La falta de racionalismo en la vida social boliviana

H. C. F.  Mansilla

La carencia de valores racionales de orientación en la Bolivia contemporánea puede ser rastreada mediante el análisis de aquel estrato pensante que afirma ser el depositario de la razón histórica.

Muchos intelectuales de izquierda, en todas sus formas de manifestación, están todavía contra un orden social abierto, moderno y pluralista. Como dijo en una entrevista el destacado historiador mexicano Enrique Krauze, estos intelectuales se parecen mucho a los obispos católicos del siglo XIX: son provincianos y pueblerinos, y también dogmáticos, arrogantes y se creen los únicos depositarios de la verdad histórica. Aquí está el principal problema de las fuerzas de izquierda en su configuración actual: no son conscientes de los peligros y las consecuencias que entraña un orden autoritario. A los intelectuales progresistas les falta igualmente la virtud de la ironía que es, entre otras cosas, la capacidad de cuestionar las convicciones propias más profundas y verse a sí mismos con algo de distancia crítica. Y, como agrega Krauze, el populismo levanta alas cuando “los más lúcidos renuncian a decir la verdad por miedo a ser impopulares”.

Para la mayoría de nuestros intelectuales de izquierda no ha existido el totalitarismo de la Unión Soviética bajo Stalin o de China en la época de la Revolución Cultural. Ellos prefieren ignorar asuntos como Cambodia bajo Pol Pot, Corea del Norte desde la instauración de la dinastía Kim o Cuba durante los gobiernos de los hermanos Castro. Los intelectuales progresistas no quieren percatarse de que a menudo los regímenes izquierdistas y populistas han resultado ser un remedio peor que la enfermedad socio-histórica que pretendían curar.

Se puede afirmar, con cierta cautela, que en Bolivia los intelectuales no se interesan efectivamente por los derechos de terceros, por los problemas del medioambiente o por una educación moderna, racionalista y democrática. La crítica de las izquierdas es indispensable porque a través de este esfuerzo podemos acercarnos a comprender la magnitud y la intensidad de la cultura política autoritaria que lamentablemente todavía predomina en el país. La crónica de los últimos años en Bolivia nos ha recordado la vigorosa persistencia de valores tradicionales que van desde el machismo cotidiano hasta la irracionalidad en las altas esferas burocráticas. Las consecuencias son muy variadas: la pervivencia de una burocracia muy inflada y poco productiva, el saqueo irracional de los bosques y de otros ecosistemas naturales, la improvisación en todos los ámbitos y el pensar permanente en el corto plazo. Un ejemplo elocuente de esto último es el reparto de los parques nacionales a favor de agentes inescrupulosos que siempre tienen buenos contactos en la burocracia estatal. En el campo gubernamental la preocupación por la conservación del entorno natural a largo plazo ha mostrado ser mera retórica, y esto en todos los gobiernos.

Hay que señalar que la mayoría de los feminicidios ocurren precisamente en la Bolivia premoderna. Se trata, por supuesto, de un tema incómodo, y por ello muy interesante para una discusión teórica. Igualmente incómoda resulta la aseveración siguiente. Los sucesos de los últimos tiempos nos señalan claramente que una buena parte de la población boliviana es reacia a comprender concepciones abstractas como el distanciamiento social en ocasión de pandemias, los derechos de terceros, el pluralismo cultural, el Estado de derecho y el pensar en el largo plazo. Son fenómenos asociados al racionalismo, tendencia teórica y social que fue muy escasa en la época colonial y que no ha sido aclimatada adecuadamente durante la república. El sistema escolar, las tradiciones populares y hasta los intelectuales más ilustres promueven un modelo civilizatorio basado en los sentimientos, las emociones y las intuiciones, que puede ser muy fructífero en el campo cultural y en la vida familiar, pero que es anacrónico y hasta peligroso en las esferas política y económica.

La inmensa mayoría de la nación boliviana no es, por supuesto, partidaria explícita del autoritarismo y de la irracionalidad sociopolítica. En el ambiente familiar y local ha desarrollado valiosas normativas de orden ético congruentes con principios racionales, que, lamentablemente, no son extendidos al conjunto de la sociedad y menos a la esfera política. El potencial antidemocrático y antipluralista, por lo tanto, sigue siendo alto porque el culto de los sentimientos y las emociones colectivas y el desdén del racionalismo político permanecen como predominantes. Esto se percibe claramente en la incomprensión de concepciones abstractas como distanciamiento social (en el tiempo de la pandemia del coronavirus), derechos de terceros, pluralismo ideológico y cultural de parte de dilatados sectores de la nación.

