Héctor Borda Leaño, poeta

Fotografía: Vassil Anastasov.

Edwin Guzmán Ortiz

Muchas cosas podría decirse del poeta Héctor Borda Leaño, por ejemplo que nació en Oruro en 1927, que perteneciendo a una familia acomodada, y en franca renuncia a ese privilegio, desde su más temprana juventud abrazó el mundo del proletariado minero, trabajando en calidad de obrero en los distritos mineros de Chorolque y Siglo XX.

Incluso, como sereno de un polvorín extraviado en algún rincón de la pampa orureña. Podría decirse además que formó parte de la troupe fundadora del Partido Socialista–1, junto a Marcelo Quiroga Santa Cruz, Walter Vásquez Michel y otros.

Que, junto a ellos, desplegó una intensa actividad política. Previamente, como diputado en una primera etapa y posteriormente como Senador de la República por el PS-1 (1982- 1985). Que, como parlamentario se destacó por su brillante oratoria; su palabra encendida, abrasaba al expectante hemiciclo y la erizada historia de la época.

Podría referirse que, dadas las circunstancias, no dudó en empuñar las armas en diferentes coyunturas. En una, incluso, se cuenta que en medio de una turba que pugnaba por liberar a presos políticos del panóptico, él aparece encabezándola, furibundo, en la puerta de la misma, con una metralleta en las manos y con bandoleras de balas cruzándole el pecho, hecho que terminó siendo retratado en primer plano por un paparazzi, y ocupó la portada de la revista argentina Siete Días que, con la foto del poeta, denunciaba aprestos revolucionarios de esa Bolivia en el país vecino.

A fe de verdad, podría señalarse además que estudió antropología en la Universidad de La Plata y mantuvo un interés vivo por la investigación de la cultura quechua. Que allá por los 50 dirigió una radioemisora en Oruro donde difundió temas culturales a los cuatro vientos, y junto a Alberto Guerra organizó recitales de poesía en las minas de estaño.

Podríamos decir que a causa del golpe del 71, estuvo exiliado primero en la Argentina, donde sobrevivió vendiendo “biromes” (bolígrafos) en Corrientes y en Santa Fe, fungiendo de periodista, vinculándose a destacados escritores argentinos como el pensador Rodolfo Kusch, quien reconoció en un notable ensayo el carácter revolucionario de la palabra de Borda. Allí participó en grupos clandestinos de exiliados junto al expresidente derrocado, Juan José Torres, realizando campañas internacionales de denuncia contra el banzerato que reprimía, eliminaba y perseguía desde el Palacio Quemado.

Más adelante, durante la cruenta dictadura de Luis García Meza (1980 y 1981), ya deportado nuevamente después del golpe, Borda Leaño denunció la ignominia del “narco-gobierno” ante los parlamentos de España, Bélgica, Suecia y Holanda. Su exilio, con periódicas visitas al país, durante muchos años se prolongó en Europa, fijando su residencia en Suecia, donde falleció hace pocas semanas, nonagenario. Pero decir que Héctor Borda solamente fue un activista revolucionario, no es decirlo todo.

Héctor más que nada y sustantivamente fue un poeta. Probablemente uno de los militantes más consecuentes y destacados de la poesía social en Bolivia. Y claro, por su inmoderado izquierdismo y su poesía combativa sufrió persecución, cárcel y exilio. Con pleno convencimiento decía: “La misión de la poesía es la de servir de portavoz lírico de la revolución. Debe ser el clarín que lance la primera nota antes del primer tiro. Debe estar antes de la revolución y no después de ella…”.

Conocí a Héctor Borda Leaño a principios de la década de los 80, a través del poeta Alberto Guerra Gutiérrez, y tuve la satisfacción de gozar de su amistad durante muchos años. Junto a otros vates, fuimos parte del Movimiento 15 Poetas de Bolivia, con la presencia de Antonio Terán Cabero, Roberto Echazú, Jorge Calvimontes y muchos otros. Allí, entre publicaciones, lecturas abiertas de poesía, diálogo con el pueblo, redactamos manifiestos poéticos que interpelaban la noche oscura de las dictaduras y las democracias serviles digitadas desde aquel norte ominoso. En cuanto a su actividad cultural, podríamos decir que antes, por supuesto, había participado en otros grupos de escritores y artistas, como la segunda generación de Gesta Bárbara. Posteriormente en Sucre en el Grupo Anteo, junto a Gil Imaná, Humberto Díez de Medina, Eliodoro Aillón y Lorgio Vaca.

Es más, fue cofundador del “Grupo Prisma” en La Paz, en la década de 1960 donde compartió entre otros con los poetas Pedro Shimose  y Julio de la Vega . Héctor publicó los poemarios: La ch´alla (1965), El sapo y la serpiente (1966); En esta oscura tierra (1972); Con rabiosa alegría 1975, Poemas desbandados y Las claves del Comandante 1997 (una apología del Che Guevara) y Poemas para una mujer de noviembre 2013. Fue ganador de los premios nacionales “Franz Tamayo” de poesía en 1969 y en 1975.

Su obra es depositaria de una poesía sólida y contundente, cargada de una doble pasión: el sentimiento de justicia social y una exigencia permanente de perfección formal. En sus poemas, los mineros, los desposeídos, los desharrapados, la crítica a los poderosos, la cultura y las tradiciones populares, el amor, son los principales protagonistas. A propósito, en una entrevista, señalaba: “…en el campo de la llamada poesía social, no todo lo que se escribe como revolucionario es revolucionario. No por cantar las llagas o las miserias de tu pueblo eres revolucionario. El asunto está en el modo de cantar, para que despiertes en el alma del pueblo un sentimiento de rebeldía”.

Héctor escribe desde la pasión revolucionaria. Su palabra es la antítesis de la poesía aséptica, atosigada de ontologías melifluas. De por sí es un fogonazo dentro la dramática historia que vive el país. Perteneció a una generación de artistas y poetas perseguidos, en realidad se movió dentro el espíritu insurgente de la época. Fue un outsider, no una vedette, fue un marginado no un incondicional.

Héctor Borda Leaño en el lente de Vassil Anastasov.

