Diario de pandemia, de Alfonso Cortez

Texto leído en la presentación de la referida obra editada por La Hoguera, durante la Feria Internacional del Libro de La Paz.

Mariana Ruiz Romero

Generalmente, cuando nos toca presentar un libro, tenemos que presentar al autor, primero, y al contenido del libro, después. Sin embargo, en esta ocasión, encuentro esta división entre tema y autor muy difícil, porque este diario –a veces íntimo, y a veces tan sorprendentemente universal– me ha traído muchas dudas respecto a quién es verdaderamente Alfonso Cortez. ¿Es un periodista? ¿Es un esposo, hermano, amigo, abuelo? ¿Es un camba, nomás?

Indudablemente estudió periodismo, e indudablemente ama ser abuelo, como lo repite muchas veces en el libro (la segunda oportunidad, la chance de ser como un padre de nuevo, pero en versión mejorada, con mimos y sin tantas responsabilidades), pero también es un ávido lector, introvertido y renegón, que usa los libros y las bicicletas como escape de nuestra dolorosa e hilarante realidad.

Quienes amamos la lectura y vivimos en Bolivia vivimos permanentemente con la cabeza partida en dos: miramos con incredulidad el realismo mágico de nuestros políticos y nuestras instituciones, y soñamos permanentemente con el afuera, con las mejores versiones de la humanidad a las que podríamos aspirar, si escucháramos un poco al otro. Todos los libros son soliloquios, conversaciones que mantenemos con autores vivos y muertos, quienes ocupan un lugar distante y sonoro en nuestra experiencia sensorial. Leemos para saber quiénes son los demás y, también, para saber quiénes podríamos ser nosotros.

¿Y, por qué escribimos? Es una labor tan solitaria que nos sorprende cuando nos leen. Escribimos en primer lugar para nosotros mismos, para dejar constancia de lo que nos pasa por la cabeza y en el corazón. Y nos alegramos cuando llegamos al lector, porque estábamos buscando un interlocutor.

Este diario fue escrito entre marzo de 2020 (el peor número, más malo que el 13 y el 666) y marzo de 2021, periodo en el que en este país y en el mundo pasaron muchas cosas. Recordarlas, junto a Alfonso, implica sorprendernos: ¡ya hemos olvidado tanto, en defensa propia!

Este no es un compilado de artículos periodísticos, ni de chistes relacionados a la pandemia, ni de reseñas de libros. Tiene un poco de todo eso, pero, más que nada, este diario es una conversación y un registro de una época oscura, a la que Cortez ilumina con sus reflexiones. Hay momentos de desesperanza terribles, y hay momentos de esperanza conmovedores. Nos invita a acompañarlo y a recordar, junto a su vivencia, nuestras propias experiencias tras el encierro del confinamiento y las posteriores olas de violencia, enfermedad, muerte y decepción que vivimos en estos años.

Nos invita a recorrer con él algunos de los paisajes de su amada y denostada Sucupira, y también a recorrer algunos libros que le salvaron la vida en el encierro. (¡Qué lector voraz!) En Bolivia siempre quien lee queda como presumido ante los demás, porque nuestras estadísticas indican que en el país no se lee mucho. En otros lugares es normal, y no deja de asombrarme ver a gente de todas las edades aprovechando el transporte público para enfrascarse en la lectura.

Sin música, sin libros, sin plataformas streaming creativas, no habríamos podido sobrevivir al aislamiento. Sin la solidaridad de nuestros parientes, que armaron miles de kermeses para comprar oxígeno e insumos, y sin la indolencia de nuestros sucesivos gobiernos, no habríamos vivido en el país esta tragedia universal de la forma en la que la vivimos.

Alfonso ha descrito su realidad en el transcurso de 12 meses, y nos ha mostrado facetas nuestras a lo largo de todo ese recorrido. Con humor, a veces con desesperación, pero siempre con ganas de mirar hacia el futuro, nos invita a recorrer con él su Diario de pandemia. Les aseguro que uno sale transformado de esta fascinante experiencia lectora; riéndose y maravillándose de uno mismo y de nuestra idiosincrasia.

