Un repaso al mejor libro publicado en el país en el año que se va y a otros siete títulos, definitivamente, entre los más destacados entre la prolífica producción de narrativa. Léase esta nota de dos diferentes maneras: en este par de páginas de El Duende, y en el portal web de esta revista orureña.
Martín Zelaya
No incurrir en clichés, a veces, es otro cliché. Y las listas de libros de fin de años es, creemos, una de esas veces. Es así que nos animamos nomás a lanzar un listado de buenos libros bolivianos de 2021, con sus respectivas reseñas y con algunas advertencias:
– Tomamos en cuenta solo a la narrativa.
– No decimos que son los mejores, simplemente advertimos que son libros que se dejan leer y bien (muy bien, algunas veces); que habiendo sido el año que se va prolífico en publicaciones, son una selección de una (otra) selección; pues, viejos lobos de mar ya en esto de la lectura, hace rato que no pretendemos ni queremos leer todo, y sí más bien apostamos –con poco margen de error, esperamos– por lo seguro o casi seguro.
– Somos, por lo tanto, conscientes de que pudimos haber dejado de leer algo que realmente valía la pena. Nos hacemos cargo.
– No consignamos libros de ensayo, pues de hacerlo, lo decimos desde ya, deberíamos haber puesto en primerísimo lugar Hacer y cuidar. Lecturas de Jaime Saenz (La Mariposa Mundial, 2021), de Luis Cachín Antezana.
– No incluimos poesía, pues ya muchas veces declaramos nuestra incompetencia en la materia. ¡Qué vergüenza!
– Solo destacaremos uno como “el libro boliviano del año”.
– Los restantes, no serán mencionados y reseñados por orden de mejor a menos peor, ni viceversa.
– En la edición impresa de El Duende, (por razón de espacio) solo aparecieron las reseñas de un par de los libros. En esta edición digital, aparecerán las ocho reseñas, a razón de una diaria, entre los últimos días de 2021 y los primeros de 2022.
Ocho títulos
“El” libro: El Llamo blanco (La Mariposa Mundial, 2021), de Jesús Urzagasti. Regalo inesperado (o casi) del gran poeta chaqueño que partió hace ocho años, pero cuya obra pertenece a la eternidad.
Los otros siete son ficción. Cinco novelas, dos libros de cuentos; cuatro autores, tres autoras. Un relato fantástico del subgénero weird fiction: Miles de ojos (El Cuervo, 2021), de Maximiliano Barrientos y otro, aunque no alejado de un realismo posible, sí muy inmerso en las mismas inquietudes distópicas que atraen al cruceño: Allá afuera hay monstruos (Nuevo Milenio, 2021), de Edmundo Paz Soldán.
Dos novelas que destacan por la exploración técnica –interposición de planos temporales y narrativos– y la solvencia para sacar adelante historias que sobreviven por sus trasfondos –lo que motiva reflexionar a partir de las vivencias de los personajes– por encima de los temas de superficie que fungen de palestra: Cuando vi la sangre (Editorial 3600, 2021), de Lourdes Reynaga y De esta noche no te marchas (Editorial 3600, 2021), de Rosario Barahona.
Una nouvelle, El rehén (Dum Dum, 2021), de Gabriel Mamani, una crónica familiar que repasa los tópicos sociales de las clases populares paceñas.
Y dos libros de cuentos: Los fantasmas del sábado (Editorial 3600, 2021), Adhemar Manjón, un divertimento muy bien pensado, que recorre la noche cruceña desde las diferentes miradas de un manojo de hermosos perdedores. Y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Plural, 2021), de Magela Baudoin, una colección de relatos que bien puede leerse como una síntesis de encuentros y desencuentros, como un muestrario de las relaciones, dinámicas y dialécticas que nos constituyen como individuos y que, bien encauzadas, conforman un reflejo inquietante de esto todo que somos como colectividad.
La exposición en homenaje al pintor Alberto Medina Mendieta, abierta actualmente en el Museo Nacional de Arte, nos trae a la memoria una vez más la extensa obra producida por este artista orureño durante 70 años, y la importancia que tiene dentro de la pintura boliviana contemporánea.
