La noche del espantapájaros

La editorial cochabambina Nuevo Milenio, acaba de publicar En el sueño de alguien, libro de cuentos de Cecilia Romero al que pertenece La noche del espantapájaros.

El cielo de Dakota son estrellas que descienden descolgándose de la oscuridad. La carretera interestatal jamás repetirá ese despliegue escenográfico bajo el brillo titilante de las luces, más abajo, presencias invisibles caminan en puntillas en un silencio de asesinos que espían tras la aridez del paisaje, aún se oyen los gritos de mujeres muertas que, descuartizadas en bolsas de plástico, esperan ser desenterradas algún día.

El tam tam de los corazones resuena como tambores que cabalgan desde el horizonte hasta las sombras filudas que vamos dejando en el camino. A momentos irrumpe un silencio más hondo, como el fondo de las cacerolas quemadas en los restaurantes de las carreteras del gigante. Silencio y corazones intercambian posiciones. Giran los aros de neumático dejando una pequeña marca en la carretera, un efímero rastro para los conejos que aún se deslumbran por los faroles de los camiones y se paran en dos patas para ver congelados los soles que pasan cimbrando por la ruta.

Norteamérica es un gigante, de ciudades dormitorio y grandes metrópolis al filo del apocalipsis, siempre al borde de revelar su último secreto. Ciudades amarillas, bruma que viene desde el mar, arena con nombres dibujados que el agua se lleva. Penínsulas y espesura donde de seguro el auto de Thelma y Louise todavía rebota en las rocas del gran cañón.

Nosotros viajeros en la noche recorremos la entraña de esos caminos desérticos, porque nunca se sabe qué nos espera a más allá de la distancia, de esta línea que se mueve con nosotros.

Tu cuerpo es la esquina de la memoria que todavía rememora, tu adusto perfil que el viento mueve como flor de metal en la ruta. Atemorizados ante nuestra propia vulnerabilidad miramos el cielo mudo que nos contempla. Intento tomar su mano desde mi silla, petrificada garra que el frío congela; columna de hierro. Piernas arqueadas que tiemblan imperceptiblemente con cada piedrilla del camino, él adivina a veces lo que pienso y para espantar el miedo tararea una canción suavemente, es Madelina Ruby, una chica de Arkansas que con su voz country dicen “no dejes que el sol marchite esta piel en su ocaso, abrázame desconocido de carretera, como si fuera una esposa…”

Mi anatomía es la de una real doll, hecha a medida y con cierta preferencia, debo parecerme a Juno, pero sobrepasándola, triunfando sobre ella. Mi boca es un hoyo negro por donde la hondura de la noche sabe meterse enfriando la entraña de unos ovarios que no verán la luz. Melena sintética brillante, piernas abiertas cubiertas por un faldón color cereza. Ojos de miedo, suspendidos tras la visión de algún apocalipsis, hay una irreversible dureza en mis pupilas sin la capacidad que tienen las espigas de ondular en el camino.

En el fondo también soy Doroty, amiga de los tornados, una que sueña con viajar, a un paso de más allá están los sueños que se cumplirán en otro lugar, nunca en las casas de la niñez, en las camas de moteles, tampoco en la universidad.

II

El Ned de antes tiene granos, pecas y calzones de mujeres robados en las noches bajo los árboles, su rostro camina a veces hacia la espesura de esos tiempos de joven timorato hijo del fontanero del pueblo y en la distancia también queda Juno. En esa esquina de la memoria que él visita porque tiene cierta preferencia por los ocasos, por la belleza eléctrica de los hundimientos de barcos en atardeceres de dramática escenografía. Ese navío encalló con Juno adentro, ella es historia de puerto triste, de oleaje turbio, de matrimonio náufrago.

Juno ya no sonríe cuando aparezco envuelta en un suave celofán en el camión de despachos, el chofer y su ayudante la observan de reojo mientras mueven mi pesada caja, sonríen a medias y ella se siente vieja y ofendida por mi presencia, de repente y para siempre una dureza se instala en la curvatura de sus labios.

Es inevitable que el mayor daño lo ocasiona aquel al que le abrimos la puerta de nuestra intimidad, ese al que le damos el hilo de Ariadna para encontrar el secreto de cómo salir de todos los laberintos.

Juno, era una chica del sur, con sueños y limpios ojos azules como los mejores cielos despejados, la atmósfera tibia de su pueblo había sabido pegársele en la piel como tatuaje, olía a tierra mojada. Su rutina era esperarte luego del trabajo, esperar un hijo, esperar el 4 de julio, esperar los fuegos artificiales estallando en las noches oscuras, los desfiles y el sonido de las bandas. Abrazada a ti, mirando desafiante a las chicas solas que no tienen un apéndice firme que las sostenga en un mundo árido de afectos. Juno que esperaba no perderte jamás y se proponía secretamente mantener esa unión como los votos que el matrimonio obliga, no sabía que dios ya le había tomado manía y que la espiaba esperando oír sus deseos para romperlos luego sobre las calientes aceras de Arkansas en verano.

– Dime, ¿qué es lo que hecho mal?  Gritaba como las grullas migrantes del lago Siwash.

Él bajaba la cabeza mirando sus zapatos de obrero. Su madre le aconsejaba que ignorara los últimos hechos, es sólo algo pasajero, aconsejaba secretamente preocupada, los hombres son perversos hija, deja que viva esa película que luego se hastía. Si su padre se entera va a quebrarle los huesos, entonces, te ruego Juno vamos a guardar silencio, pediremos que la muñeca se quede en el sótano y que esa obsesión permanezca ahí.

– Ella soy yo mamá.

– ¿Dices que se parece a ti?

Juno se mordía los labios con despecho mirando sus zapatillas viejas preguntándose sobre las pruebas que Dios pone antes del paraíso, sobre lo que realmente quiere decirle entrelíneas, él no contesta, se ha quedado mudo, no va a decirle nada sobre esa proyección dolorosa que vuelve la historia de dos en un triunvirato que genera más de dos comentarios en el vecindario.

Pasan los meses, ya casi es julio, ella baja las graditas húmedas del sótano y me descubre sentada en una silla, desnuda y con los ojos mirando el vacío, me rodea, toma con descuido mi cabellera y la arranca de un tirón. Me huele, sabe que él ha copulado conmigo. Restos de semen duro se dispersan por las piernas, algunos vellos coronan mi monte, suavemente transido por restos de saliva y aire. Sale a horcadas llevándome casi a rastras, me sienta en el sillón del living, me viste con su ropa y luego de un año de vivir así, sale de la casa con una pequeña maleta cerrando suavemente la puerta. No volvemos a ver a Juno.

¿Cuánto es el tiempo que tarda la gente en despedirse? Eso depende mucho de cuánto quiera irse, ella al igual que todas nosotras deja siempre un pañuelito en el suelo para ver si eres tú quien lo recuerda y lo guarda para entregarlo en el próximo encuentro. Pasan los años como las bolas del ábaco, sumando siempre sumando.

Años más años y si puedo morir, todos dirán que Rebeca luce como dormida, nadie quiere pensar que los muertos se mueren de verdad y menos que los objetos tienen la capacidad de también sucumbir de a poco. Si puedo transitar el espacio reservado para los difuntos, deseo, como todos, poder sobrevolar el espacio y ver quienes me lloran. Quiero en mi funeral a Elvis, al gordo vestido de blanco con patas de elefante, que su pañuelo le borre el sudor un poco y gire su jopo negro engominado, así podré asistir a mi velatorio y presenciar la escena, de seguro insólita, de mi muerte.

Pero para morir falta mucho, en el tiempo la vida es deambular por estas serpientes interminables y ver pasar camiones como dragones plateados y choferes que gritan cochinadas. Finjo no mirar. Él sonríe a medias, está acostumbrado.

– Rebeca Nefer, hoy dormiremos en un motel, ese que ves ahí. Señala con su dedito huesudo; resoplo apenas y finjo interés, todos los moteles son iguales.

