Magoo, su música y su legado

Antonio, su guitarra y la naturaleza (Fotos: Toño González-Aramayo).

Ya lo estoy queriendo

                                                                                                              ya me estoy volviendo canción

                                                                                                              barro tal vez

Luis Alberto Spinetta

Edwin Guzmán Ortiz

Frente a un mundo estridente, colmado de ruidos físicos o emocionales, se alza la música, universo complejo y trascendente. Melodías, ritmos, instrumentos y sobre todo los músicos la hacen posible, y al hacerlo abren en este mundo una manera de habitarlo.

En medio de todo ello, se hallan los seres de la música, aquellos que tocados por un don especial, constituyen los amanuenses de ese flujo proverbial de sonidos que emergen de las épocas, las culturas y sobre todo de lo más hondo del espíritu humano.

Antonio Barrientos Sanz –Magoo–, fue sin duda uno de esos seres de la música. Melómano privilegiado, desde muy joven mantuvo una relación profunda con la música de su tiempo y su entorno. En la primera etapa, el rock constituyó una fuente que lo alimentó a través de sus más notables exponentes.

Probablemente, fue uno de los primeros audiófilos de este género en el Oruro de inicios de los 70. Pink Floyd, Cream, Chicago, Yes, ELP, King Crimson, brotaban del tocadiscos familiar y cada obra era un objeto precioso de estudio. La batería Brufford, el sonido grave y melódico del bajo Rickenbacker de Chris Squire, la guitarra Hendrix, la flauta Anderson, el teclado de Tony Banks y la voz Plant o Cocker, Joplin o de Peter Gabriel eran escudriñados hasta la extenuación. El finísimo oído de Magoo captaba las sutilezas de cada instrumento e integraba en una percepción total ese complejo tejido de la trama musical. De él aprendimos esa mística de la audición que linda con el éxtasis, en la línea de la famosa frase de Russell: “El hombre necesita ahora, para salvarse, una cosa: abrir su corazón al gozo”.

De todo este bagaje, aprendió las virtudes y posibilidades expresivas de más de un instrumento. Conocía e interpretaba la complejidad percusiva de los ritmos, sea el rock, el blues o el propio jazz. A su vez las posibilidades expresivas de uno de sus instrumentos preferidos, el bajo, como pocos, sabía del valor y misterios de este sigiloso instrumento. 

A su vez, se identificó y sumergió durante muchos años en la música de  los maestros del rock latinoamericano, como el Flaco Spinetta, del que poseía una colección completa de discos, y con quién tuvo incluso la oportunidad de conversar en más de un concierto. No dejó de escuchar la guitarra de Alfredo Domínguez.

A través de citas pactadas, nos reuníamos en aquel Oruro de los 70 para –lanzados sobre la felpa de una alfombra naranja de su casa– dejar que la música invadiera el espacio, abrazara las vértebras del aire, penetrara por los poros  del cuerpo, abriéndose en fastos luminosos por todos los rincones del ser, y consagrándose en una comunión íntima con ese centro del universo que también habita en cada uno.

De rato en rato, Magoo musitaba unas palabras pautadas por un delicado movimiento del índice, mientras sonreía sigilosamente y cerraba los ojos como para no dejar escapar ni un filamento de aquella delicada melodía. Luego, unas pocas palabras que subrayaban los acordes precisos, los riffs de la guitarra y la marca sincopada de la batería. Asombrado, yo pretendía oír lo que él escuchaba pero no era posible. Así como hay miradas privilegiadas, hay oídos privilegiados, y la música es un universo enorme que Magoo habitó familiarmente toda su vida.

Por aquella época, organizó y formó parte de algunas bandas de música, como Sharks Agrupation Band, Agualung y Nalupama, asumiendo un rol protagónico a través de la guitarra. Fue importante además su participación como la lead-guitar en los temas compuestos por Luis Bayá, con quién forjó un duo particular. Y cómo no recordar ese microprograma frecuente bautizado como “Temas y poemas” donde en íntimo contrapunto leíamos poemas de Vallejo y escuchábamos el cuarto movimiento de la novena de Beethoven, por ejemplo.