Su poesía muestra descarnadamente el drama de los trabajadores de la mina y su horizonte de liberación a través de una palabra vigorosa e inédita, una palabra que llama a la conciencia del lector y convoca a la urgencia de pensar en un país más justo. Su palabra se halla impregnada de sudor y sangre mineras, ilumina como una lámpara de carburo, huele a coca y copajira, y cual dinamita, no se arredra como el minero boliviano. Ni más ni menos, retrata al obrero combativo e inclaudicable del siglo pasado, y la atmósfera tóxica de las dictaduras militares.

Además, se halla vitalmente presente la cultura popular de Oruro. Sin embargo, su palabra no es una loa a los fastos de la fiesta sino una requisitoria a lo que alternativamente revela y esconde el carnaval. Su dualidad, el disfraz del disfraz, la palabra de Héctor es tizón que se agita en medio de la algazara, la ebriedad y los dioses tutelares. Leámoslo: “Sube el carnaval movido por motores, por ordenanzas municipales,/ por promotores de Bancos,/ por hoscos relumbramientos de dinero y muerte/ sube desde la oscura soledad del minero/ desde su pulmón traicionado/ desde su olla vacía,/ desde la relocalización de su miseria/ para entregar su alma apresada en las cámaras Nikon/a los inquisidores de la vida”.

Gracias a Héctor, considero personalmente, que Oruro tiene el poema más profundo y lúcido escrito para esta tierra: “Ch´alla al recuerdo del pintor Humberto Jaimes Zuna, como pretexto para cantarle a Oruro”. Ninguna orureña y orureño debiera dejar de leerlo.

No sería justo dejar de lado a Héctor como lector de poesía, otro de sus atributos. Con voz grave, enérgica y asertiva leía sus poemas. La fuerza de su escritura más su tensión dramática hallaban en su voz el vehículo más idóneo para expresarse. Recuerdo una lectura suya, en lo que hoy se denomina al Palacio Chico, donde la clase política de la época en pleno, sin distinción ideológica (Lechín, Simón Reyes, Paz Zamora, etc.) , además de un público numeroso aplaudía emocionado cada poema. Imagino, en nuestra cancha, hacía lo que hacía Jaime Sabines, leyendo su poesía ante numerosísimo público en el Palacio de las Bellas Artes de México.   

El notable pensador boliviano, Sergio Almaraz Paz, respecto al poeta escribió: “en Borda Leaño el altiplano y la tragedia minera han encontrado su intérprete leal y duro; desconcierta y lastima, pero uno no puede impedir ser arrastrado a un mundo alucinante donde se borran las fronteras de la realidad y la locura”.

Muchas cosas más podrían decirse de Héctor Borda Leaño. Su obra abre un horizonte de revelaciones y compromisos.

“Gringas culonas”, como pretexto para rendir homenaje a Héctor Borda 

Fotografía: Vassil Anastasov.

René Antezana

En los encuentros de los 15 poetas de Bolivia, al verme siempre inquieto y movedizo, me decías, gozándome, que tenía en el culo un termostato, mientras las carcajadas de los presentes me obligaban a una mínima defensa, al menos, y te respondía que tú no lo tenías, que por eso estabas de Senador de la República.

A esas alturas de la vida, ya éramos amigos pese a la diferencia de edad y que tú fuiste, junto a tu familia, una amistad de larga data y muy querida por mis padres y hermanos, en especial por mi madre, con la que compartían militancia en el ala izquierda de la Falange Socialista Boliviana. No recuerdo cuándo, pero frecuentábamos tu casa, que quedaba a dos cuadras de la nuestra. Mi madre se desvivía por apoyarlos porque, siendo aún yo un niño, entendía que eran momentos difíciles para ustedes, no sabía el por qué. Ya con los años fui comprendiendo que tú eras un hombre que estaba entregado a una causa y que tu combate te había llevado a tener muchos enemigos muy poderosos. Yo apenas era un niño cuando vimos tu fotografía en la primera plana de una revista argentina, en la que aparecías llevando entre tus brazos una ametralladora pesada y con el pecho cruzándote cananas, como un guerrillero mejicano, fotografía célebre que retrataba el momento en que caía el MNR de Paz Estenssoro en noviembre del 64. Instantánea que fue tomada a tu ingreso a la plaza principal,  cuando pudiste escapar de una de tus prisiones del “Control Político” del MNR, a cuya cabeza estaba el tristemente famoso carnicero Claudio San Román, en la que tenían torturándote por opositor peligroso, por varias veces desde los 50. La política selló tu vida y la de tu familia con los exilios en la Argentina, España… y finalmente Suecia. Aún así no te rendiste y te sumaste a la lucha junto a Marcelo Quiroga en el PS-1 de los 80.

Por muchísimos años, ya en los 2000, mantenía un recuerdo tuyo que me martillaba la cabeza, y que yo pensaba que lo había soñado: que tú pasaste por la puerta de mi casa mientras nosotros estábamos jugando en la calle, y nos pediste que llamáramos a nuestra mamá. Estabas acompañado de un señor con lentes y gorra. Se saludaron con mi mamá y se fueron. Algún tiempo después, vimos fotografías en el periódico Presencia, con las noticias del Che Guevara, que llegó a Bolivia como diplomático. Estaban las fotos de su pasaporte. Lo reconocimos de inmediato: ¡era el señor ese que estaba contigo! Mis padres nos pidieron silencio. Y así lo hicimos. Tanto que se convirtió en una especie de sueño o una invención. Por el 2007 más o menos, te visité en La Paz. Allí te pregunté si era mi invención. Me dijiste que no, que fuiste responsable de hacerlo pasear un poco por Oruro para luego dejarlo en la casa del jefe del Partido Comunista de Oruro, el “King” Palenque. Quedé sorprendido, entonces ¡no lo soñé! Y sumaste a esa, otras historias que son parte de tu vida tan intensa y al filo de la navaja.

Histórica foto del Encuentro de los 15 poetas. Foto: Archivo de Edwin Guzmán.

Tú te convertiste en un hermano para mí, desde la poesía y por nuestras largas conversaciones sobre la simbología de mitos, la vida en las minas, las otras caras del Carnaval, de los procesos históricos, y de cómo todo ello es parte de nuestra manera de ver el mundo y nuestro país; y cómo todo ello está íntimamente vinculado a tu poesía. El poeta que habitaba en ti era indisoluble del luchador social, era otro campo de batalla donde construiste una visión muy tuya desde lo minero, la mina, la sacralidad del mundo andino, el sentido profundo de nuestras raíces vivas en nosotros mismos. Además, tenías algo que muchos no tenemos: un enorme sentido del humor, muy sarcástico por cierto.