Nos instalamos en la cama, me levanta suavemente de la silla de ruedas, se detiene en una larga observación y luego se acuesta sobre mi cuerpo, mete los dedos en mi boca semiabierta, toca los pezones duros y comienza el simulacro de desnudarse, su cuerpo es flácido, las piernas han perdido el vigor. Su sexo es un colgandijo sin color, luego de unas cabriolas eyacula sobre mi vientre. No puede penetrarme. Se duerme exhausto y tiempo después despierta y sus ojos han llorado, poniendo sus piernas sobre el borde de la cama se limpia la cara con las manos mirando el teléfono.

– Rebeca he estado soñando, si pudiera contarte cuánto extraño el tacto de una piel de verdad…ayudaría tanto si pudieras decirme algo. Dice.

Busca en el pequeño refrigerador una botellita de licor, apura el trago.

– Has envejecido en este tiempo ¿sabes? Recién puedo notarlo.

Vuelve a mirar el teléfono y se queda pensativo, luego, decide marcar al número de su madre. Ella dice:

– Puedes empezar de nuevo.

– Hoy salimos en el periódico local. Contesta cansado.

– Luego de un tiempo nadie recordará… Su voz suena suplicante.

– Tengo miedo, no sé si pueda dejarla aquí, se sentirá muy sola.

Escucho apenas un “oh por Dios” dicho a media voz por su madre, de seguro ahoga el llanto con su pañuelito bordado de rosas descoloridas. Él me mira de reojo y sus ojos dan miedo, dubita un momento, pero hay una resolución desconocida, se rasca la barba y así se queda expectante. Me recuerda ahora esos aguiluchos que sobrevuelan los desiertos del gigante.

– Sabes que no estoy loco ¿verdad? Susurra a la bocina negra del teléfono.

– No. Miente ella.

– Quiero volver a casa, pero no recuerdo el camino, son demasiados años, aunque uno jamás olvida dónde queda la casa de su niñez.

– Seguimos en el mismo lugar.

– ¿Quieres que vuelva mamá?

Un largo silencio.

– No, apenas la gente del pueblo ha olvidado, vivimos en paz Ned, puedes empezar en otro lugar…llámame cuando tengas un nuevo hogar, esas serán sin duda, muy buenas noticias hijo.

– No sé a dónde ir.

Por la bocina del teléfono se escucha a su padre que comienza a gritar que ella cuelgue, su madre se excusa con que tiene algo que hacer y se despide.

Ned cuelga y se queda en silencio, como si fuera un cadáver. El lapso es eterno, mis ojos fijos en el techo comienzan a escocer, él intenta levantarse pesadamente, ha envejecido en este tiempo, lo sigo con la mirada y me sorprende la visión de su culo triste, me conoce y entiende cuando algo me altera, por eso se viste rápidamente. Se va a ir, lo sabemos.

– No puedo más.

Sigo desnuda, al menos cúbreme, pienso. Se sienta a mi lado ya con la maleta suya en la mano, limpia el semen de mi vientre con delicadeza. Sus ojillos vidriosos parecen guardar el momento como una foto mental y luego, cabizbajo, se marcha dejando la puerta abierta. Suspiro, su olor me era ligeramente insoportable, sus manos de callos gruesos, su aliento cansado.

Deja encima de la cama la hoja de periódico donde se anuncia nuestra llegada a Little Rock, reza el titular con morbosa frialdad: “Ned Nefer se casó con Rebeca, una real doll y viaja con ella por todo el país desde hace cinco años”.

Sus pasos se van alejando primero con calma y luego en un trote violento. En un horizonte que sospecho de seguro la bola roja del sol se asomará tímidamente y se escuchan algunos loros volar de rama en rama.

Cierro los ojos y aguardo. 

Un quirquincho en el salar

Carlos Fernando Toranzos Soria

Volando aparece un flamenco, llega justo al lado de una bolita acorazada. El silencio del salar vuelve a retornar después del agitado aterrizaje del flamenco.

La bolita acorazada saca la cara y la cola, se despereza y dice, buenos días, al flamenco. Éste, con aire de gran señor, responde con una especie de buenos gruñido.

-Flamenco, dice el quirquincho. Usted que ve todo desde arriba y que sabe de todo, me puede decir ¿qué es lo que pasa? Cada vez veo más gente por aquí. Estoy cansado de vivir encerrándome todo el tiempo. Fíjese usted que, al solo oír su aleteo, ya me asusté y me metí en mí mismo.

-Señor quirquincho, tiene usted razón, hay mas movimiento y habrá mucho más de lo que jamás estos salares han visto. Ha llegado, de París, una delegación de hombres muy importantes; solo tenían secretarias, ni una ejecutiva, ni una mujer importante; mayor razón para demostrar su importancia.

Ellos venían a comprobar si, por estas blancas y estériles tierras, podían pasar unos coches a toda velocidad. Y así poder hacer que estas tierras sean conocidas por todo el mundo, para así hacer llegar, a estas yermas tierras, todo tipo de desarrollo.

-¿Cómo dice? ¿Tierras yermas y estériles? Señor flamenco déjeme usted decirle que estas tierras no son yermas, su fertilidad y riqueza está en sus gusanos, lagartos, todo tipo de bichos, solo en su laguna hay variedades de aves y de plantas únicas en la tierra. Nosotros mismos, señor flamenco, somos parte activa de estas tierras, somos creaturas que apenas nos estamos recuperando de ser asesinadas para hacernos caja de charango. Ustedes señor flamenco, con el ruido de los camiones abandonan sus nidos, sus huevos no incuban por lo que hay menos flamencos. La población de su especie está decayendo a consecuencia de tanta gente que viene. No señor flamenco ¡no! Estas tierras no son yermas ni estériles, son tierras con una naturaleza rica pero muy frágil y un balance ecológico muy sensible. Fíjese usted si solo con su aleteo, ya tengo los nervios de punta ¿se imagina usted con el ruido de un coche, o de un tractor, o de un helicóptero?

-Señor quirquincho, perdone usted, pero, por supuesto no entiende nada del desarrollo. Piense usted en todo lo que ganaremos siendo objeto de visitas de millones de gentes de todo el mundo, Piense usted lo que ganará el salar al ser puesto en la geografía global como un lugar digno de verse y visitarse. Piense usted en los hoteles que construirán, en el agua potable, la electricidad. Piense usted, es que ya no podemos seguir como hasta ahora. Es nuestra oportunidad, señor quirquincho, y si usted se asusta es que le teme al desarrollo. Bueno, lamentablemente, tengo que continuar con mi viaje.

-¿Dónde se va usted, señor flamenco?

– Me voy en busca de una señora flamenca, por aquí ya no quedan flamencas y yo soy de los pocos que quedamos.

Y entonces…

El señor flamenco tomo vuelo. Ya no se lo vio más, se perdió entre el horizonte de la sal y el cielo.

-¿Y dónde estará doña quirquincha?, tantos kilómetros tengo que andar buscándola, antes era solo un ratito de caminata, ahora son días y días y sin garantía de encontrarla. ¡Yo también quisiera volar!

Carlos Fernando Toranzos Soria (Punata, Cochabamba). Profesor Emérito de Anglia Ruskin University en Cambridge. Reside en Cambridge, Reino Unido pero visita Bolivia con regularidad.

El Yo de Gonzalo Lema

Reproducimos un fragmento de la nueva novela del galardonado escritor tarijeño-cochabambino.

El viejo sentado sobre cuatro adobes continuó con la boca abierta por instrucción del médico/chamán. Tenía las muy raleadas cejas suspendidas en marcado arco de asombro ante tanta sabiduría y seguridad. La expresión de respeto. De alma purísima. Los cabellos tiesos del cerquillo asomando por debajo del gorro de lana multicolor. Un hilo de saliva por la comisura de la pequeña boca. Imperceptible el temblor del nudo articulador de sus mandíbulas. Un pie quietísimo y el otro columpiando nervioso, a punto de derramar su abarca de tiro (roto) recubierta íntegramente de barro seco.