Uno de los periodos más ricos de su actividad artística fue producto de una suerte de conversión mística frente al horizonte tutelar de la cultura andina. Subyugado por las tradiciones y las culturas profundas de los Andes, Magoo se embebió de paisajes, de la música de aerófonos, la danza y las mitologías aymara y quechua. Incansables viajes por pueblos altiplánicos, visitas al Cusco, oteando la gravitación de las montañas y su perfil sagrado, la contemplación de atardeceres y albas tutelares, fueron alimentando su guitarra con melodías que culminaron principalmente en cuatro obras; dos discos grabados en Bolivia y dos en Europa, ellos son Guitarra andina, Cuerdas andinas, Cielo y Banda sonora para un film.  

Sus composiciones erigen desde la guitarra el latido hondo de paisajes y acontecimientos de nuestras culturas ancestrales. Magoo recrea el sigilo omnipotente de la atmósfera altiplánica, el horizonte contemplado desde las colinas de Chuseqeri, se adentra en sutiles tonadas, susurra desde las cuerdas el murmullo del viento, el tañido de campanas de la comunidad, marca el ritmo de las wanqaras en la fiesta; describe musicalmente el parpadeo del altiplano, el curso de las acequias, el lento pastar de los auquénidos, a través de delicados arpegios el destello del sol sobre las cosas breves de la pampa. Hay en la música en sentimiento de respeto y revalorización de nuestro legado originario al hablarnos de su existencia y su persistencia. Como muchos creadores, y antes de las soflamas políticas de turno, reivindicó el valor y vigencia de nuestra identidad andinas.

Como artista, exploró en su guitarra una diversidad de formas expresivas en concordancia con lo autóctono. Rasgueos al modo del charango, la síncopa del k’antu, una exploración intensa del pentatonismo andino, climas y contrastes melódicos cercanos al huayño, punteos delicados, escalas del aerófono, integración de los bajos y agudos, sumado un todo que termina asimilándose a una suerte de polifonía propia.  Podría afirmarse con seguridad que Antonio Barrientos fue uno de los músicos bolivianos contemporáneos que más incidió en la composición y reivindicación de la música andina, desde la guitarra. En una oportunidad declaró: “Mi música no se inscribe en el mundo comercial, al contrario es la música andina que busca crear espacios alternativos con la intensión de rescatar la riqueza artística de nuestra cultura”.   

Durante varios años, como solista, dio numerosos conciertos de música andina en el país; igualmente en Argentina, Perú y Chile, es más, en Europa, donde radicó por más de una década, especialmente en Suiza y Alemania. De este modo dio a conocer en el viejo continente los ritmos y las melodías emergentes de nuestra matriz cultural.

Durante los años de su estancia en Europa, tuvo una importante actividad de estudio de la música contemporánea occidental, especialmente, en los géneros del rock, el blues y el jazz, de los que fue un amplio conocedor. Asistió a los festivales famosos de Jazz de Montreaux, Berna, Friburg y Basel, a megacoconciertos de los grupos más altos de la escena roquera: King Crimson, Pink Floyd, ELP, Led Zeppelin, Premiatta Forneria Marconi, Uriah Heep, Eric Clapton, Michael Jackson, Tina Turner, Deep Purple, en fin); de bluseros mayores como B.B. King, Marla Glen, Gary Moore; de jazzeros como Dee Dee Bridgewater, Chic Corea, Miles Davis, Diana Krall, Barbara Dennerlein, Candy Dulfer y me canso… además de haber realizado la grabación de miles de horas de música de los más importantes programas de música moderna de Alemania y Suiza. Esta enorme experiencia vital le dotó de una cultura musical privilegiada y un material que compartió con los amigos.

En La Paz, no olvido cuando asistimos juntos al COE a ver los conciertos de Jethro Tull en visita a Bolivia, y de la troup jazzera, Spyro Jyra. Hace años al Teatro Municipal, a escuchar nada menos que a un trío de Elvin Jones y, tiempo después, la guitarra de Barney Kessel. Y por supuesto, no olvidaré la conversación que mantuvimos con el Flaco Spinetta antes de su concierto en un Festival de la Cultura en Sucre. Junto a esta imborrable experiencia quedan las palabras de Magoo, precisas y elocuentes, después de cada concierto.