La mirada infinita de los seres diminutos

Texto que la autora leyó en la presentación de Insectario (El Cuervo, 2022) en la Feria Internacional del Libro de La Paz.

Portada de Insectario, El Cuervo.

Sulma Montero

Estoy emocionada al presentar los poemas que componen Insectario, de Juan Pablo Piñeiro. Los percibí después de la noticia de su cercanía a través de un sueño en el cual una gran luz aguamarina nacía incólume, trastocando la noche de los tiempos. En la atmósfera flotaba el aroma inconfundible a tinta de imprenta. Agudicé la visión y advertí lo que presentía: era evidente que se fraguaba un libro y, como si el rumor de las hojas fuera el movimiento de las alas de un animal diminuto, me parecieron destinadas a consumar un fuego por el momento invisible.

De pronto, de la penumbra, emergieron grabados antiguos de insectos que despertaban para comunicarnos su estadía en la Tierra. Era la aparición cósmica de una voz que surgía en los entresijos de lo onírico y crecía, mágicamente, desde lo más pequeño, mediante un juego de líneas y letras que se metamorfoseaban al descollar en una conmovedora oración.

Me quedé pensativa, esperando el primer libro de poemas de mi amigo. Me llegó pasado un tiempo, por WhatsApp, con el sello de la editorial El Cuervo ydedicado a su madre. Maravillada por el claro color de la portada y las ilustraciones creadas, cual filigranas, por Mario Piñeiro para cada una de sus partes; admiré los collages donde se muestran, dueños de sí mismos y exponiendo su intimidad, los insectos, que nos invitaban a participar de un delicado y bizarro microcosmos en el infinito de la página.

Sumergida en la lectura de los 23 poemas vertidos en cinco partes: Larvas, Pupa, Subímago, Ímago e Invocación, agradecí el regalode una espiral de numinosas emociones. Ingresando a Larvas, me detuve en la familia Odonato: Ashitsu /Nace del agua, /despliega sus alas, /la libélula.; haiku que inicia el canto del poeta etólogo.

Recordemos al científico austriaco Konrad Lorenz, cuando hablaba de una psique animal, de sus deseos, apetencias y miedos, situándonos ante el umbral del mundo de lo recóndito, donde comienzan a suceder las transformaciones. En Pupa, el poema “Paraísos artificiales”, expresa: He descubierto con dicha y espanto /que cada uno de nosotros /es el avatar de un insecto, /celda de miel, /estatua de cera fractal, adorado talismán de muchas lunas invocadas.

Nos vemos involucrados en una realidad profunda en la cual estar frente a un insecto cobra otra perspectiva y abre el acceso al estado de lo inefable, cuando remata: Todo está lleno de nosotros / menos nosotros, interiorizándonos para aceptar ser cómplices de su escritura. Luego, como una revelación, llega el poema “Abeja reina” con una pregunta que se resuelve en sí misma, llevándonos a atender un mensaje de unión con el otro ser, el que nos complementa, como la abeja reina o los demás insectos e insectas que habitan la Madre Tierra: ¿Acaso la vida no debería ser otra cosa?… /una aventura silenciosa /de un habitante del desierto /que ha decidido/no moverse de su sitio /hasta que, a sus pies, /crezca un árbol /y brille verde en el sol.

A partir de ese momento algo destella hacia adentro; los poemas parecen recordarnos que hay que saber mirar para reconocer el sendero bañado por una única y titánica luz.

Insectario nos enseña lo valioso de la vida como finalidad de la humildad, a retomar el viaje siendo parte de la armonía con la naturaleza, a respetarla, aprendiendo de los pueblos primitivos, quienes defendían la tierra como un ser primordial de la creación y se comunicaban de manera espontánea y amorosa con todo organismo vivo. A decir del poeta maliense Ismael Diaidé Haidara: Nos acercamos a lo humano por nuestros actos, pues existimos porque los demás existen, y los demás también son los insectos, esos seres que transitan por el libro como las letras que los escriben y transfiguran al lector, y que luego se instauran en el poema “Crisálida melancolía”, al consagrar una filosofía de vida que poco tiene que ver con los hombres y, sin embargo, cobra magnificencia.