Insisto en debatir esta temática porque nos muestra lo difícil que es para la mentalidad tradicional boliviana el pensar racionalmente y a largo plazo. Por ello creo que la gravedad de la situación a largo plazo, dependiente de la conjunción del crecimiento demográfico con una utilización abusiva de nuestros fundamentos y recursos naturales, no es comprendida en toda su magnitud e intensidad por la mentalidad tradicional de la mayoría de la población, ni tampoco por los círculos políticos hoy prevalecientes ni por los intelectuales que podrían influir sobre la opinión pública. Como los síntomas actuales son de un empeoramiento progresivo, pero no dramático de las condiciones ecológicas, existe el peligro de que los gobiernos implementen medidas serias para salvaguardar el medioambiente cuando ya sea demasiado tarde. Los factores tiempo, irreversibilidad, acumulación cuantitativa de hechos que repentinamente originan una nueva calidad, representan lamentablemente elementos de juicio que están fuera del pensamiento pragmático, utilitario y centrado en el corto plazo que prevalece aún en la mayoría de la sociedad boliviana.

Estos argumentos y, en general, los postulados pro-ecológicos apuntan a un plano racional, mientras que las ansias de crecimiento y progreso materiales tienen que ver primordialmente con el nivel preconsciente y emotivo de la mentalidad colectiva. Ninguna sociedad renunciará a edificar instalaciones industriales que brinden trabajo, ingresos y adelantamiento económico si alguien demuestra que a largo plazo ellas conllevarán daños para los nietos. Primero viene la satisfacción de los anhelos urgentes y de los profundos, mucho después la reflexión sobre las consecuencias de nuestros actos. Además, poquísimas personas están (y estarán) dispuestas a poner en cuestión las bondades aparentes de la industrialización, la agricultura intensiva y la modernización, pues estas actividades encarnan los esfuerzos sistemáticos y los éxitos indiscutibles de varias generaciones. Al hombre normal no se le pasa por la cabeza que las labores más esmeradas y tecnificadas de buena parte de la humanidad vayan a ser en el futuro las causantes de estragos irreparables.

La mentalidad tradicional sigue vinculada a los sentimientos colectivos y a las emociones profundas, sentimientos y emociones que tienen mayoritariamente una opinión despectiva con respecto a los análisis racionales; por ello rara vez intentan comprender el campo discursivo del adversario. Como se sabe, el peligro inherente a las emociones, a las intuiciones y la mística en el terreno cultural es el surgimiento de élites privilegiadas de iluminados que interpretan la realidad –siempre complicada, plural y opaca– en nombre de las masas. Los sentimientos son extremadamente importantes en la vida íntima de las personas, pero cuando son transferidos al campo político se exponen con relativa facilidad a ser manipulados por los expertos en cuestiones públicas. Es la eterna repetición de lo ya conocido y experimentado.

Psicoanálisis y poesía: Edmundo Camargo en el tiempo de la muerte

Rosalba Guzmán Soriano

El siguiente comentario nace a raíz de la lectura de un artículo presentado por María Elena Lora en el espacio “Psicoanálisis y literatura” de la Nueva Escuela Lacaniana, Delegación Cochabamba, que hace un paralelismo entre psicoanálisis y poesía a partir de la obra de Edmundo Camargo, precisando la invitación del psicoanálisis a tejer con la palabra, a hacer significar más allá del hecho en bruto.

La palabra viva dice lo que no dice, dice más allá de la metáfora o metaforiza lo real.  Evidentemente, ese es un intersticio en el que el inconsciente y la poesía logran rozarse en los pliegues de la piel compartida en ese umbral. Así el psicoanálisis y la poesía, como puntualiza María Elena, “logran un decir de lo que no puede ser dicho”. 

Para el psicoanálisis el goce es aquello que va más allá del principio de placer, lo que no cesa de inscribirse en el inconsciente; el goce, en ese sentido, supone un sufrimiento en que el sujeto se ve lanzado a la repetición. Siguiendo este razonamiento Lora propone que, mientras el goce del sujeto encarna en su síntoma un sufrimiento encapsulado, para el poeta hacer poesía es un goce que se comparte. Yo diría que la poesía es la construcción de una llave mágica que abre el camino para nombrar ese dolor.