Todo este vasto conocimiento, cuando retornó de Europa, fue plasmado en una actividad de educación y difusión musical, a través de las famosas “Asteradas”. Se trataba de sesiones de música en las que Magoo desplegaba programas de visionado de videos sobre actuaciones y conciertos de grupos y artistas mundialmente famosos. Una actividad periódica llevada a cabo durante más de 30 años y que congregó a melómanos de todo pelaje, principiantes ávidos por la buena música, tertuliantes y concurrentes que salían extasiados por la calidad de los programas y, por supuesto, por la explicación y orientación musical de Magoo, quién además de un breve acercamiento histórico e identitarios del tema, subrayaba los rasgos distintivos más resaltantes. Especialmente en Oruro y La Paz, pero además Cochabamba y Sucre fueron lugares donde queda la huella de memorables horas dedicadas al oído y al espíritu a través de las melodías más selectas, las obras y los artistas más destacados. Sin duda, se trató de una verdadera escuela de audición musical. Hoy, los concófrades de las Asteradas, sufriremos el vacío de estas veladas y la ausencia de su extraordinario mentor: Magoo.

Los últimos años realizó un delicado trabajo de recreación de blues y jazz, el mismo que dio a conocer en diferentes conciertos desde su Fender Stratocaster, así como promovió festivales de cuerdas con guitarristas destacados de La Paz, Oruro y Sucre, generando actividades de integración musical. 

Magoo fue un artista intenso, un amigo ejemplar y un músico de este tiempo. Con una mirada local sobre el arte, a través de lo autóctono y lo folklórico, a través de sus composiciones, lo más importante sin duda de su actividad como artista; pero sin renunciar a una mirada universal, a partir de su interés y estudio de la música contemporánea, en la que no se hallaba ausente lo clásico, la canción latinoamericana, el cine y por supuesto la Morenada Central Comunidad Cocani conjunto donde bailó junto al pintor Ricardo Romero varios años, y donde trabó una amistad entrañable con sus fundadores.

Antonio Barrientos Sanz “Magoo”, guitarrista orureño, se nos fue este 23 de enero, fecha de nacimiento del Flaco Spinetta. Se fue, a través de melografiados silencios, y no cesa la congoja. Nos queda su guitarra, María René, su compañera, y la música que tanto amó.  

Semblanza de Antonio Barrientos Sanz, un talentoso artista

Barrientos en el altiplano orureño (Foto: Toño Gonzalez-Aramayo).

Cecilia Nava de Ayllón

Esa luz que iluminó el sendero de su vida, se refleja hoy en el corazón de los que tuvieron el privilegio de conocerlo, sembró de notas musicales su camino y hoy florece su talento en susurros de nostalgia cuando el eco de su filarmonía solfea frases de amor al viento, las cuerdas de su guitarra se mecen con la brisa y ahí esta él, sereno, pródigo, sensible, noble, humano, humilde en su grandeza.

Una sonrisa amplia, una mirada limpia, un espíritu de paz  y sensibilidad extrema, así se  recuerda a Magoo como se lo llamaba. Marchó hacia la eternidad entre el compás de las horas que no cesan, en el vaivén de las agujas del reloj que avanzan inexorables cumpliendo su misión, la que fue realizada por él con honestidad y transparencia, con fidelidad y lealtad, con dedicación y esmero junto a su compañera de vida.

Hoy escribo en homenaje a su talentosa vida, con la nostalgia de épocas pasadas que dejaron huellas imperdibles y que reandaremos en su recuerdo, solazando el espíritu con la herencia musical que nos dejó; vibraciones de amor energizan los campos que piso, se siente, se vislumbra, y la tristeza se pelea con su esencia porque un ser de luz como él solo pudo inspirar alegría.

Son pocas las palabras que pueden definirlo pero a la vez muchísimas en esa fuente inagotable de transparentes aguas con que regó surcos de tierra árida y que en perseverancia, actitud y fortaleza logró vencer. La sinfonía de las notas que encumbraron su vida perdurarán en tiempo y espacio. ¡Descansa en la paz del Señor, Antonio Barrientos Sanz!

  • Palabras leídas por su autora en el funeral de Antonio Barrientos en La Paz, el día 24 /01/23

Cinco notas sobre un amigo

Magoo Barientos en el lente de Toño Gonzalez-Aramayo.