Una noche de San Juan en Oruro, dentro la programación del Encuentro de 15 Poetas de Bolivia,  leíste poemas al pie de una gran fogata. Allí dejaste fascinado al público por la intensidad de tu lectura. Concluiste con un hermoso poema que además de evocar a tu amigo el pintor Humberto Jaimes, era un pretexto (como dice el título) para cantarle a Oruro, a ese Oruro de los 40 y 50, en el que mencionas que habían más personajes intrínsecamente orureños y no familias de europeos con “gringas culonas”.

En la fogata estaban presentes orureños y orureñas de origen extranjero que se sintieron aludidos y reaccionaron yéndose en media lectura diciendo: “vámonos, gringas culonas”. Luego, te compartimos esta inusual situación un poco preocupados, y tú reaccionaste con tu sarcasmo infinito: “yo no sé por qué lo toman tan en serio, si además no son culonas, son ch´usu sikis”, y rompimos a carcajadas.

Estarás por siempre en mi memoria y también, por qué no, en los sueños que nos conectan con el ukhupacha.

Héctor Borda Leaño regresa a su país natal

Fotografía: David Illanes.

Juan Cameron

Cuenta la leyenda que el poeta Borda participó en no sé cuántas revoluciones y, tal como los personajes de este mágico continente donde se ubica la realidad, salió otras tantas veces al exilio. De todo esto hay registro, sin embargo. Una fotografía de 1952 lo muestra cruzado de cananas y con un arma en ristre. Le rodean los mineros. Otra imagen, relatada por una conocida, lo muestra como un cacique familiar llegando al aeropuerto de Copenhague. Su mujer, la dulce Betty, lo acompaña como siempre junto a sus cinco hijos, algunos nietos y -dicen- con algo así de treinta y seis maletas. Es que Héctor Borda Leaño, ese poeta de Bolivia por el mundo, nunca se ha quedado chico ni para los elogios ni para los números. Yo lo conocí en el exilio y sufrí de aquellos.

Lo conocí en Buenos Aires allá por 1974 o comienzos del 75. Trabajaba yo, por entonces, como lector y corrector de la Editorial Noé, una empresa cuyo único otro empleado y propietario era mi amigo Alberto Alba. Una tarde el “negro” Alba me invitó a una lectura en un lugar llamado la Casa Latinoamericana. Leían, no recuerdo bien, varios poetas argentinos de primerísima línea, muchos relacionados con la revista Crisis, muchos vinculados a la “zurda” argentina y muchos, hoy, desaparecidos.

Entre los asistentes había un señor delgado y bajo, con gruesos bigotes, quien bien podría haber sido colombiano o mexicano. Pero cuando comenzó a leer Mi viejo fusil chaqueño, ya no había duda para donde disparaban sus versos. Hermoso poema; y tan lejos llegaron sus disparos que, dicen las malas lenguas, inspiraron hasta el propio Nicolás Guillén en sus cantos para soldados. Yo lo creo así, también. Más bien, como que casi lo sé.

Al cumplirse con el programa los organizadores invitaron al público a leer sus propios poemas. Leí entonces mis trabajos, sentado sobre un taburete y con un foco policial que me exponía al mundo. Y este señor bajito y de bigotes, a quien yo creía colombiano o mexicano y que había escrito un poema de soldados antes que Guillén, fue inconmensurablemente elogioso. Se alzó y con su ronca voz dijo más o menos: “saludo la aparición de un gran poeta latinoamericano”. Y este hecho me instó a continuar. Mucho después publiqué aquellos textos y me hice conocido en mi país. En parte se lo debo a Borda.

Y como los elogios en verdad me conmueven, nunca olvidé la anécdota. Pasaron años, nacieron hijos, tuvimos viajes y de vez en cuando me acordaba de Mi viejo fusil chaqueño. Un día, allá por 1988, fui con mis hijos a una iglesia de Malmö en la cual se anunciaba a una cantante boliviana con el mismo apellido del poeta, Marcela Borda. La ubiqué y le pregunté si era pariente del poeta. Me dijo que era su padre, que vivía en la ciudad y que llegaría en unos quince minutos. Cuando entró a la sala, un poco más gordo, un tanto más canoso y trece años después, me acerqué a saludarlo. Me presenté y le narré la anécdota. No fue necesario decirle mi nombre. Lo recordaba tanto como los detalles de aquella lectura bonaerense.

Borda era mucho más que esa figura romántica y peregrina cuyos mitemas lo construyen o deconstruyen a los ojos de nuestra América contemporánea. Borda es un poeta significativo en la Bolivia actual y, tanto como Yolanda Bedregal o Pedro Shimose, un nombre en el Siglo XX. Y un nombre que fuera de las altas fronteras altiplánicas brilla como la Wiphala pues su literatura, así como otras tantas puras cuestiones de Bolivia, es también secreta.

Con todo vivió épocas de absoluto silencio en el silencioso Malmö. Con su especial orgullo, nunca optó a los beneficios entregados por el sistema a los escritores y pocas fueron sus lecturas públicas. Leía solamente en actos solidarios; o en agradecimiento a sus amigos.

Allí tuve oportunidad de conocer a su familia, de una u otra manera siempre vinculada al arte. Betty era una figura frágil y amable con ese don de gentes tan propio de los bolivianos. Yo la recuerdo con sus pómulos suaves y su alma que estallaba cuando soplaba la armónica. No estuve en su última enfermedad y andaba por Chile cuando falleció, a comienzos de 1994, víctima de un cáncer. Y sin embargo, pese a mi descuido o desarraigo, prefiero sin poco egoísmo recordarla así, con sus pómulos suaves y su alma que estallaba cuando soplaba la armónica. Ella me habría comprendido.

Héctor regresó a Bolivia a devolver a la Pachamama las cenizas de su compañera, a recorrer su tierra y a recobrar ese espacio tan merecido en su literatura. Retornó sin embargo a Escandinavia. Algo se queda siempre en esos lugares después de tantos años y tantos recuerdos. Pero ya es hora de reunir sus libros en uno solo.

