El otro gallo de Jorge Suárez, 40 años

Dentro de la colección La biblioteca del Zorro Antonio, coordinada por Ana Rebeca Prada, la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés, bajo la dirección de Omar Rocha Velasco; y el Instituto de Investigaciones Literarias, coordinado por Alba María Paz Soldán, ha publicado El otro gallo de Jorge Suárez, 40 años. El volumen que tiene a Freddy R. Vargas M. como editor invitado, reúne 17 textos acerca de la vida y obra del destacado autor nacido en La Paz en 1931. Entre esos textos –debidos a la firma de Germán Araúz Crespo, Luis, H. Antezana, Débora Zamora, Gabriel Chávez Casazola, Martín Zelaya y Dora Cajías de Villagómez entre otros–, figura también una entrevista hecha a Suárez por Alfredo Medrano en la segunda mitad de la década de los 70 y una adaptación a historieta de El otro gallo, realizada por Carmen Valdivia y Hernando Rioja.

Se trata de un volumen de más de 230 páginas que además incluye interesantes fotografías de distintos momentos de la vida de Suárez, así como dos enlaces a canciones de su autoría, un verdadero rescate de esa su faceta compositiva tan poco conocida. En la entrevista hecha por Medrano, cuando Suárez es interrogado acerca de si cree que “Bolivia ha dado un ‘gran poeta’ en el sentido esquemático que se le da a este término, un poeta del nivel de Darío en Nicaragua, Neruda en Chile o Vallejo en Perú”, Suarez responde: “…sí. Franz Tamayo es un gran poeta en el sentido más pleno del concepto, pero creo que es necesario redescubrir a Tamayo y para ello hace falta, en primer término, desmitificarlo, olvidar que Tamayo es un poeta griego que describió el altiplano e ir hacia él sin prejuicio. Es para mí un poeta lírico, de aliento épico. Su poesía es desigual. A veces la profusión retórica aplasta el mensaje lírico, a veces la preocupación filosófica enfría el sentimiento, pero con frecuencia es plena y total. Hay que releer a Tamayo, seleccionar su obra, hacer un esfuerzo técnico para representar sus dramas líricos, de manera que al ser transmitidos mediante recursos escénicos se haga visible su contenido. Tamayo es, sin duda, nuestro más alto poeta”.

Aquí, como una invitación a leer este libro de homenaje a uno de los más destacados narradores y poetas de nuestro país, reproducimos el texto que escribiera Rubén Vargas a propósito del fallecimiento del autor de El otro gallo, incluido en la sección “Semblanzas y apuntes” de El otro gallo de Jorge Suárez, 40 años.

Jorge Suárez (1931-1998)

El periodista Jorge Suárez murió el pasado 27 de julio en la ciudad de Sucre, donde residió los últimos años. Lo mató su propio corazón.

Suárez, nacido en La Paz en 1931, repartió su vida, con pareja pasión, entre la literatura y el periodismo. Estaba consciente, sin embargo, que cada una de estas actividades discurría en una temporalidad distinta. Al tiempo perentorio y cotidiano de la escritura periodística se oponía el tiempo sin tiempo de la creación literaria.

Su obra literaria no se distingue por su extensión sino por su intensidad. Debutó como poeta con Hoy fricasé (1953), un libro de sonetos de ácido humor político escrito con Félix Rospigliosi. El humor no lo abandonaría jamás, pero su verso pronto adquirió el tono que lo hace inconfundible. En 1959 vio la luz su Elegía para un recién nacido. Años más tarde, en los que seguramente trabajó silenciosa y pacientemente, publicó en simultáneo Oda al padre Yunga y Sonetos con infinito (1976). Su obra poética se completa, ya en los años 90, con la edición de Sinfonía del tiempo inmóvil y Serenata.

La poesía de Jorge Suárez tiene por lo menos dos vertientes. Por un lado, su oído estuvo siempre    atento a los aires populares, no solo en relación a los temas de muchos de sus poemas, sino también a una musicalidad que solo puede provenir del lenguaje de los hombres de esta tierra y este paisaje. Por otra parte, su forma de encarar los versos se nutrió fundamentalmente de las enseñanzas de los grandes poetas cultores de la forma, desde los vates del Siglo de Oro español hasta el modernismo de Rubén Darío. El conocimiento que tenía Suárez de esa poesía era enciclopédico y su prodigiosa memoria podía evocar decenas de poemas sin la menor vacilación.

El soneto fue la forma que cultivó con mayor pasión. Le fascinaba el rigor, la exigencia y la matemática verbal que supone su construcción. Suárez tenía una conciencia moderna de la literatura y un don verbal asombroso, por ello resultaba curioso su apego a las formas tradicionales. Una noche, hacia 1985, en Santa Cruz de la Sierra, donde vivió y trabajó largos años, cuando le pregunté sobre esta aparente contradicción, hizo un elogio de la perfección, del trabajo de relojería que supone la construcción de un alejandrino y terminó diciendo: “Sin el ajedrez y el soneto, quizás me volvería loco”.

Pero, a mi juicio, es en la narrativa donde Suárez alcanzó el dominio absoluto de sus facultades literarias. A su intuición para las tramas –en las que casi siempre hay un gesto de humor o ironía– se suma el dominio del ritmo, sin duda ejercitado en su poesía, para lograr una prosa efectiva en la que el desarrollo de la historia es conducido por una suerte de partitura secreta.

El otro gallo, cuento largo o novela breve que recogió en el volumen Rapsodia del cuarto mundo (1985), es ya un texto emblemático no solo de su obra en prosa sino también de la narrativa boliviana contemporánea. En él se combinan sabiamente su conocimiento profundo del país, una gran imaginación que siempre huyó de lo exótico y una relación amorosa al tiempo que irónica con la propia literatura. A través de la figura de Luis Padilla Sibauti, el Bandido de la Sierra, Suárez recrea entrañablemente el Santa Cruz tradicional, perfila memorables personajes y rinde un íntimo homenaje al arte de narrar.