Otro punto a destacar en el artículo de Lora es la analogía entre la palabra analítica y la poética: el analista revela en su decir esa no correspondencia con la palabra del otro. La palabra analítica entonces puede tener un saber decir en el silencio, en el gesto, en un murmullo, en un pequeño acto, en un corte… La palabra poética tampoco se registra en la sintaxis prosaica de los dichos, va siempre más allá y así se constituye en una esfera de significaciones agalmáticas en el cuerpo del lector. Esto hace referencia al lazo entre un lector y un poema que de pronto lo toca, lo conmueve, crea resonancias. 

Edmundo Camargo, poeta chuquisaqueño, encontró su hogar en Cochabamba. Camargo dejó una herencia riquísima en los anales de poesía boliviana. Fue un hombre que vivió poco, no llegó a los 30. Murió a los 28 años dejando una única obra póstuma que publica otro reconocido intelectual (Jorge Suárez): “Del tiempo de la muerte”, libro que retoma Lora para su análisis.

                                      Yo tuve que nacer después de tanta herida
entre el ángel sanguinario
cuya espada abrió arpas de sangre.

                                       Era ya un día antiguo
bajo la sombra cárdena de las palomas
un tiempo mensurado
por este cementerio de sangres
que aún no es mío.

                                      Yo tuve que llegar
rompiendo las palabras
las formas
atravesar primaveras oliendo a azúcar
entre una población innominada
hallar arcilla para mi voz
manchar los lienzos puros de la nada
de pronto ver cómo del cieno
sonando antiguos cráneos
de la ceniza
un oleaje disforme de hombres
subía hasta mis límites
y hundían en mi sangre sus rostros
su vocerío ávido.

                                       Inmersa la población
desde el principio sus engranajes
pulsaron este tiempo que es mi tiempo
midieron esta voz
unánime dolor.

                                       El dios golpeó las húmedas estatuas
unió miembro con miembro
a dos gargantas dio el mismo signo
los órganos se confundieron
como barro enredando sus reptiles
los sexos fueron uno.

                                       Y entre tiempo que es de todo tiempo
de esa informe población
nací como un resumen de la muerte.

Para Lora, la palabra plena permanece conjugada al deseo y a la verdad de goce. Ante el vacío, en la poesía como en el psicoanálisis, no hay revelación sino creación.  Podemos pensar entonces que la travesía de un análisis es una travesía poética, marcada por el recorrido de los laberintos de la muerte, de la miseria y de la deflagración.

Ese saber hacer sobre el vacío, nombra la nada iluminando la oscuridad, la oquedad. Camargo no necesita tiempo, experiencia, saber, es el ser frente a la muerte, su poesía “hace hablar a la muerte”, nombra en el vacío lo que la muerte propone como horizonte. Y lo hace de un modo espeluznantemente bello.

Lora cita el verso “Nací como un resumen de la muerte” e interpreta ese enunciado como testimonio de un lazo fraterno, o más aún como si la muerte fuera su partenaire. Dirá “Camargo ilumina con poesía el espacio oscuro de la muerte; el cuerpo como un territorio donde habita el goce, nos permite escuchar el silencio de la muerte en medio del ruido de la vida”. El poeta se asoma a la nada, al vacío, lo bordea tocando sus aristas y dándole nombre con un lenguaje propio y singular. El cuerpo para el psicoanálisis es el yo, la imagen corporal que se refleja en el espejo en el que Narciso se dejó caer. El cuerpo es el depositario de los afectos, el espacio sensible de la mirada del otro, el hogar del sufrimiento y las pasiones del alma, desde ese cuerpo es que la muerte grita su silencio, el mundo calla.

                                    Quiero sentir la tierra circular por mis venas
morderla fríamente, clavarla con mis tibias
sintiéndome en su inmensa placenta, adormecido
como un niño a la espera de un nuevo natalicio.

Lora termina marcando el lazo que el poeta hace con la muerte, su reconciliación con ella, “un motor, en tanto crea voluptuosidad, da forma, voz, palabra”, así entonces revela el secreto del poeta, ese presente en su realidad discursiva que le permite crear sin negarla, sin pelear con ella, aceptando que morir es un acontecimiento de la vida.