Me perdone el lector estas disquisiciones. Supe hace poco de su muerte.

Ch’alla al recuerdo del pintor Humberto Jaimes Zuna

(Como pretexto para cantarle a Oruro)

Héctor Borda Leaño. Poeta. Nació en Oruro el 13 de diciembre de 1927 y falleció en Malmö, Suecia, el 25 de enero de 2022. Publicó los poemarios: El sapo y la serpiente (1966), La Ch’alla (1967), En esta oscura tierra (1972), Con rabiosa alegría (1975), Poemas desbandados (1997),  y Las claves del comandante (1997).

Mucho antes
en un tiempo de puras sensaciones
cuando el cristal del cuarzo
o el cristal de los carámbanos
o el cristal de la palabra amigo
emergían del sueño.

Mucho antes
cuando las horas no se entenebrecían
ni se apagaban soles,
ni velones de angustia y soledad,
ni pasaban las hormigas, todavía
una tras otra en pos de la leyenda que las nombra
ni nos apalabraban en las esquinas de Oruro
los sapos, ni la serpiente, ni el cóndor
como muchos años después
al conjuro de mitologías y prehistorias sacramentadas.

Mucho antes
cuando ni nuestra palabra
ni nuestra voz siquiera, mancada de palabras
se escuchaba en los patios familiares
ni en las calaminas de los techos de la ciudad
rebotaban nuestros gritos desencadenados,
y cuando apenas sospechábamos
que existían el misterio y la magia
y los eqeqos, los k’umillos, en fin, los duendes
con quienes tarde a tarde
tomábamos una copa de singani sin saberlo.
Cuando apenas sí veníamos del tiempo
con el “corazón en los zapatos”
y nos marchábamos por calles interminables
de desenfreno y de gozo,
hacia el aire
en las cuerdas de las guitarras y los charangos
o en los hiatos de unos poemas tempranamente
cosechados en el yelmo.

Cuando todavía no respondíamos al desafío
de los sexos
y el amor era una especie de costra dominguera
o una especie de camisa limpia
para ser paseada en la pared en horas de retreta,
o quizás ciertamente un pasmo de misterio,
un estremecimiento,
un temblor –vaya uno a saber– una erupción de ternura
o unas ganas de cantar o de reír
o de dar la mano a todo el mundo.

Cuando nuestros carnavales los sacramentábamos
con esas mistelitas matadoras
que tu madre mezclaba con flores, clavos de olor,
ácidos mal filtrados
y alguno que otro veneno familiar
y nos íbamos detrás de los diablos y los morenos
en pos de las claves secretas de su danza,
detrás del relumbre misterioso de su paso,
detrás de la parábola de su vuelo
o su increíble voltereta
que señalaba el fin, el confín de la historia
que se quiebra
y el inicio de otra historia que renace
como dando la vuelta la piel sagrada de la tierra.

Cuando nuestros carnavales eran más sucios
digamos más hediondos,
digamos más Suramérica, más Oruro, más magia,
más misterio,
más Wawichu Zaconeta, más q’apichón Quintanilla,
más Negro Zabaleta,
más Thanta Oso Méndez,
más Ángel Salazar,
menos ordenanza municipal, menos mascarada del CAN,
menos gringas culonas, menos fotografía,
menos turistas, menos cine, menos Coca Cola
menos vendedores de trampas y agonías.

Cuando en esquinas solitarias
recitábamos poemas de Luis Mendizábal Santa Cruz
y cerrábamos la puerta de la ciudad dormida
para ir a ch’allar nuestros orgasmos y alucinaciones
en casa de doña Consuelo
donde las niñas desperdiciaban sus besos
–las pobres, pintarrajeadas y escuálidas–
en los oficiales de carabineros
o en alguno que otro decente de la ciudad
que gastaba la plata cosechada en los pulmones
de los barreteros
o en las yertas vaginas de sus esposas sacramentadas
por el matrimonio religioso.

Cuando, en fin, Oruro era todavía nuestra casa,
nuestro solar,
el patio donde podíamos quedarnos a tomar
el sol con recato,
el hábitat solemne del misterio de la danza
y de la herida amansada por la música y el viento,
el roquedal de cicatriz volcánica
erupcionando en faunas mitológicas o en secretos
por nunca revelados
la respuesta a la historia.

O cuando el sapo, la serpiente y las hormigas
en pedestal de estrellas se encumbraban,
todavía no pensabas morirte,
no pensabas rumbear por el sendero oscuro
de los adelantados
como un alucinado rump’ero por los socavones
de la Tetilla.

Después, mucho después, llegó tu muerte,
poco a poco se vino, ineluctablemente,
persistentemente
porque tuviste el atrevimiento de hurgar
con tus pinceles
la entraña secreta e intocable de los dioses de piedra,
porque a pesar de la pintura
que para ti fue siempre una cacería de palpitaciones
pétreas y petrificadas
atrapaste las iridiscencias luminosas
de las rocas sagradas
hurgando con tus pinceles en la sangre de las rocas,
en la carne de las rocas,
en la piel de las rocas, en su epitelio infamado,
en sus arrugas, en sus destellos
y en su hechicería sin término
en su hediondez y su conchura.

Después llegó tu muerte,
te moriste viviendo entre nosotros,
te moriste ch’allando con nosotros
un largo vaso de licor de estremecidos cristales
atrapados en la soledad del yermo,
fulminado por una certera explosión de luces y colores,
con aquella muerte que buscaste,
con esa única que poseías en la soledad y la orfandad,
con esa muerte que te redimía,
que te salvaba
y que al fin de cuentas te insertaba en la vida.

Antes te fuiste haciendo hombre,
consolado por siempre y para siempre
por la insondable sonrisa de los niños
–que eran todos tus amigos–
o las caricias de las mujeres
–que no lo eran–
y que a pesar de todo dijeron que te amaban
y no te amaron
y apenas sí te dieron un poco de su sexo,
un poco de su tiempo
y quizá un poco del agridulce acíbar de su voz
sin encantamientos misteriosos.

