Otros caminos, otros encuentros…

Palabras leídas por su autora en la presentación de Geografía incoclusa, ensayos literarios y periodismo cultural de Rubén Vargas.

Ximena Arnal Franck

Me siento muy emocionada, contenta y sorprendida de estar aquí esta noche. Emocionada y contenta por recordar, de revivir a Rubén y sorprendida de ver estos 2 tomos voluminosos que recogen los artículos literarios, culturales que Rubén escribió durante años y años, sorprendida por el esfuerzo de recopilación y publicación. Bravo.

En estos libros podemos constatar esa enorme capacidad que tenía de interesarse en múltiples aspectos de la creación: arte, literatura, música, en fin, y su también enorme capacidad de trabajo, de dejar todo plasmado, para suerte nuestra.

Muchos de estos artículos los leí cuando salieron publicados, otros estaban presentes en nuestras largas charlas y otros, quizás los más, iré ahora descubriendo en estos 2 libros y será para mí como seguir hablando con él, seguir compartiendo.

Quiero aquí, en esta breve intervención, decir algunas palabras sobre Rubén, mi gran amigo, unas palabras sobre nuestra inmensa y cómplice amistad.

Conocí a Rubén a finales de los 80. Nos conocimos alrededor de Presencia Literaria y sobre todo, alrededor de Jesús Urzagasti, quién tenía un don particular, un olfato afinado para unir personas que según él podrían llevarse bien.

Yo colaboraba de tanto en tanto en Presencia Literaria y Rubén, seguro más asiduamente. Ahí comenzamos a coincidir alguna vez.

Luego Rubén desapareció un tiempo en México y durante ese tiempo Jesús inventó “La linterna diurna”, suplemento cultural semanal del periódico, donde yo tenía el rol de coordinadora y Jesús de director.

Y Rubén reapareció, Jesús pasó a ocuparse de algún otro asunto en el periódico y Rubén se quedó en su lugar en “La Linterna”.

Entonces, comenzamos a trabajar juntos, o más que trabajar, a estar cotidianamente, en el mismo espacio, en el mismo escritorio.

Ese espacio de oficina, ese suplemento, se convirtieron en espacios de encuentros con los colaboradores como Juan Cristobal Urioste, HCF Mansilla, entre muchos otros. De charlas, de risas, de intercambios múltiples que se prolongaban por varias horas.

En ese tiempo, también surgió la idea de la revista Piedra Libre, junto a Carlos Villagómez y Sergio Vega. Lindo proyecto, muy entusiasmente y sugestivo, que sin embargo no logró superar los 2 números. Fue una verdadera aventura creativa. Para entonces, nuestra amistad había crecido y nuestras afinidades también. Como nuestra fascinación por las ciudades. La ciudad como el espacio donde todo es posible, el espacio del deslumbramiento del infinito.

Estaba La Paz, claro, esta ciudad extraña, con su geografía escarpada, con sus rincones misteriosos de los que tan bien habla Saenz.

Pero sobre todo Paris, la ciudad por excelencia, la ciudad mundo, con Baudelaire, Rimbaud, Breton… por donde transitamos innumerables veces, en el imaginario y en la realidad, siguiendo los pasos de esos poetas, revisitando sus palabras, sentándonos en las terrazas durante horas, para ver el mundo ante nosotros, el verdadero teatro humano.

Y Benjamin también, otro conquistado por París. “Paris, capital del Siglo XIX” escribió, con los “pasajes”. Esas calles cubiertas que permitían estar fuera y adentro al mismo tiempo y que recorríamos una y otra vez. Benjamin, autor importante para Rubén, con quién logró un verdadero diálogo.

Así íbamos en esos tiempos, con candidez y algo de romanticismo, persiguiendo la sensación de la “alteración de los sentidos”, la “deconstrucción de la realidad”. Y lo logramos algunas veces, como cuando íbamos a visitar a Agnes, cuando entrábamos en ese espacio pequeño que era su sala y que ella había convertido en el lugar de exposición de sus cuadros, y de pronto, en ese espacio pequeño, el infinito hacia irrupción, y la banalidad de un día cualquiera, adquiría otras dimensiones.

O cuando nos sumergíamos en la música de Nick Cave, mundo poderoso que nos tomaba como un torbellino para dejarnos alterados y turbados, donde lo sublime encuentra el horror, la gracia casi mística, lo abyecto del humano.

Y así fuimos siempre con Rubén hasta ahora, en estos días me encontré con Christian Bobin, inmenso poeta francés que no conocía, para quien los muertos y los vivos están juntos, siempre. No sólo porque la vida contiene la muerte, sino porque los muertos no están muertos en su capacidad de revelarse, de incitar a abrir otros caminos, otros encuentros…

La filósofa Viviane Depret dice que hay muertos que insisten, que activan a los vivos. A mi me gusta ese concepto, me gusta pensar que los que se han ido tienen todavía la capacidad de motivarnos, como ahora, esta noche, como ahora con estos libros, como ahora con Rubén.

La realidad es una ficción con presupuesto ilimitado

Una lectura de Fortuna (Anagrama, 2023) novela con la que el escritor argentino Hernán Díaz acaba de ganar el Premio Pulitzer.

Martín Zelaya

Benjamin Rask nace en cuna de oro, queda huérfano muy joven y demuestra un inusitado talento no solo para hacerse cargo de los negocios familiares, sino para darles un giro total e incursionar en el naciente mercado bursátil. Es hosco y frugal en extremo. Cerebral, casi robótico, desapasionado.

Helen Beevork viene de una familia de alcurnia, pero arruinada. Es una superdotada que disfruta de la literatura y el arte y detesta la vida social y las pretensiones de su madre.

El azar los unió y se volvió un matrimonio épico y mediático –desde su apatía mutua y para la vida pública­– en la fulgurante Nueva York de los años 20 y 30, una ciudad que “rebosaba de ese bullicioso optimismo de quienes creen haberse adelantado al futuro”. (29)

Andrew Bevel, al borde de la vejez, quiere contar la historia de cómo se convirtió en una leyenda en el mundo financiero, y de paso homenajear a su esposa Mildred, muerta pocos años antes. Benjamin y Andrew, Helen y Mildred. Son los mismos y no lo son. Hay dentro de Fortuna (Anagrama, 2023), la novela de Hernán Díaz que hace un par de semanas ganó el Premio Pulitzer a la Ficción, cuatro libros que entretejen la historia: una novela repudiada y denunciada de difamatoria, una “autobiografía”, los apuntes de una escritora que hizo de “negra literaria” y un diario del que nadie sabía su existencia, hallado y robado por casualidad.

Todo parece complejo, pero no lo es. El argentino (criado en Suecia y radicado hace mucho en EEUU) arma una entretenida pieza que, casi infalible técnicamente y con retazos muy destacables, no alcanza, no obstante, los picos que tanta prensa –sobre todo angloparlante– le achacan. El rompecabezas planteado en la estructura y la trama a lo largo de todo el libro, es solvente, permite mantener el foco, pero no logra ocultar el final que el lector medio intuye pronto –sin equivocarse– muy hollywoodense.

El juego de registros y planos, los diferentes recursos narrativos, el entretejido de realidades y ficciones están bien logrados. Pero como muchas de las novelas “buenas” de Vargas Llosa –precursor de este estilo–, que no alcanzaron la altura de su par de obras maestras, se queda solo en eso y no llega las cimas que a momentos se podría entrever[1]. Se nota mucho el artificio, el plan de la obra que Díaz debió tener por años trazado en pizarras o cartulinas en su estudio.

Díaz –que eligió el inglés como lenguaje literario– es un buen escritor que hay que seguir. Esta su multipremiada novela, que ya se adapta para teleserie bajo la batuta de Kate Winslet, es válida y entretenida, pero no supera a su estupendo debut A lo lejos[2] (Impedimenta, 2020).

Mensaje de amor de curso legal

Andrew funciona alrededor del dinero. No por avaricia, más bien por ego y porque es el único motor de vida que conoce. A la luz del imperio financiero de su personaje, Díaz repasa las archiconocidas pautas de EEUU: el american dream: que todo gira en torno a la posibilidad (y, por tanto, también a la eventual imposibilidad) de tener, de ganar; y que todo estadounidense que se precie tiene la incontrastable certeza de ser un privilegiado por haber nacido donde nació.

