Gonzalo

Gonzalo emprendiendo vuelo sobre una pista de ocres. (Foto: Jaime César Tapia Guerra)

Edwin Guzmán Ortiz

Muchos años tuve el privilegio de compartir amistad con Gonzalo Cardozo. Desde las intensas noches de bohemia en la Galería Imagen, aquellos 80, hasta pocos días antes de que se marchara. Además de compartir el arte en todas su manifestaciones, nos unió un diálogo persistente acerca los tiempos que vivimos, proyectos culturales, temas que iban y venían en su más heterodoxo tenor.

La última década me sorprendió con lecturas herméticas en las que estudiaba el pensamiento simbólico, teorías de la mente, la complementariedad de los contrarios por supuesto tratando de encontrar paralelismo y similitudes con el pensamiento andino. Incluso, gracias a él pude obtener esos densos tratados de filosofía contemporánea, las “Esferas” de Peter Sloterdijk.

La inquietud y la curiosidad fueron rasgos resaltantes en Gonzalo. Además de su incesante trabajo en la escultura, en la que exploraba las forma más originales e inéditas de expresión, integrando materiales diversos, éstas eran poseedoras de un mensaje, es más de una crítica incluso política, recuerdo al respecto la serie de los “Curules”. A través de las esferas de piedra, pretendía recuperar la memoria del planeta a partir del respeto a la naturaleza y al medioambiente. Partía de una concepción holística del mundo y la apetencia de perfección se consumaba en las esferas de piedra, cada una diferente, pero capaz de integrarse en secuencias y estructuras múltiples, prefigurando conjuntos complejos. Su persistente trabajo le permitió visitar Canadá, Alemania y la China participando de  eventos mundiales de arte. 

Uno de sus grandes atributos fue su capacidad de congregar a la gente, con la que desarrollaba diferentes actividades. Con su proyecto “Para ser niños, juguemos con ellos”. Durante años visitó junto a su familia no sólo barrios marginales de Oruro si no también en otros departamentos, donde realizó actividades de creatividad y pintura. Niños y ancianos disfrutaban de la generosidad de Gonzalo, su familia y el barrio.

Los primeros viernes se instituyó como una verdadera tradición un ritual a la Pachamama. Gonzalo, investido de Yatiri frente a una pira de fuego, pedía por la salud del planeta, por la unidad de los seres humanos, por el bienestar de los participantes, creándose una verdadera atmósfera sagrada donde en una suerte de comunión se fortalecían los vínculos y un sentimiento de respeto emergía, saliendo todos renovados.

Su casa, además de la enorme cantidad de obras de arte que posee, y con las que uno se deleitaba, era el lugar de encuentro de los artistas. Sería imposible nombrar los artistas y personalidades que la visitaron. Europeos, norteamericanos, latinos, bolivianos para los que siempre había un espacio y donde se llevaron a cabo intensísimas tertulias. Gonzalo, generoso, recibía a todos, y ese contacto diverso lo había enriquecido enormemente. Centro de Arte Taller Cardozo Velásquez CATCARVE, constituyó un modelo de integración cultural y de encuentro, producto del enormísimo corazón y entrega de Gonzalo, María y la familia.

La obra de Gonzalo Cardozo es única en su género, como es único ese espíritu mayor que es Gonzalo. Con su vida nos enseñó el valor de la entrega, la generosidad, la autenticidad, y la vigencia del arte y la cultura como instrumentos para cambiar el mundo. ¡Cuánto extrañaremos a nuestro querido Tata!

El artista escultor

Gonzalo en su taller en 2006. (Foto: David Mercado)

Patricia Urquieta

Feliz del artista que mora entre lo suyo. Confundido en medio de la cantidad de materiales que posee. Gonzalo Cardozo habita junto a su familia un taller-hogar (o tal vez un hogar-taller), difícil distinguir la funcionalidad creativa de su obra. Allí, cuando uno cree estar cerca de saber a ciencia cierta ante qué tipo de pieza se encuentra, surge la realidad: el pedestal que soporta una escultura de piedra, no es otra cosa que el radiador de un camión en desuso; asimismo, uno admira lo que parece una obra de arte consumado, y se trata de sumideros domésticos.

