sobriedad de otros se disuelve en el viento. Hoy con la parafernalia de los medios, Oruro se abre al mundo desde el fasto y la identidad de su fiesta. El mundo nos ve en nuestro más alto capital, la cultura del pueblo.
Para muchos, la experiencia festiva fue tan intensa que les hubiera gustado perpetuarse en medio de la música y el frenesí de la la danza, pero la fiesta se parece a la experiencia erótica –y sin dejar de ser una experiencia erótica–, su secreto está en la plenitud del instante, en el clímax.
Han callado los micrófonos, se han apagado las cámaras. Los visitantes se llevan imágenes, melodías, encuentros, desvaríos, el frenesí de la fiesta. Queda la memoria intransferible del júbilo, queda el eco de los cánticos colectivos, el recuerdo de interminables noches bordando silenciosamente el disfraz; escribiendo en el terciopelo, las sedas, la piel de lobo y las bayetas, imágenes ancestrales, colores paridos por el azar y el inconsciente colectivo de la cultura. Queda el testimonio de semanas de elaboración minuciosa y providencial de artesanos en caretas y disfraces, el sudor en las telas y las máscaras.
Queda, para unos esa conciencia corporal de haberse rajado danzando en medio del conjunto –cada danzante es el centro del conjunto–, para otros el show espectacular de la entrada Y, cerrando los ojos, no cesan de circular los rostros entrañables de los fraternos, el sabor de la ñufla encendiendo los cuerpos, el entusiasmo exponencial de haber compartido fe, hedonismo, baile y la experiencia límite de la “petit mort” en el cenit de la fiesta. Las melodías encumbradas por los metales resuenan en el ambiente; sembradas en los oídos, metidas en los poros prosiguen la danza imaginaria que aun late en la conciencia.
Los mitos encarnados en los símbolos de los disfraces, rugen, amenazan con su serpenteante presencia, con su horrida belleza. Las caretas de diablos, las máscaras en general y el propio maquillaje de las figuras disuelven la identidad personal, no son menos máscaras los rostros de las figuras. Y en todas ellas, algo se recupera de un pasado sin tiempo, algo suple la propia facies para revelar los viejos mitos, las leyendas.
Los estandartes de los conjuntos son puestos a buen recaudo. El carnaval pervive aun en la palabra de los espectadores y sobre todo de los protagonistas que no cesan de comentar las vicisitudes y anécdotas de lo vivido. A su vez, en un tono más oficial, la engolada voz de los evaluadores del fasto, en las estadísticas y pronósticos, en los informes para los in/conformes.
Ese Oruro, ese país que desde Oruro ha cantado y comido, que ha gritado, y bebido, que ha danzado y ha prorrumpido destellante en un recorrido fastuoso y oneroso, que se ha agitado a lo largo y ancho del sábado y domingo, y que ha terminado balbuceando las palabras de la fe desde el rostro sudoroso y prosternado a los pies de la Virgen, o inexplicablemente, ese colectivo que ha terminado poseído por el hálito pasional de los fastos de carnaval, aun late.
Sagrado y profano, el mismo cuerpo habita la tensión dialéctica de la experiencia límite. Orar y beber, arrodillarse y extenuar el cuerpo en la tensión voraz de la danza. Comulgar con lo santo o entregarse a las lindes del abrazo erótico. El cuerpo es ese otro que se descubre y se ejerce, y que, rebasándose, evidencia una forma extraña de salud.
La otredad, marca de la fiesta religiosa. Lo devocional desemboca en el carnaval. El sábado y el domingo, el mismo rostro con dos gestos distintos, acaso opuestos, acaso complementarios. Antes, la frontera de estas dos dimensiones se hallaba mediada por el Alba, la celebración del caos primordial. Espacio donde todas las músicas eran posibles, y todas las danzas se fundían en una sola danza camino a la salida del sol, al inicio del carnaval. Lugar donde los no danzarines bailaban, donde los danzarines desbordaban el continente del grupo folklórico, donde los viejos amigos y los nuevos rostros se fundían en el coro potente de un magno encuentro; mistelas, semidisfrazados, seres solitarios o solidarios, abrazados en pos del reencuentro, confidencias, actos de comunión profana, el amasijo entre el orden y el desorden, el reino de la licencia, bajo la mirada comprensiva de la Virgen, bajo el resplandor de la estrella de la mañana que, entrañable, ruega por nosotros. El Alba, es una experiencia que no cesa y que, por su desaparición, pesa. Hoy, las apetencias del espectáculo han terminado borrando este escenario de encuentro. Hoy los músicos han migrado al Festival de Bandas donde, a la par, se lucen las autoridades en base a un programa oficial.
Al culminar el Carnaval, también se aleja ese espacio que evidenciaba a los protagonistas originarios de la fiesta, los antiguos gremios de veleros, matarifes y cocanis; lustrabotas y ferroviarios, sobre todo el cimiento cultural de la Anata. Ese olor a mineral que flota en los ambientes del templo, donde la Virgen asume un doble rostro: la Virgen de la Candelaria y la mamita del Socavón, el rostro español y la facies morena contagiada por los mineros.
El carnaval es la expresión de nuestro mayor lujo. Es objeto además de un magno reconocimiento patrimonial por la UNESCO. Los trajes y disfraces exceden con mucho la moda industrial de occidente. Su energía es indiscutible. Sus valores tradicionales subyacen a su ser cultural. Mas, la belleza, la suntuosidad, la enorme y poderosa majestad de lo bello, nos revela como también nos esconde, puede terminar siendo una sobremáscara, o un recurso vacuo destinado al mero consumismo. La seducción vende. La hegemonía del look, del producto empaquetado, del starsistem y sobre todo el k’alincho discurso de las redes no contribuye a la densidad, ni responde a la gravitante matriz cultural de nuestra fiesta.
Pienso que todos queremos un carnaval más auténtico, que la estética transnacional no se coma a la estética popular, que lo nuestro no se rinda a la transestetización de lo global. No olvidemos que el excesivo resplandor no solo ilumina sino también enceguece, e impide una mirada más horizontal y democrática de los otros.
La doble matriz de nuestra fiesta: lo andino y lo devocional cristiano, permanece. Y por supuesto, el carnaval también nos deja además de una impresión, una lectura que va modificándose en el tiempo. “La Insurrección Festiva” de Javier Romero es, por ejemplo, otra manera de entender la historia y los substratos que sustentan la identidad del “carnaval de Oruro”.
La vida y los sentidos de la vida también pasan por la fiesta. En ella nos encontramos con nuestros credos más profundos, con nuestros deseos, con los otros que de alguna manera son también nosotros. Gracias a ella, participamos y comulgamos, nos alegramos y creamos, salimos de nosotros mismos y al hacerlo nos reencontramos y, cada año, retornamos a través de ese el ciclo incesante, de ese anhelo de libertad que permanece.