«…consideraba al capital un ser vivo de existencia aséptica. Se mueve, como crece, se reproduce, enferma y puede morir. Pero es limpio. (…) eso le proporcionaba a él un placer adicional, el hecho de que la criatura intentara ejercer su libre albedrío. La admiraba y la entendía, incluso cuando lo decepcionaba». (26)

Mildred, en cambio, desprovista de angurria y pretensiones, pero con un ego y ambiciones de otra índole, redirige su talento y energía a la filantropía y, sobre todo, al arte. La cosa es –en ambos casos– evitar la nada que los acecha. Se trata de evitarse para no tener que verse ante el horror de lo que son.

«La intimidad puede ser una carga insoportable para quienes, al experimentarla por primera vez después de una vida entera de autosuficiencia orgullosa, de pronto descubren que era lo que le faltaba a su mundo. Encontrar la dicha se vuelve indistinguible del miedo a perderla». (71)

No por manidos, los retratos que traza el autor dejan de ser válidos y verosímiles. Y es que si algo es indiscutible en el cliché estadounidense es lo poco que varía el pensamiento, los intereses y expectativas de su gente, desde los inicios de su vida independiente hasta ahora. En las élites privilegiadas es entendible; en las mayorías, no.

Al american dream y el orgullo ciego, deben añadirse el rancio tradicionalismo y el sentido de superioridad general que se exacerba en especial en los millonarios “americanos”. La historia y la genealogía tan arraigadas, el culto a tradiciones, estirpes, objetos y hasta oficios familiares (véase “El precio de la historia”), no son más que pretextos para reafirmar el derecho que creen tener de no mirar más allá de su propia puerta. La idea de que valen ante todo uno mismo y su familia, por sobre la sociedad, el Estado y el resto del mundo.

Las castas, esas familias tradicionales, aun las caídas en desgracia, realmente creen que son superiores y que la filantropía es suficiente para justificar todo. Viven al margen de la sociedad y del mundo a los que no entienden (no lo intentan). Cómo explicares a estos potentados –creo que está clara la extrapolación hacia la idiosincrasia general yanqui y a la política de la Casa Blanca– que su acumulación obscena por muy “legal”, “legítima” o “meritoria” que sea, es posible (causa y consecuencia) solo porque hay una correspondiente pobreza exponencial y escandalosa más allá de las puertas tras las que se niegan a mirar.

«Por eso me indignan las acusaciones infundadas y difamatorias que se hacen a mis prácticas financieras. ¿Acaso nuestro mismo éxito no es una demostración lo bastante convincente de todo lo que hemos hecho por este país? Nuestra prosperidad es la prueba de nuestra virtud». (193)

En voz de Ida Partenza, una ghostwriter, Díaz pone una reflexión que bien puede ser un summum de la obra, o al menos de lo que él buscó reflejar:

«Las acciones, los valores bursátiles y toda esa porquería no son más que promesas de un valor futuro. Así pues, si el dinero es una ficción, el capital financiero es la ficción de una ficción. Con eso comercian todos esos criminales: con ficciones (…). ¿Y la realidad? La realidad es una ficción con presupuesto ilimitado. Nada más. ¿Y cómo se financia la realidad? Pues con otra ficción: el dinero. El dinero está en el centro de todo. Una ilusión que todos hemos acordado sostener. De forma unánime». (242-244)


[1] Se viene a la mente un ejemplo para comparar: la estupenda Interestatal (Eterna Cadencia, 2016) de Stephen Dixon que, sin tanta pretensión, propone una serie de realidades alternas y variaciones de una historia que al finalizar el primer capítulo ya se conoce de pe a pa. Se intuye qué vendrá en el resto de las seis versiones (en similar número de capítulos siguientes), pero la manera en que Dixon ejecuta el plan, la obra fina, es incomparable. Hay que tener estómago fuerte y cabeza fría para resistir esta gran novela.

[2] Al mejor estilo de las road movie, y en la estela de los wésterns de Cormac McCarthy, sin por ello impostar su voz, Díaz narra en A lo lejos la extraordinaria vida de un sueco que siendo niño emigra a EEUU y pasa toda su vida perdido: caminando, sobreviviendo, huyendo en el gigantesco país, con la esperanza de hallar a su hermano. Un estupendo ejercicio de resistencia desde la misma trama hasta la habilidad del autor para narrar tanto con un contenido tan austero y pasando por los lectores que, una vez enganchados, ni por asomo se aburren o cansan.

Don Bailón Vargas, amigo

Edwin Guzmán Ortiz

El país es así. La mayor parte de nosotros no sabe de los otros que también son país, así como la mayor parte de los otros no sabe de nosotros que también nos nombramos país. Y claro, en esa dualidad ambivalente de un nosotros que son los otros, y viceversa, terminamos siendo unos y otros, o acaso ninguno. 

Los letreros más luminosos dicen La Paz, Cochabamba, Santa Cruz; más opacos los de otros departamentos. Y al hacer un ajuste de escala, más allá de la división política, hay miles de poblaciones pequeñas de las cuales ignoramos su nombre, y qué decir de quiénes las habitan. Poseemos una conciencia nebulosa del país, donde gravita la peregrina idea de que, por haber estado en la ciudad capital de un departamento, habríamos conocido todo el departamento; ya Ciro Alegría lo expresaba en el título y contenido de su gran novela: “El mundo es ancho y ajeno”.

Durante muchos años creí, como la mayor parte de los orureños citadinos, que salir de Oruro tenía como indeclinable destino Cochabamba, La Paz, Potosí o allende el país. Hasta que llegó aquel día en que la brújula me mostró otro norte infrecuente: ir de Oruro hacia Oruro. La ruta del Tata Sajama, Curahuara de Carangas, el Salar de Coipasa, los reinos del Thunupa Mikataika, aquellos territorios que tan poéticamente bautizó Eduardo Nogales como “el jardín de las lentitudes”.

Al parecer, nuestro sentido de orientación estos tiempos tiende a dirigirse hacia el afuera, el hacia adentro constituye una ruta olvidada, inexpugnable, casi inexistente. Incluso nuestra existencia cotidiana se halla acosada por una inclemente exterioridad, los estímulos de afuera han cooptado nuestra atención, la tecnología hace de las suyas, el cultivo del mundo interior se halla cada vez más socavado por distractores intrascendentes: el look, el celular, la televisión, las apariencias, la simulación, en fin, ese mundo como espectáculo e impostación que han escudriñado los sociólogos. Vivimos una merma de la reflexión, del pensamiento gravitante, del cultivo de las ideas, apenas se piensa desde el celular -prótesis viral-  y en consecuencia ya no se lee, o se lee muy poco, ya no se osa ver el país de adentro. En la universidad –otrora centro del debate y la forja del pensamiento crítico- se sufre una lamentable caquexia intelectual, donde el celular ha terminado siendo el Rector.

Ni apocalípticos, y cada vez más pavorosamente integrados a occidentales latitudes, vamos escamoteando inmensos territorios del espacio que nos rodea y que forma parte de la patria.

Esto viene a propósito de un viaje realizado al oriente del país, a Riberalta, una pequeña y encantadora ciudad, capital de la Amazonía boliviana, a orillas del río Beni. Como tantas ciudades intermedias, creciente y pujante, con una población cercana a los 80.000 habitantes, con un comercio vital y no pocas universidades.  Precedida de gruesos filones genealógicos procedentes de los Tacanas, Chácobos y otros grupos originarios del lugar, hoy, dentro un mestizaje creciente, y además coexistente con otras corrientes migratorias del interior del país, donde los aymaras y quechuas se hallan vigorosamente presentes.

A falta del añorado mar nuestro, el río Beni confluente con el Madre de Dios, aparece enorme y anchuroso en el marco de un exuberante paisaje; sabemos que terminará siendo el mar, pero mientras, su majestuoso curso transcurre hondo e inexpugnable, rapta nuestra asombrada mirada en la orilla y nos convoca a vivir una experiencia in/sólita.

Al día siguiente, prolongándose el viaje por el río en una balsa, después de más de una hora de recorrido, y traspasando la frontera entre Beni y Pando, terminamos visitando dos comunidades aledañas: Puerto Loreto y Puerto Loma Alta, ya en el territorio pandino.

Fuera del rio, asombra la tupida vegetación que invade todos los flancos. Una vegetación aparentemente virgen, pero hollada desde hace mucho por la avidez de madereros y por la explotación del producto fundamental que sostiene a la región, la castaña.

No había sido buena la cosecha de la almendra este año, y las comunidades se hallaban preocupadas. De ahí es que el oro presente en el río aparezca como posible alternativa para compensar sus carencias. De hecho, la explotación del oro es una actividad que se realiza por cooperativas mineras auríferas y, lamentablemente, por piratas de la minería, a través de la práctica de la minería ilegal.