El escritor y la ideología

Christian Jiménez Kanahuaty

Se ha dicho hasta el hartazgo de que el escritor es parte del mundo de lo social y por tanto está cargado de ideología, y que por ello, su representación de la realidad en lo escrito no es sino, la selección ideológica que él hace de los materiales simbólicos y referenciales que haya y que piensa que pueden ser narrados. Sin embargo, el movimiento de la ideología en manos del escritor habría que pensarlo desde otra perspectiva. Poner por caso que la ideología no es algo ya dado, sino que como dice William Rossberry, la ideología es algo que se va construyendo de a poco. Hay, dice él, un proceso en la construcción tanto de la hegemonía como de la ideología. No es como en Marx que surge como momento de epifanía a través de las condiciones de clase, que no son sino, las condiciones de trabajo en las cuales se insertan los hombres. Digo hombres y no sujetos, porque el sujeto, al menos desde el estructuralismo, o buena parte de él, está dado a partir de su contacto con las estructuras sociales e institucionales dichas y no dichas que la ideología produce. Pero, el cambio, el hombre es un ser que, de momento, hasta que es narrado, puede pensarse sin el marco de lo ideológico y por eso, hay un momento cero, en el cual no habría la ideología.

Entonces, cuando la ideología surge y atraviesa al hombre el sujeto adquiere porosidad. Dicho esto, lo que le queda al escritor, es, y no es poca cosa: narrar el momento en que la ideología como practica social aparece. No le interesa el momento, como al sociólogo o al politólogo, en el que la ideología ya está cristalizada o materializada y limitadas por las contingencias históricas.

El escritor no hace predicción, no especula. Más bien. Lo que hace es, alumbrar desde la interrogación aquello que está por suceder. Pero, lo interesante es que, narra la duda. Las grandes novelas, los poemas, la épica, los cuentos de Borges o en definitiva buena parte de aquello que conocemos como “los clásicos” son los que se animan a narrar la duda. Lo que leemos y recordamos de esos libros, es sí, una trama, unos personajes y un tono o una serie de imágenes, pero ellas en realidad son lo visible que oculta aquello que se revela en una lectura atenta y eso sería, la duda. Una inquietud. Una pregunta que flota. Algo que se intenta conocer, pero que la larga sólo se sugiere, casi del modo en que el policial indaga para dar con el perpetrador de un crimen.

Así, lo que tenemos, es que el escritor se relaciona de otro modo con la ideología y por ello resultan menos interesantes los trabajaos sobre la literatura que la abordan desde una perspectiva sociológica. Porque hacen que el texto diga aquello que jamás dice, y en su intento lo fuerzan y lo transforman sólo para probar hipótesis de trabajo académico, olvidando, entre otras cosas, que la literatura es sobre todo una forma de arte. Y que como todo arte debe ser analizado, visto y pensado o reproducido, desde sus propios términos.

No importa que los términos no estén claros en un nivel teórico, pero siempre lo estarán en un espectro estético. No porque sea la emoción la que hace del trabajo de los hombres arte, sino porque el arte interpela desde otras condiciones a los sujetos. La ideología es más bien, una construcción, también porque no le impide a los escritores jugar con las reglas formales de la escritura para romperlas. Más bien, parecería que sucede al revés. Es gracias a la porosidad de la ideología que los escritores juegan con las formas y las reglas. Dado que, si la ideología estuviera instalada de forma sólida y concreta, no habría forma de rebatirla desde el texto. Quedaría, tanto solo, ajustarse a sus dictados y como todo dictado presupone, es un acto de violencia donde alguien dice algo y el otro sólo transcribe en lo escrito aquello que fue dicho. La ideología en ese sentido dicta sentencia sobre lo social y condiciona su posibilidad. Pero en el terreno del arte y más en concreto en el ámbito de trabajo del escritor, la ideología está al servicio de los materiales.

No es como hacer una historia social de las cosas y seguirlas hasta que nos lleve hasta su origen, porque desde Foucault sabemos que no existe por completo aquello que llamamos genealogía, porque ella más bien se debe registrar a partir de los huecos. De las instancias de vacío y silencio. Y por ello, tenemos que la literatura en tanto tal rechaza de lleno la idea del realismo como acto de mimesis, sino que, apuesta por la representación, porque ante todo establece una relación el escritor con la realidad que está mediada por el lenguaje. Al hacerlo, lo que se tiene como resultado no es sino una forma nueva que ideológicamente no responde a nada hecho hasta ese momento y que prefigura lo que vendrá. Claro que una lectura deconstructivista apuntaría que el tanto el escritor como el texto mismo no existen como realidades concretas sino desde la existencia y presencia de lo dicho en el texto. Cosa muy distinta a lo planteada por el estructuralismo, pero encuentran contacto ambas escuelas en su análisis alrededor de la ideología, en tanto, evalúan su participación en el momento creativo, como una instancia que no condiciona ni limita el ejercicio del escritor, sino que lo acompaña y va alumbrando el escritor aquello donde la ideología aparece para nombrarla. La crisis, la desigualdad, la violencia, el arrabal, el amor, el viaje, por ejemplo, son sólo momentos en los que el escritor hace de la ideología no un discurso ni un modo de hacer las cosas, sino un personaje, es decir, como se presenta la ideología en el universo espeso de lo real y lo que resta, en entonces, darle seguimiento. Y mientras más ajustado esté el texto a esa presencia y al movimiento de la ideología más multidimensionales serán tanto los personajes como las tramas internas que despliega el texto.