Suárez encarnaba en sí mismo el encanto del arte de narrar: era un gran conversador. Más allá de una novela, podía discurrir hasta antes del alba conducido por su don para la plática. Más de un amigo –me incluyo entre ellos– ha lamentado que las magníficas historias que desgranaba en la conversación no hayan pasado al papel. Suárez, sospecho, hacía de esa suerte de promesa postergada el corazón de otro arte: la amistad.

Hay una faceta más de su actividad literaria que no se puede olvidar. En el tiempo que vivió en Santa Cruz de la Sierra, en los años ochenta, puso su gran conocimiento de la literatura y especialmente de las técnicas narrativas a disposición de un grupo de escritores en un taller. Esta experiencia es una de las más notables que se han dado en el país. Sus resultados se publicaron en el volumen colectivo Taller del cuento nuevo que, en su momento, significó la revelación de un grupo de escritores con un horizonte literario de gran originalidad. (R.V.)   

La Cacharpaya

Edwin Guzmán Ortiz

Febrero, mes tutelar del Oruro histórico e inmemorial. Mes de la memoria cívica y festiva. En él confluyen la historia y el mito. La memoria de las luchas libertarias, la cultura y las tradiciones más profundas del pueblo. Mes que anuda lo excepcional en sus dos vertientes, el 10 de febrero y el carnaval. La marcha y la danza.

El carnaval de Oruro 2023 prácticamente ha llegado a su fin. El templo de la Mama Cantila, poco a poco retorna al silencio, las miles de flores multicolores marchitas vuelven a la tierra, las velas hechas humo yacen en la comba del santuario. Huele a cuaresma.  Las graderías vacías permanecen apenas con la memoria cautiva del compás cimbreante de la entrada. Cual cajas de resonancia, se alejan los cuerpos de la fiesta. La dispersión lanza a los concurrentes a los siete puntos cardinales del horizonte. Las bandas, en compás de espera, reorientan su música hacia la zona sud. Lenta, la faena de clausura de las puertas del carnaval. Cunde el olor a fin de fiesta. El trabajo, las obligaciones y lo cotidiano se insinúan tímidamente por las calles.

Los danzarines otra vez vuelven a tener un nombre, un oficio, una familia. El carnaval, una vivencia que no desaparece por completo, se prolonga en la memoria de la fiesta, en la intensidad de los testimonios, en el calor de las despedidas, dentro el ciclo incesante del tiempo. 

Con el Carnaval, el orureño se abre al exterior y a lo exterior. Comparte con las festividades provinciales el reencuentro con los paisanos, los que retornan sabiendo que la fiesta es el espacio del reconocimiento y de la confirmación de un origen común. Pero es además una apertura al otro, al extraño, al turista, y aquí se destaca esa cualidad propia del orureño: su calidad humana, su bonhomía, su hospitalidad. Pero, sobre todo, se abre en su expresión: de un ethos cotidiano discreto, sobrio y casi gris, en el carnaval restalla en una pirotecnia de colores; una alquimia cromática se cocina en su espíritu durante todo el año, se reinventan las sintaxis del color, el danzarín se viste de matices y contrastes, y así como la violencia de unos colma el espacio, la sobriedad de otros se disuelve en el viento. Hoy con la parafernalia de los medios, Oruro se abre al mundo desde el fasto y la identidad de su fiesta. El mundo nos ve en nuestro más alto capital, la cultura del pueblo.

Para muchos, la experiencia festiva fue tan intensa que les hubiera gustado perpetuarse en medio de la música y el frenesí de la la danza, pero la fiesta se parece a la experiencia erótica y sin dejar de ser una experiencia erótica–, su secreto está en la plenitud del instante, en el clímax.

Han callado los micrófonos, se han apagado las cámaras. Los visitantes se llevan imágenes, melodías, encuentros, desvaríos, el frenesí de la fiesta. Queda la memoria intransferible del júbilo, queda el eco de los cánticos colectivos, el recuerdo de interminables noches bordando silenciosamente el disfraz; escribiendo en el terciopelo, las sedas, la piel de lobo y las bayetas, imágenes ancestrales, colores paridos por el azar y el inconsciente colectivo de la cultura. Queda el testimonio de semanas de elaboración minuciosa y providencial de artesanos en caretas y disfraces, el sudor en las telas y las máscaras.

Queda, para unos esa conciencia corporal de haberse rajado danzando en medio del conjunto –cada danzante es el centro del conjunto–, para otros el show espectacular de la entrada Y, cerrando los ojos, no cesan de circular los rostros entrañables de los fraternos, el sabor de la ñufla encendiendo los cuerpos, el entusiasmo exponencial de haber compartido fe, hedonismo, baile y la experiencia límite de la “petit mort” en el cenit de la fiesta. Las melodías encumbradas por los metales resuenan en el ambiente; sembradas en los oídos, metidas en los poros prosiguen la danza imaginaria que aun late en la conciencia. 

Los mitos encarnados en los símbolos de los disfraces, rugen, amenazan con su serpenteante presencia, con su horrida belleza. Las caretas de diablos, las máscaras en general y el propio maquillaje de las figuras disuelven la identidad personal, no son menos máscaras los rostros de las figuras. Y en todas ellas, algo se recupera de un pasado sin tiempo, algo suple la propia facies para revelar los viejos mitos, las leyendas.

Los estandartes de los conjuntos son puestos a buen recaudo. El carnaval pervive aun en la palabra de los espectadores y sobre todo de los protagonistas que no cesan de comentar las vicisitudes y anécdotas de lo vivido. A su vez, en un tono más oficial, la engolada voz de los evaluadores del fasto, en las estadísticas y pronósticos, en los informes para los in/conformes.