La alquimia de lo esencial parece manifestarse en boca de estas criaturas y sus cualidades casi divinas, haciéndonos parte de ellas, pues en Ímago nos convertimos en ellas; invitados a encarnarlas, a descubrir su idioma, así como su forma de tocar y discernir el micro mundo.

“Idioma escarabajo” evidencia ese camino, el insecto o la insecta, ya camarada, nos habla de sus preferencias por los miradores bajitos, de los detalles ensanchados del corazón azul de los seres diminutos, y además…nos enseña a respirar como algunos espíritus y todas las plantas.

Imbuida en el poema “Zumbido”me pregunto: ¿de qué miradas infinitas hablamos si la estratósfera, la tropósfera y la exósfera son las células de una madre en gestación?, ¿si en la vida, como se escribe en los primeros versos de Insectario, un único segundo tiene pasado? Es un hecho que todos venimos a nacer y morir a este planeta,quizás debamos intentar amarlo.

Al final, el poeta se refiere al milagro de las transformaciones de su propia vida: agradece el estar aquí a su madre y a todos los insectos por medio de una “Invocación”, tránsito con el que corona el libro.

La poesía es el misterio del ciclo, de nuestro ciclo ya encendido. La llama que alimenta el fuego, se ha tornado visible. Todo ha sucedido porque debía suceder. Y somos parte de un diáfano paradigma, enriquecidos por una ética de vida, que nos convoca a escuchar y honrar a todos los habitantes de la naturaleza.

Juan Pablo, hermano de las cosas pequeñas y las miradas infinitas, bienvenidos sean los poemas de Insectario.

La presentación de Insectario en la FIL. (Foto: Marcela Araúz)

Roberto Valcárcel, maestro

Un perfil del destacado artista plástico boliviano, a poco de cumplirse un año de su desaparición física.

Valcárcel en su juventud.

Efraín Bueno

Pretendo en estas líneas trazar un retrato escrito del que fuera maestro, artista, fotógrafo, pedagogo, conferencista y, sobre todo, un hombre creativo: Roberto Valcárcel Möller (1951-2021). Parto de un legado teórico y vivencial, pues fui su discípulo tras ser parte de un taller que impartió en 1985 en La Paz. Este es un intento de brindarle un homenaje póstumo a un año de su partida que, lejos de llevarse al artista, más bien acercó más sus ideas por lo que su presencia es, definitivamente, mucho más fuerte que su ausencia.

Tras sus estudios secundarios en el Colegio Alemán de La Paz, Roberto logró una beca para estudiar arquitectura en Alemania, donde conoció a Joseph Beuys que influyó decididamente en su formación profesional y que años después lo nombró representante oficial de la Escuela creativa internacional en Bolivia.

Ya metido de lleno en el mundo del arte plástico, formó parte de la vanguardia artística boliviana e introdujo medios alternativos en recordadas intervenciones junto a Gastón Ugalde y otros artistas. Utilizó el dibujo, la pintura, la escultura, la historia del arte, el performance y las instalaciones para comunicar ideas, proponiendo siempre alternativas distintas y originales de percepción e interpretación de la realidad.

Lector obsesivo en los campos del arte y la filosofía, mencionaba una y otra vez como referentes a Paul Watzlawick, Richard Rorty, Arthur Danto y Dardo Scavino entre otros. Le atraía el cambio en las ideas, la transformación permanente, el movimiento. Repudiaba cualquier forma de adoctrinamiento; era radicalmente ecléctico.