Culminado mi trabajo en la comunidad Loreto, y mientras proseguían mis compañeros su faena, aparecí conversando con un comunario de una edad similar a la mía, un hombre de edad provecta. Su creciente y sabia disertación me hizo comprender el nutrido nombre vegetal que habita en la floresta. Árboles desconocidos para mí, bejucos, plantas inimaginables, hojas enormes, flores y frutos expuestos en la exuberante trama del paisaje. La alusión a gallinazos, felinos, anacondas, chanchos del monte, caimanes y simios de todo pelaje, paiches, surubíes, parabas y guacamayos, más ese animal envolvente y ubicuo: el calor. Un mundo desconocido y sorprendente, que en las palabras del amigo danzaba seguro y portentoso como en su versión verdadera. 

Los ciclos de la naturaleza y su trabajo de recolectar castañas, la vida y los sueños de la comunidad fueron apareciendo poco a poco, no fueron menos las penurias narradas y la lúcida conciencia de su marginalidad dentro esta Bolivia carcomida por modernidades y posmodernidades inquilinas, por poderes insaciables.

Al medio de un paseo vespertino, yo no hacía otra cosa que preguntar a este amigo súbito, Esse Ejja probablemente, y escuchar esa voz grave y antigua trenzada al paisaje, protagonista de una historia invisible. Apenas, de rato en rato, me tocaba comentar mi azaroso destino de burócrata, de ciudadano urbano, abrumado por ordenanzas, traspapelado en la idiotez, infectado por las horas pico, el tráfico del tráfico, por ese show de letreros luminosos y espejitos de colores que presume la ciudad, por el quitoneo de una verdad fantasma.

A final, fuimos más hondo: los hijos, la salud, el indecible mañana de los viejos, y llegó la hora de la retirada. Al despedirnos me pidió que pasara por su pahuichi, para que el adiós fuera más bien un hasta pronto. Así fue, al marcharnos desde la movilidad vi una mano que se agitaba en las lindes de la comunidad, y deteniendo el carro fui a su encuentro.

Parado en la entrada de su vivienda, con la sencillez de la dignidad, llamó a su esposa y me la presentó, le pidió que sacara una bolsita de almendras que la anciana al cabo me obsequió. Sé que mi agradecimiento fue demasiado pobre, y fue rebasado por la sonrisa de ambos. Antes de despedirme, y con el deseo de reencontrarnos más adelante le revelé mi nombre, y me atreví a pedirle que me dijera el suyo –me dijo, Bailón Vargas.

Gracias, Bailón amigo, ahora sé que el objetivo fundamental de ese viaje no fue el cursito institucional, sino haberte conocido, y en escasas horas haber vislumbrado un mundo desconocido. Ojalá que el escaso tiempo que nos queda nos reúna de nuevo.       

Comentario al libro de Guillermo Mariaca: «El retorno de los bárbaros»

Blithz Lozada Pereira

Agradezco la invitación del Lic. Diego Murillo Bernardis, Responsable del Instituto de Investigación en Ciencia Política, para que yo presente en esta ocasión, un breve comentario del libro del Dr. Guillermo Mariaca Iturri, El retorno de los bárbaros, obra publicada por la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés y por la Editorial Plural de nuestra ciudad el año 2022.

El término bárbaros y lo que evoca, está de moda, al menos, desde las últimas décadas del siglo XX. Al respecto, considero relevante referirme a John Maxwell Coetzee, escritor sudafricano que ganó el Premio Nobel de Literatura el año 2002, según la justificación de la academia sueca: “por la brillantez de sus análisis de la sociedad sudafricana”. El escritor, hoy octogenario y nacionalizado australiano, escribió 15 novelas y tres autobiografías noveladas. De las primeras, la más conocida es, sin duda, Esperando a los bárbaros que fue publicada en 1980 y que, incluso, fue llevada al cine en 2019.

Siendo una novela blanca, Coetzee muestra la idea de bárbaros con la denotación despectiva de los “pueblos periféricos” del imperio, en el contexto donde el escritor fue testigo del apartheid en Sudáfrica, con acciones políticas sobre individuos torturados e incluso asesinados. El final de la novela es que, pese a la ansiedad, el temor y la huida que cundieron en el pequeño pueblo marcado por el dominio y abuso de los militares blancos, el supuesto ataque de las tribus bárbaras nunca llegó.

Con el mismo título, Esperando a los bárbaros, la narradora boliviana Virginia Ruiz Prado, fue galardonada con el Premio Nacional de Cuento

“Franz Tamayo” de 2011. La trama de su relato, situacional, según ella, consiste en cómo la protagonista rememora a sus bárbaros, uno con gestos sensuales e inocentes; el otro, histérico y malvado. Al final del cuento y por lo que la escritora indicó en una entrevista, el texto evoca una poesía de Konstantino Kavafis, cuyo título sirvió para que la autora lo copiara dando nombre a su cuento. Kavafis, de nacionalidad griega y egipcia, creó una innumerable cantidad de obras con temática clásica desde la década de los ochenta en el siglo XIX. Parte de su poema, “Esperando a los bárbaros”, evidencia cómo el imperio romano, en medio de su derrumbe, esperaba a quienes le aterrorizaban:

¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores visten
sus rojas togas, de finos brocados;
y lucen brazaletes de amatistas,
y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas?
¿Por qué ostentan bastones maravillosamente cincelados
en oro y plata, signos de su poder?
Porque hoy llegan los bárbaros;
y todas esas cosas deslumbran a los bárbaros.
¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores
a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia?
Porque hoy llegan los bárbaros
que odian la retórica y los largos discursos.
¿Por qué de pronto esa inquietud
y movimiento? (Cuánta gravedad en los rostros.)
¿Por qué vacía la multitud calles y plazas,
y sombría regresa a sus moradas?
Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.
Y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
― Quizá ellos fueran una solución después de todo.

Me permito, finalmente, referir una trilogía de novelas con contenido político crítico, de la escritora de Panamá varias veces premiada, Rose Marie Tapia. El tercer volumen de la zaga, publicado a mediados de 2014, tiene el mismo título que el libro de Guillermo Mariaca, El retorno de los bárbaros, siendo una reflexión sobre el drama anunciado de la barbarie política que domina el final de la trama. Es efecto de la acción de un político deleznable apodado “el cuervo”, que destruye absoluta, inédita e inefablemente, el débil orden democrático de un país que bien podría ser cualquiera de Latinoamérica. En la novela, el sentido del término bárbaro es distinto, claramente, al que mienta el Dr. Mariaca.

En suma, sea esperándolos o sea que ya habrían retornado o no aparezcan jamás, los bárbaros inspiraron títulos de poesías y nombres de obras innumerables de la literatura ficcional, además de producciones de cine y televisión. No es el caso del libro de Guillermo Mariaca, sin que pueda considerárselo un cuento o una novela. Sus bárbaros no son gente extranjera feroz, balbuceante de alguna lengua primitiva; gente liminal, indómita y foránea, ni siquiera funcional a la civilización; personas que vivirían precariamente, desconociendo la paz del más grande imperio de la antigüedad y codiciando los bienes que nunca tendrían. Estas connotaciones no resuenan en el fondo del título de la obra comentada, texto que también rechaza la visión lineal expuesta por el antropólogo estadounidense Lewis Henry Morgan en La sociedad antigua publicada en 1877, donde fijó la necesidad de que la historia de la humanidad se entienda prosiguiendo su evolución marcada en tres etapas sucesivas de progreso, eminentemente técnico, desde el salvajismo primitivo, hasta la barbarie tribal y, finalmente, la civilización.

Con los antecedentes mencionados de las obras de ficción sobre los bárbaros y la vasta literatura, cabe preguntarse acerca del porqué del título de la obra de Guillermo Mariaca. Asimismo, ¿cuáles serían las características literarias de su libro?, siendo justo precisar lo que entendería por bárbaros y ¿a qué se referiría al mentar que los bárbaros retornarían, habrían retornado o retornen quizás en el futuro?

Considero que el autor se concibe a sí mismo como un bárbaro, uno que podría socavar los cimientos de la civilización; un dibujante de nuevos imaginarios subversivos; un ente apalabrado que concierta narrativas diversas de sí mismo, libremente construidas y articuladas en medio del azar; un diletante del verbo que valora más lo oral que el texto escrito; en fin, un escritor ansioso de ser leído… y más, en cuanto se convence de que la modernidad de donde procede estaría en crisis. Teniendo en cuenta esto, espero que mi comentario logre la intención principal del evento que nos reúne: que el público se interese por El retorno de los bárbaros, pergeñe una idea general de su contenido y, por último, decida adquirir y leer el libro.