Ese Oruro, ese país que desde Oruro ha cantado y comido, que ha gritado, y bebido, que ha danzado y  ha prorrumpido destellante en un recorrido fastuoso y oneroso,  que se ha agitado a lo largo y ancho del sábado y domingo, y que ha terminado balbuceando las palabras de la fe desde el rostro sudoroso y   prosternado a los pies de la Virgen, o inexplicablemente, ese colectivo  que ha terminado poseído por el hálito pasional de los fastos de carnaval, aun late.

Sagrado y profano, el mismo cuerpo habita la tensión dialéctica de la experiencia límite. Orar y beber, arrodillarse y extenuar el cuerpo en la tensión voraz de la danza. Comulgar con lo santo o entregarse a las lindes del abrazo erótico. El cuerpo es ese otro que se descubre y se ejerce, y que, rebasándose, evidencia una forma extraña de salud. 

La otredad, marca de la fiesta religiosa. Lo devocional desemboca en el carnaval. El sábado y el domingo, el mismo rostro con dos gestos distintos, acaso opuestos, acaso complementarios. Antes, la frontera de estas dos dimensiones se hallaba mediada por el Alba, la celebración del caos primordial. Espacio donde todas las músicas eran posibles, y todas las danzas se fundían en una sola danza camino a la salida del sol, al inicio del carnaval. Lugar donde los no danzarines bailaban, donde los danzarines desbordaban el continente del grupo folklórico, donde los viejos amigos y los nuevos rostros se fundían en el coro potente de un magno encuentro; mistelas, semidisfrazados, seres solitarios o solidarios, abrazados en pos del reencuentro, confidencias,  actos de comunión profana, el amasijo entre el orden y el desorden, el reino de la licencia, bajo la mirada comprensiva de la Virgen, bajo el resplandor de la estrella de la mañana que, entrañable, ruega por nosotros. El Alba, es una experiencia que no cesa y que, por su desaparición, pesa. Hoy, las apetencias del espectáculo han terminado borrando este escenario de encuentro. Hoy los músicos han migrado al Festival de Bandas donde, a la par, se lucen las autoridades en base a un programa oficial.

Al culminar el Carnaval, también se aleja ese espacio que evidenciaba a los protagonistas originarios de la fiesta, los antiguos gremios de veleros, matarifes y cocanis; lustrabotas y ferroviarios, sobre todo el cimiento cultural de la Anata.  Ese olor a mineral que flota en los ambientes del templo, donde la Virgen asume un doble rostro: la Virgen de la Candelaria y la mamita del Socavón, el rostro español y la facies morena contagiada por los mineros.

El carnaval es la expresión de nuestro mayor lujo. Es objeto además de un magno reconocimiento patrimonial por la UNESCO. Los trajes y disfraces exceden con mucho la moda industrial de occidente. Su energía es indiscutible. Sus valores tradicionales subyacen a su ser cultural. Mas, la belleza, la suntuosidad, la enorme y poderosa majestad de lo bello, nos revela como también nos esconde, puede terminar siendo una sobremáscara, o un recurso vacuo destinado al mero consumismo. La seducción vende. La hegemonía del look, del producto empaquetado, del starsistem y sobre todo el k’alincho discurso de las redes no contribuye a la densidad, ni responde a la gravitante matriz cultural de nuestra fiesta.

Pienso que todos queremos un carnaval más auténtico, que la estética transnacional no se coma a la estética popular, que lo nuestro no se rinda a la transestetización de lo global. No olvidemos que el excesivo resplandor no solo ilumina sino también enceguece, e impide una mirada más horizontal y democrática de los otros.

La doble matriz de nuestra fiesta: lo andino y lo devocional cristiano, permanece. Y por supuesto, el carnaval también nos deja además de una impresión, una lectura que va modificándose en el tiempo. “La Insurrección Festiva” de Javier Romero es, por ejemplo, otra manera de entender la historia y los substratos que sustentan la identidad del “carnaval de Oruro”. 

La vida y los sentidos de la vida también pasan por la fiesta. En ella nos encontramos con nuestros credos más profundos, con nuestros deseos, con los otros que de alguna manera son también nosotros. Gracias a ella, participamos y comulgamos, nos alegramos y creamos, salimos de nosotros mismos y al hacerlo nos reencontramos y, cada año, retornamos a través de ese el ciclo incesante, de ese anhelo de libertad que permanece. 

Ecos del Pocomani

Una invitación (digital) a vivir la Anata junto a la música de Santiago de Huayllamarca

Juan Pablo Piñeiro

Alvis continental, un continente musical. Me maravilla esa frase. Se la puede leer en algunos videos que circulan en la red.

Y es que a veces quisiera que el que me está leyendo pudiese ver los videos que estoy mirando, sobre todo ahora en carnaval, que en vez de festejar estoy escribiendo esto. Así sería mucho más fácil describir algunas imágenes que se encuentran escondidas en videos subidos al YouTube y dialogar con ellas.

Para lograr esto tendría que escribir una especie de columna con pauteo virtual, algo que parece muy complicado y además le quita tiempo al lector. Sin embargo, conozco a tanta gente que le gusta lo complicado, sobre todo si le quita tiempo, que pienso que no sería mala idea hacer un experimento. Además solo puedo quedar mal al tratar de describir la música de los fabulosos Ecos del Pocomani, cuando el lector la puede escuchar.

Es verdad que internet en nuestro país es restrictivo pero también es verdad que siempre aparece una oportunidad para entrar a la red. Yo mismo tengo que esperar un montón para cargar los videos, así que no tengo por qué no intentar escribir este texto con pauteo virtual.

Ecos del Pocomani es la tarqueada que proviene de Santiago de Huayllamarca, capital de Nor Carangas en Oruro, más propiamente del ayllu Pampa Parco. Huaylla significa pradera, pero su significado está cargado del color verde. En algunos videos se reconoce al lugar como “Jardín Botánico del Altiplano”. Naturalmente en un lugar donde el verde cobra semejante preponderancia la fiesta de la Anata se la vive a plenitud.