Apoyados contras las paredes de adobe, expectantes, los pacientes en espera y los varios curiosos, todos prestos a observar la santa curación.

–Abra bien la boca, don Aquilino. Un poco más. Ahora sí. Le quedan tres muelas agujereadas y negras como cuevas del zorro. Dos, tres, cuatro dientes. Toditos rotos. Toditos hediondos. No sirven para mascar maní. Pura papaya, nomás.

El viejo asintió sacudiendo la cabeza y el cuerpo entero, siempre con la boca abierta y repleta de saliva. Los expectantes festejaron la ocurrencia, cada uno por su estilo. Alguno se reacomodó apoyándose contra la pared de barro con puntas de paja, duras como espinas de cactus.

La curiosidad general creció notablemente.

 –Es temporada de chirimoya, doctor –se burló una campesina–. Solo tiene que chuparse, únicamente. La pepa se escupe.

–Mentira –protestó el viejo con mucha saliva en las palabras–. No hay chirimoya todavía.

–Podemos importar –propuso pícaro el kallawaya–. De los Yungas de La Paz.

Un campesino joven, con dolor inconstante debajo de las costillas flotantes en el flanco izquierdo, cerquita a la cadera y espalda, se carcajeó con queja. Los restantes se sonrieron con los ojos bien abiertos, porque se les había escapado el sentido cierto del español. Entendieron un poco. Sin embargo, se quedaron mirando a la espera de que alguien les contara el mismo chiste en quechua. No sucedió.

El kallawaya retornó a la mesa de madera astillosa y limpió un tanto el centro con el dorso de la mano. Allí depositó el amasijo como si fuera un huevo sagrado. Miró en derredor (“Ahora nos vamos a callar un poquito”) y alzó las manos hacia el techo, aunque en realidad dirigiéndolas al cielo. Y comenzó a orar en un idioma muy extraño. Al cabo de la plegaria completa, caminó sus pasos hacia el viejo paciente y le vació la boca de saliva (con el agrio índice de paleta) arrojándola contra el piso de tierra. Sacudió fuerte el dedo. Se lo limpió en su pantalón de bayeta. Siguió mascullando palabras nunca oídas y retornó a la mesa con propia solemnidad de “elegido”. Alzó la bola de perejil empapada en jugos densos de su intimidad y pellizcándole trozos menudos procedió a rellenar las muelas y los dientes del hombre con un cuidado de albañil finista. Artista. Barroco. Sincretista.

Más de un rezo duró la faena. Pellizcaba de la bola del perejil y con la yema gorda del dedo principal rellenaba la muela. Advertía que la lengua debía quedarse quieta y no horadar, como era su natural costumbre. Ponía un tanto más y presionaba otro poco. El perejil convertido en argamasa, su jugo en medicamento. Luego avanzó a los dientes. También los rellenó con presión, pero además los forró dejándolos verdes, como de diablo potosino. Una máscara para el remoto carnaval andino. Fiesta de indios.

–Aguánteme, don Aquilino, todo lo que pueda. Quédese sentado sin cerrar la boca. Su mujer ha de espantarle las moscas.

La campesina carcajeó y su risa resonó como el canto del gallo por la madrugada. Sacó un pañuelo blanco de entre sus senos llenos y lo batió al aire para desplegarlo con energía. No había moscas. De todas formas, se paró como centinela al lado del viejo boquiabierto. También lo golpeó y desequilibró con su cadera tan sólida como cántaro grande de barro cocido.

–Es mi suegro, doctor. Yo me lo cuido como a mi t’anta wawa. Solo me falta cargarlo en mi espalda por donde voy. Es mi chiquito.

Algunos festejaron la ocurrencia (el joven, el que más, agarrándose el flanco.) El viejo asintió con la boca abiertísima, chorreante de saliva. Él también hubiera querido reírse, pero no podía hacerlo por temor a derramar sus empastes. Se limitó a mirar a todos con nítido aire de víctima.

El kallawaya solicitó silencio levantando las manos. Caminó hacia su alforja en busca de ceniza de carbón, de hojas de coca (limpias y verdecitas de tiernas), de papel menudo multicolor (sustituyendo florecitas) y prendió fuego aromatizando el ambiente. Incienso. Humo sagrado.

Echó a volar el papel sobre las cabezas de todos, ceremoniosamente.

Puso más leña al fogón del rincón y acalló las burbujas múltiples del agua hirviente en la olla de barro echándole otra tutuma grande de agua fría de tinaja. El fuego salpicado cambió de color. Se volvió anaranjado. Rojo. De lenguas amarillas, largas, picudas, que herían incluso la boca tiznada de la olla. Por fin se serenó.

Con calculada morosidad cortó otro manojo de perejil sobre la mesa en tiras delgadas y largas. Un tanto importante de ellas depositó al fondo de un mortero de plata que buscó en su alforja. Las aplastó. Luego, vertió agua caliente murmurando. De inmediato tapó el mortero con un pedazo de tela bordada con encanto femenino.

Cerró los ojos para orar moviendo los labios.

–Vamos a esperar que pase, joven. Esto que me has visto hacer es un mate. Infusión, se dice. Todo el día vas a prepararte para beber. Un trago y otro trago, con calma. Y cuando te descanse el dolor, vas a trepar al cerro y vas a bajar corriendo como el cuis-cuis. Y cuando se recuperen tus piernas, vas a volver a trepar para hacer lo mismo. Un rato de esos te tiene que doler el doble, en el pito mismo, pero después vendrá el alivio que buscas. Me lo vas a agradecer. A ver: andá tomando de a poco.

Lo vio alzar el jarrón y tomar un trago amargo. El joven frunció todo el rostro, la boca, como un nudo de soga. (“No es tan feo, oyes. Te estás exagerando mucho”.) Pero continuó haciéndolo hasta terminar y arrojar al piso apenas una gota. Se limpió la boca con el dorso de la mano. El gesto feo todavía se le quedó paseando un rato por la cara.

El kallawaya aumentó las tiras y volvió a aplastar todo en el mortero. Después llenó el jarrón con agua bullente del rugiente fogón.

–Eres productor de calcio, pues. Tienes arena en tus conductos, y eso es lo que te duele. El perejil la destruye, y la vas a orinar. Y si tuvieras piedra, tus carreras de conejo la van a expulsar. Seguí tomando sorbos. A cada rato. Santo remedio.

–Amén –dijeron los que entendieron.

Se quitó el poncho pesado, lo dobló siguiendo las líneas negras sobre el fondo rojo, y sintió liberados los brazos bajo la camisa de bayeta. Con el gesto de la cara llamó a la joven picada por las vinchucas. (“No todas están enfermas. Sólo algunas transmiten la Chagas”.) La observó intercambiando los alientos por lo cerca que estaban. Ella, sonrojada, traspiró copiosamente de la frente. Él le rastrilló la piel con los ojos. Cada roncha de las mejillas y del cuello (su respiración erizó la carne de la mujer). Del pecho. Y hasta husmeó en el escote cuadrado de la blusa blanca, entre las lomas tibias, abundantes, de piel suave que palpitaron súbitamente desbocadas. Unas olas propias del río Grande que corría por ahí cerca.

-Así ¿todo el cuerpo?

La mujer asintió. El kallawaya se agachó para mirarle los tobillos, las pantorrillas y algo levantó la pollera para seguir la pista de las picaduras en los muslos. A cada una le posó el índice, la presionó. Pero a las del muslo y la nalga las pellizcó de sorpresa. La carne tembló en un todo removido por las sensaciones dulces. No dejó ni una picadura sin apretar entre sus dedos gruesos.

–No son malignas. Las vamos a curar con emplaste de perejil. Lo que he hecho con don Aquilino en sus muelas, lo voy a hacer con tus picaduras. Pero estaría bien que hagas humear tu vivienda para que se vayan las ratas de los cielos.