El retorno de los bárbaros afirma que todos fuimos y todavía seríamos indios, y no solo en Bolivia, el oeste de Sudamérica, el cono Sur, la región andina o el mundo que devino después de la colonización de las culturas prehispánicas, centro y sudamericanas. Todos, incluso la gente de Europa y América del Norte, Asia o Sídney, Sudáfrica o Marruecos tendríamos todavía un ser indio, es decir seríamos bárbaros. Entiendo que, sobre esto, como yo tuve oportunidad de exponer en alguna ocasión, el autor se refiere a algún estrato de nuestra identidad, tanto genética como etnohistórica que nos definiría como seres humanos.

Es decir, en tanto queramos un mundo en el que estemos en armonía con la naturaleza y, especialmente, con los seres vivos de nuestro planeta; en cuanto busquemos una interacción humana en reciprocidad con el medioambiente y no saqueemos los recursos sin reparar en los límites de la explotación; en tanto hagamos de lo que nos rodea un entorno sustentable para decenas y centenas de generaciones que nos sucederán en el futuro en el lugar que es nuestro hogar; es dable afirmar que no actuaríamos como indios. Y la conducta bárbara también nos correspondería por definición, en particular debido a que de ningún modo fortaleceríamos imperio alguno ni ostentaríamos gestos de la cultura civilizada de las megalópolis. Al contrario, daríamos primacía a los lazos comunitarios e incentivaríamos nuestro ser humano natural, por lo que podríamos aseverar que nosotros, los bárbaros, retornamos.

Guillermo Mariaca señala que hoy los indios nos enseñarían actitudes humildes y de ofrenda ritual recíproca con la naturaleza, estrategias de resiliencia y de sustentabilidad económica indefinidamente, e incluso formas de organización y práctica plenamente democráticas.

Lo propio cabría afirmar de una parte sustantiva de nuestro ser masculino: también todos los hombres fuimos y seríamos actualmente, mujeres. Es decir, en tanto en nuestra existencia varonil nos ocupemos de apañar la vida y endulzar el apego; en cuanto prevalezcan los estratos matrísticos de nuestra identidad, de modo que el matriarcado, histórica, económica, cultural y políticamente aplastado; resucite debido a que genéticamente no habría desaparecido; en cuanto descubramos las expresiones femeninas de lo varonil, afirmaríamos un mundo mejor, sustentable, fraterno y amoroso rechazando y renegando de la violencia, el dominio, el odio, la discordia, la guerra y la explotación; es decir, contribuiríamos a construir una sociedad plenamente humana. Los bárbaros como expresiones femeninas de los hombres en la historia de la humanidad, también habrían retornado.

Guillermo Mariaca dice que su libro fue trabajado durante 30 años y que algún texto que incluiría en él sería la versión escrita antes del milenio. Señala diez ensayos publicados por revistas nacionales e internaciones, siendo el más antiguo, el de 1999. En suma, El retorno de los bárbaros incorporaría, actualizaría y completaría esos 10 ensayos y otros más, focalizándose especialmente en los siguientes temas: los indios y la interculturalidad, la literatura y la belleza, la política y la feminización, la modernidad y el patriarcado, lo cholo y la actualidad… Seis de sus ensayos contienen lo que sería la Introducción para cada uno, denominada por el autor: “Entrada”; en tanto que sus Conclusiones son llamadas por el Dr. Mariaca, “Salida”.

Los 10 ensayos referidos en la bibliografía como versiones previas de su libro; actualizadas, mejoradas, complementadas y articuladas para la versión unitaria de 2022, suman alrededor de dos centenares de páginas. Es decir, en conjunto, es presumible que el 70% del libro comentado sea el agregado de tales versiones. De estas, la segunda más antigua, publicado en Río de Janeiro en 2011 en las Memorias de un evento de 2010, titula: “El retorno de los bárbaros”. Se trata de la ponencia que Guillermo Mariaca presentó en las Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana que él fundó en 1993 en La Paz y que en su IXa versión, se llevaron a cabo en Niterói en 2010. Tal exposición enfatiza que el discurso oral indígena no neutralizaría el antagonismo, diferenciándose de la narrativa colonial. Por esto, la oralidad se habría constituido en el objeto principal de la empresa cultural de domesticación desatada desde la conquista. Complementaria a esta idea, el autor se refiere al bárbaro en silencio (similar al hombre callado de Marvin Sandi) como el indio que no verbalizaría en ni para la modernidad. Se trata del bárbaro que resistiría motivando el devenir de efluvios verbales inspirados en la diferencia respecto de los discursos de dominio y sintiéndose, auténticamente, el heredero de la tierra sin mal.

La exposición de Mariaca en el evento brasilero de 2010, publicada después en las Memorias, sirvió para definir el título de su libro ahora comentado, dándole sustento a parte del contenido. El autor visualiza al bárbaro como el indio que habla poco, no escribe y que desataría sin intención, la persecución del colonizador. Esta imagen hipostasiada, romántica e inmaculada del buen salvaje con la oralidad como un factor de diferenciación étnica podría ser persuasiva si y solamente si se conservaría el contenido de la oralidad por escrito. Felizmente, en la propia Carrera de Literatura de la UMSA, esto es realizado como parte del meritorio trabajo que efectúa Lucy Jemio, evitando que la tradición oral se pierda en el silencio.

En la bibliografía de El retorno de los bárbaros, aparte de los 10 ensayos con su nombre, el autor incluye cerca de 110 entradas de igual número de autores. Las divide en 37 obras citadas y 70 referencias consultadas. Del total, solo poco más del 10% es de obras de autores bolivianos, aunque existe una cantidad notable de estudios etnohistóricos y culturales dedicados a los Andes con autoría de investigadores y estudiosos extranjeros. Con tal bagaje bibliográfico, el valor académico del libro es, sin duda, muy alto, aunque opuesto, por antonomasia, a cualquier sabiduría india, necesariamente oral.

Conservando su estilo peculiar, el autor indica que comenzó a escribir el libro comentado hace tres décadas. Si el primer texto publicado como versión “previa” del libro vio la luz en 1999, el tiempo transcurrido es menor a un cuarto de siglo hasta ahora, aunque tal vez pergeñó las ideas publicadas en 1999 desde el año 1993. ¿Escribió el Dr. Mariaca casi 200 páginas durante 17 años con el propósito de publicarlas como un solo libro en 2022, o El retorno de los bárbaros es una compilación motivada por la editorial a cargo, no solo para preservar el pensamiento original de tan connotado escritor e intelectual?

Como fuera, tener un libro entre las manos con 10 textos de contenidos muy antiguos y enérgicos, como es El retorno de los bárbaros, muestra un esfuerzo intelectual valioso y encomiable desde varios puntos de vista. Los 10 pre-textos escritos desde hace un cuarto de siglo, se completarían con la actualización y desarrollo de cuatro temáticas fundamentales según indica el autor en su “Introducción”: la condición patriarcal, lo glocal, la decolonialidad y el feminismo.

Debido a que el tiempo para esta alocución me ha sido restringido por el Instituto de Investigación en Ciencia Política, fijando un máximo para la presente alocución; lamento no poder desarrollar mis argumentos referidos a los cuatro puntos indicados, expresando opiniones críticas sobre el libro. Son críticas porque pienso que el mejor homenaje a una obra que exprese esfuerzo intelectual es que los colegas, académicos, escritores y público en general, no solo la elogiemos, sino que también la observemos y manifestemos nuestro disenso.

Al tratar El retorno de los bárbaros, temas políticos y culturales actuales, cabe preguntarse si, en conjunto, el libro ofrecería visiones utópicas de tales temáticas, escritas con la indudable calidad literaria del autor. También es posible que el libro exprese lo que se concebiría como un programa de transformación política o, al menos, algo por el estilo, como una versión de alguna ideología revolucionaria por muy peregrina que parezca. En fin, es posible mentar el libro solo como un conjunto de verbalizaciones literarias personales, estilísticamente espléndidas, sobre temáticas de moda, sin excluir el supuesto éxito editorial pretendido.

Que el libro remarque la emergencia de las identidades étnicas en nuestro país, con el mundo indígena y el ambientalismo como “proyecto de futuro” y con el feminismo como apuesta existencial, suena sin duda, a un manifiesto político con mensajes relativamente crípticos, aunque también con un discurso enfáticamente utópico.