El misterio, la magia, lo secreto
estaba para ti en el fondo inalterable de las rocas
o en sus destellos cristalizados
que tú recogías en tu paleta
después de haber comprendido que la América profunda
no estaba ni en bolívares ni cristos
ni en próceres inconclusos a quienes debías inventarles
rostros y ademanes, ni en bodegones,
ni en las naturalezas muertas
ni en desnudos de mujeres desvaídas y chuecas.
Estaba eso sí,
en la hediondez de los colores,
en la hediondez del tiempo, en la hediondez del aire
que tú esgrimías como un exorcismo
para impedirnos del pecado de hacernos europeos,
y salvarnos del miedo
a las sombras luminosas.
Hoy es posible que te siga el prurito de pintar
la cicatriz terrosa de los dioses
y quizá en un lugar secreto del cielo o del infierno
estés rascando costras exorbitadas de luz
buscando vetas de colores
y tatuando nuevamente el pellejo ceniciento de la muerte
en medio de una interminable danza de morenos
y diablos enloquecidos,
quizás en esta misma hora,
al socaire de la bruma
nuevamente camines por las calles de Oruro,
midiendo las improntas de sapos y serpientes
en la búsqueda esperanzada
de la cara luminosa de Dios.
Sin encontrar, apenas,
otra cosa que rostros de alunada mirada
con el rictus de aquietado deprecio
que el hombre de los yermos
nos muestra en el instante que se asoma la pertinaz
presencia de la muerte.

Yo mismo en esta hora de álgidas ausencias
instilo los licores
para sacralizar la ch’alla,
he dispuesto en la casa el sahumerio de qoa,
la coca reverbera en un pocillo andino
y he volcado en platillos
la llijt’a necesaria.
Están como compadres los míos a mi lado
y afuera un viento largo está rielando el cielo.
No hay mixturas –lo siento– ni singani,
ni un yatiri que encante con su presencia intacta
el vuelo de la coca que desvela misterios.
Estoy con los recuerdos asperjando la vida
en los cuatro rincones de la sangre y la herida.

Es posible abrazarnos venciendo vida o muerte,
estrecharnos la mano, decir: ¡salud! con gozo
olvidando a bedeles
de licor y de ensueños,
pararnos en la esquina de una ciudad cualquiera
fumando cigarrillos sin humo y nicotina,
mejor dicho quedarnos en la ciudad de Oruro,
caminar por sus calles
donde el viento trajina sus fantasmas de polvo.
Ch’allar con los amigos –con los pocos que quedan–
y enternecerse siempre con la silente espera
del sapo cotidiano y la serpiente pétrea.

Danzar en carnavales sin enajenar orígenes,
ni luces verdaderas, ni usar dioses prestados,
que los pequeños dioses y plombagina
caminan por los patios
y no han equivocado el paso al ritmo de la música,
no han vestido su pena
con dólares y nylon.

Caminar por las calles venciendo vida o muerte,
saludar a mineros con el gorro en la mano,
allegarnos fraternos a los relocalizados
y olvidarnos de todos
que se visten de Oruro para llenar sus bolsos
con los huesos de Oruro.

Héctor y la música

Borda y Chávez, dos poetas orureños. Foto: Vassil Anastasov

Benjamín Chávez

“La poesía es como una música que anuncia el porvenir”, me dijo Héctor una tarde entre el humo de su cigarrillo en el desaparecido café La Paz donde, durante varios años en la década de los 2000, tomaba café tras café, a veces comía una salteña y almorzaba de lunes a viernes. Su frase, si bien aludía a su propia concepción de la poesía, me hizo pensar, ahora que la recuerdo, en las pocas veces que hablamos de música y en que casi nunca escuchamos algo juntos, a pesar de haberme alojado en su casa en varias ocasiones. Tampoco sé qué le gustaba, pero hubo algunos momentos en los que la música apareció en el momento más oportuno en las conversaciones dadas a lo largo de varios años de amistad y pude ser testigo de la estrecha relación que él tenía con ese arte. Sin ser un melómano, era un justo apreciador de la buena música y un escucha sensible que se deleitaba con el jazz o con intérpretes como El Cigala y el Polaco Goyeneche.

Se puede mencionar al tango como una vertiente de sus gustos musicales pues en otra ocasión, también en el café La Paz, Héctor me cantó un fragmento de “A media luz”, el tango cuya letra es de Carlos César Lenzi (música de Edgardo Donato), y que Gardel popularizó hasta convertirlo en uno de los tangos más grabados: “Los pisitos que puso Maple, piano, estela y velador”, dice parte de la letra y Héctor me dijo que las sillas donde estábamos sentados eran de esa marca: Maple & Company, la reconocida marca británica de muebles que funcionó en Buenos Aires de 1850 a 1982. Ahora que el Café La Paz ha desaparecido, me pregunto qué destino habrá tenido ese mobiliario.

Cierta vez, viendo la TV en su casa de Los Pinos, me contó, al escuchar una canción de Yayo Jofré, que ese tema musical lo había escuchado una noche de nieve en no sé qué ciudad europea (¿Copenhague? ¿Londres?). Héctor y su esposa Betty Oviedo pasaban por una calle donde un músico callejero tocaba una tonada. Fue su esposa quien la reconoció y le dijo “esa es una pieza boliviana”, entonces se acercaron al músico y entablaron una breve conversación. En efecto, era una pieza de Yayo Jofré que el oído musical de Betty (ella sabía tocar el bandoneón) había reconocido inmediatamente. El músico, creo que ecuatoriano, les comentó que tenía esa vieja canción incorporada a su repertorio habitual.

En otra ocasión, también en su casa, me contó que hacía muchos años había pasado una noche entera conversando en las playas de Mar del Plata con Facundo Cabral. “Yo estaba ahí porque era verano y había mucha gente. Pasé el día deambulando y vendiendo alguna cosilla para sobrellevar los duros días del exilio, en eso llegó la noche y yo no tenía dónde dormir, entonces me quedé en la playa. Compré una botella de vino y me instalé contra un muro de piedra con vista al mar. Al poco rato apareció un muchacho que me habló, me preguntó de dónde era y a qué me dedicaba. Cuando le dije que escribía poemas y que era boliviano, se sentó junto a mí y me dijo que él era músico y que se llamaba Facundo Cabral, conversamos largamente. Cuando acabamos el vino, compramos más y así, entre charla y charla se nos hizo de día. Entonces nos despedimos con un abrazo. No volví a verlo nunca más aunque tiempo después recibí una carta suya. Hace años que esa carta se perdió, como también el casete que me regaló”.