–Son del templo chico –dijo ella, aún intranquila–. Están llenitas en su techo. Se entran a mi casa cuando nos sopla el viento del cerro. Cada tarde.

El kallawaya la escuchó con atención: –Mala cosa. Hay que bañar la casa con agua de ruda. Las paredes. El mismo colchón. ¿Es de paja?

La mujer asintió.

–También el abrigo. La ropa.

Trituró entre sus dedos un manojo de hojas y retuvo su líquido en las palmas. Lo mezcló con la materia. Le hincó los dedos. Hizo un quesillo con todo y lo expuso por sobre su cabeza como si fuera una hostia, mascullando en idioma secreto. De seguro la curaría. Había buen cielo esa mañana. Ideal para la sanación.

–Se empieza de los tobillos.

Se arrodilló.

Le limpió la piel de cada palmo con su saliva. Se pasaba la lengua en los dedos y los frotaba en la picadura y alrededores. Pellizcaba el quesillo y se lo colaba en el botón rojo. (“No te muevas”.) En las pantorrillas le frotó con saliva en toda el área afiebrada, pero más tiempo, y la empastó con el perejil. También en los muslos, ante la mirada azorada de los pacientes y acompañantes. (Don Aquilino se tragó una amalgama de la impresión.) Y trepó con calma a las siguientes donde ya hervía la sangre como el agua en el fogón.

La mujer manoteó su pollera hacia abajo cuando el hombre avistó el borde de su nalga izquierda reposando vibrante, con piel de gallina, en el grueso muslo.

Él pareció sorprenderse: –Los médicos no somos humanos del todo. Sabemos hacer el bien, es un don. Curamos y nos vamos. Nadie se acuerda de nosotros. Nos hacemos pulga. Niwa, como también se dice.

La mujer lo miró frunciendo el ceño (el médico arrodillado y curioso de su reacción, con la mano lista en el emplasto), y caminando apurada se refugió en el rincón de la pared de barro. Ya tenía los cachetes sonrojados y consideraba, en su susto, que había sido violada su intimidad. El kallawaya esperó por un momento. Después se puso de pie, desairado, y caminó hacia la joven con visible molestia para entregarle la pasta que quedaba. –Ponte en todo el cuerpo, si quieres. Nadie te obliga a estar sana. Tus manos no son mis manos, pero.

El Lazarillo de Tom

Eduardo Kustek Montaño

“Es increíble cómo puede ser la gente más inocente cuando no se la está observando” (Canetti)

La secreta intolerancia que la esposa desde el amor y Ricardo, el unigénito de siempre; guardaban entre sus andrajos cotidianos, también caldearon la espera al sacrificio; alentando en José la fiesta. El que quiere dejar huella no anda por los caminos. Por trajín la modesta hechura de los hombres en la falda de la montaña. Por el ocre en las botas de goma, la chaqueta de rompe diablo, la bolsa de Calcuta como mochila. Por suyos los veinte metros cuadrados de campamento para la intimidad y el reposo. Por el pesado rencor de la tierra; en las galerías sorbiendo el alma por la piel y los huesos. Por conjura las noches de viernes, consigo: alcohol, tabaco, coca y declaraciones de vida y muerte que aseguran las escuchó el Tio. Por los sábados de pago en la casa de la amante. Por la hora crucial de fin de domingo, un bolero o un sollozo. Leal a la severidad del destino, por encima de las instancias mesurables de la institución patronal, que oficializó un accidente de trabajo. Por complicar el recuerdo a todos.

De zaga la certeza de un instante consagrado, perviven memorias empeñadas en salvarlo. Anoticiaron a José, un atardecer de febrero y aguas postreras que en el nivel cuatrocientos treinta, cedido el maderamen quedó atrapado su siempre amigo Senobio Mamani y tres compañeros. Aventuró el exitoso rescate, adelantándose a la singular lentitud que en casos similares practicara la Empresa. Corrigió en la laxa y húmeda tierra, un estrecho orificio soportado con pedregones y astillas de eucalipto. A los patéticos rasgos del encuentro; una pequeña multitud sucediente en la cancha del Socavón Patiño. Inspiraron las palabras de unos y otros, lo poco de lo que la vida se sabe, lo mucho de lo que ella se intuye y no sin retórica la admiración al hombre que con rigor frente a la contraria suerte despojó de horror al destino. Las autoridades concedieron a los protagonistas tres días de licencia con goce de haber. José y Senobio fueron vistos en todas las chicherías de Llallagua. No invocaron ni a la amistad, ni a la valentía; juntos lloraron la obligación de violar las entrañas de la tierra. El lunes de madrugada, aún en uso de licencia, volvió al nivel cuatrocientos treinta. Desechando ambiguas interpretaciones, a palabra del único testigo, muy cerca al lugar donde potenció sus esfuerzos. Se apuró la peña por poseerlo erguido. Lo velaron en el sindicato. Sobre el féretro la tricolor. Acompañó al entierro el terremoto de Sipe Sipe.

El íntimo desconsuelo que sumió a la viuda, fue alterado por el desplante de la falsaria que pretendía compartir el finiquito tal como había compartido en vida cuerpo y salario. Despertó sin tiempo para el dolor, amparada por la legalidad, defendió y retuvo para sí aquel dinero. Con la secreta convicción de una humillación suprema. La lección reciente le demostró con creces que ningún dinero sería para ella fácil. Aquella indemnización multiplicó su rumor bajo una métrica voluntad. Hoy arropada con seda y terciopelo. Sentada sobre un sillón de brazos en el trescientos seis de la calle Linares en Llallagua, dirige y vigila un establecimiento de venta con electrodomésticos y cristalería. Una clientela leal y antiguos amigos saturan sus días.

El Sindicato entendió que el trámite de contratación del huérfano era un acto de solidaridad póstumo. No escatimaron esfuerzos para conseguir tal fin, fue el propio secretario general quien entregara en manos de Ricardo el memorándum con data en las oficinas centrales de la ciudad de La Paz. Hasta los acontecimientos que se sucedieron luego de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco, un halo de simpatía cubrió su actividad laboral. Desempeñó con solvencia el oficio de mensajero. Nadie como él mesuró el arte de la fidelidad selectiva. De sus labio se escuchaba lo que se deseaba oír. Se benefició con la confianza de aquel gerente quien agobiado por administrar la lenta agonía de la mina; entregara su atención a la joven belleza de su hija y sus veleidades sobre más de su pasarela. La solicitud de Ricardo hacia la niña reina, como la llamaba, fue premiada con un cachorro de pastor alemán. Al recibir a Tom se hizo también heredero de recomendaciones sobre su cuidado, que en voz de reina sonaron como advertencia. A tal gerente siguieron otros de indiscreta soberbia y vanas proposiciones. Sellábase el fin de la Empresa.

La silenciosa convivencia de madre e hijo no permitió aclarar culpas, ni remontar el pasado. No hizo del alcohol compañía. Tampoco buscó mujer. Arrimó a sus horas muertas el destello sugerente y ansioso de los ojos del perro. Lo adiestró para una honrosa compañía. En la oficina de archivos, cerca a la ventana trabajaba Juan Lacerna a quien el sarcasmo de los más, a circunstancia de su individualidad, lo estigmatizaron como al señor embajador. Chaqueta azul y pantalones plomos, traficó con Ricardo literatura. Propiciaron esta complicidad Flaubert, Gogol y Wilde. Durante consecutivos tres años en la vecina ciudad de Oruro vistió de diablo, en secreto homenaje al padre y su memoria; el ímpetu lo destacó en la danza de los rebeldes. Se alistó en la Marcha por la Vida, recurso final de aquellos hijos de la mina dispuestos a honrar con su cercanía al cementerio la fe en su ancestro. Si el Imperio romano gustaba devolver a sus prisión de guerra con los tendones cortados a la altura de las rodillas, a estos marchista los devolvieron con el alma cortada a la altura de la voluntad. Al retorno a casa le esperaba un fortuito, aunque nunca aclarado por la madre accidente: la ceguera de Tom. Una suma a la afrenta que acentuó su confusión. Fue uno de los primeros, en acogerse a la relocalización.