Benjamín Chávez

Primera. Pensar en Antonio Barrientos es pensar en la música. Primero en su música y luego ampliar el horizonte hasta donde alcance la mirada (o el oído). Los recuerdos se manifiestan fosforescentes en una atmósfera intensa, como el ruido de fondo del universo musical. Oruro y La Paz fueron los escenarios de nuestra amistad, aunque en una ocasión viajamos a Sucre. Ahora siento que nos vimos relativamente poco a lo largo de muchos años, pero supongo que ese es un sentimiento frecuente frente a quien ha partido: la previsible nostalgia de la reminiscencia.

Segunda. Con el Magoo, cada encuentro casual o planificado se convertía inmediatamente en una ocasión entrañable. El primer recuerdo se me presenta como una nítida imagen y nos halla en la plaza 10 de Febrero donde yo estaba sentado tomando un poco de sol a mediodía y Antonio apareció por la diagonal que va de la fuente al reloj frente a la alcaldía y, al ver que yo tenía puestos los audífonos del walkman me dijo: “Ahora sí te pesqué in fraganti, dame esos audífonos, quiero saber qué escuchas cuando estás solo.” Se los pasé y mientras ambos nos reíamos tarareó lo que oía El amor después del amor de Fito Páez, en casete, claro.

Tercera. En 1999 escribí un breve texto para este suplemento (El Duende, 31/01/99), en el que, por un error aritmético u otro despiste, puse que el disco Artaud de Pescado Rabioso se editó en 1968. A los pocos días me vi con Antonio y él tuvo a bien, no solo rectificar la fecha (1973), sino regalarme un hermoso relato de cuando él, justo por aquellos años, vivía en Buenos Aires y seguía al grupo liderado por el flaco Spinetta a cuanto concierto daban en la capital argentina. Tiempo después, él mismo tuvo la ocasión de comentárselo en Sucre, cuando Luis Alberto Spinetta llegó y, tras el concierto (que fue en el teatro al aire libre y no en el estadio Patria como muchos aseveran), en el camerino, le confesó la dimensión de su militancia en las filas de Spinetalandia, siguiéndolo a todos sus conciertos y esperando a los músicos al final de los shows para conversar un poco.

Cuarta. Un sábado a mediodía estaba yo en el bar Huari con otros amigos y llegó Antonio cargando una inmensa maleta de cuero. Acababa de llegar de La Paz. El mozo se aproximó solícito a ayudarlo y se llevó la maleta tras bambalinas y Antonio se sentó a nuestra mesa. Pidió un asado a la plancha con arroz y una papita blanca y no salteñas y cerveza o singani como todos los demás. Definitivamente atrás había quedado toda una época de su vida cuando supo, como pocos, crearse una verdadera leyenda. Parafraseando a Bernard Shaw cuando habló de Bach: ¡Magoo no pertenece al pasado, sino al futuro!

Quinta. La última vez que conversamos fue una tarde algo nublada en La Paz, en la esquina de la iglesia de San Pedro. Él volvía de la terminal, creo, me dijo que caminaba mucho, que le gustaba y que ahora se encaminaba a su casa, cerca de la plaza Adela Zamudio en Sopocachi, esa misma donde me había invitado algunas veces a ser parte de las míticas Astereadas donde un puñado de privilegiados disfrutábamos de su hospitalidad, sapiencia, carisma y colección impresionante de videos pacientemente reunidos a lo largo de toda una vida en América y Europa. Tras separarnos y seguir nuestros respectivos caminos, me quedé pensando que la primera vez que lo escuché tocar fue en la Galería Imagen en un concierto estupendo con Luchito Bayá cuando a todos los presentes nos dieron sobrados motivos para amanecernos y salir cantando “A las seis de la mañana” a las calles de la ciudad, a la “Altipampa lejana”, a los “Arenales al Pie de Gallo”. El resto fue y sigue siendo una música de fondo que está eternamente presente en el altiplano cuando uno mira la “Soledad de la pampa”, el atardecer, pongamos por caso, y la guitarra del Aster suena bella, rara y pura.