Y melómano: la música también era parte fundamental de su vida. En su ambiente de trabajo casi siempre había un teclado. En sus años juveniles conformó una banda junto a Javier Saldias, uno de los mejores bajistas de Bolivia. Era un hombre de ideas y arte en todo el sentido del término. Lo recuerdo vistiendo siempre ropa holgada, pues afirmaba que no había que vestirse a la moda sino creativamente. No dejaba de reparar en la “insoportable circularidad de la vida”, la monotonía de la misma: “se nace, se crece, se reproduce y se muere”, decía y enfatizaba en que era necesario salir de esa rutina.

Maestro y pedagogo

Paralela a su faceta creativa fue su vocación de maestro. Fue profesor de dibujo y creatividad, docente universitario y dio innumerables talleres y seminarios. Era un maestro muy didáctico, decía mucho aun sin hablar, con ejemplos y lecturas. Hacía de sus clases un campo extendido de su obra artística: sus cursos eran una obra de arte, cual si fuera un performance en formato educativo.

El autor de esta nota junto a su maestro, Roberto Valcárcel.

Su modelo pedagógico se puede relacionar con un “radical constructivismo”: dejaba que el estudiante construya su conocimiento, su obra, respetando su técnica y el ritmo de aprendizaje de cada uno.

Cuando daba clases de Morfología en la Facultad de Arquitectura de la UMSA, superaba de lejos el cupo de alumnos ya que todos querían pasar clases con él. Lamentablemente ese trabajo le valió una inmerecida acusación política, pues sucedió durante un gobierno militar.

Una de sus referencias ineludibles, también en la docencia, era la noción de pedagogía libre de Joseph Beuys en la que la planificación, el plan de desarrollo curricular están al final, a la inversa de lo que se acostumbra en el sistema oficial.

En sus últimos años, ya residiendo en Santa Cruz, fue parte del proyecto Pintovía en el que trabajó ayudando a jóvenes a desarrollar capacidades mentales creativas utilizando un método desestructurado.

Arte y cognición

Roberto no escribía mucho –a mediados de los 90 elaboró textos para el Ministerio de Educación–, pero era un buen lector, lo que le permitió introducirse en los insondables laberintos de la filosofía contemporánea. Así fue como adquirió una admirable solidez teórica, que supo aprovechar al máximo dada su disciplina personal.

Roberto concibió el arte, ante todo, como un proceso de cambio permanente; una especie de máquina que genera otredad y alteridad, que permite obtener nuevas visiones de la realidad; una actividad para crear dispositivos, puertas que dan paso a percepciones. El arte, en su pensamiento, debía abrir los ojos.

Círculo cromático de ataudes.

Siguiendo la idea de Theodor Adorno de que “el arte fracasa cuando triunfa; el arte triunfa cuando fracasa nuestra percepción”, Roberto sostenía que, en la medida en que todo cambia, sería justo cambiar de nombre al arte. Y tal como veía las cosas, para él el nombre más adecuado sería “cogni”.

A partir de estas concepciones pude entender una acepción del arte como una forma de conocimiento y pensamiento que permite reflexionar y cuestionar la realidad; y, por consiguiente, que a partir de la obra de arte el sujeto tiene la capacidad de asociar, vincular, cual estimulo visual, generando una amplia gama de posibilidades. Comprendí, gracias a Roberto, que la pieza artística, el objeto, no carga significado, que la obra de arte no tiene mensaje, sino que es el que la mira quien le da sentido. El arte es polivalente, polisémico, abierto a muchas posibilidades a partir del triángulo virtuoso conformado por: artista-obra-observador.

Entendí, siguiendo a Roberto, que quizás el objetivo final del arte sea generar individuos pensantes que a partir de la cognición ejerzan su potencial de percibir, sentir, analizar y leer la realidad.

Obra artística

Su vasta obra incluye dibujos, pinturas, objetos, instalaciones, performances, medios alternativos que en sumatoria conforman una suerte de investigación y experimentación permanente. Así, habría que mencionar la serie “Torturados” de 1977, en técnica de grafito sobre madera, o el “Campo de alcachofas” de los 80, una serie de acciones corporales: cuerpos pintados de colores.