A principios de noviembre Ricardo, Tom, la dócil petaca con libros y otras pertenencias quedaron instalados en una casa de barriada en Santa Cruz de la Sierra. Impotente la madre, de superar el injusto rencor devolvióle una pequeña fortuna; al menos para su modesta vida. Producto del bien administrado ahorro que entregará mes a mes durante los años de trabajo. La cadena, el collar, el blanco bastón y las gafas fueron comprados a su paso por Cochabamba; donde también agregó una blanca teñidura a sus cabellos. Un mozo de pensión, a solicitud telefónica, dejaba a diario una portavianda de alimentos. El resto del aciago año hombre y perro aprendieron a convivir con el ofensivo calor y se dedicaron a inventar bastón y espejo mediante, un lenguaje que les abriera las puertas nuevamente al mundo. Aplicaron y perfeccionaron un código que transmutó los ojos del ciego al lazarillo y los del lazarillo al ciego. Consumada la armonía a principios de enero se aventura a las calles. La imaginación de Ricardo fue superada muchas veces, por la visión del apócrifo ciego. Pronto retomó el oficio de mensajero confidente, concediéronle las gentes sus deseos, descuidando su intimidad. Avizoró la oquedad de las cosas tomadas por bienes. La alegría con pies cortos del consumismo. Muchos lo tuvieron por amigo. La muerte por vejez de Tom lo encontró ciego, solo y con la necesidad de ver nuevamente con sus ojos. En oposición a los sentimientos de José, siguió por el camino de las gentes sin dejar huella.

Publicado el 28.08.94

La dispersión de los venenos

Jacky Mejía

Es una noche perfecta para el misterio y el horror.

El aire mismo está repleto de monstruos.

Mary Wollstonecraft Shelley

1. La presentación

Bueno, ahora que estamos todos reunidos, creo que podemos empezar. Tenía preparado un discurso para esta noche pero, debido a ciertas dificultades técnicas inesperadas decidí dejar de lado las trivialidades de la cortesía y el protocolo institucionales puesto que, de acuerdo a este memo que sostengo en la mano… perdón, creo que alguien lo sustituyó con una copa de vino semi-vacía sin que me dé cuenta. Denme un segundo, ahora lo arreglo.

Perfecto. Lo siento, tenía sed. Barato pero logra su cometido. Tommaso, creo que debes a nuestro público aquí reunido una muestra de la cava privada que ustedes guardan para sus jefes y no esta reserva de vinagre que siempre sirven en estos eventos que ustedes, en secreto, detestan tanto como yo. Así que, por favor, lléname la copa con la buena merca. A tu esposa no le importará que te retires por un momento. Vamos, mueve ese delicioso traserito ítalomarifrunci con el que hipnotizas a tu asistente, y trae una caja para todos nosotros.

Vaya, no sabía que podía caminar tan velozmente.

¿Dónde estaba? Cierto, el memo. Pues me lo acaban de dar. Hace unos minutos. Justo antes de empezar la presentación del premio y ordenarme que haga de maestra de ceremonias porque el miembro del jurado que debía hablar nos canceló a último momento. O fue obligado a cancelar por la esposa. Y sabiendo que todos ustedes presentes son amantes de la buena lectura, quisiera leérselos, pero no sé dónde lo puse.

Gracias, Tommaso. Puedes volver a tu asiento. ¡Qué eficiencia! No te apresures en volver a tu mesa, déjanos disfrutar la vista. ¿Qué opinan de ese meneo, señores y señoras? ¡Un aplauso!

Como ustedes saben, me pidieron que sea una de las jurados del gran premio de cuento y, en contra de todos mis instintos, tuve que aceptar porque, bueno, es parte de mi trabajo. Léase: me obligaron. Debo admitir, sin embargo, que una parte de mí quería hacerlo. En su momento, no entendía por qué pero, esta noche, luego de haber llegado a ese punto liminal en que ya dejas de medir el vino que tomaste en copas, y comienzas a hacerlo en botellas, llegué a una epifanía: quería hacerlo por masoquismo puro y concreto – no se preocupen, prometo tratarlo con mi analista o, al menos, convertirlo en una entrada de mi diario, donde quedará reducido a una simple anécdota sin revisar ni analizar ya que, si algo me ha enseñado la vida es que la introspección te caga la existencia, tanto o más que tus empleadores. Y creo que la autorreflexión es uno de mis peores defectos. ¡Oh! Qué no daría por ser una de esas hirsutas aspirantes a rubia que subliman sus más caras aspiraciones al estrellato cinematográfico utilizando tintes cancheros – ustedes saben cuáles, esos que vienen en bolsitas de aluminio y apenas te alcanzan para dos mechones laterales que te hacen ver, en el mejor de los casos, como la novia gritona del monstruo de Frankenstein.

Perdón, divago. De vuelta al concurso.

Bueno, no todavía. Primero googleen “Elsa Lanchester” para asentar bien la imagen anterior. ¿Les recuerda a alguien?

¿Estamos listos? Procedamos.

2. In vino…

Como decía, acepté ser jurado un poco a regañadientes, un poco por curiosidad, aunque creo que más preciso sería decir morbo; como cuando se topan con un horrífico accidente de tráfico y deciden reducir la velocidad para ver la dimensión de la tragedia pero manteniendo la apariencia de que no les gratifica el dolor ajeno.

Debido al trabajo que realizo aquí, perdón, realizaba, he visto de todo. He leído de todo. Así que no solo me convertí involuntariamente en una experta en nuestras letras, sino que desarrollé una cierta… la palabra que busco no es afición.

Mi garganta está seca. Tommaso, más vino. No, tú. Sírveme tú. Ya no trabajo para ti, ¿recuerdas? Así que, técnicamente, estoy aquí como una invitada. Ni pienses en mandar a tu María Hirsuta, a hacer tu trabajo de campo. Además, tu asistente salió corriendo como diablo ante la cruz al enterarse de que, en vez de desmoronarme llorando en mi oficina, acepté a ser la maestra de ceremonias. O tal vez salió de urgencia a reabastecerse de agua oxigenada ya que sentía que se le notaban sus raíces morenas, qué sé yo. Tú la conoces mejor que nadie.

Gracias. ¡Ya sé! Estómago. La palabra que busco es estómago. Como dirían los franceses, le mot juste. ¿Ven que un buen vino hace toda la diferencia? ¿Otro brindis? Vamos, saben que lo quieren tanto como yo. Levanten las copas: ¡In vino veritas!

Et in veritas venenum.

3. La hoguera y los gatos

Así que, luego de hacer todos los tediosos trámites burocráticos en una de las oficinitas sucias de la institución que patrocina este evento, ustedes pueden imaginárselos, cuartitos oscuros impregnados de ese olor tan característico a veloz sexo frenético entre secretaria y jefe que deben aprovechar al máximo los tres minutos que roban entre reunión y reunión con los franchutes culifruncidos de nariz respingada que pululan en el directorio… me disculpo, ese último comentario fue totalmente inapropiado. El vino hizo que me expresara indebidamente. Quise decir suizos.

Entonces, luego de firmar el acuerdo aceptando el nombramiento a jurado, ya que, de acuerdo a la convocatoria, solo pueden juzgar “personalidades destacadas de la literatura nacional”, cosa que yo no sabía que era (puesto que lo único que hice durante todos estos años fue sentarme en la biblioteca congelándome la coneja, ya que los jefes máximos no quisieron instalar un sistema de calefacción para no arruinar el patrimonio histórico de la institución), terminé llegando a mi casa no solo con una mochila llena de informes y documentos y correos pendientes que llevé de mi oficina –papeles que, te aclaro, Tommaso, ahora constituyen patrimonio histórico de mi chimenea–.