Cuando don Quijote llama

Christian Jiménez Kanahuaty

Escribir sobre Don Quijote de por sí es una tarea destinada al fracaso; y es que en toda empresa el fracaso es lo más importante. No se trata de concluir algo, se postula una intención, un gesto; un modo de alcanzar algo, una tentativa. Esa es la propuesta del arte en el tiempo presente. No la obra acabada sino su espejismo, su construcción. Lo inacabado emula de ese modo la vida que solo adquiere sentido y coherencia tras la muerte porque es en ese momento en el que recién se puede decir algo de lo transcurrido. Así sucede con Don Quijote.

Nunca sabremos nada de él que no esté en el libro de Cervantes. Pero al mismo tiempo, sentimos que lo conocemos porque compartimos sus inquietudes y sus misterios. Aquellos son los de su propia vida y el modo en que cierta locura detonada por la febril lectura de libros de caballería hace  de él un preso en la cárcel de su propia imaginación, que es también la de su propio cuerpo.

Don Quijote imagina con el cuerpo. Sale al encuentro de los infortunios y entuertos y de ventas (hosterías, albergues) que parecen castillos, de zarrapastrosos que piensa como duques y reyes de la antigüedad; mira empleadas domésticas como si fueran princesas a quienes se debe entregar algo más que la vida y el amor. Pero también se enfrenta con rocas, con molineros, con campesinos, y rebaños de ovejas y ladrones. A todos los ve de modo diferente. Quizás porque la vida no le basta. Quizás porque desea condimentar su existir con la fabulación de lo que hay más allá de lo que los sentidos le indican que hay. Sea como fuere, Don Quijote existe porque es desde su cuerpo que plantea el poder de la imaginación.

No se trata de simples mentiras o de aquello que Mario Vargas Llosa llamó en su momento “la verdad de las mentiras”. La verdad de las mentiras nos pone frente a la ficción como revés de la realidad. Nos pone como lectores, como firmantes y garantes de un pacto con el autor del libro. Sabemos que ese libro es una ficción, una mentira por lo tanto, pero una mentira que decidimos creer porque en ella se revelan sentidos más reales que los que nos entrega la realidad. La ficción nos enseña tanto de nosotros mismos como la historia y es quizá por ello que el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez postula que la novela es el lado B de la historia. Y si esto es así, Don Quijote no lo es, debido, en principio, a que su voluntad va más allá de solo entregarse a una mentira. Para él la gesta que vive a lo largo del primer volumen del libro es la realidad. Lo que él conoce a través de su imaginación suplanta la realidad. Y la realidad es la que termina por ser una ficción.

Cuando habla con el cura para ejercer un discurso que no se resuelve del todo entre las letras o las armas, Don Quijote aprovecha para aproximarse a una contradicción. Toda vez que las guerras han concluido, lo único que le queda al hombre es pelear por un nuevo orden a través de la palabra, que justo por ello adquiere una dimensión épica. La palabra suplanta a la espada pero no pierde en la transición, eficacia ni eficiencia.

Inaugura la modernidad no solo porque es un personaje que se da el lujo de glosar y criticar su propia vida como si esta fuera un texto escrito, sino que también juega con el estructuralismo, porque analiza la estructura y el sentido de cada libro de caballería con el noble objetivo de librarlos del fuego. El cura, que es, al final, el encargado de esta labor incorpora algunas de las novelas ejemplares de Cervantes en este rito de análisis para establecer su valor. Y guiñando al lector les dice que sí, que los libros de ese tal Cervantes no son del todo malos.

Ese desdoblarse e incorporarse en la ficción hace del libro un libro que se piensa a sí mismo, del mismo modo en que en ocho de los capítulos de la primera parte, Don Quijote (Y Cervantes en general) descubren el ejercicio del monologo interior.