Muchos nunca entenderemos la Anata porque no hemos nacido con la tierra en nuestras manos. En Pampa Parco así han nacido, por eso la papa escarbada por el yapuchiri es prueba suficiente de que el mundo está naciendo de nuevo. Esto es la Anata, es el tiempo previo a la cosecha y coincide agrícola y litúrgicamente con el carnaval.

Con banderas blancas e hipnóticos bailes se visita a toda la comunidad al ritmo de la tarqueada recibida por el maestro mayor por parte del Sereno, en alguna laguna de la montaña. Se bendicen los alimentos y los animales, se agradece a la tierra y se incentiva a los jóvenes a que bailen en pareja.

En esa bandera blanca está la pureza de la tierra. Pero veamos y escuchemos un poco a los famosos Ecos del Pocomani, que naturalmente llevan ese nombre en honor a los silenciosos ecos que se producen en la montaña que cuida el lugar, el Pocomani.

Si buscan en YouTube el siguiente video “tarqueada huayllamarca (nor carangas) Oruro Bolivia (parte 5)” descubrirán más allá de las imágenes que se filman en la ciudad, retazos de la alegría y de la misteriosa sintonía que tienen los pobladores del lugar con las fuerzas renovadoras de la naturaleza.

Están conectados. ¿De qué otra manera podemos describir sino el rostro de la mamita que aparece bailando en el minuto 2:49, y que posteriormente sale del medio de la banda en el 3:12? Eso es estar conectado.

O cómo podríamos nombrar entonces la mirada lejana y misteriosa de los soldados que aparecen en el 4:15, o la simpatía del personaje de celeste, que muy alegre, aparece saludando encima de todos, en el 0:45. A este señor nos referiremos más adelante.

Viendo este video seguramente me darán la razón cuando digo que la banda Ecos del Pocomani tiene mucha fuerza, y acompaña con maestría la ceremonia antigua que se lleva a cabo con la alegría uniformada en los trajes de las mujeres y de los músicos.

Pero, por qué no conocemos un poco mejor a estos fabulosos intérpretes. Si buscan en el YouTube la dirección que les sugerí anteriormente, solamente que poniendo parte 6 en lugar de parte 5, encontrarán un video donde se describe mejor el talante de estos músicos.

Cabe recordar aquí que otra manera de acceder a estos videos es buscar la cuenta de Cholanko, que al parecer es un arquitecto que a la vez se dedica a filmar los rituales de su comunidad y en especial las actividades de los poderosos Ecos del Pocomani.

Una vez me dijeron que la mejor manera de conocer a un músico es verlo cruzar un puente, por eso nada mejor que ver a los integrantes de la banda cruzando de a uno por un pequeño puente colgante. Para esto observe todo lo que sucede a partir del 0:27, en especial preste atención al alegre personaje que pasa en el 0:55. Es notorio por la forma en que sonríe y que camina, el orgullo que siente por ser parte de los Ecos de Pocomani.

La Anata es poderosa porque por breves instantes parece que el mundo estuviera ahí para poseerlo todo. La energía telúrica muchas veces desborda y en ciertos momentos manda a sentar a cualquiera como manda a sentar al hombre que aparece agarrando una ofrenda en el 1:58.

Ahora aquí se toma con cerveza, se toma con alcohol, hay lugares, sin embargo, en los que todavía se conectan con chicha, chicha de la tierra. En el fondo quizás lo único que se repite es que como antes todos toman lo mismo, nadie se corre. Si no mire la celeridad con que la mamita toma lo que le ofrecen en el 3:43.

Nunca falta el alegre que aprovecha para repetirse, en este caso nuestro compañero de celeste que apareció en el primer video y que en este segundo ejecuta su cordial saludo en el 5:17.

Esa es la magia de la Anata, dicen que significa juego, pero está claro que hay algo más, algo que no debería pasar tan desapercibido, esa Anata está conectada a la tierra, a la lluvia y a la comunidad. Es un juego místico.

Antes de terminar este viaje por la red es mi deber mostrarles uno de los temas emblemáticos de los Ecos del Pocomani. Está dedicado a todos los residentes bolivianos en Chile, Argentina, Brasil, Perú y España. Está inspirado en el vehículo que reemplaza a la ancestral chicha.

Para buscarlo deben ingresar en el YouTube: “Ecos del Pocomani cerveza”. “Cerveza, cerveza, otra vez cerveza” son las primeras líneas de esta alegre composición dedicada también a los propios integrantes de la banda. Por eso son muy lindos los gestos de los músicos que toman un traguito en el 0:41, en el 0:50 y en el 1:53.

Les dejo con el video, pidiéndoles que cuando lleguen al 3:28, cuando lleguen a esos arenales, sientan esa sed, ese chaqui, el chaqui de un continente musical que ha festejado un carnaval más.

Gaspar de la Noche en la zona polar entre Suecia y Finlandia

Casa de la cultura de Korpilombolo (Foto: Javier Claure).

Javier Claure C.

El Festival Cultural Nocturno de Korpilombolo se llevó a cabo, el mes de diciembre del año pasado, bajo el auspicio de la Asociación Cultural Korpilombolo y diferentes organizaciones culturales. Un intenso programa entre conferencias, talleres de escritura, películas, poesía, fotografías, conciertos, bailes, libros, teatro, música y exposiciones de cuadros fueron expuestos al público. Las conferencias se realizaron en sueco y en “meänkieli”, un idioma muy parecido al finlandés. Todo comenzó hace 18 años cuando Julián Vásquez Lopera, escritor colombiano y ex docente de la Universidad de Estocolmo y de Lund, investigaba sobre la obra del poeta colombiano León de Greiff de ascendencia sueca. Entonces se le vino a la cabeza la idea de hacer una conexión simbólica entre Korpilombolo y Bolombolo. Es así que fundó, junto a las hermanas Nylund y otras personalidades destacadas en el ámbito de la cultura, el Festival Cultural Nocturno de Korpilombolo.