Tuve que cruzar la ciudad en dos minibuses para llegar a mi urbanización, cargando 87 novelas de un mínimo de 120 páginas cada una (en Times New Roman e interlineado doble, como requiere el formato), todas escritas por aspirantes a novelistas, muchachitos de ojos estrellados que sueñan con lograr, de la noche a la mañana, la inmortalidad literaria e integrarse en el panteón inalcanzable de artistas ilustres de pecho henchido y rancio abolengo, sujetos que se cubren la cara horrorizados cuando se les pregunta si leyeron a algún escritor novel y se persignan rezándole a la Santísima Trinidad de Flannery O’Connor, John Cheever y Charles Bukowsky para que perdonen los pecados del entrevistador y lo exorcicen de tan nefastas influencias. Dicho sea de paso, esta gente también invierte una pequeña fortuna en la curaduría de su Instagram para asegurarse que se encuentre estudiosamente poblada con fotos de dicha conyugal cosméticamente heterosexual, veladas primorosas al aire libre en compañía de sus pares de fama internacional, todos posando con copas de cristal Lalique en las manos y sonrisas de extrema perfección ortodóntica, celebrando con bombos y platillos el lanzamiento reciente de la narrativa más tediosa de la temporada.

Y, claro, fotos de sus gatos. Nunca faltan las legiones de micifuces caminando con la cola en alto y el orto florecido ante la cámara, indiferentes ante los delirios de los humanos cuya presencia apenas toleran bajo su techo. Y todos los felinos están bautizados con nombres que delatan al lector crítico, sutil como un guiño entre ladrones, aquellas influencias que sus dueños tan casualmente, tan persistentemente, tan calculadamente mencionan ad nauseam, desesperados, casi, en todas las entrevistas con pseudoperiodistas culturales de pluma complaciente y sonrisa vacua, notas periodísticas que obtienen reclutando a sus agentes, mamás, hermanas y amantes, meneando nalga a diestra y siniestra a velocidades hipersónicas para mantener la vigencia de su marca personal. Este minino se llama Balzac y este otro es Diderot; aquel es Racine y este es Maupassant; el gordo de la esquina es Flaubert y el que cuelga de la cortina de seda japonesa bordada a mano por una legión de abuelitas ciegas, ese es LaFayette: solo come trocitos rectangulares de salmón canadiense de crianza libre de crueldad. Quijote y Ozymandias, Yago y Calibán, Ishmael y Darcy, todos posando pacientemente ante sus mascotas humanas contorsionadas ante ellos sosteniendo sus celulares de alta gama para sacarles la mejor foto posible. Hashtag MishiFeliz. 🐱

Si es que necesitan alguna evidencia de que yo soy lo más lejano a una personalidad destacada de la literatura nacional, les puedo mostrar una foto de mi perra, Nori: ella come caca y bebe del retrete.

Tommaso, travieso, llamaste a seguridad. ¿Realmente crees que Carlitos podrá bajarme del podio? Recién estoy calentando motores. ¿Dime, Carlitos, sabe alguien de la colección de revistas eróticas de fantasía medieval que guardas en tu escritorio? Eso es, Carlitos, corre de vuelta a tu mamá. Y aprovecha para arrancarte esa espantosa uniceja. Pareciera que estás criando una familia de chinchillas en la frente.

Más vino, por favor, Tommaso, que la noche es joven y abunda la leña.

Tiwanaku: El rapto de Wiracocha

Una invitación a la lectura del primer capítulo de la nueva novela del escritor paceño radicado en Bélgica

Alberto A. Zalles

Huayla Paco, el Kaywari, el gran señor de Wari, contemplaba desde su trono, de las alturas de la colina de Wichayoc, la imponente arquitectura de la ciudad de Monqachayoc.

El florecimiento de la urbe enaltecía su vanidad.

La edificación estaba recién terminada y su construcción apenas había durado el tiempo en el cual transcurrió un tunkamaranaka.

En la titánica y maravillosa tarea arquitectónica participaron todos los pueblos reducidos por la cruel hueste de los waris de la región de Ayacucho, donde se encontraba su capital inexpugnable. No en vano tan inhóspita tierra era conocida como “el rincón de los muertos”.

Los dominados, una vez rendidos, debían tributar al Kaywari veintiocho mitas. Así, en un principio, durante aquellos jornales de servicio, los subyugados tallaron piedras y elevaron montículos de tierra sobre unas largas galerías que, luego, se convirtieron en pasadizos subterráneos destinados a conservar las huacas de la estirpe imperial wari, las sepulturas de los nobles; pero, asimismo, las galerías guardaban las momias de los mitmakunas sacrificados en honor de Wiracocha, de la divinidad radiante portadora de los dos báculos con los cuales gobernaba al universo y a la humanidad. 

Extasiado por su obra y presumido por la potestad que ejercía sobre casi la totalidad de la extensa geografía de los Antis, el Kaywari mantenía la frustración de no haber podido todavía someter a los aymaras y, sobre todo, de tener que permanecer sumiso a la potestad teológica de los amautas de Taypikala, de aquella venerable aldea donde Wiracocha había dejado su efigie como prueba generosa de su paso por los Antis.

La efigie había sido labrada en oro y tenía un esplendor divino, señero, insuperable.

Los amautas aymaras veneraban y conservaban la fastuosa placa con enorme celo.

En el icono, en la efigie, el mirífico Dios de los Antis mostraba conmovedoras lágrimas en las mejillas y estaba acompañado de cuarenta y ocho idolillos que representaban a los amautas precursores de su culto.

El canon dogmático de las creencias decía que, después de haber consagrado a los amautas aymaras como custodios de su efigie, Wiracocha atravesó el territorio continental y, antes de despedirse, advirtió que convertiría en estatuas de piedra a todos los kurakas que no condujesen a sus pueblos en peregrinación a Taypikala, por lo menos una vez durante el transcurso del turno de gobierno que cumpliesen.

Promulgada la sentencia, Wiracocha se internó al lamaracuta dejando tras de sí una espuma blanquecina y la promesa de volver; aunque, subrayando que, si durante su ausencia los hombres no alcanzasen a convivir en armonía, su retorno sería cruel y despiadado.

Así entonces, los amautas aymaras tenían la misión de resguardar la sacra efigie y se convirtieron en los depositarios privilegiados del conocimiento de los designios de Wiracocha, que el resto de los mortales los ignoraban.

La sabiduría y la fidelidad proferida a Wiracocha era la prerrogativa que hacía de los amautas autoridades doctas que sabían unificar y guiar a los hombres de los Antis tan sólo a través de la práctica de hieráticos rituales.

Por aquellos remotos días, los amautas también gobernaban, bajo los preceptos de la religión de Wiracocha, a los seis ayllus aymaras asentados en la cuenca del lago Titikaka: a kollas, lupakas, pakajes, karangas, soras y killakas.

Quizás por eso, hasta entonces, Huayla Paco evitó someter a los aymaras, como ya lo había hecho con los demás pueblos que sojuzgó arriba del Titikaka, en el Chinchasuyo.

Huayla Paco sabía que, si intentaba dominar por la fuerza a los aymaras, Wiracocha lo podía punir.

Tampoco le interesaba contar con la mita de los aymaras.

El Señorío Wari tenía riqueza y boato suficientes.

Los wari eran quienes organizaron las ciudades bajo un sistema de barrios poblados por diestros artesanos que manejaban, como ninguno de los pueblos de los Antis y de la costa, las técnicas de la alfarería y de la cerámica, de los textiles y de la metalurgia.

En Conchopata, cerca del Cuzco, de los talleres de fundición wari salían planchas de oro y de plata; herramientas y aparejos forjados en bronce y estaño.