Personalmente, no creo que sea respetuoso de la inteligencia del lector cultivado, que cualquier autor, hoy día, sugiera, defienda o proclame cualesquiera utopías para nuestro siglo o para el futuro, por más depurado que sea el estilo con el que la presente. Rechazo tales discursos con mayor convicción, si profetizan contenidos socialistas. Para hacerlo, las razones comprobadas existen y sobran, por lo que, presumo que, conociendo en persona al autor desde hace más de tres décadas y habiendo leído parte de su extensa obra, incluido El retorno de los bárbaros ahora comentado, no me parece que pretenda convertirse en el profeta mistagogo de una nueva ideología que instituya el eco-feminismo- socialismo-indianista como el nuevo y brillante programa de una supuesta academia de izquierda. Pese a que esta ecléctica consigna aparezca en su libro y pese a que el último ensayo indique sin ambages, la necesidad de utopizar el mundo y la vida -estetizando la política y generando cambios profundos en un país de tan peculiares rasgos como el nuestro- pienso que el Dr. Guillermo Mariaca no pretende ser el portavoz de alguna pretendida nueva utopía boliviana de izquierda en el siglo XXI.

Debido a mi formación filosófica profesional, yo aborrezco todo discurso utópico y peor si adquiere tonos de moralidad universal, legalidad científica o necesidad histórico-política. Es recurrente en la historia de las ideas de la humanidad, que los discursos utópicos desplegados como descriptores de algún sueño en el mundo perfecto del futuro, socialista obviamente, den énfasis a conceptos como la igualdad, la justicia, la solidaridad e incluso el amor libre, el bien común, la belleza y la plenitud humana. Sin embargo, evaluando lo que dichas inspiraciones oníricas deberían inspirar, se encuentra que el socialismo real tuvo apenas logros esmirriados y en la facticidad de su implementación, lo que abundan son el desengaño y la ascosidad.

Aparte del gesto romántico patente en la narrativa onírica, hoy día es evidente que las utopías socialistas se convierten más temprano que tarde en las peores distopías que la población debe soportar, aplastando su individualidad, su libertad y sus derechos humanos y vulnerando las condiciones básicas de cualquier existencia digna y forma de vida democrática. La motivación que tendrían algunos ingenuos o avezados autores, en apariencia, verbalizando objetivos nobles, ha desembocado, de manera invariable, en la pesadilla interminable para la mayoría de las personas que tienen que padecer la utopía que nunca llegó. Tal es el secreto de las intenciones oníricas, las utopías, a veces expresivas de la ingenuidad de sus reveladores y en otras ocasiones, del premeditado producto de la falacia y la insinceridad de sus promulgadores.

Siendo una narrativa onírica, el discurso utópico es legítimo para la literatura, realizando a plenitud el sentido de entretener, compartiendo la ficción e imaginando cómo existirían y devendrían, por definición, sociedades imposibles. La sustancia de ente onírico de la utopía trasvasa cualquier límite real, regalando al destinatario narraciones de exaltación emotiva e identidad compartida con quien las cuenta, que se identifica con el autor, pese a la posible vacuidad ideológica de los contenidos y a pesar de la vertiginosidad de los lugares comunes que estallan en varios enunciados. Hoy más que nunca, siendo nuestro tiempo el de la post- verdad, a tal grado llega la falacia de las utopías socialistas y tanto abunda la falsedad de sus múltiples expresiones, que otorgarles alguna pizca de credibilidad, real o aparente, es un despropósito. Más, si supuestamente servirían como el norte que orientaría la vida. En el primer caso, quienes son crédulos ante los cantos de sirena muestran una simple y llana ingenuidad y, en el segundo, los oyentes que aparentan credulidad ante las canciones y su ritmo, tarde o temprano se revelan como cómplices del hablante, coadyuvando al despliegue de su táctica persuasiva para convencer a otros destinatarios de una motivación ficticia. Lo cierto es que prevalecen las intenciones profundas, crípticas e innobles, por definición, encubridoras de impulsos inconfesables.

Ya Friedrich Engels en 1880, en su folleto titulado: Del socialismo utópico al socialismo científico, descubrió el carácter onírico de las utopías y la vacuidad idealista y subjetiva de los autores que, sosteniendo una visión socialista utópica, creerían que la sociedad se transformará gracias a las ideas y las inspiraciones de los escritores iluminados, fervientes de imaginación. En contraste, la verdad de carácter racional de quienes sostendrían el socialismo científico, en primer lugar, por supuesto, Karl Marx y el mismo Engels, gracias a su visión materialista y dialéctica de la sociedad, les habría permitido descubrir las leyes que regirían los cambios trascendentales de la historia, viendo con absoluta claridad el proceso que seguiría la sociedad para alcanzar, desde la realidad capitalista del siglo XIX en Europa, primero el socialismo en Inglaterra y, después a largo plazo, el comunismo a escala universal.

Deductivamente cabe preguntarnos si el libro del Dr. Mariaca sería un conjunto de enunciados dogmáticos, resultado de una visión científica y racional del mundo, aunque estén expresados con efluvios de una lírica original. Dicho de forma interrogativa: En definitiva, El retorno de los bárbaros ¿será un programa político que, entre varias particularidades, constituiría al hablante en el portavoz intelectual principal?; es decir, en el profeta que vaticinaría la revolución y leyes de la historia. Es evidente que no. El autor incluso se autocritica por permanecer intensamente en su casa literaria y por haber sostenido durante demasiado tiempo sus dogmas políticos, puesto que, aun sin ser escritor, fue militante, dirigente y parlamentario de un partido político de izquierda en Bolivia.

Se trata de una feliz confesión que inmuniza al texto de toda deleznable presunción. Guillermo Mariaca no dicta contenidos ideológico políticos para que las masas o los dirigentes de izquierda de alguna organización los aprendan, repitan y apliquen, iluminándose con la luz de un mistagogo escatológico. Tal presunción, señalada por Jacques Derrida, se basa en las ideas de Immanuel Kant.

El filósofo de Königsberg considera que los mistagogos pervertirían la filosofía descubriendo, supuestamente, crípticos y develados contenidos que serían las verdades últimas de la humanidad. Incluso un siglo antes de Marx, para Kant, quienes hablarían del telos de la historia y de su final, por ejemplo, mentando lo que todavía hoy se preconiza como el comunismo universal; los iluminados que develarían lo más profundo y misterioso del conocimiento humano, inspirados por revelaciones sobrenaturales, exhibirían meras actitudes dogmáticas. Peor aun cuando se asumen a sí mismos como detentadores de las verdades profundas y trascendentales que transmitirían incluso a la plebe para ilustrarla.

Los mistagogos escatológicos criticados por Kant no ostentarían una filosofía de vida tolerante y relativa, requerida en nuestros días; si no, se creerían ellos mismos, los profetas que develan lo íntimo del universo, secretos descubiertos para quienes los escuchen, los entiendan y actúen en consecuencia. Tal es el secreto de los programas políticos y de la impostura de los que enuncian acciones necesarias y racionales para dirigir y motivar la acción transformadora de la sociedad. Felizmente, este no es el caso de El retorno de los bárbaros que, ni mínimamente, debe interpretarse como el manifiesto de un intelectual megalómano, bárbaro o no, que considera su misión indelegable, imponer un nuevo orden ideológico, con un discurso de retorno al dogmatismo programático.

Si Guillermo Mariaca no es un mistagogo escatológico, cabe preguntarse si indianizar el mundo y la vida debería ser tomado como un imperativo vinculante o podría negarse su importancia como componente axial de alguna narrativa utópica. Creo que, por el estilo y por la personalidad del autor, se trata de un efluvio de ideas manifiestas con actitud relativa, de quien las pergeña presentándolas como la inspiración creativa de un librepensador. Esto es así por la paradoja que se señala a continuación: 1) ¿cómo sería posible, hoy día, presentar un discurso dogmático, defenderlo y argumentarlo ante oyentes provistos de una preclara razón escrutadora? O, 2) ¿cómo hacerlo, quedando exento de cualquier programa político o ideológico, sospechoso en sí mismo, y más para una aireada y escéptica posición aun medianamente anarquista?

Aquí prevalece no solo la anarquía epistemológica de Paul Feyerabend sino también, simple y literalmente, los preceptos ideológicos del anarquismo como ideología política, reivindicándose formas múltiples de libertad, al individuo como el centro de la política y a su moral como la condición para que la vida comunitaria tenga sentido y equilibro. Solo así es posible que se den acciones conscientes de destrucción sistemática de toda expresión de poder en la sociedad panóptica de hoy día y solo así es dable aceptar como una proyección profundamente libertaria, aun la tenue idea de aniquilar al Estado y a sus deleznables sustentadores.