De padre carpintero, Gonzalo es su sucesor no solo por su acercamiento al trabajo manual, sino también de la rectitud en obra y espíritu que caracterizaba a su progenitor. Junto a su equipo de trabajo, a quienes Gonzalo llama “mis mujeres”, su esposa María y sus cuatro hijas trabajan puliendo la piedra y moldeando la arcilla. En este entorno, para muchos envidiable, este artista-escultor de obra diversa labora inspirado en ideas y conceptos. Refiriéndose a su obra, dice que algunos de sus trabajos tuvieron una plasmación azarosa. Así, empezando a ser árboles, por un accidente casual terminaron siendo piezas totalmente distintas; difícil dejar de reír cuando explica que el toro que pende de una pared, fue originalmente un árbol, al que la caída de una piedra orientó en otro destino escultórico. Y entonces, ¿esta escultura de árboles?, le pregunto. “Uno de los trabajos más visitados… –responde– más que una obsesión ecológica, tiene que ver con un arbolito de la escuela al que nadie quería ayudarme a subir”.

Gonzalo, ¿cuál es tu origen? “De Oruro, esa es la magia”, sigue. Queremos saber más sobre la obra, pero interrogar mucho es como dejar de acceder al misterio de la creación. Sin embargo, él habla, explica que no es que sea un artista aún no definido en su trabajo diverso, sino que simplemente es un artista múltiple. “No se puede trabajar muchas horas en la piedra, es muy duro hacerlo”, entonces vuelve a la cerámica, o a la fundición del metal, o a la carpintería, o va en busca de la recolección de la chatarra que bien parece ser su materia prima. Y cómo no entender su pasión de artista cuando él cuenta que fue pintor desde el bachillerato, también músico y cantor de coros. A esta diversidad que lo distingue, se suma la de cultor de amistades, entre ellas la de los artistas Walter Solón Romero, Ricardo Pérez Alcalá y muchos otros.

Sirva esta nota para comprender –de una manera más cotidiana– la sensibilidad y el entorno en el que se desarrolla Gonzalo Cardozo Alcalá. Esta cueva del escultor que aparenta la de un quirquincho.

(Texto publicado en El Faro -primer nombre de El Duende– el 16/01/1994, recuperado ahora como una muestra de la valoración de larga data de la que era objeto el arte de Gonzalo)

Hallazgo al atardecer

Una de las obras de Cardozo. (Foto: Marcelo Javier Meneses Vargas / Alma Tunante)

Elizabeth Scott Blacud

He viajado pocas veces a Oruro. Una ciudad ni tan alta ni tan minera ni exótica ni rica, nada valle, nada trópico… Un amplio paraje plano que parece plegarse en una esquinita olvidada del país durante todo el año hasta la llegada de su fascinante carnaval. Por eso, salvo en febrero, Oruro es ciudad de paso, vacío de polvo y ladrillo desangelado, de calles largas y abiertas como el vientre de un pez. Así la representa mi memoria. Pero también extraña y entrañable. Por ese viento perpetuo y sibilante que sugiere misterios; por esos pobladores de pocas palabras, corazón pausado y afable.

Recuerdo una ocasión en la que Oruro me regaló, abiertamente, uno de sus secretos…

A principios de siglo, en un mes que no era febrero, paseaba por la ciudad con un amigo con el que nos entregamos despreocupados a curiosear callejas y avenidas, saludando los pocos árboles que nos salían al paso y aterrizando indefectiblemente en uno de esos restaurantes de comida sencilla, pero sabrosa, para luego retomar el vagabundeo. Nos sacamos una foto en una plaza, al lado de una escultura, giramos una calle, otra, hasta que, de improviso, dimos con una reja excepcional. Tenía vidrios empotrados y piedras de diferentes formas y colores que hicieron sonreír a nuestros ojos. Nos acercamos atraídos para descubrir que daba paso a un amplio patio que albergaba diferentes objetos, inútiles y bellos, creados en bronce, hierro forjado o granito. Pero sobre todo piedras y más piedras curvadas y coloridas, algunas colgantes, otras en hilera sobre los alfeizares y salientes de la pared, en las tejas y por el suelo, dispuestas entre el caos y la belleza buscada.