Los wari desarrollaron el arte de las aleaciones y así lograron obtener duros metales. De esa forma, las huestes wari contaban con mortales hachas y armas blancas que los hacían temibles; también inventaron herramientas para el laboreo agrícola, como los wiscos que utilizaban para roturar sin esfuerzo la tierra.

El país de los wari y el gobierno de Huayla Paco eran prósperos, lograron alimentar y vestir a todos sus habitantes, evitándoles penurias y hambre.

Los wari idearon el riego agrícola e hicieron florecer el desierto costero con un sistema de irrigación que captaba las aguas subterráneas infiltradas en las alturas. Cultivaban el algodón con cuyas fibras, finamente hiladas, tejían sus ropas y también refinados textiles.

Además, gracias al privilegio que les concedió Thunupa, aprendieron a laborar la coca en las terrazas de Wilcabamba; pues, era bien sabido que los demás pueblos de los Antis sólo sabían recolectar la coca silvestre diseminada en las selvas tupidas y cálidas de los yungas.

La abundancia de la coca con la que contaban los wari reforzó su poderío.

Entre los demás pueblos de los Antis, incluidos los aymaras, la coca era tan escasa que sólo la pijchaban los taliris y aysiris, los iniciados; en cambio, los wari, gracias a la prodigalidad de los katus de Wilcabamba, podían distribuir coca a la población entera. La coca componía la ración esencial de la hueste que briosa marchaba arrasando a toda comarca que intentase oponerse a la voluntad civilizatoria del Kaywari, y, claro, a la del señor de Wilcabamba, del Quislacamayoc Jamchi Tarki.

El Quislacamayoc de Wilcabamba regía la parcialidad wari de la frontera tropical y era el hombre de confianza de Huayla Paco.

En la puna, fuera de los confines wari, los únicos mitmakunas que recibían coca para el acullico diario eran los pobladores del enclave de Warisata, cerca del pueblo kolla de Achacachi.

En Warisata los wari tenían cultivos de papa y mantenían la mitmakuna porque aquella pampa era el lugar donde las heladas eran duraderas y permitían, en el mes del marataqaphaxsi,asegurar la producción de chuño.

—Es tiempo de dejar de peregrinar a Taypikala, y que los amautas aymaras sean los únicos con potestad de resguardar la augusta efigie de Wiracocha… y también que sean ellos quienes tengan que transmitirnos los mensajes divinos—. Huayla Paco rompió el silencio de su contemplación.

—¡Qué dices, gran señor! ¿Acaso quieres ir contra el mandato de Wiracocha? —intervino Jamchi Tarki.

—De ninguna manera… He pensado que la efigie de Wiracocha merece un sagrario mucho más esplendoroso que el que tiene en la frígida aldea de Taypikala… Creo que el lugar adecuado para la efigie de Wiracocha está aquí en Monqachayoc. Voy a trasladar la efigie aquí.

—No quiero contradecirte, pero, ¿estarías dispuesto a ir contra la voluntad de Wiracocha? —Jamchi Tarki habló sin convicción.

—Wiracocha estará mejor honrado en Monqachayoc… además, nuestros quislacamayocs se sosegarán, pues ya no tendrán que caminar con su gente hasta Taypikala, y, entonces, el Willca Raymi lo celebraremos mucho más fastuoso aquí en Monqachayoc, en el templo de Kuniraya. ¿Qué dices?

—Temo la ira de Wiracocha —contestó con franqueza Jamchi Tarki.

—¿Y cómo no temiste degollar a tu primo Philipu Tarki?

En efecto, Jamchi Tarki no había dudado cometer el asesinato de quien, según los oráculos, debió ser el auténtico señor de Wilcabamba. Al cometer el asesinato, Jamchi Tarki se erigió como el señor de aquella parcialidad wari. Claro, bajo la complacencia de Huayla Paco que, a través de la solapada acción, llegó a monopolizar el poder dentro el Señorío Wari.

Jamchi Tarki era un fantoche que había traicionado a la parcialidad urinsaya asentada en Wilcabamba y fortalecido la supremacía de la aristocracia anansaya establecida en la capital, en Monqachayoc. La lealtad que rendía a Huayla Paco era incondicional y servil.

Huayla Paco, por su parte, lo manipulaba a su antojo y en consecuencia iba otra vez a utilizarlo para cumplir con sus elucubraciones de grandeza, con la ambición de llegar un día a afirmarse como autoridad única en todos los Antis. Para lograrlo, según su inobjetable codicia, estaba dispuesto a enajenar a los amautas de Taypikala la efigie de Wiracocha.

—¡Tenemos que apropiarnos de la efigie! Nuestra hueste asaltará Taypikala, y, para enviarla bien aprovisionada, quiero que me traigas cuarenta chipas de coca.

—Entonces, ya lo tienes decidido, apreciado Kaywari.

—¡Sí! Hay que aprovechar que los kollas y los demás aymaras comienzan la cosecha de papa.

—¿Quieres enseguida las cuarenta chipas?

—¡Desde luego!

—Juntarlas me llevará unos quince días.

—¡Tienes que reunirlas más pronto… Tómate diez días, ese lapso es por demás suficiente. Además, quiero unos trecientos wilcabambeños.

—Por los hombres, no hay problema; pero en cuanto a la coca, haré todo lo posible para reunir la cantidad en el plazo que me pides.

—No me vengas con vacilaciones… tienes que acatar lo que mando… ya te dije que tienes diez días.

Hola, mi amor

Una invitación a la lectura de la nueva novela protagonizada por el investigador Santiago Blanco que el escritor tarijeño, afincado en Cochabamba, acaba de publicar.

Gonzalo Lema

No habían terminado de cagarme las gallinas cuando la muy buena y comprensiva de Gladis me despertó arrojándome agua de sapos de un viejo balde recubierto de óxido abandonado en el canchón. Se le había hecho una sana costumbre en los últimos tiempos.

Una deslumbrante mañana llena de optimismo veraniego despuntaba en el paraíso chaqueño llamado Villamontes. El sol candente anunciaba que ardería absolutamente todo en la faz de la tierra, primero a fuego lento pero luego a llama alta, principalmente al mediodía, justo cuando me tocara freír los sábalos en la parrilla de la acera para nuestro restaurante de clientela tan diversa: matacos, chiriguanos, weenhayeks, chapacos y tobas extraviados. Si despachábamos un buen olor, nos llegaba algún arrogante descendiente de los fundadores del pueblo. Si catequizaban por ahí a la hora indicada, los simpatiquísimos suecos de la Pentecostal, atontados como moscas verdes por el calor sofocante.

Las mariposas amarillas revoloteaban alrededor de la humedad. Las mariposas blancas llegarían con su habitual retraso.

—Han matado a tu cuñado, cholero, y dicen que tú eres el sospechoso principal. Vas a tener que ponerte a investigar si todavía te queda seso.

No atendí sus palabras porque nunca lo hacía mientras me duraba la resaca, pero pronto me senté en el piso firme de la corteza terrestre y sacudí la cabeza como los perros. A tiempo de levantarme alcé el machete y con cierto alivio me persigné y le estampé un beso en el estupendo mango de quebracho. Antes de caminar a la vivienda me miré los brazos: cicatrices viejas, nada más. De peleas viejas. Ni una nueva. Tampoco observé sangre en la hoja acerada y menos materia alguna en la punta ligeramente mellada.

Estábamos a salvo de toda sospecha.

Me despedí de los canarios del Chaco con reverencia sincera.

Ingresé a la oscura vivienda y curiosamente no escuché el llanto de Tiago. Tampoco me di de bruces con la cabeza curiosa de Soraya, su difícil madre. Transité el pasillo desde la puerta posterior cruzando algunas mesas y sillas, me detuve firme ante la gruesa manguera colgante del tanque de un viejísimo inodoro de pie empotrado en la pared de piedra y jalé la cadena. Vacié una botella y media de cerveza amarga directo a mi barriga. Sacudí nuevamente la cabeza por apenas un momento y crucé bajo el rollo grueso de la puerta metálica y cerca de la parrilla todavía arrinconada, a observar la realidad refulgente y electrificada de la acera y la calzada.