Por lo demás, pienso que, sobre la indianización del mundo, con hidalguía, el autor debería considerar que, si bien, inobjetablemente, Occidente contendría un conjunto de imaginarios criticables que dieron lugar a sucesiones de injusticia, opresión, expoliación y explotación; fue a partir de dicho mundo de vida, particularmente el occidental, que se dispusieron las ideas y los movimientos sociales y políticos tendientes a cambiarlo. Y los éxitos alcanzados no fueron pocos ni deleznables.

Dado que la indianización romántica y bella de Guillermo Mariaca, por ejemplo, descentra la visión antropocéntrica construida para fortalecer la modernidad de Occidente; substituyéndola por el cosmocentrismo andino como paradigma, personalmente, tal idea me parece brillante y yo mismo la he defendido por escrito desde 2007. Tales principios deberían comprenderse de una vez y para siempre, especialmente por la población de los países desarrollados, cumpliendo progresivamente las políticas públicas, por ejemplo, en lo concerniente a la disminución individual de la huella de carbono, la eliminación de los jets privados y de las escoltas feroces que se desplazan para deslumbrar y atemorizar, con el pretexto de proteger a personajes que siempre son prescindibles.

Lo propio debe afirmarse respecto de destruir el patriarcado, feminizar la vida y valorar el ímpetu feminista que constituyen tesis destacadas de El retorno de los bárbaros. Lo corroboro plenamente, como lo hice por escrito desde 2010. Al respecto, sin embargo, creo que la discusión actual no ha terminado y debería desplegarse en profundidad; dialogando sin utopías, sin prejuicios ni alusiones a programas políticos: defendiéndose e involucrándose con casos concretos para lograr soluciones efectivas.

No debería ser una utopía ni un programa político capcioso, por ejemplo, la consigna de que la humanidad aplaste toda forma de patriarcado y falocracia, y que abandone y se libere de la energía procedente de los recursos fósiles, deteniéndose en seco la producción de fábricas de bienes prescindibles cuya evaluación del costo de contaminación que generan contrasta con la satisfacción efímera, absurda y esmirriada de los bienes que producen.

A mí, personalmente, pese a la noción griega de kalokagathía que une las ideas de lo bueno con lo bello, que prevalezca el paradigma cosmocéntrico porque es bello, frente al antropocentrismo que, desde el Renacimiento, tuvo gran ímpetu; solo constituye una preferencia estética. La idea de lo bello varía, para mí, por la subjetividad de quien aprecia lo que juzga como tal, por ejemplo, en una obra artística. No me convence que un autor adopte una posición estéticamente autoritaria estableciendo criterios de belleza o fealdad con validez restrictiva. Además, no acepto que la política se realice como una obra bella o, según el caso, lúdica como habría sostenido, por ejemplo, Herbert Marcuse.

Para mí, la política es el mejor escenario, como ha sido siempre, para que quienes ejercen o procuren poder, explayen los impulsos aplastantes y abusivos que los motivan. La política comprehende, en mi opinión, las peores incitaciones y prácticas humanas que la deterioran sin remedio. En suma, para que no siga asfixiando a los políticos, para que no aplaste aun el mínimo hálito de humanidad, con o sin discursos de indignación o lucha; lo decisivo, pienso yo, es contribuir a todo tipo de resistencia, coadyuvando, también en el inocuo mundo de la academia, a fortalecer las reivindicaciones locales y a descubrir los intersticios de acción de la microfísica de poder, en todo lo posible, siendo los intelectuales, conscientes de que se enfrentarán a múltiples barreras que surgirán contra cualesquiera acciones colectivas. Hacer esto para poder afirmar que la política es bella no puede ser sino un objetivo posible, a lo sumo deseable, pero siempre solamente relativo y subjetivo. Enunciarlo como el dogma principal de una posición intelectual, desnaturaliza el fluir libre de las ideas y el pensamiento. Es inadmisible.

Pretender precipitar a los artistas e intelectuales a expresarse sin ningún gesto de autoridad universal ni contenido preestablecido, en mi opinión, es la condición sine qua non se puede enunciar cualquier discurso respondiendo a las demandas de la sociedad en el presente; al menos, hasta fines del primer siglo del milenio. Lo que está en juego no es una reeducación estética de Occidente ni de sus agentes, sino la defensa constante y radical de los derechos humanos, la conservación estricta del medio ambiente y la práctica de la tolerancia y la equidad sin concesiones. Es una práctica sin demagogia que niega el disfraz de la narrativa de los programas políticos y tampoco encubre las ramplonas ambiciones de los líderes pretendidamente emergentes que, junto a adláteres, se asumen como los sustentadores privilegiados de los sueños utópicos más caros y de los principales anhelos humanos. Pese a que juran una y otra vez que lucharían por conseguirlos, tal compromiso se silencia y desvanece después de su elección.

Debo confesar que, personalmente, respecto de los análisis sesudos y la práctica política contradictoria, por ejemplo, la que se advierte contra la colonización, tuve la suerte –poco afortunada, por cierto- de conocer cara a cara, a un intelectual importante, teórico muy aplaudido de la decolonización, cuando impartí clases en la Universidad de Duke, en Estados Unidos. Felizmente, el libro El retorno de los bárbaros no expresa las actitudes de quien, proclamando la necesidad imperiosa de destruir todo vestigio de colonialismo, vive y trabaja en un contexto de las más confortables condiciones de la academia, y nada menos para un argentino plenamente integrado al sistema estadounidense que otorga las más densas mieles del poder y los más depurados cánones estéticos para el mundo académico.

Semejante impostura, similar a criticar el café nacional con gestos de esnobismo por el discreto encanto de la burguesía; creo que no corresponden a personas condolidas por la pesantez del ser, como se advierte, por ejemplo, en los Andes; no por su imaginada levedad, Más, cuando las condiciones de vida de países como el nuestro exigen, antes que extensos, interminables, obsesivos y sesudos discursos ―como los del grupo Comuna- compromisos honestos y acciones directas. Esto lo enuncio siendo consciente de que las traiciones, el oportunismo y el personalismo abusivo que prevalecen en la práctica de los políticos, especialmente de los que, venidos a intelectuales con pensamientos de moda, se reproducen y engolosinan sostenida o esporádicamente en contextos híbridos como el nuestro.

Guillermo Mariaca habla de los ornitorrincos académicos y aquellos que pululan en la vida pública. Su tono es despectivo y no relieva en medida alguna a semejante criatura, pese a que es resultado de un despliegue evolutivo muy complejo y superior. Escribir como intelectual, no para vender novelas, no para ser un mistagogo escatológico ni un profeta de alguna revolución trasnochada, exige ser polímata en el mejor sentido: conocedor de todo y creador, crítico de las relaciones entre las partes; alguien que domine varios campos; los vincule y los reinvente; una persona que entienda y critique los mensajes enfáticos y crípticos, siendo consciente del valor cultural heredado e híbrido de su contexto: libre de cualquier chauvinismo, alienación o discriminación.

Yo, hace tiempo que he dejado de creer en el avance del pensamiento y en el progreso de las ideologías; pero sí, sostengo con convicción ―y con los años, con énfasis creciente- la radical necesidad de defender la libertad y la creativa expresión de las ideas, como las formuladas por el Dr. Guillermo Mariaca en su libro y como las que yo enuncio en esta ocasión como crítica de su obra.

Espero que el contenido vigoroso de El retorno de los bárbaros sea congruente con la difusión que de él haga el autor, de manera que el libro digital se distribuya extensa y gratuitamente al público más amplio. Me parece un imperativo que surge de su narrativa, que en lugar de que exista solamente la versión física del libro, sirviendo para generar ganancias para una editorial que, como todas las de nuestro país, no paga impuestos y vende a precios altísimos; las personas que tengan interés, sea por Internet, por las redes sociales o por cuantos medios que estén disponibles hoy día gracias a la tecnología, puedan conocer el libro, apreciarlo y criticarlo. Creo que esta es la mayor consecución de reconocimiento del valor de un libro u otra producción intelectual para el autor o su creador, y es también lo que he pretendido hacer con este breve comentario.

Admito con entusiasmo, junto a Guillermo Mariaca, autor de El retorno de los bárbaros, sin ningún gesto utópico ni actitud alguna propia de un intelectual que revelaría los misterios del nuevo programa político de la izquierda latinoamericana; parafraseemos al poeta Konstantino Kavafis, afirmo taxativamente que las mujeres y los indios, bárbaros todos, ante el descalabro de la civilización occidental, somos, irrefutablemente, una solución después de todo.

Jorge Zabala en la memoria

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Me cuentan que a Jorge le llegó el olvido, que en algún lugar de la idílica Cochabamba, que criticaba y amaba, llevó en sus últimos años una vida de encierro. La sociedad se cobró su irreverencia, su desfachatez de en un momento serio sacarse los zapatos, bajar los calcetines y rascarse por encima del talón mientras lo miraban azorados. Luego proseguía su genial charla sobre W. H. Auden.