Korpilombolo es un pueblo situado en la frontera con Finlandia y pertenece a la comuna de Pajala. En este pueblo viven alrededor de 500 personas. Hay dos hoteles, el “Hotel Bolombolo del Cauca” y el “Polar Center”. Según el Instituto Sueco de Meteorología e Hidrología (SMHI), la temperatura, en este sector, puede llegar hasta -30 grados en invierno. En esta época todo el pueblo está cubierto con un manto blanco de nieve. Y en las noches entre la nieve, el frío, la quietud de sus hermosos paisajes y el silencio del pueblo, se llevaron a cabo las actividades del festival en diferentes locales. La mayoría de la gente camina, bien abrigada, de un local a otro. Muchas personas utilizan trineos para desplazarse. Y las noches del festival resultaron ser una fiesta cultural en todo el sentido de la palabra. En esta parte de Suecia, en los meses de invierno, ocurre un fenómeno climático que se llama “la noche polar”. Esto quiere decir que el sol no sale en el horizonte hasta finales de enero. Linnea Nylund, presidenta de la Asociación de Korpilombolo, cuenta por qué escogieron la noche para realizar el festival: «En verano también están presentes las noches. Pero no es tan expresiva como lo es ahora que podemos caminar con tranquilidad en medio de la oscuridad, el frío y mientras cae la nieve»

Cuando el sol cambia de rumbo y se va a otra parte del mundo, aparece la noche, la oscuridad, el silencio, la tranquilidad, el miedo, el jolgorio y la inseguridad. La luna y las estrellas son testigos de secretos, de andanzas y de nobles sentimientos, pero también de momentos difíciles, de tragedia y de guerras que se vienen dando en este mundo ciego, sordo y mudo.

Gran parte de nuestra vida la pasamos de noche y abandonamos el mundo y todas sus combinaciones de ajetreo. Es entonces cuando pasamos al reino del misterio y de la contemplación de los astros. Soñamos en la noche y podemos desplazarnos hacia lugares jamás imaginados. La noche inspira a la poesía, a la literatura, al cine y la luz de la luna abre un sendero para la reflexión.

¿Qué tiene que ver Korpilombolo con Bolombolo del Cauca? Pues es una historia apasionante la que une a Bolombolo, una aldea tropical situada a las orillas del Río Cauca (Colombia) y a Korpilombolo, otra aldea situada cerca del círculo polar ártico, en donde las noches son largas y los días muy cortos en invierno.


Carl Sigismund von Greiff y su esposa Lovisa Petronella Faxe, bisabuelos de León de Greiff, habían partido de Malmö (Suecia) a Medellín (Colombia) el año 1825 en busca de mejores condiciones de vida. Su propósito: explotar alguna mina de oro en la provincia de Antioquia. La joven pareja nunca más volvió a Suecia. León de Greiff nació en Medellín en 1895 y murió en Bogotá el año 1976. Es considerado como uno de los poetas más importantes del siglo XX en Colombia. Su obra está compuesta, entre otras cosas, por “yoes” autobiográficos bien camuflados. Es decir, distintos personajes que con el transcurso del tiempo tomaron diferentes rumbos. Podemos citar, por ejemplo, a Bogislao von Griffus, Matías Aldecoa, Leo de Gris y Gaspar de la Noche siendo quizá el más notable.

La historia cuenta que León de Greiff era “grafómano” y noctámbulo por excelencia. Probablemente en las nebulosidades de la noche se apoderó de un personaje, al cual lo llamó Gaspar de la Noche. Quizá escogió ese nombre para homenajear al escritor francés Aloysius Bertrand (1807-1841) y a su personaje “Gaspar de la Nuit”. Y, en consecuencia, el Gaspar “greiffiano” empieza a tomar cuerpo. En ese devenir de la vida, cuando León de Greiff tenía tan solo 21 años, comienza a trabajar como contador en el Banco Central de Bogotá. En la capital colombiana solía reunirse con los poetas de la época, y era apreciado por la bohemia bogotana, pero ignorado por el ciudadano común y corriente. En 1926 ocurre algo crucial en su vida, se cansa del ambiente bogotano y se va a vivir a Bolombolo, un pueblo tropical. Allí consigue trabajo como administrador de obras del Ferrocarril de Antioquia. Este hecho lo bautizó como una “fuga rimbaudiana”, haciendo alusión al poeta francés Arthur Rimbaud.

León de Greiff había creado tres personajes: Matías Aldecoa, Leo De Gris y Gaspar de la Noche. Pero, según los entendidos en la obra “greffiana”, cuando viajaba Bolombolo hizo algunos cambios. Matías Aldecoa y Leo de Gris fueron a parar a Bolombolo, mientras que Gaspar de la Noche huye a Korpilombolo y se refugia en el exilio poético. En la zona polar de Suecia y frontera con Finlandia, Gaspar de la Noche vive los inviernos en completa soledad en medio de la nieve, bosques, árboles, casas abandonadas, canaletas, lagos, renos y trineos. Así transcurre su caminata semana tras semana, mes tras mes y año tras año. Mientras que en verano se viste con trajes tropicales y camina con sombrero y su bastón.