El mundo comenzaba a hervir anunciando el fin de los tiempos.

Manchas gruesas de grasa de sábalo y algún ocasional dorado. Sarna nutrida de cemento debido a las patas de la parrilla. Colillas aplastadas de cigarro. Saldos secos de yuca. Regueros secos de gaseosas y de cerveza. Un brote de hierba tozuda entre las baldosas por ahí. Una columna de hormigas débiles. Un macizo par de lustrados botines negros y cabezones de la punta. Unos pantalones con caída y planchados con raya. Un ancho cinturón negro circunvalando un mundo casi redondo con una hebilla plateada conteniendo apenas un brioso potro de crines doradas. Una camisa del mismo color cola de cebolla del pantalón oscurecida desde las axilas a las costillas flotantes. Un simpático rostro mestizo, redondo como un sol moreno, de bigote sucio de comida, y un par de ojos negrísimos y grandes muy propio de los cuchis del monte mismo. Una gorra de capitán de la policía boliviana coronando la testa sumamente burbujeante entre los cabellos parados.

Una sonrisa de paz y amor. Le faltaba un faso de marihuana.

Saturado por tanta belleza no tuve ánimo para mirar el color del cielo ni los rayos del sol.

—Carlitos Aguilar –lo saludé contento.

Gladis había comenzado a barrer la acera desde el meticuloso límite con los vecinos viejos, guiándose por el cambio alarmante de colores de las fachadas, muy cuidadosa de no asentar ni un pelo de su fatigada escoba en la baldosa ajena.

—Estamos en líos, Blanquito. Han degollado a uno de los Leches.

—Van dos –dije.

—Ya se lo he dicho en el canchón y no ha querido escucharme –opinó Gladis.

—Pero éste estaba farreando contigo anoche en el putero, dicen.

—En otra mesa.

—¡Una vergüenza! ¡Y a tu edad! ¡Si ni siquiera te alcanza tu hombría para el gasto de la casa! –denunció Gladis.

El capitán contuvo la risa, pero no el temblor de su barriga.

—El gran fiscal Delfín Moreno quiere comparar tu ridícula condición humana con el maravilloso reino vegetal en el lugar de los hechos.

Suspiré profundamente. Gladis había logrado diferenciar nítidamente nuestra parte de la acera de la parte de los vecinos. Claro que los vecinos ni siquiera tenían un metro porque estaban en pleno ochave de la esquina, y su puerta principal, e inclusive sus dos ventanas con reja, daban a la calle con nombre de un héroe importante de la guerra del 32: Capitán Víctor Ustariz. En esos pocos centímetros se quedó la tierra arrastrada por el viento de la tarde anterior. La de nuestra acera iba a depositarla en una bolsa de tocuyo, como cada día. No le importaba que se lo criticáramos en familia. Apenas se alzaba de hombros y fruncía la nariz.

—Guardas mi machete –ordené–. Cargas el tanque y le cuelgas la barra de hielo como te he enseñado. Ya vuelvo.

Comencé a caminar junto a la autoridad policial.

—Machito. Gordo hediondo.

Una bandada de loros chocleros y charlatanes se anunció bullicioso y amenazante en el horizonte de matorrales espinosos y trenzados, y algunos pocos tucanes optaron por las de Villadiego. De inmediato se posaron en el follaje tupido y vibrante de los gigantes churquis que nos proveían sombra y siguieron su conversa apasionada sobre el parlamento condicionándonos a alzar toda la voz posible para escucharnos.

Dorado por un sol bíblico de los primeros tiempos y aprisionado, se diría amorosamente, por la vigorosa enredadera crecida en horas gracias al poderosísimo rocío (de fino tallo verde lechuga y flores violetas con boca grande y hambrienta de nítido paladar rojo), el cadáver cuasi descabezado de Omar Ferrarino parecía retornando del urinario a la mesa de la víspera, un poco tambaleante por el mucho trago.

Hacía menos de cinco horas que parloteaba casi a mi lado.

Si bien tenía el cuerpo trenzado por la planta, y la planta se aferraba al tronco de un árbol añoso y recubierto de musgo, la pierna adelantada nos mostraba su intento de salir corriendo de aquella mortal situación. También las manos desesperadas con los diez dedos abiertos y tensos. Pero la cabeza ladeada sobre el hombro derecho, debido al profundo tajo de machete en la base del cuello, sugería resignación y cansancio. Sueño profundo. La falta de zapato y calcetín en el pie izquierdo develaba resistencia tenaz y larga a los aprestos asesinos.

Bueno, se podía practicar otras lecturas del cuadro.

Los ojos menudos y del color de las hormigas del fiscal barrieron con meticulosidad toda el área y se distrajeron con las mariposas amarillas que aleteaban excitadas en el orificio sanguinolento del cuello de Ferrarino.

—Las mariposas blancas se arremolinan ante una gota de agua –dijo–. Las amarillas van por la sangre. Usted es colla. ¿Sabía eso? Puede leerlo en cualquier tratado sobre la guerra del Chaco. La sed era desesperante. Todos peleaban por el agua. Pero la orina también servía. Y la sangre. Me refiero a hombres y animales.

Me asombré moviendo la cabeza un milímetro.

El fiscal se sonrió un tanto arrogante. Caminó dos pasos lentos hacia el cadáver y se puso de cuclillas. Pareció estudiar el pie desnudo. Recorrió el largo de la pierna y del cuerpo. Se detuvo en las manos con el propósito y esperanza de hallar algo. Cualquier insignificancia. Sacudió la cabeza y se puso de pie con cierta dificultad. Atisbó el tajo del cuello, espantando a las sedientas mariposas, como quien se asoma a un precipicio profundo.

—Propio de un toba enojado –dijo–. O de un mataco borracho. Claro que cualquiera lo haría a cambio de algo de oro. Dígame: ¿usted no estuvo compartiendo con él anoche?

—En otra mesa.

El capitán Carlos Aguilar dio un pequeño giro de perro en el lugar un tanto incómodo, y su cuerpo me pareció un planeta en rotación. También mordió un yuyo.

El fiscal husmeó en el piso de tierra roja de alrededor. Caminó con la espalda doblada y flexionando las rodillas. Parecía un baile de lequeleques del altiplano. Se irguió un poco, después, cuando las espinas desmesuradas de una caraguata le salieron sorpresivamente al encuentro.

Chorreaba de sudor a mares.

—La gente me dice que Ferrarino no lo quería en su familia –dijo.

Más de un diente pareció pelarse de labios con su sonrisa a medias–.

Supongo que no estaba ninguna señorita en cuestión.

—Supone bien. Estábamos en el prostíbulo. Borrachos y putas.

—Pero también supongo que primero se miraron como media botella de ron con el occiso y luego ya riñeron. ¿Se amenazaron de muerte?

Me miró fijamente. Parado a lado de Ferrarino parecía un pescador exitoso mostrando su dorado. La tapa lustrosa de Caza y Pesca.

—Nos amenazamos –reconocí.

—Pero ni siquiera llegaron a las manos –dijo él y me pareció que daba por terminado ese primer capítulo. Giró el cuerpo y observó el cadáver con curiosidad de biólogo–. Es sorprendente: ha comenzado a crecerle un alga y musgo en el cuello. El reino vegetal es superior al reino animal. Continuará aquí cuando nosotros ya no estemos más. El capitán Aguilar pareció desconcertarse. Escupió apurado el yuyo y se limpió la boca con el dorso de la mano. Su camisa íntegramente, y parte del pantalón, habían mudado de color: del reglamentario verde propio de la cola de cebolla al verde petróleo. Sucio. Seguramente tenía los calzones y los calcetines listos para exprimirse a dos manos. Dos gruesos hilos turbios de traspiración espesa bajaban veloces desde sus patillas hasta el primer anillo de su abdomen.