Lástima que de él más se ha perdido que conservado. Una obra dispersa, mayormente oral, pero también escritos sueltos firmados como Jorge Agrícola, supongo que para honrar con ello a la antigua Roma, o a un pasado feudal en la rural Bolivia que se había repartido desde siempre entre los amos. Cochabambino y creo que también beniano. Brilló antes de que apareciese la globalización, cuando todavía el hecho de haber estudiado en Inglaterra y vivido en los Estados Unidos implicaba tanto, siendo nosotros más que de tierra, de mente, mediterráneos.

En 1991 decidimos, mi esposa entonces, Jenny Gubrud y yo, trasladarnos a Bolivia “para siempre”. Por las calles de Washington D.C. marchaban las turbas enloquecidas con la victoria relámpago de las tropas norteamericanas en la Tormenta del Desierto. Décadas de la vergonzosa derrota en Vietnam parecían haberse lavado. Una generación se limpiaba esa mácula y retornaba el concepto del porvenir, límpido y sólido. Era demasiado para nosotros y creímos bueno partir.

Jenny pintaba: pasteles y dibujos al carbón. Emily, la hija mayor, había nacido ya. Con gigantescas cajas emprendimos la diáspora, dejando atrás los floridos cerezos, museos, amigos. Le hablé de sol, de agua y encontramos polvo, pero era Cochabamba al fin, que fue pródiga en colores y números en su obra artística. Tanto que decidimos exponerla. Para eso recurrimos a mi hermana Picha, para que su amigo Jorge Zabala hiciera la presentación. Fue un año, entre el 91 y el 92 que gozamos de su continua presencia; por ahí, luego de este trashumar gitano que nos envolvió, en un archivador, están sus palabras impresas en un diario local: Jorge Zabala presenta a JG, “la” pintora norteamericana, en el palacio Portales.

Mucho antes, durante la juventud plagada de ínfulas revolucionarias e intelectuales, mirábamos a Jorge, diez o quince años mayor que nosotros, de lejos y con admiración, agarrando de oídas conversaciones sobre Aristóteles, o comentando en la oscuridad de los jardines de la UMSS sobre la proyección de Hamlet en versión soviética. O, lo recuerdo con claridad, porque esas eran muchachas que yo ansiaba, coqueto con dos auténticas alemanas, de tetas y caderas blancas, diciendo que a las suizas les gustaba hacer el amor sin quitarse las medias. Sentí envidia en mi cubil indoamericano porque yo no podría saberlo, menos conversarlo. Y aún no he comprobado si Zabala mentía o no. Era a la salida del teatro del Palacio de la Cultura, en una de las sesiones de cine internacional que se hacían. Luego cruzaron la calle y se instalaron en un cafecito con mesas de fórmica en animada charla de -supongo- sexo y literatura. A mí me devoró la noche.

13 de marzo de 1992, mi cumpleaños treinta y dos. La tina de la “casa grande” rebalsaba de cerveza. Nos visitaban amigos canadienses, asistió multitud. Jorge llegó con su inseparable Mike, otro personaje cochabambino. Vivía en el Frutillar, arriba, casi en la falda del cerro y contaba su paso por el ejército israelí. Nada más disímil que estos dos. El flaco y desgarbado Jorge, con infaltable Marlboro en la mano y el fortachón Mike, vistiendo una camisa de medida menor a la que correspondía, de pelo en pecho y botones escapándose. En los cafés, alguna vez en el Prado, caminando por la Colón o sentados en ese sutil aislamiento que da la plaza Constitución, muy cerca de la casa de Jorge en la Salamanca, siempre juntos.

Trece de marzo. Música; baile. Como una chispa, porque parecía escena de otro mundo, Jenny y Jorge bailando London’s Burning, de los Clash (All across the town, all across the night/Everybody’s driving with full headlights/Black or white turn it on, face the new religion/Everybody’s sitting around watching television!), con una soltura que no correspondía al lugar dónde estábamos y que en medio de la borrachera nos hacía ilusión de taberna inglesa. Con el cigarro en la boca, brazo izquierdo arriba, luego el otro y el entrechocar intermitente de sus palmas, como un platillo del más allá. Aquella noche Jorge terminó tirado sobre el pasto del patio de atrás, cuando ya el rocío cubría el verde oscuro. Con Omar lo levantamos, llevamos a la cocina, y tomando café vimos amanecer.

“Los sin Dios como yo”, escribí en uno de mis Cuadernos de Norteamérica que publicaba Opinión. Has barrido, dijo Jorge Zabala, de un manotazo toda la religión. Fue en ese momento que le conté que retornábamos a los Estados Unidos, que no había manera de sobrevivir con decencia en Cochabamba, que mi hija necesitaba futuro. No existen los para siempre, lo aprendí entonces, pero sí los cortos veranos de anarquía como aquel, asociado indisoluble a la memoria de Jorge y un pequeño grupo. Quedan varias fotos y un retrato suyo, de dos que pintó Jenny, y que comentándolo -ya que colgaba y todavía cuelga de la pared de casa- una amiga mexicana en Denver decía que parecía el de un “condenado”.

Vive Jorge. Me mira en la todavía penumbra de las cinco de la mañana, desde el muro, sentado en la silla de casa, con la ventana de casa, las cortinas de casa, todo lo íntimo, lo inmortal, inolvidable, querido.

La luz de la vida o el día interminable

Gary Daher

No hace mucho tiempo, recibí en manos el libro El día interminable de Ricardo Calla Ortega, Plural editores, 2022. Se trata de un libro con veintiséis poemas señalados por números romanos.

La lectura de este trabajo supone un desafío para el eventual lector.  Y es que toda lectura, al igual que toda traducción, que en sí es su sinónimo, es un acto de riesgo. La primera impresión con la que se encuentra el lector es la de estar ante una especie de mar onírico, cuya interpretación podría ser tema del semanálisis, un ejercicio de lectura basado en la lingüística estructural y el psicoanálisis, útil para analizar cualquier texto y cualquier práctica significante desde la semiología. Pues de lo que se trata es de centrarse en la materialidad de los lenguajes: sus sonidos, ritmos y distribución gráfica, y no simplemente en su función comunicativa, haciendo del lenguaje un proceso transgresor dinámico más que como un simple instrumento estático.

Principalmente, cuando Kristeva nos advierte que “Todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción de intersubjetividad se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee, al menos, como doble”. De manera que el lenguaje poético se puede mover transversalmente sobre el discurso como infinidad del código, mostrando hasta dónde llega el código. La pregunta que se hace Kristeva, y que se tendría que hacer todo lector ante un texto es: ¿Por qué este texto está entramado así, de esta manera?

Aventuraré aquí una lectura, en ese sentido, la de descubrir cuál es el entramado de El día interminable.

No obstante, me detendré un poco en el contexto, y es que el libro trae en la portada una máscara humana de jade olmeca. Recordemos que estas máscaras no eran creadas para ser utilizadas desde un punto de vista práctico, ya que no tienen orificios para la nariz u ojos, algunas inclusive son planas en la parte posterior. Las máscaras humanas carecen de una individualización, no son retratísticas, y hay un repertorio muy limitado de personajes. Probablemente eran representaciones idealizadas. Y esta al tener el rasgo de la boca abierta y las pupilas dilatadas, podría indicar un estado de trance. A continuación, se descubre que el libro está dedicado a sus dos hijos fallecidos, Valeria y Andrés, y aunque luego se advierta que el trabajo que le tomó 29 años, y que iba de 1990 a 2019 habría concluido luego de la muerte de Andrés.

Asimismo, otra lectura podría tomar en cuenta los cuatro epígrafes que recorren lecturas de doce siglos, resaltados por el autor, en un trabajo presentado de esta manera, no podrían pasar inadvertidos. “¡He dormido en el jardín del emperador, / esperando la orden de escribir! / He visto el estanque del dragón…”. Li Po, siglo VIII D.C. “Somos los que nos convertimos en polillas / Frente a la llama de la belleza…”. Mehmed Hayáli. Siglo XVI D.C. “Las campanas suenan sin razón y nosotros también…”. Tristan Tzara. Siglo XX D.C. “Reina del viento fundido / -en el corazón de los peces fuertes- / pero tenaz memoria…” Aimé Céssire. Siglo XX D.C.