Sobre la muerte y el recuerdo

Billy G. Blacutt Vásquez

Hay almas que encarnan en cuerpos para transitar esta pasajera vida, hay cuerpos que trascienden en versos y en melodías para proyectarse en la eternidad, en este eterno juego de las existencias, es sin duda un maravilloso consuelo el saber que no todo es tan limitado como el mundo nos quiere hacer creer, que existen caminos alternativos para la espiritualidad como son el arte y mas específicamente la música, que es posiblemente otra forma de “ser”

Javier fue alguien que comprendió aquello, que desgranaba en cada nota que extraía de su instrumento ese elixir mágico que hace que los sentimientos dominen temporalmente la existencia, ese astral que se hace carne y nos despedaza el corazón, ese “no se qué” que le da sentido a nuestra memoria.

La noticia de su partida, trajo a mi mente y a mi corazón sentimientos difusos, recuerdos de hace 30 años atrás, de ese tiempo en que las prioridades en mi vida eran otras y mi manera de entender el mundo era mas simple, mas sincera, menos dolorosa que ahora.

Busqué en uno de esos baúles que los nostálgicos siempre tenemos, las grabaciones de las presentaciones que tuvimos juntos, ahí entre las fotos viejas, encontré los rostros de quienes me enseñaron tanto, las sonrisas de mis amigos olvidados, de algo que fue y no quiso volver.

Khonlaya … “Raza de trueno” melodías que invocan a la naturaleza que se proyecta en todo su esplendor, vientos místicos de cordillera, bombos locos, pampa, soledad y abandono que florece en lagos de acero y en el corazón de los hombres montaña, revancha del astro rey, andar sobre el camino, altura y profundidad del autoexilio del alma.

“La música es magia… Es lo único que el hombre tiene para poder cambiar su interior y su entorno, es la única forma de unirse con el todo y con todos” me dijo una vez mientras se preparaba para grabar algunas ideas que tenia…. Le dio una profunda aspirada a su pipa, encendió la vieja “Marantz” se colgó la guitarra y comenzó el ritual de invocación, creando circuitos armónicos en la guitarra y silbando y tarareando mientras se movía de un lado a otro de la habitación, yo lo miraba y disfrutaba este proceso de éxtasis musical, la canción iba tomando forma, se volvía coherente, comenzaba a tratar de imaginarme qué pasaba por su cabeza en esos instantes de lúcido extravió.

¿Como empezó todo? Corría el año 1988 yo era un jovenzuelo ávido por descubrir la vida y en compañía de varios compañeros de curso de colegio nos iniciábamos en la magna locura de la música, de apreciarla e intentar interpretarla, de tratar de plasmar nuestras primeras impresiones del mundo en composiciones tan inocentes y ridículas que hoy río mucho cuando las escucho.

Como miembros de esa cuasi elite bohemia solíamos frecuentar el crisol de la nueva cultura Orureña: “Galería Imagen” disfrutábamos de ir a escuchar poesía, y compartir escenario con otros músicos que al igual que nosotros buscaban “su sonido” su propia forma de expresarse.

Fue ahí donde nuestro querido Rolo Barrientos una noche de esas interminables extrajo de una caja algunos discos de vinilo, y ahí entre el Artaud de Spinetta y el Dark Side of the Moon nos presento un disco, su titulo “Expreso” del grupo Khonlaya, el instante en que escuche por primera vez “El Encuentro” mi cabeza sufrió una especie de golpe, una taquicardia prematura un “desnuque” un reset total, esa expresividad con instrumentos folklóricos como la quena y la zampona creaban un sonido único, tan diferente a los melosos lamentos de los Kjarkas y otros que campeaban en el ámbito del folklore nacional en esa época y que se marcaban como estereotipos inamovibles de ese genero.

El gusto por ese sonido se acrecentó cuando supimos que el grupo fue formado en Oruro por orureños y que Khonlaya significa en puquina, el idioma del pueblo Uru “Raza de trueno” inmediatamente me sedujo esa mística y coherencia. Sus canciones formaron, a partir de ese instante, parte del arsenal indispensable de las guitarreadas y los ensayos, las aprendimos de memoria y fueron parte de nuestra más pura esencia musical, de nuestras más profundas raíces.

Pasaron un par de años y un día un amigo me llama para avisarme que Khonlaya se iba a presentar en Oruro en dos de semanas y que nuestro amigo en común el quenista Iván Quintana estaba tocando con ellos.