León de Greiff llegó por primera vez a Suecia en 1958 para participar como delegado colombiano en el Congreso Internacional de la Paz. Y un año más tarde fue nombrado primer secretario de la Embajada de Colombia en Suecia. Entonces, crea un nuevo personaje llamado “Fabulador Paradislero”. Este sujeto viaja a Korpilombolo para buscar a Gaspar de la Noche. Recorre por todo el pueblo entre la nieve y chiflones helados, hasta que finalmente encuentra a Gaspar de la Noche momificado y congelado. Lo lleva, en un cubo cubierto con hielo, a la residencia de León de Greiff en Estocolmo y lo mete en el “cuarto del búho”, donde se encontraban libros, manuscritos, calendarios, apuntes y la máquina de escribir del ilustre poeta. Entre las cuatro paredes de ese cuarto, le hacen una autopsia revertida a Gaspar. Y despierta enfurecido echando fuego por la boca. Primero porque lo despertaron, y segundo porque lo trasladaron a otro sitio muy diferente al que estaba acostumbrado. De repente surgió la pregunta ¿A qué se dedicaba Gaspar de la Noche en Korpilombolo? Pues vivía a la intemperie enfrentando los cambios climáticos polares. Sin embargo, vivía feliz y a sus anchas fumando una cachimba con tabaco de aroma achocolatado. Gaspar se arma de coraje para enfrentar las críticas y opiniones de sus interlocutores. Y les contesta: «Desde luego que llevo una existencia alejada del mundo y filosofando conmigo mismo. Debo aclararles que en Korpilombolo jamás estuve convertido en cubo de hielo. Alguien del grupo tuvo la mala intención de propagar ese chisme».

Magoo, su música y su legado

Antonio, su guitarra y la naturaleza (Fotos: Toño González-Aramayo).

Ya lo estoy queriendo

                                                                                                              ya me estoy volviendo canción

                                                                                                              barro tal vez

Luis Alberto Spinetta

Edwin Guzmán Ortiz

Frente a un mundo estridente, colmado de ruidos físicos o emocionales, se alza la música, universo complejo y trascendente. Melodías, ritmos, instrumentos y sobre todo los músicos la hacen posible, y al hacerlo abren en este mundo una manera de habitarlo.

En medio de todo ello, se hallan los seres de la música, aquellos que tocados por un don especial, constituyen los amanuenses de ese flujo proverbial de sonidos que emergen de las épocas, las culturas y sobre todo de lo más hondo del espíritu humano.

Antonio Barrientos Sanz –Magoo–, fue sin duda uno de esos seres de la música. Melómano privilegiado, desde muy joven mantuvo una relación profunda con la música de su tiempo y su entorno. En la primera etapa, el rock constituyó una fuente que lo alimentó a través de sus más notables exponentes.

Probablemente, fue uno de los primeros audiófilos de este género en el Oruro de inicios de los 70. Pink Floyd, Cream, Chicago, Yes, ELP, King Crimson, brotaban del tocadiscos familiar y cada obra era un objeto precioso de estudio. La batería Brufford, el sonido grave y melódico del bajo Rickenbacker de Chris Squire, la guitarra Hendrix, la flauta Anderson, el teclado de Tony Banks y la voz Plant o Cocker, Joplin o de Peter Gabriel eran escudriñados hasta la extenuación. El finísimo oído de Magoo captaba las sutilezas de cada instrumento e integraba en una percepción total ese complejo tejido de la trama musical. De él aprendimos esa mística de la audición que linda con el éxtasis, en la línea de la famosa frase de Russell: “El hombre necesita ahora, para salvarse, una cosa: abrir su corazón al gozo”.

De todo este bagaje, aprendió las virtudes y posibilidades expresivas de más de un instrumento. Conocía e interpretaba la complejidad percusiva de los ritmos, sea el rock, el blues o el propio jazz. A su vez las posibilidades expresivas de uno de sus instrumentos preferidos, el bajo, como pocos, sabía del valor y misterios de este sigiloso instrumento. 

A su vez, se identificó y sumergió durante muchos años en la música de  los maestros del rock latinoamericano, como el Flaco Spinetta, del que poseía una colección completa de discos, y con quién tuvo incluso la oportunidad de conversar en más de un concierto. No dejó de escuchar la guitarra de Alfredo Domínguez.

A través de citas pactadas, nos reuníamos en aquel Oruro de los 70 para –lanzados sobre la felpa de una alfombra naranja de su casa– dejar que la música invadiera el espacio, abrazara las vértebras del aire, penetrara por los poros  del cuerpo, abriéndose en fastos luminosos por todos los rincones del ser, y consagrándose en una comunión íntima con ese centro del universo que también habita en cada uno.

De rato en rato, Magoo musitaba unas palabras pautadas por un delicado movimiento del índice, mientras sonreía sigilosamente y cerraba los ojos como para no dejar escapar ni un filamento de aquella delicada melodía. Luego, unas pocas palabras que subrayaban los acordes precisos, los riffs de la guitarra y la marca sincopada de la batería. Asombrado, yo pretendía oír lo que él escuchaba pero no era posible. Así como hay miradas privilegiadas, hay oídos privilegiados, y la música es un universo enorme que Magoo habitó familiarmente toda su vida.

Por aquella época, organizó y formó parte de algunas bandas de música, como Sharks Agrupation Band, Agualung y Nalupama, asumiendo un rol protagónico a través de la guitarra. Fue importante además su participación como la lead-guitar en los temas compuestos por Luis Bayá, con quién forjó un duo particular. Y cómo no recordar ese microprograma frecuente bautizado como “Temas y poemas” donde en íntimo contrapunto leíamos poemas de Vallejo y escuchábamos el cuarto movimiento de la novena de Beethoven, por ejemplo.

Uno de los periodos más ricos de su actividad artística fue producto de una suerte de conversión mística frente al horizonte tutelar de la cultura andina. Subyugado por las tradiciones y las culturas profundas de los Andes, Magoo se embebió de paisajes, de la música de aerófonos, la danza y las mitologías aymara y quechua. Incansables viajes por pueblos altiplánicos, visitas al Cusco, oteando la gravitación de las montañas y su perfil sagrado, la contemplación de atardeceres y albas tutelares, fueron alimentando su guitarra con melodías que culminaron principalmente en cuatro obras; dos discos grabados en Bolivia y dos en Europa, ellos son Guitarra andina, Cuerdas andinas, Cielo y Banda sonora para un film.  