Quedamos perplejos, admirando todo aquello, haciendo conjeturas y alabando el buen hacer de los propietarios, cuando descubrimos que la reja no estaba del todo cerrada y presentaba un cartel que informaba que el sitio era, de algún modo, público. De todas formas, aún sin leer la inscripción, nosotros habríamos entrado, tal era nuestra curiosidad.

Ya dentro, divisamos a una muchacha joven, de lejos; y poco después, salió a nuestro encuentro un hombre de rasgos y gesto firme, alto y curtido, que emanaba serenidad. Era el Tata Cardozo, creador y dueño de esa casa-museo llena de encanto. Su familia estaba acostumbrada a las visitas, a la sorpresa y a las preguntas. Continuaron con sus quehaceres, pasaban por allí con naturalidad; mientras que él, amable y complacido, respondía a nuestro interés. Nos mostró algunas habitaciones atiborradas de cuadros en las paredes; se veían esculturas por doquier, de diversos materiales y resplandores, materiales reciclados, obras a medio hacer… Todo era lindo y excesivo. Seguimos sus pasos escuchando con la boca abierta, sintiéndonos privilegiados y agradecidos con el azar que nos había llevado hasta ese espacio tan mágico y singular.

Nos habló con entusiasmo de otros artistas bolivianos (recuerdo la vergüenza de no conocer a algunos), de las reuniones que organizaba, mencionó con orgullo a la gente famosa que había estado en la casa, que había escrito y rubricado en su libro de visitas. Lo que más me impresionó, sin embargo, fue el valor que daba a las esferas nacidas de la piedra. Una especie de búsqueda de la cuadratura del círculo, reflexioné, pero al revés. Un regreso a la forma perfecta a partir de la materia menos dúctil y más primitiva que pueda existir.

De hecho, en esos momentos, modelaba en las rocas sillas redondeadas, de diversas dimensiones y tonos —ya tenía un buen número— a las que llamaba “curules”: los asientos de los ediles romanos o los de nuestros actuales gobernantes. “Esta es la silla del poder”, nos dijo cogiendo una, “quien se sienta en ella, se corrompe”. Quedé sorprendida por el frenesí de su trabajo: eran muchas las sillas; por la contundencia del mensaje, sobre el que volví varias veces; porque la tarea a la que se entregaba era la de esculpir una verdad.

Estoy delante de un artista, pensé. Y en aquel atardecer, Oruro se iluminó memorable…

[Hoy la magia desgarró su velo]

Eduardo Kunstek

Hoy la magia desgarró su velo, la partida de Gonzalo nos priva del don más extraordinario que un ser puede tener. La capacidad de unir a todos, al unir a los artistas tomar de cada uno de ellos guardar un poco de su imaginación, tan solo la suficiente como para mantener la magia de al menos tres generaciones de artistas en su recinto que, desde su jardín, con sus esferas y figuras metálicas de su creación nos ubican en un espacio estelar, en una constelación si hablamos metafóricamente, lo cierto es que uno se encuentra inmerso en un espacio “Cardociano” por decir de alguna manera, ese estar tan propio de Gonzalo que vivando a la vida compartió con su familia, los artistas, los vecinos y la propia ciudad Oruro.

Es una pena muy grande ver partir a un ser humano cuya vitalidad constituía en mantener viva la creatividad. Qué extraordinario legado nos deja Gonzalo, un señor del arte, un gran mago del amor.