Llegó el día de la presentación y ahí nos encontrábamos en primera fila, toda una generación desesperada por escuchar en vivo esas melodías que habían sido los cimientos de nuestra identidad musical, el show fue increíble y en el intermedio mientras mi amigo “Reptilio” y yo fuimos a conseguir un autógrafo y tal vez tomar un trago con los miembros del grupo, nuestro amigo en común Iván a momento de presentarme a Javier Melgarejo, le dice, “Este chango canta bien las canciones” y Javier sin titubear me dice que su vocalista de entonces, que era otro amigo, Ovidio Salvatierra, no había podido llegar y que si no me animaba a cantar con ellos, recuerdo que esa noche cantamos Ilusión Herida y Pero No. El sueño que había tenido tantas veces se cumplió.

Pasaron varios meses y en enero de 1994 recibí la llamada de Javier, quien me dice que estaba volviendo a armar Khonlaya que después de algunas desavenencias de los músicos había quedado fragmentada, y que iniciaríamos los ensayos esa semana en Oruro, además de solicitarme pueda buscar un bajista para el grupo, fue así que mi amigo Cesar Tovar y yo nos presentamos en el parque del Magdalena Postel con nuestros instrumentos en una soleada tarde de enero. Ahí nos reunimos con Javier Melgarejo (charango), Ramiro “Oso” Camacho (vientos y teclados), Iván Quintana (quena). René “Pitín” Sejas (batería) Cesar Tovar (bajo) y yo con la guitarra y la primera voz; luego llegarían los refuerzos de La Paz Carlos Ponce (zampoña) y su hermano Hernán Ponce (percusión). Así quedo conformada esa etapa de la legendaria banda, la cual sería mi familia durante un par de años. Los ensayos fueron extenuantes, con mucha disciplina y ahí comenzó a surgir, entre Javier y yo, una amistad especial. Sus consejos sobre solfeo, la forma en que él quería que cantase sus canciones… Él era un magnifico guitarrista y me dio mis primeras clases de armonía en ese instrumento que yo solamente aporreaba hasta ese entonces. Su paciencia me dio mis primeros atisbos de la “vida de músico” y en largas charlas pude aprender mucho de la “vida real”, de lo que el mundo quiere de nosotros y de lo mágico de desprogramarse y encontrar en la música ese sacacorchos cerebral que nos libera de la formalidad de la existencia domesticada.

Paseamos los escenarios de toda Bolivia intercambiando trabajo con grandes músicos como Einar Guillén y Marcus Fuzz, ese fue mi bautizo de fuego en los escenarios y la consumación del pacto con la música que hasta ahora es parte fundamental de mi existir. Javier siempre decía que nada es eterno y que las cosas no deben durar mucho tiempo, que solo así se garantiza que valdrá la pena recordarlas. Noches interminables de música, bohemia y locura que siempre terminaban en el “Ave Sol” o en alguna plaza, esa esquizo-sonia, plagada de excesos, esa necesidad de hacer música y crear en defensa propia, el chaki eterno de los que saltan escaques y juegan a la ruleta rusa con el diablo, eso era Javier Melgarejo, así lo conocí yo, así lo recuerdo al músico, al compositor, pero fundamentalmente al amigo y cómplice de un sin fin de aventuras, de ese “irse en LA”, de la indisciplina cotidiana de la libertad-libertinaje, la coherencia entre su pensar, sentir y actuar. Buena o mala, fue su forma de decirle a la vida que estaba presente y que no pasaría por ella sin dejar huella.

Estas líneas son solo un cumulo de sentires y memorias que ahora (siempre tarde como es costumbre), retornan a abrigar ese pedazo de mi ser que se quedó desnudo y abandonado en algún rincón del tiempo pasado. El recuerdo del tiempo que compartimos querido Javier está presente nuevamente aquí en ese rincón del espíritu que es la Patria de la “Raza de Trueno”. Sea para ti el más dulce “hasta pronto mi hermano” ahora que eres viento, ahora que eres cordillera y Cóndor, pampa y soledad, ahora que eres lago y mar, ahora que eres esencia, ahora que volviste a lo que realmente siempre fuiste… Música, el regalo de los dioses para las almas que en conciencia evolucionan. Te abrazo en la eternidad.