Regresando a nuestra lectura, diremos entonces que aquí las imágenes textuales hacen permanentes desplazamientos de los significantes en busca de un significado. Así, utilizando la clave del lenguaje poético se viaja en indagación de una puerta que se nos abra y nos deslumbre con su misterio. Leemos en consecuencia como en un palimpsesto que la cultura del autor está reescrita por sus diferentes lecturas, como él mismo nos advierte en sus Notas, que aparecen al final del poemario, a manera de colofón:

Debiera ser evidente la cita que hago, en la parte IV, de una línea irresistible de la inolvidable canción experimental popular brasileña Disparada de inicio de los 1960s. Igualmente, cualquiera notará, un rastro, al comenzar la parte IX, del extraordinario poema I.1. del Danzante y la muerte (1983) de Seke Rosso. ¿Y quién no reconocerá, en la parte IX, a Quevedo? Frases y ecos de Borges, Celan, Cesaire, Eliot, García Lorca, Gimferrer, Hölderlin, Lezama, Neruda, Tzara, Vallejo y Walcott a lo largo del texto tendrán también que ser inmediatamente reconocibles, siendo obvias. (40)

Uno por uno, los versos emergen en un tono descriptivo, como si el poeta estuviese asistiendo a escenas cuya descripción se traslada al mundo onírico. En estos versos el viaje descriptivo nos lleva a imágenes que se trasladan desde sirenas que lo invocan (¿Osaré repintar las sirenas que me invocan desde el aire?) hasta sumergirse en el profundo aliento de lo americano porque aquí es Guayaba el aroma de la claridad.

El agua, el sentido de lo femenino, la obsidiana, frutas exóticas, constelaciones americanas, mapas textuales que recorren topologías que cruzan las Antillas y el altiplano boliviano, se desgranan en un deletreo alucinante de asonancias y cadencias, que de repente se multiplican en versos cuya disposición gráfica se nos presenta a manera de coros. Sin embargo, su sentido final se me esconde como cuando uno se aproxima a la vida cuya proximidad, cuya intensidad, siempre está velada para otro que se exponga a leerla: poesía que se dice y expresa como latido de palabras.

En este viaje, de repente, nuestra lectura se encuentra con una elegía, como si la voz de las imágenes, en su gran mayoría surrealistas, lectura de lecturas, no sean otra cosa que resonancias del núcleo del poema, que quién sabe es también como esa cebolla de la que nos hablaba Jaime Sabines en su Como pájaros perdidos: “Se puso a desprender, una tras otra las capas de la cebolla, y decía: He de encontrar la verdadera cebolla, he de encontrarla!”. Este núcleo, creemos, se halla escrito en un fragmento al final del poema XV, fragmento que también es epígrafe del mismo poema:

Suenen campanas sin razón y nosotros también

¡Locura!

¡Blanca amargura!

¡Ya se avista el estambre del recuerdo en el viaje sin pasajes de mi amor inacabado!

¡Ya se avista la ribera del sentido en la nave harapienta de la urgencia!

(el repliegue    el galeón         el sopor

   el hocico de los islotes

      la tregua     el camino    la obsidiana

         sólo un atisbo de obsidiana

              estatua encarcelada)

Siguiendo el modo del palimpsesto este segmento empieza con un verso de Tristan Tzara:  Suenen campanas sin razón y nosotros también.

Valga, por tanto, este texto como una provocación para una lectura más profunda, que acaso rebata la aquí apurada, y para compartir de que estamos ante una propuesta distinta a lo que generalmente se viene trabajado en el campo poético, según este servidor: ríos de imágenes visuales y acústicas en palimpsesto cuya ninfa principal nos devela la hermosa elegía arriba presentada.

Una delicatesen.

El arte de los pedales, de Marcelo Villena

Christian Jiménez Kanahuaty

Marcelo Villena es el alumno aventajado del estructuralismo francés que profundiza en la reflexión teórica y en la poesía para encontrar no nuevas interpretaciones, sino nuevos sentidos a las torsiones e inflexiones que pueden desatarse cuando la palabra escrita se piensa no como la representación de un referente, pero sí como un ente autónomo y capaz de producir belleza, gracia y significado por sí solo.

En el libro El arte de los pedales (Editorial Prisa, 2022), el poeta establece un juego de símbolos entre el cine, la fotografía y la poesía. El texto mismo es un escenario sobre el cual trabaja para poner, como Barthes señalaba, un placer en el texto que implique el goce estético, pero también la exploración del soporte como acompañante a la palabra.

La hoja en blanco, se convierte de esta manera, es un espacio para la diagramación, la incursión en el collage, en el significado del espacio en blanco que como en la música, denota silencio y que al mismo tiempo demuestra economía del lenguaje, pero que apunta no a la vanguardia, más bien al sentido límite de las posibilidades del lenguaje. Dado que hablamos para comunicarnos y surgen malos entendidos, lo mejor es decir lo mínimo para que las resonancias sean extremas. Cada perfil de verso está pensando para que sea un poema auto consciente de sus posibilidades.

Sin ser objetivista, esta poesía, consolida un mundo interior que es risueño y mordaz. Pero también usa a las palabras para decir de la realidad lo que la realidad pretende ocultar. Y así, como en Fragmentos de un discurso amoroso –Barthes, una vez más-, Villena, piensa el glosario (ubicado al final del libro) como un acompañante del gesto de inscribir en el habla y en la poesía viejas palabras con un nuevo significado.

El libro se revela entonces. El glosario da la pauta de la búsqueda poética que encierra El arte de los pedales. Es un escenario. Pero cerrado en sí mismo, sus referencias son interiores y el exterior aparece tan sólo como fantasma, como trazo, como borrón. Pero, lo fundamental es que el libro se pliega. Dialoga consigo mismo y por ello necesita un nuevo vocabulario. Porque sólo a través de él, el libro, poeta y lector se encontrarán. Mientras no se encuentre el glosario, el libro será leído de un modo: la narración de una experiencia física que atraviesa el paisaje urbano y socaba imágenes que inculcan algún tipo de revelación. En cambio, cuando el glosario forma parte de la experiencia de lectura, el libro se convierte en un libro que subvierte el orden y es el lector el que configura la poesía que es leída, y el poeta es simple mediador del acto poético. La palabra entonces, queda resguardada ya no en la voz poética del autor, sino en el reflejo condicionado que todo lector propone al acercarse a un texto.

Y, por otro lado, si como dicen la poesía es también un acto de traducción, quizá la poesía de Villena es la que más se acerque a esa fórmula dado que al escribir, borra el referente y si lo deja, es sólo de manera indiscreta, casi aislada de todo contexto. Porque de esa manera se logra que esté viva en sí misma desde sus particularidades, es decir, desde la propia escritura que simula el deambular por la ciudad montado en una bicicleta.

Ahora bien, la poesía de Villena también se alimenta de otros idiomas. Italiano, griego, francés. Pero allá donde otro poeta hubiera buscado la eterna deconstrucción de la Torre de Babel, Marcelo Villena, usa esos lenguajes para descifrar el ritmo de un esperanto que configuran la velocidad y las imágenes que se presentan a quien deambula por la ciudad montado en una bicicleta que adquiere dimensiones fantásticas y épicas.

Porque también El arte de los pedales es una suerte de meditación sobre el acto de vivir en una ciudad (La Paz), pedaleando y recorriendo sus calles y sosteniendo la vista para que el paisaje también sea una parte esencial de la experiencia y no sólo el destino. Por ello el trayecto puede realizarse en solitario, o acompañado cuando el ciclista sostiene tanto a la bicicleta como a esa otra persona que lleva para demostrarle que debe tener confianza en el recorrido y en el que pedalea. Es decir, existe un pacto íntimo de complicidad, entre el que maneja y el que es llevado. O lo que casi es lo mismo: entre el poeta y el que lee.

Y la bicicleta es la metáfora del libro. El que escribe es casi el mismo que maneja y el que es llevado, es el lector futuro que entiende el ritmo del que pedalea, mientras va conjugando las palabras para conocerlas mejor y saber que en ésa poesía, no se encuentra el registro habitual.

Hay un experimento en marcha. La complicidad para saber que todo acto de lectura es vano y quizá por ello destinado al fracaso, porque en cada tramo, el significado de escapa. Pero al escaparse queda un resto de experiencia que sólo por adquirirla bien vale la pena la inmersión en la lectura.  

Así, este libro es una muestra de cómo el lenguaje también puede conducir a una representación del propio movimiento y de lo que se percibe mientras lector y autor se mueven al influyo de un paisaje urbano que se descentra por el propio ritmo de la lectura que desnaturaliza los sentidos comunes sobre la realidad que se traduce en emociones, reflexiones y gustos culturales. Y jugando un poco se podría decir que, vivir no es necesario, pedalear es necesario.