El museo exhibe una muestra de lo producido por Medina: una pequeña parte de las más de 1.000 obras realizadas en toda su trayectoria, lo que sin duda denota su alta capacidad creativa en una diversidad de géneros. El premio “Obra de una vida”, que le fue otorgado en 2011 por el Gobierno Municipal de La Paz, permitió apreciar una mayor cantidad de sus trabajos, en los diferentes géneros que cultiva, en seis museos de La Paz.
El pintor conjuga una vida consagrada al arte, desde una intensa búsqueda por explorar su universo creativo, a través de diferentes recursos expresivos. Oleos, acuarelas, esculturas, dibujos, grabados, esmaltes, murales traducen un trabajo signado por la exploración de un lenguaje que se quiere fiel a sí mismo.
Alberto Medina halla en cada superficie, en cada cuerpo, la oportunidad para transfigurarlo a través de las formas y colores que le dicta la iluminación del instante. Y de pronto es Medina que se despliega a través de trazos y manchas, de formas que van invadiendo los planos, germinando presencias, contornos dotados de una extraña vitalidad. El peso y la gravedad germinan en medio del soplo vital de un pincel que no cesa de crear mundos, de una paleta que termina concibiendo universos inéditos. En su obra artística se conjuga –entonces– una mirada hacia dentro y otra hacia afuera. Ambas se funden en la obra.
La mirada interior es el testimonio y la revelación de su realidad y el mundo que le rodea, por ellola temática de su pintura emerge especialmente de su entorno. Alberto Medina pinta el mundo que le circunda, sin embargo, este es tamizado a través de una sensibilidad que comulga con una condición social y una cosmovisión. Lo andino, lo minero, lo rural, lo inmediato cotidiano cobran vida y más que universos autónomos configuran una unidad complementaria, lo que termina otorgándole identidad a su obra. Esta toca la historia para enfatizar el orbe de los desposeídos. Ellos constituyen sus personajes paradigmáticos; desde ellos y a partir de ellos se plantea una mirada al país: mineros, grupos de k´oyas, huérfanos, palliris, rostros prohijados por la ignominia, vehemencias y crispaciones; indígenas que contemplan desde un silencio interpelante. No menos importante es el halo simbólico que los rodea: montañas, deidades, dentro de una atmósfera en la que el tiempo histórico se funde en el tiempo mítico.
Medina es un pintor de la solidez. Por ello, la materialidad de lo pétreo es una de las características que más llama la atención en sus lienzos. Bloques sólidos resueltos bajo formas semifigurativas traducen una poética de la concreción. Seres que bajo esta condición abrazan lo telúrico e insinúan desde su densa corporeidad la permanencia y su peso ontológico. Como la roca de las montañas, acusan perennidad y por lo mismo la vigencia transtemporal de su identidad no exenta de grandeza, pero también de dolor y padecimiento. La recreación de la monumentalidad andina traducida en una integración de bloques y junturas asemeja las estructuras del templo de Kalasasaya: el hieratismo como una forma de consagración de mitos y símbolos de nuestro legado ancestral. Mas, lo pétreo trama una textura que invade los seres y les dota de una identidad granítica. La piedra los posee y les otorga gravedad; es más, lo pétreo se torna piel y viceversa.
Los rostros en no pocos lienzos asemejan la faz monolitoide: mujeres, niños, presencias humanas que, conjugadas, expresan la marginalidad, el abandono, la desolación; pero también su envés: los cuerpos anudados del amor y la fruición erótica, el encuentro, lo maternal y esa ternura que exhalan los márgenes. Su pintura no funda su tensión en la aglomeración ni en la profusión de sujetos, más bien en una economía de presencias que conjuncionadas denotan intimidad, tensión dramática y una notable fuerza expresiva.
La mirada de adentro, a su vez, se torna doméstica, recuperando atmósferas familiares y paisajes; en más de un rostro asombra la plasmación de un realismo casi fotográfico, evidenciando el dominio de Medina de la técnica del retrato con rasgos y expresiones propias. En cambio, la acuarela es un espacio privilegiado para la escenificación de paisajes de provincia y ángulos urbanos; ahí se recrea este país recóndito que alberga el latido de casas, capillas soledosas, siluetas fugaces, vericuetos caros a los ojos del artista.
