Texto leído en la presentación de la referida obra editada por La Hoguera, durante la Feria Internacional del Libro de La Paz.

Mariana Ruiz Romero
Generalmente, cuando nos toca presentar un libro, tenemos que presentar al autor, primero, y al contenido del libro, después. Sin embargo, en esta ocasión, encuentro esta división entre tema y autor muy difícil, porque este diario –a veces íntimo, y a veces tan sorprendentemente universal– me ha traído muchas dudas respecto a quién es verdaderamente Alfonso Cortez. ¿Es un periodista? ¿Es un esposo, hermano, amigo, abuelo? ¿Es un camba, nomás?
Indudablemente estudió periodismo, e indudablemente ama ser abuelo, como lo repite muchas veces en el libro (la segunda oportunidad, la chance de ser como un padre de nuevo, pero en versión mejorada, con mimos y sin tantas responsabilidades), pero también es un ávido lector, introvertido y renegón, que usa los libros y las bicicletas como escape de nuestra dolorosa e hilarante realidad.
Quienes amamos la lectura y vivimos en Bolivia vivimos permanentemente con la cabeza partida en dos: miramos con incredulidad el realismo mágico de nuestros políticos y nuestras instituciones, y soñamos permanentemente con el afuera, con las mejores versiones de la humanidad a las que podríamos aspirar, si escucháramos un poco al otro. Todos los libros son soliloquios, conversaciones que mantenemos con autores vivos y muertos, quienes ocupan un lugar distante y sonoro en nuestra experiencia sensorial. Leemos para saber quiénes son los demás y, también, para saber quiénes podríamos ser nosotros.
¿Y, por qué escribimos? Es una labor tan solitaria que nos sorprende cuando nos leen. Escribimos en primer lugar para nosotros mismos, para dejar constancia de lo que nos pasa por la cabeza y en el corazón. Y nos alegramos cuando llegamos al lector, porque estábamos buscando un interlocutor.
Este diario fue escrito entre marzo de 2020 (el peor número, más malo que el 13 y el 666) y marzo de 2021, periodo en el que en este país y en el mundo pasaron muchas cosas. Recordarlas, junto a Alfonso, implica sorprendernos: ¡ya hemos olvidado tanto, en defensa propia!
Este no es un compilado de artículos periodísticos, ni de chistes relacionados a la pandemia, ni de reseñas de libros. Tiene un poco de todo eso, pero, más que nada, este diario es una conversación y un registro de una época oscura, a la que Cortez ilumina con sus reflexiones. Hay momentos de desesperanza terribles, y hay momentos de esperanza conmovedores. Nos invita a acompañarlo y a recordar, junto a su vivencia, nuestras propias experiencias tras el encierro del confinamiento y las posteriores olas de violencia, enfermedad, muerte y decepción que vivimos en estos años.
Nos invita a recorrer con él algunos de los paisajes de su amada y denostada Sucupira, y también a recorrer algunos libros que le salvaron la vida en el encierro. (¡Qué lector voraz!) En Bolivia siempre quien lee queda como presumido ante los demás, porque nuestras estadísticas indican que en el país no se lee mucho. En otros lugares es normal, y no deja de asombrarme ver a gente de todas las edades aprovechando el transporte público para enfrascarse en la lectura.
Sin música, sin libros, sin plataformas streaming creativas, no habríamos podido sobrevivir al aislamiento. Sin la solidaridad de nuestros parientes, que armaron miles de kermeses para comprar oxígeno e insumos, y sin la indolencia de nuestros sucesivos gobiernos, no habríamos vivido en el país esta tragedia universal de la forma en la que la vivimos.
Alfonso ha descrito su realidad en el transcurso de 12 meses, y nos ha mostrado facetas nuestras a lo largo de todo ese recorrido. Con humor, a veces con desesperación, pero siempre con ganas de mirar hacia el futuro, nos invita a recorrer con él su Diario de pandemia. Les aseguro que uno sale transformado de esta fascinante experiencia lectora; riéndose y maravillándose de uno mismo y de nuestra idiosincrasia.