Don Quijote es deudor del teatro clásico. Por ello surge Sancho Panza, porque Don Quijote necesita alguien que lo escuche y replique lo que se dice, para así dar agilidad a las acciones. Pero, al parecer, como este libro es también un ejercicio sobre la escritura, Cervantes hace la prueba de una nueva técnica, inédita hasta entonces, que se basa en el hecho de que Don Quijote se habla a sí mismo, ya sea para entender mejor las palabras de Sancho o para ver si lo que siente es cierto o si lo que ve a lo lejos le hará daño o podrá salir bien librado.

Esta autonomía del cuerpo y de la imaginación da lugar, entonces a ese monólogo interior y este gesta, al sujeto moderno, a nuestra subjetividad.

Al pensarse y hablarse a sí mismo, Don Quijote nos permite conocernos, nos permite reflexionar que la locura no es hablar con uno mismo en voz alta; la verdadera locura es no hacerlo, porque al escucharnos decir algo en voz alta logramos poner en limpio lo que sentimos. Darle densidad y contexto. Sin ese movimiento estaríamos perdidos porque no podríamos reflexionar sobre lo que nos acontece.

En cierto modo, lo que pasa con Don Quijote es lo que nos sucede como personas a medida que maduramos. Vemos el mundo de otro modo. Leemos la realidad con mayor densidad y relacionando lo verdadero con lo falso y lo pasado con el presente. Don Quijote es el libro que nos enseña a leernos a nosotros mismos porque al hacerlo leemos mejor el mundo que nos rodea. Leer, es entender el mundo, como si este fuese un libro. En ese sentido, Cervantes parece ser el último romántico y el primer estructuralista. El último romántico porque entiende que no se trata de ideales ni de entregar la vida a las quimeras. Entiende que el valor es una forma de vivir la ética y que al final, la ética no es sino un modo por el cual se manifiesta la intimidad de las personas. Don Quijote, al igual que Sancho Panza, se muestra tal y como es. Ellos no desean aparentar nada. Lo que se ve, es lo que hay.

Y en ese sentido, Cervantes es el primer estructuralista porque estructura el mundo en principio de forma binaria: bien/mal, paz/ guerra, Don Quijote/Sancho Panza, amor/desamor, etc.; y luego interpreta la realidad como un texto escrito que puede ser leído tras una interpretación situada. 

Lo que tenemos –entonces– es un ejercicio de interpretación que se sitúa en un punto intermedio entre la razón y la intuición. Don Quijote no es aquel que perdió la razón. Es aquel que adquiere una razón diferente, la razón moderna. Tiene ciertos puntos de contacto con la razón instrumental que ve desde el pragmatismo nuestro estar en el mundo, pero al mismo tiempo, él se incorpora con la intención de detonarlo desde dentro. Es decir, para sembrar la duda y para organizar la resistencia al imperio de los sentidos aprendidos y normalizados por un periodo de tiempo histórico que, para él, ya está agotado. Interrogan Cervantes y Don Quijote, por medio de la duda, la política que imponen nuestros sentidos y aprendizajes. Se juzga, como resultado, que si el conocimiento se adquiere por medio de los libros y los libros conducen a una transfiguración de la realidad, entonces el sentido no proviene de lo que fue leído sino de aquello que fue escrito. Hay que interpretar desde dentro y, en esos límites, lo que se lee, como un producto creativo que obedece a leyes muy singulares que no siempre están explícitas en el momento ni de la creación ni de la lectura del libro en tanto texto. Por ello el contexto, el carácter y la historia de cada lector cuentan en la interpretación; pero esta al final solo es un matiz dentro de la acción de la lectura, porque al final, hay tantas versiones de un mismo libro como sean distintos también sus lectores.

Hallazgo al atardecer

Una de las obras de Cardozo. (Foto: Marcelo Javier Meneses Vargas / Alma Tunante)

Elizabeth Scott Blacud

He viajado pocas veces a Oruro. Una ciudad ni tan alta ni tan minera ni exótica ni rica, nada valle, nada trópico… Un amplio paraje plano que parece plegarse en una esquinita olvidada del país durante todo el año hasta la llegada de su fascinante carnaval. Por eso, salvo en febrero, Oruro es ciudad de paso, vacío de polvo y ladrillo desangelado, de calles largas y abiertas como el vientre de un pez. Así la representa mi memoria. Pero también extraña y entrañable. Por ese viento perpetuo y sibilante que sugiere misterios; por esos pobladores de pocas palabras, corazón pausado y afable.