Se suma a este universo, su obra muralística, especialmente El juicio universal (Oruro, Iglesia del Socavón, 2004), donde coexisten personas copiadas de la realidad con una angelología y demonología que además de traducir la visión de Medina, representan seres caros al imaginario de la cultura popular de Oruro.
Medina no opta por el desborde de la luz, en su obra los colores se complementan de tal manera que terminan creando un clima psicológico y una estética fiel a los temas que aborda. Una combinatoria de cromáticas terrosas y ocres destacan torsos, rostros y manos. Con él, uno aprende a valorar el efecto discrecional de la luz, destellos austeros que revelan los cuerpos y las formas. Lo que no quiere decir que en algunos de sus trabajos –sobre el Carnaval de Oruro, por ejemplo– los colores no desplieguen una luminosidad y tonalidad intensas, inspirados en el poder centelleante de la fiesta.
La mirada de afuera, en cambio, traduce la marca estilística y formal de su pintura: lo aprehendido en la academia y la incidencia del contexto histórico bajo influjo de la revolución del 52, que pretende una orientación más social del arte y particularmente de la pintura.
La mirada universal del arte moderno que trajo el muralismo mexicano permite explorar nuestro arte vernacular imprimiendo su carácter pedagógico y revolucionario; sobre todo Diego Rivera que se consubstanció con el indigenismo de Miguel Alandia Pantoja. Medina se mueve en esta aguas, pero con características propias. Mantiene un cercano paralelismo con la obra de Humberto Jaimes Zuna y el Grupo Anteo, especialmente con Jorge Imaná, que no dejaban de desplegar sus pinturas bajo una vertiente social. Tampoco puede abstraerse su relación personal con Oswaldo Guayasamín, quién –con los rostros y manos crispadas en primer plano– compartió una estética y una in/tensión social con nuestro pintor.
En la obra de Alberto Medina se expresa el sufrimiento de un pueblo, producto de la explotación, que precisamente no condesciende a la lucha ni al fervor de la movilización disruptiva, como en el mexicano José Clemente Orozco o el boliviano Alandia Pantoja. A su vez, la textura de no pocos de sus lienzos se insinúa bajo el aura del expresionismo abstracto, técnica que nos recuerda el action painting de Jakson Pollock. Así, conjuga el pasado con expresiones contemporáneas del arte, incluso donde no dejan de percibirse manifiestas resonancias cubistas. No resulta extraño este panorama de influencia externa. Recordemos que además de años de labor docente, más su presencia en el mayo del 68 francés –donde realizó estudios de especialidad y participó activamente de la revuelta– lo mantuvieron vinculado a corrientes y artistas de vanguardia. De ahí que su mirada hacia afuera sea diversa y termine conjugándose con su mirada de adentro.
Medina ha experimentado con otros géneros plásticos como la acuarela, el grabado, el esmalte, la escultura, el dibujo. Ha ensayado en diferentes materiales como la cerámica, la chatarra e inclusive el hueso. Creó, además, constructos propios y atípicos bajo el marbete de “ocurrencias”, mediante las que remonta su propio estilo apostando por la experimentación con atisbos naif. La exploración del arte naipe ha desplegado obras que desafían una mirada plural, convocando diferentes perspectivas de lectura, desde una composición polivalente del espacio pictórico.
Un paseo atento por la obra de Medina permite percibir, más que fases, una incesante búsqueda de formas expresivas; es decir, libertad de desplazamiento entre diferentes alternativas plásticas. Si el leitmotiv temático es más o menos estable, no lo son los géneros, técnicas, cromáticas y uso de materiales; en cada uno de ellos el artista indaga, reinventa, genera coaliciones imprevisibles. Tanto son útiles un trajinado periódico, una madera deshechada, el afiche que es objeto de un re-make, como la escultura labrada en hueso. De este modo, parte fundamental de su lenguaje plástico es producto de una búsqueda heterodoxa, lo que revela una actitud abierta y de permanente experimentación creativa.
La obra del pintor orureño Alberto Medina Mendieta es extensa como intensa. Es una obra que traduce una búsqueda incesante, una obra en la que es posible mirar el país, sus rostros, sus zonas trágicas y luminosas. También es un lenguaje que no se detiene en irnos revelando la complejidad que somos, el espíritu que nos habita.