Otra anécdota con un músico argentino sucedió en Sucre cuando, invitado por el Festival Internacional de la Cultura, que en ese momento era dirigido por René Antezana, llegó León Gieco; tenía que dar un concierto en el estadio Patria esa noche (y lo dio, claro, más de dos horas interpretando un repertorio que hacía un recorrido casi cronológico por su producción discográfica). Esa tarde, Héctor y yo tomábamos chuflays en la cafetería de la Casa de la Cultura. Yo sabía que en algún momento Giego aparecería por allí para dar una conferencia de prensa y estaba muy atento a su llegada, tanto que Héctor me preguntó la causa de mi inquietud. Se la comenté y él me pidió que le repitiera el nombre del músico, pero no dijo nada. Cuando León entró al patio de la casa, yo me incorporé, saqué la cámara fotográfica y me disculpé de Héctor por tener que dejarlo solo en la mesa para ir al patio a tomar algunas fotos. Héctor, con una gran sonrisa me dijo que no me preocupara y que vaya tranquilo. Así lo hice, atravesé el patio y me instalé en el otro extremo por donde previsiblemente Gieco pasaría. En eso, en medio de tanta gente que lo rodeaba (miembros de la organización del Festival, prensa y fans), León miró hacia la cafetería y reconoció a Héctor. “Poeta Borda”, le dijo abriendo los brazos y acercándose a él. Se abrazaron ante la mirada atónita de todos quienes, como yo, ignorábamos su amistad. Conversaron un poco y cuando por fin pude abrirme paso hacia donde ellos estaban, apenas llegué a escuchar la frase final del músico: “Envíeme unos poemas por favor, para que les ponga música”. “Con todo gusto” respondió Héctor y mientras Gieco entraba a la sala de la conferencia de prensa, Héctor, volvió a su mesa a seguir bebiendo tranquilamente su chuflay.

Pero la historia más entrañable fue cuando me contó acerca del bandoneón que tocaba su esposa. Ella interpretó por puro pasatiempo ese instrumento durante varios años. Un buen día, por ciertas premuras económicas, se vieron forzados a vender ese fiel compañero que en los días grises o las noches frías de Oruro acompañaba las horas de la familia. Así, ella se quedó sin su instrumento durante mucho tiempo. Cuando parecía que ya lo había olvidado, por esas vueltas que da la vida, Héctor ganó un curul en el parlamento nacional. Pasó un mes en el que él desempeñó esas funciones y, cuando recibió su primer sueldo, salió del palacio legislativo, se encaminó a una tienda de instrumentos musicales en inmediaciones de la calle Comercio y le compró un bandoneón nuevo a su esposa. Luego se fue a la terminal de buses y se subió a la flota que lo dejó en Oruro casi a la medianoche. Se fue a casa y, luego del cariñoso saludo y el infaltable café, le entregó el regalo. Ella, que había vuelto a la cama por el frío reinante, abrió el estuche y con una mirada luminosa llena de alegría y gratitud, se sentó apoyada en las almohadas y comenzó a tocarlo. Una pieza tras otra, tangos, sobre todo, con pasión y entusiasmo hasta que las primeras luces del alba los sorprendieron aún escuchando la música que salía de sus manos. “Tocó todita la noche”, recordaba Héctor.

Esas son –quizá entre alguna otra que ahora no me viene a la memoria– las ocasiones en las que la música se filtró en nuestras conversaciones e inundó con su mágico poder lo que él decía. No en vano, la primera frase que le escuché decir cuando nos conocimos en Sucre en la primera mitad de los 90, fue una relacionada a la música. Era un mediodía espléndido en la plaza 25 de Mayo cuando él, ataviado con pantalón café claro a juego con sus zapatos y una polera naranja, junto a su más viejo y entrañable amigo Alberto Guerra, abordó a un grupo de señoritas capitalinas con una frase contundente y musical, ante el mutismo cómplice y risueño de Alberto: “Buenos días, mi amigo y yo somos dos cantantes húngaros que no conocemos la ciudad ¿podrían por favor guiarnos por este paraíso de jardines y casas blancas?”. Así era Héctor.

Ch’alla a la muerte del poeta Héctor Borda Leaño

Fotografía: David Illanes.

Sergio Gareca

Quien crea y piense que con Héctor Borda Leaño sólo la poesía social boliviana se lleva un golpe duro y fatal, debo decir que se equivoca. Es necesario ver más allá, en su ejercicio estilístico, y comprenderemos llanamente que no es un revolucionario solamente, sino que es un hombre que vivió sus circunstancias y que, de ellas, por el terrible puñal que implica tener una patria, tuvo que ladrar lo que la noche, la luna, la coca y la mina le dictaban.

Habría que ver en esa voz genuina algo más que un simple reportaje histórico y entenderemos así la vitalidad y virilidad de esa poesía que no lleva atajos, que no se muerde los labios y que arde en el fuego de las qowas. Es el propio fuego que danza y esa es la música que nos ha dejado. Fuego vivo y llameante.

Al escribir estas líneas, el sol quema las calaminas en los techos de Oruro, y el silencio se come las calles, porque la pandemia guarda a la gente en sus casas. Hace muchos años que poetas orureños de otras generaciones han migrado como lo hizo el mismo Héctor Borda. Hace alrededor de veinte años que estoy en vida literaria y se siente algo de tristeza de nostalgia huérfana cuando un eslabón de nuestra tradición poética se suelta y se despide por muerte o lejanía, porque ahora las palabras de esta tierra crecen en los mercados como otrora esos niños sin zapato en los deslaves de las minas donde trabajó Héctor Borda Leaño.

Evidentemente los tiempos han cambiado, y todos esos cantos tristes que los poetas de su tiempo hacían, como jalándole la falda a los wayras, ya no tienen tanto sentido. Aquí el paisaje es el sol que entra por la ventana del minibús con la cumbia de la mañana.

Pero algo pasa, porque en esa distancia de tiempo algo falta, y es esa relación con los versos masticados, con el acullicu de nuestros poetas mayores. Así el tiempo borra y calla voces e incluso arcabuces.