Sus composiciones erigen desde la guitarra el latido hondo de paisajes y acontecimientos de nuestras culturas ancestrales. Magoo recrea el sigilo omnipotente de la atmósfera altiplánica, el horizonte contemplado desde las colinas de Chuseqeri, se adentra en sutiles tonadas, susurra desde las cuerdas el murmullo del viento, el tañido de campanas de la comunidad, marca el ritmo de las wanqaras en la fiesta; describe musicalmente el parpadeo del altiplano, el curso de las acequias, el lento pastar de los auquénidos, a través de delicados arpegios el destello del sol sobre las cosas breves de la pampa. Hay en la música en sentimiento de respeto y revalorización de nuestro legado originario al hablarnos de su existencia y su persistencia. Como muchos creadores, y antes de las soflamas políticas de turno, reivindicó el valor y vigencia de nuestra identidad andinas.

Como artista, exploró en su guitarra una diversidad de formas expresivas en concordancia con lo autóctono. Rasgueos al modo del charango, la síncopa del k’antu, una exploración intensa del pentatonismo andino, climas y contrastes melódicos cercanos al huayño, punteos delicados, escalas del aerófono, integración de los bajos y agudos, sumado un todo que termina asimilándose a una suerte de polifonía propia.  Podría afirmarse con seguridad que Antonio Barrientos fue uno de los músicos bolivianos contemporáneos que más incidió en la composición y reivindicación de la música andina, desde la guitarra. En una oportunidad declaró: “Mi música no se inscribe en el mundo comercial, al contrario es la música andina que busca crear espacios alternativos con la intensión de rescatar la riqueza artística de nuestra cultura”.   

Durante varios años, como solista, dio numerosos conciertos de música andina en el país; igualmente en Argentina, Perú y Chile, es más, en Europa, donde radicó por más de una década, especialmente en Suiza y Alemania. De este modo dio a conocer en el viejo continente los ritmos y las melodías emergentes de nuestra matriz cultural.

Durante los años de su estancia en Europa, tuvo una importante actividad de estudio de la música contemporánea occidental, especialmente, en los géneros del rock, el blues y el jazz, de los que fue un amplio conocedor. Asistió a los festivales famosos de Jazz de Montreaux, Berna, Friburg y Basel, a megacoconciertos de los grupos más altos de la escena roquera: King Crimson, Pink Floyd, ELP, Led Zeppelin, Premiatta Forneria Marconi, Uriah Heep, Eric Clapton, Michael Jackson, Tina Turner, Deep Purple, en fin); de bluseros mayores como B.B. King, Marla Glen, Gary Moore; de jazzeros como Dee Dee Bridgewater, Chic Corea, Miles Davis, Diana Krall, Barbara Dennerlein, Candy Dulfer y me canso… además de haber realizado la grabación de miles de horas de música de los más importantes programas de música moderna de Alemania y Suiza. Esta enorme experiencia vital le dotó de una cultura musical privilegiada y un material que compartió con los amigos.

En La Paz, no olvido cuando asistimos juntos al COE a ver los conciertos de Jethro Tull en visita a Bolivia, y de la troup jazzera, Spyro Jyra. Hace años al Teatro Municipal, a escuchar nada menos que a un trío de Elvin Jones y, tiempo después, la guitarra de Barney Kessel. Y por supuesto, no olvidaré la conversación que mantuvimos con el Flaco Spinetta antes de su concierto en un Festival de la Cultura en Sucre. Junto a esta imborrable experiencia quedan las palabras de Magoo, precisas y elocuentes, después de cada concierto.

Todo este vasto conocimiento, cuando retornó de Europa, fue plasmado en una actividad de educación y difusión musical, a través de las famosas “Asteradas”. Se trataba de sesiones de música en las que Magoo desplegaba programas de visionado de videos sobre actuaciones y conciertos de grupos y artistas mundialmente famosos. Una actividad periódica llevada a cabo durante más de 30 años y que congregó a melómanos de todo pelaje, principiantes ávidos por la buena música, tertuliantes y concurrentes que salían extasiados por la calidad de los programas y, por supuesto, por la explicación y orientación musical de Magoo, quién además de un breve acercamiento histórico e identitarios del tema, subrayaba los rasgos distintivos más resaltantes. Especialmente en Oruro y La Paz, pero además Cochabamba y Sucre fueron lugares donde queda la huella de memorables horas dedicadas al oído y al espíritu a través de las melodías más selectas, las obras y los artistas más destacados. Sin duda, se trató de una verdadera escuela de audición musical. Hoy, los concófrades de las Asteradas, sufriremos el vacío de estas veladas y la ausencia de su extraordinario mentor: Magoo.

Los últimos años realizó un delicado trabajo de recreación de blues y jazz, el mismo que dio a conocer en diferentes conciertos desde su Fender Stratocaster, así como promovió festivales de cuerdas con guitarristas destacados de La Paz, Oruro y Sucre, generando actividades de integración musical. 

Magoo fue un artista intenso, un amigo ejemplar y un músico de este tiempo. Con una mirada local sobre el arte, a través de lo autóctono y lo folklórico, a través de sus composiciones, lo más importante sin duda de su actividad como artista; pero sin renunciar a una mirada universal, a partir de su interés y estudio de la música contemporánea, en la que no se hallaba ausente lo clásico, la canción latinoamericana, el cine y por supuesto la Morenada Central Comunidad Cocani conjunto donde bailó junto al pintor Ricardo Romero varios años, y donde trabó una amistad entrañable con sus fundadores.

Antonio Barrientos Sanz “Magoo”, guitarrista orureño, se nos fue este 23 de enero, fecha de nacimiento del Flaco Spinetta. Se fue, a través de melografiados silencios, y no cesa la congoja. Nos queda su guitarra, María René, su compañera, y la música que tanto amó.  

Semblanza de Antonio Barrientos Sanz, un talentoso artista

Barrientos en el altiplano orureño (Foto: Toño Gonzalez-Aramayo).