Recuerdo una ocasión en la que Oruro me regaló, abiertamente, uno de sus secretos…

A principios de siglo, en un mes que no era febrero, paseaba por la ciudad con un amigo con el que nos entregamos despreocupados a curiosear callejas y avenidas, saludando los pocos árboles que nos salían al paso y aterrizando indefectiblemente en uno de esos restaurantes de comida sencilla, pero sabrosa, para luego retomar el vagabundeo. Nos sacamos una foto en una plaza, al lado de una escultura, giramos una calle, otra, hasta que, de improviso, dimos con una reja excepcional. Tenía vidrios empotrados y piedras de diferentes formas y colores que hicieron sonreír a nuestros ojos. Nos acercamos atraídos para descubrir que daba paso a un amplio patio que albergaba diferentes objetos, inútiles y bellos, creados en bronce, hierro forjado o granito. Pero sobre todo piedras y más piedras curvadas y coloridas, algunas colgantes, otras en hilera sobre los alfeizares y salientes de la pared, en las tejas y por el suelo, dispuestas entre el caos y la belleza buscada.

Quedamos perplejos, admirando todo aquello, haciendo conjeturas y alabando el buen hacer de los propietarios, cuando descubrimos que la reja no estaba del todo cerrada y presentaba un cartel que informaba que el sitio era, de algún modo, público. De todas formas, aún sin leer la inscripción, nosotros habríamos entrado, tal era nuestra curiosidad.

Ya dentro, divisamos a una muchacha joven, de lejos; y poco después, salió a nuestro encuentro un hombre de rasgos y gesto firme, alto y curtido, que emanaba serenidad. Era el Tata Cardozo, creador y dueño de esa casa-museo llena de encanto. Su familia estaba acostumbrada a las visitas, a la sorpresa y a las preguntas. Continuaron con sus quehaceres, pasaban por allí con naturalidad; mientras que él, amable y complacido, respondía a nuestro interés. Nos mostró algunas habitaciones atiborradas de cuadros en las paredes; se veían esculturas por doquier, de diversos materiales y resplandores, materiales reciclados, obras a medio hacer… Todo era lindo y excesivo. Seguimos sus pasos escuchando con la boca abierta, sintiéndonos privilegiados y agradecidos con el azar que nos había llevado hasta ese espacio tan mágico y singular.

Nos habló con entusiasmo de otros artistas bolivianos (recuerdo la vergüenza de no conocer a algunos), de las reuniones que organizaba, mencionó con orgullo a la gente famosa que había estado en la casa, que había escrito y rubricado en su libro de visitas. Lo que más me impresionó, sin embargo, fue el valor que daba a las esferas nacidas de la piedra. Una especie de búsqueda de la cuadratura del círculo, reflexioné, pero al revés. Un regreso a la forma perfecta a partir de la materia menos dúctil y más primitiva que pueda existir.

De hecho, en esos momentos, modelaba en las rocas sillas redondeadas, de diversas dimensiones y tonos —ya tenía un buen número— a las que llamaba “curules”: los asientos de los ediles romanos o los de nuestros actuales gobernantes. “Esta es la silla del poder”, nos dijo cogiendo una, “quien se sienta en ella, se corrompe”. Quedé sorprendida por el frenesí de su trabajo: eran muchas las sillas; por la contundencia del mensaje, sobre el que volví varias veces; porque la tarea a la que se entregaba era la de esculpir una verdad.

Estoy delante de un artista, pensé. Y en aquel atardecer, Oruro se iluminó memorable…

Los duendes del Duende

Edwin Guzmán Ortiz

El Suplemento Cultural El Duende de Oruro, dentro el contexto periodístico nacional, se traduce en los campos de la literatura, cultura, arte, pensamiento, lectura, crítica, educación. Tópicos sin duda gravitantes en el marco del desarrollo cultural democrático. Realidades que en el país no terminan de librar batallas en diferentes frentes, por ser parte sustancial de la transformación social.

La actividad cultural es un espacio que rompe esquemas, rutinas, invita a la renovación y a comprender desde otro ángulo la realidad y la historia. La cultura dispara un discurso interpelador y potenciador del pensamiento, generador de nuevas formas de nombrar y entender al mundo, combatiendo la repetición y la comprensión monocorde. Nada más transformador que un discurso que piensa y que se piensa.