Mi ejemplar del libro “El Sapo y La Serpiente”, fue salvado por en el thanthaqatu como libro usado. Fui por él en cacería, impactado temiblemente por el poema “Ch’alla al recuerdo del pintor Humberto Jaimes Zuna”, que había leído en la antología de poesía orureña hecha por Alberto Guerra y Edwin Guzmán. Los versos han retumbado en mi cabeza durante años, tanto que en algún libro mío lo homenajeo y lo cito.

Para mí era un momento emocionante y conmovedor, pues había encontrado a partir de ese poema, y luego otros, a mi ancestro más cercano en la escritura, lo había reconocido, era el agua del rio de copajira, que bajaba de más arriba de la historia, trayendo un fuego, el mismo fuego que a mí me estaba quemando la vida.

Desde luego a mis contemporáneos y a otros les parecía una miopía mía. “sí, sí, ese poeta de los mineros, que los mineros aquí y los mineros allá”; tal vez porque no podían saborear eso que él decía tan claramente: esa rabiosa alegría.

Para mí era terrible entender que este poeta estaba vivo, pero muy lejos. Y también me angustiaba no poderle decir que yo mismo estoy dando vueltas a patadas con la diablada en esas mismas calles, porque es la ciudad la que vive sus mil vidas y cambia los cuerpos de sus transeúntes, como una serpiente viva.

Así que todas esas ansias de poder conocerlo se quedaron ahí refrigeradas por el viento de Oruro, hasta que, en 2010 en ocasión al Festival Internacional de Poesía de Bolivia, organizado por Benjamín Chávez, se le hizo un homenaje y pude al fin saludarlo. Con absoluta seguridad él no sabía lo importante que era para mí decirle ese par de palabras, pero me agradeció muy amablemente y yo me quedé contento, así hubiera sido una experiencia muy corta, él ya me había dicho todo lo que tenía que decirme, me lo seguía diciendo, y aún ahora también, ya no como creen otros, como un panfleto de la Central Obrera, sino con el fuego de un corazón que se incendia en lo profundo de la tierra.

Más tarde, en ocasión del festival SIART, con el Kolectivo Perro Petardos, volvimos a leer sus poemas en las minas del cerro Pie De Gallo, para nosotros, para nuestras vidas, para nuestros demonios, con la boca rebalsando de pijcho. Y eso es lo que pasa, porque Héctor Borda se va y Oruro no se ha ido, y esas letras en la oscuridad del socavón son absolutamente claras. Porque no se puede leer solamente para la mesita de noche, cuando la poesía está viva.

Es la importancia de Héctor Borda, en la tradición poética de esta ciudad, porque es un encuentro con nosotros. Las cadenas de la historia de nuestra literatura se han roto. Y pareciera que estamos desarraigados, pero alguien más está buscando esas palabras, y son las palabras las que nos van a encontrar y los van a encontrar. 

Entrevista póstuma al poeta orureño Héctor Borda Leaño

Javier Claure C.

Borda junto al autor de esta entrevista.

Héctor Borda Leaño falleció, a los 95 años a la una de la madrugada del día miércoles 26 de enero, en la ciudad de Malmö (Suecia). Su muerte ha causado gran revuelo en el ámbito literario boliviano. Sin ningún género de dudas, Borda Leaño ha sido uno de los grandes poetas de Bolivia y un orgullo para Oruro, la ciudad que lo vio nacer. Fue miembro del movimiento poético “Gésta Bárbara” de Oruro junto a su entrañable amigo poeta Alberto Guerra (†).  Ha publicado varios poemarios y ha obtenido dos veces el mayor Premio de Poesía en Bolivia; el “Premio de Poesía Franz Tamayo”. Primero en 1967 por su poemario “La Ch’alla” y en 1970 por su poemario “Con rabiosa alegría”. En 2010 el Estado Plurinacional de Bolivia, le otorgó la medalla al mérito cultural Marina Núñez del Prado.

Conocía el nombre de Borda Leaño, solamente a través de la prensa y por medio de antologías. La primera vez que lo vi fue en enero de 1990. En esa época pertenecía a un grupo literario que se formó en Estocolmo. Más exactamente, el 17 de enero de 1990 hicimos una velada cultural en el local de la Asociación Cultural Boliviana (en Bredäng). Ese día nos dimos la mano e intercambiamos palabras, me acuerdo bien. En el folleto que publicamos, hay dos poemas de su autoría: “Usted sabe señor” y “Pequeña muerte” que pertenece a su poemario “Con rabiosa alegría”. Supuestamente tenía que leer esos poemas. Pero no, don Héctor vino cargado de su artillería poética y sorprendió a todo el mundo. ¡Leyó sus poemas por más de una hora!

En el Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos efectuado en Estocolmo, en septiembre de 1991, fue cuando lo conocí mejor. Héctor Borda presentó una ponencia acerca de los “500 años de explotación”. A decir verdad, fueron hermosos días llenos de poesía, de conferencias, de anécdotas, etc. Conversaba con don Héctor como si hubiésemos sido amigos de muchos años. Nunca me llamaba de mi nombre, me decía “Claurecito” con cariño. Tenía un excelente sentido del humor y a veces era sarcástico. El viaje en barco a Finlandia fue el postre exquisito del encuentro. Ahí continuaron las anécdotas, bromas, charlas y pequeñas tertulias informales. Y don Héctor se llevaba la flor arrancando risas de ceja a oreja. Nunca olvidaré aquella tarde cuando varios de los poetas subimos a la cubierta del barco a pasear, y ver el panorama sobre las aguas del mar Báltico. Caminando por los pasillos don Alberto Guerra (†) me decía: “Sigue adelante, eres un poeta macerando”. Y don Héctor continuaba: “Así es, Claurecito, sigue adelante, hay que agarrar al toro por las astas”. Bellas palabras que marcaron mi alma poética. Tampoco olvidaré aquel día que vinieron a mi departamento. Y conversamos horas entre Héctor Borda, Alberto Guerra, Homero Carvalho, Víctor Montoya, Nora Zapata Prill y mi persona.