Cecilia Nava de Ayllón

Esa luz que iluminó el sendero de su vida, se refleja hoy en el corazón de los que tuvieron el privilegio de conocerlo, sembró de notas musicales su camino y hoy florece su talento en susurros de nostalgia cuando el eco de su filarmonía solfea frases de amor al viento, las cuerdas de su guitarra se mecen con la brisa y ahí esta él, sereno, pródigo, sensible, noble, humano, humilde en su grandeza.

Una sonrisa amplia, una mirada limpia, un espíritu de paz  y sensibilidad extrema, así se  recuerda a Magoo como se lo llamaba. Marchó hacia la eternidad entre el compás de las horas que no cesan, en el vaivén de las agujas del reloj que avanzan inexorables cumpliendo su misión, la que fue realizada por él con honestidad y transparencia, con fidelidad y lealtad, con dedicación y esmero junto a su compañera de vida.

Hoy escribo en homenaje a su talentosa vida, con la nostalgia de épocas pasadas que dejaron huellas imperdibles y que reandaremos en su recuerdo, solazando el espíritu con la herencia musical que nos dejó; vibraciones de amor energizan los campos que piso, se siente, se vislumbra, y la tristeza se pelea con su esencia porque un ser de luz como él solo pudo inspirar alegría.

Son pocas las palabras que pueden definirlo pero a la vez muchísimas en esa fuente inagotable de transparentes aguas con que regó surcos de tierra árida y que en perseverancia, actitud y fortaleza logró vencer. La sinfonía de las notas que encumbraron su vida perdurarán en tiempo y espacio. ¡Descansa en la paz del Señor, Antonio Barrientos Sanz!

  • Palabras leídas por su autora en el funeral de Antonio Barrientos en La Paz, el día 24 /01/23

Cinco notas sobre un amigo

Magoo Barientos en el lente de Toño Gonzalez-Aramayo.

Benjamín Chávez

Primera. Pensar en Antonio Barrientos es pensar en la música. Primero en su música y luego ampliar el horizonte hasta donde alcance la mirada (o el oído). Los recuerdos se manifiestan fosforescentes en una atmósfera intensa, como el ruido de fondo del universo musical. Oruro y La Paz fueron los escenarios de nuestra amistad, aunque en una ocasión viajamos a Sucre. Ahora siento que nos vimos relativamente poco a lo largo de muchos años, pero supongo que ese es un sentimiento frecuente frente a quien ha partido: la previsible nostalgia de la reminiscencia.

Segunda. Con el Magoo, cada encuentro casual o planificado se convertía inmediatamente en una ocasión entrañable. El primer recuerdo se me presenta como una nítida imagen y nos halla en la plaza 10 de Febrero donde yo estaba sentado tomando un poco de sol a mediodía y Antonio apareció por la diagonal que va de la fuente al reloj frente a la alcaldía y, al ver que yo tenía puestos los audífonos del walkman me dijo: “Ahora sí te pesqué in fraganti, dame esos audífonos, quiero saber qué escuchas cuando estás solo.” Se los pasé y mientras ambos nos reíamos tarareó lo que oía El amor después del amor de Fito Páez, en casete, claro.

Tercera. En 1999 escribí un breve texto para este suplemento (El Duende, 31/01/99), en el que, por un error aritmético u otro despiste, puse que el disco Artaud de Pescado Rabioso se editó en 1968. A los pocos días me vi con Antonio y él tuvo a bien, no solo rectificar la fecha (1973), sino regalarme un hermoso relato de cuando él, justo por aquellos años, vivía en Buenos Aires y seguía al grupo liderado por el flaco Spinetta a cuanto concierto daban en la capital argentina. Tiempo después, él mismo tuvo la ocasión de comentárselo en Sucre, cuando Luis Alberto Spinetta llegó y, tras el concierto (que fue en el teatro al aire libre y no en el estadio Patria como muchos aseveran), en el camerino, le confesó la dimensión de su militancia en las filas de Spinetalandia, siguiéndolo a todos sus conciertos y esperando a los músicos al final de los shows para conversar un poco.

Cuarta. Un sábado a mediodía estaba yo en el bar Huari con otros amigos y llegó Antonio cargando una inmensa maleta de cuero. Acababa de llegar de La Paz. El mozo se aproximó solícito a ayudarlo y se llevó la maleta tras bambalinas y Antonio se sentó a nuestra mesa. Pidió un asado a la plancha con arroz y una papita blanca y no salteñas y cerveza o singani como todos los demás. Definitivamente atrás había quedado toda una época de su vida cuando supo, como pocos, crearse una verdadera leyenda. Parafraseando a Bernard Shaw cuando habló de Bach: ¡Magoo no pertenece al pasado, sino al futuro!

Quinta. La última vez que conversamos fue una tarde algo nublada en La Paz, en la esquina de la iglesia de San Pedro. Él volvía de la terminal, creo, me dijo que caminaba mucho, que le gustaba y que ahora se encaminaba a su casa, cerca de la plaza Adela Zamudio en Sopocachi, esa misma donde me había invitado algunas veces a ser parte de las míticas Astereadas donde un puñado de privilegiados disfrutábamos de su hospitalidad, sapiencia, carisma y colección impresionante de videos pacientemente reunidos a lo largo de toda una vida en América y Europa. Tras separarnos y seguir nuestros respectivos caminos, me quedé pensando que la primera vez que lo escuché tocar fue en la Galería Imagen en un concierto estupendo con Luchito Bayá cuando a todos los presentes nos dieron sobrados motivos para amanecernos y salir cantando “A las seis de la mañana” a las calles de la ciudad, a la “Altipampa lejana”, a los “Arenales al Pie de Gallo”. El resto fue y sigue siendo una música de fondo que está eternamente presente en el altiplano cuando uno mira la “Soledad de la pampa”, el atardecer, pongamos por caso, y la guitarra del Aster suena bella, rara y pura.