La lectura, en ese marco, es uno de los factores de cambio cualitativo esenciales, sobre todo hoy, frente al tartamudeo de las redes. Dícese que la lectura es a la mente lo que el ejercicio es al cuerpo. Por ello, una de las bases fundamentales de la educación es la lectura. Estudiar y pensar también es leer, y aunque la realidad y las cosas no pasan siempre por sus páginas, terminan comprendiéndose en ellas.

La preeminencia de la literatura en “El Duende” es premeditada y alevosamente intencional. Desde la producción local y nacional relevantes, ha trascendido a textos de grandes autores universales, clásicos y contemporáneos. El suplemento ofrece periódicamente literatura destacada por su calidad y actualidad. Superando contenidos tradicionales y reiterados, se ha impuesto el desafío de poner en escena  escrituras renovadas, autores contemporáneos con obras gravitantes, lecturas creativas, temas que provocan una recreación inteligente.

De la poesía al relato, del ensayo a la crónica y las artes gráficas “El Duende” convoca a minar el discurso esclerotizante que la rutina siembra sigilosamente en el imaginario. Frente a una mentalidad que a falta de lectura decae en la reiteración verbal, temática, argumental, y en la rumia cotidiana, “El Duende” se aparece mágicamente bajo el sombrero, al medio de esa comparsa  ataviada de letras, y con las artes del prestímano ilumina las dendritas invitando a enriquecer un yo y un nosotros más abierto, creativo y crítico, en la escena cotidiana.

Mas, no se trata de un duende solitario, pasajero, de un duende eventual. Hoy, al cabo, celebramos la existencia de 700 duendes aparecidos a lo largo de más de dos décadas, un duende que sin dejar de ser él mismo, es a su vez muchos –dicho al modo borgiano. Una t’ojpa obstinada y pertinaz que no baja las manos, y cuya persistencia lo consagra como uno de los suplementos culturales más consecuentes del país.

Es alentado por una incansable maquinita –los hacedores de El Duende–, La Patria, una memoria vital que sopla desde hace años y que lo hace posible. Sumados números y páginas, permiten configurar un rechoncho volumen, donde es posible leer en el tiempo, gratamente, parte de la cultura que se mueve en Oruro, el país y allende.            

«Se le aparece cada quincena…»

Juan Carlos Ramiro Quiroga

1. Al parecer, “el duende” no tiene edad ni tiempo, pero tiene una puntualidad que da miedo, porque al lector del periódico La Patria de la ciudad de Oruro “se le aparece en cada quincena”.

2. Podríamos afirmar con toda certeza que “el duende” es francamente un “aparecido”, algo cerca a lo fantasmal e incorpóreo. Y por ahí una gran literatura oral abundaría con datos de magia o de mera superchería, o de brujería o de aparecidos.

3. Las calles estrechas de Potosí están llenas de esos pelambres o pesadeces coloniales. Pero no la ciudad de Oruro que anda más ocupada en otros saltos y brincos demoníacos en las profundidades de las minas adonde mora el “Tío”, pene y cuernos al aire, que –válgame la holgura- es lo más opuesto a “un duende”, una pequeña sombra con grande sombrero.

4. ¿A ver, a quién se le hubiera ocurrido colocar “El Tío se le aparece cada quincena…”? A ningún aparecido por supuesto. Pero al orureño le hubiera hallado a ese suplemento más “parecido” a sus leyendas, costumbres y supersticiones que ocupan las calles en cada carnaval.

5. ¿A qué sabe “un duende”? Hasta donde yo sé se acomoda al “susto” de quien acostumbra a mirarlo y contemplarlo de sopetón entre temblores y aspavientos en las oscuras calles o en algunos lugares no tan habituales como de costumbre, porque este ser se “aparece” (brota) en el momento menos esperado.

6. Es cierto que hablo desde la ignorancia pues nunca he visto uno ni se me han aparecido algún duende –ser pequeño y maligno- en mi camino para quitarme algo o dejarme sin mi ánimo como acostumbran hacerlo en la infancia.

7. No obstante, el “suplemento orureño de cultura” juega a veces con esos rituales antiquísimos de la barbarie humana y también con los mitos más profundos que moran en nuestros corazones infantiles: “un duende” se te aparece y zas te viene un susto y pierdes el ánimo por la cultura. Y esto sucede cada quince días en Oruro. No sé cuándo comenzó ni sé cuándo terminará.