En una charla informal, don Héctor me comentó que él y Alberto Guerra, se conocieron cuando estudiaban por las noches en el Colegio Saracho de Oruro. Además, me dijo que nunca perteneció al movimiento poético Gesta Bárbara. Ese día no le refuté, pero sonaba muy extraño en mis oídos. Había leído sus poemas en “Antología de la Poesía Universal, Bolivia”, editada en 1996 por Latinas Editores. Y en la introducción dice: “perteneció a Gesta Bárbara de Oruro”. En la antología, “La Poesía en Oruro”, editada por los poetas Alberto Guerra y Edwin Guzmán, al referirse a Héctor Borda, reza: “Poeta, miembro de Gesta Bárbara de Oruro”. Entonces, surge la pregunta: ¿Por qué negaba su participación en ese movimiento poético tan importante? Al parecer, y según allegados que conocen bien el caso, dicen que en Gesta Bárbara había personas con tendencias ideológicas contrarias a la de Borda Leaño. Pero la pregunta seguía rondando por mi cabeza. Hasta que en el 2004 cuando viajé a Bolivia, en la ciudad de Oruro, le pregunté a don Alberto Guerra sobre este tema. Y la respuesta fue afirmativa. Además, me dijo: “si quieres hablar con Héctor, viaja a La Paz. Y a las doce en punto del día, lo encuentras en la cafetería La Paz”, su lugar preferido. Y así fue, yo llevaba bajo el brazo mi primer poemario, “Preámbulos y Ausencias”, con una dedicatoria para don Héctor Borda. Muy emocionado, a medio día, llegué a la cafetería. Entré, y mis ojos brillaron de alegría. Lo vi sentado solo tomando un café. Me acerqué a su mesa, le dije quién era, e inmediatamente exclamó: “Claurecito”. Nos dimos un fuerte y largo abrazo. Luego, le entregué mi poemario, lo hojeó y me dijo que lo iba a leer minuciosamente. Y acotó: “confío en ti como poeta”. Aquel día charlamos de todo un poco y recordamos los momentos del encuentro. En realidad, mi intención era entrevistarlo. Estaba listo con un pequeño dictáfono, pero cuando le pregunté, me dijo “otro día”. Quedamos de acuerdo para vernos después de unos días. Volví a la cafetería, a la misma hora, esta vez conversamos largo y tendido sobre la situación política en Bolivia, y le dije que pronto retornaría a Suecia. Y cuando insistí en la entrevista, me contestó que mejor lo haría por teléfono. Me dio su número telefónico. Nos dimos un apretón de manos, un fuerte abrazo fraternal y nos despedimos. Estando en Suecia, lo llamé tres veces para entrevistarlo. Las tres veces me dijo con una voz gruesa, firme y saludable: “Claurecito, no te puedo dar la entrevista. Ya me voy a morir”. Conociendo el carácter de don Héctor, me echaba a reír en el teléfono. Nunca pude entrevistarlo frente a frente como deseaba.

La presente entrevista se realizó hace diez años. Más exactamente a principios de 2012 envié las preguntas por correo electrónico. Debo aclarar que don Héctor, según su hija, se encontraba en silla de ruedas, le fallaba la memoria corta y tenía dificultad para hablar; pero estaba cuerdo. Afortunadamente, el 9 de agosto del mismo año, me llegó un mensaje de su hija Eliana que decía: “Te envío lo que con mucho trabajo logré arrancarle a papá”.

Javier Claure (JC): Escribir poesía puede ser un acto de hacer frente a la miseria humana. ¿Cómo defines tu poesía? 

Héctor Borda (HB): Durante mi juventud me dediqué a la política en Bolivia. Las grandes injusticias sociales me marcaron mucho. Y esto lo expreso en mi poesía. Por mis propias circunstancias me acerqué a las minas, y como trabajador conocí a fondo el proletariado minero. La vida del minero toca las fibras más hondas de mi ser, y mi poesía va tomando cuerpo en ese sentido. No sé si es una forma de hacer frente a la miseria humana, pero es para mí una forma de decir mis verdades y mi sentir.

JC: Sé que pertenecías al movimiento poético Gesta Bárbara de Oruro. Hablando con Alberto Guerra (†) me contó que fuiste tú, quién lo invitaste para que formara parte de ese movimiento. ¿Cuéntame algo de esa época?

HB: Primero que nada, los muertos siempre tienen más razón que los vivos. Así que no vale la pena refutar las afirmaciones de mi querido amigo Alberto. Pero si de algo sirve, te diré que en ese tiempo existían dos Gestas Bárbaras. Una que vio la luz en Potosí con Enrique Viaña, y otra fundada en La Paz por Gustavo Medinaceli a su regreso de Europa. Yo no pertenecía a ninguna de ellas, era simplemente un observador, un colado. Aquí quiero acotar que los vivos pueden equivocarse, los muertos ya no se equivocan.

JC: Tu último poemario lleva como título “Poemas Desbandados”. ¿Podrías contarme algo sobre los poemas incluidos en ese libro? ¿En qué te inspiraste?

HB: Los poemas de ese libro están inspirados en personajes reales recogidos de todos los rincones de Bolivia. Poemas desbandados es una antología de otros libros anteriores.
 

J.C: ¿De qué manera ha influido en tu poesía, el hecho de haber vivido exiliado en Suecia?

HB: Mi producción poética de mayor intensidad se da mucho antes de llegar a Suecia. No creo que el exilio en Suecia haya influido mucho en mi poesía. Es un exilio de estómago lleno. En Suecia yo me entrego a la lectura totalmente, y estoy como parado frente a un semáforo en rojo esperando el momento para pasar. Sin embargo, otros exilios en otros países de América Latina influyen en mi poesía, especialmente cuando vivía exiliado en Argentina. No solo por las circunstancias políticas que me tocó vivir allí, sino también porque me involucro justamente en esas circunstancias. Conocí a gente con ideas progresistas y empecé a compartir mi poesía con poetas y escritores comprometidos con su país. La necesidad de escribir se hizo más intensa.

JC: Por último, ¿Cómo poeta qué opinas de la muerte?

HB: Cuando uno tiene la edad que yo tengo, ahora 85 años, no se pregunta eso. Pero puedes leer mi poema «ch’alla de la muerte», y así sabrás lo que opino de la muerte en términos de la poesía.

Hasta siempre querido amigo Héctor Borda Leaño. Tus consejos los llevo en mi universo interior. Agradezco profundamente a Eliana Borda por su paciencia y colaboración para que se haga realidad esta entrevista.


* Javier Claure Covarrubias, poeta y sociólogo es uno de los organizadores del Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Estocolmo (Suecia, 1991).