Su incansable labor creativa tuvo también puntos altos en la arquitectura. Baste mencionar la residencia Morales construida en la zona sur de La Paz, que introdujo en Bolivia lo postmoderno como estilo arquitectónico. En diseño gráfico son memorables sus carteles, con una escuela definida y metodología clara y sencilla. Asimismo, piezas únicas de mobiliario.

Ordenado y analítico; escéptico e irónico con su obra y sus acciones, Roberto Valcárcel enseñó a querer y amar el arte, a pensar diferente, a crear, a divertirse con lo que uno hace. Es justo y necesario rendirle un homenaje agradeciendo su labor y función en la sociedad.

Performance de colores (1985).

Huaco retrato: un retrato del universo latinoamericano

Reseña del libro de la peruana Gabriela Winer que es todo un suceso a nivel internacional y que hace poco salió en la editorial boliviana Dum Dum.

Portada de la edición boliviana de Huaco retrato.

Irina Soto Fukutani

Cada tanto sucede: una estrella, una galaxia, o un universo desconocido colapsan y explotan. Tengo un álbum en el móvil donde reúno capturas de pantalla que tomo cuando encuentro este tipo de noticias. Una titula, “Detectan la mayor explosión del universo desde el Big Bang”. Pienso: ¿Cómo se escribe ese haz de luz enceguecedora, esa energía que se libera cuando un agujero negro se traga toda la materia que está cerca? ¿Huele a azufre o a humo? ¿Hace algún sonido, un tic tac de la muerte? ¿Cómo se pone en palabras ese breve milisegundo en el que un universo entero estalla en millones de partículas e ilumina todo eso que antes nos resultaba desconocido, negado? 

La ciencia dice que describir una explosión de ese tipo en términos humanos es muy, muy difícil, pero aun así se aventura y ensaya: “sería como si se desencadenaran 20 billones de explosiones de un billón de megatoneladas de TNT cada milésima de segundo durante 240 millones de años”. Algo imposible de imaginar, demasiado violento para no ser ficción. Pero eso es exactamente lo que intenta hacer el primer libro de ficción de Gabriela Wiener, Huaco retrato. ¿Por qué escribir sobre el origen de la propia familia, sobre un antepasado monstruoso, arriesgando a borrarse a una misma? ¿Por qué escribir un libro que es una promesa de aniquilación? Gabriela Wiener busca respuesta a esas preguntas hurgando un poco en su familia, que puede ser cualquier familia peruana, latinoamericana. Y eso es lo que hace de Huaco retrato una lectura necesaria en Bolivia.

Me imagino a la protagonista de Huaco retrato así: con una decena de cartuchos de dinamita debajo de la chamarra y el pulgar de la mano derecha sobre el detonador. Una mujer que se inmola para iluminar todas las huellas que la colonia nos ha dejado, estas hirientes maneras en las que habitamos nuestros cuerpos: sus colores, sus olores, sus formas, las lenguas con las que lo nombramos, el sexo y el placer que le permitimos. Ella es la fuente más brillante de energía antecedida por el colapso de esa galaxia que es su vida. El primer cartucho es la muerte de su padre, pero la muerte nunca es solo eso, ¿cierto? Boom. Estalla la muerte de un padre mestizo blanco que deja viuda a una chola (y a una amante). Un padre que además tiene un apellido extranjero. Boom. Un padre que se apellida Wiener, como Charles Wiener, un personaje extraviado en su eurocentrismo, violento y atrozmente racista, dice Gabriela, su tataranieta. Gabriela, la autora, me lleva de regreso a mi padre. Su historia personal es demasiado universal, porque ¿qué es más universal que el racismo? ¿Qué familia de mestizos en los Andes no celebra cuando la piel es más blanca y los ojos más claros? ¿O soy la única a la que le hicieron la broma fácil de “mejorar la raza” cuando me casé con un extranjero?

Otro cartucho: la migrante que en España tiene cara de peruana. Boom. La hija que entiende qué es ser sudaca y panchito. Explota: la india que vino a estudiar a España y no aprendió nada. La que vino con su esposo cholo y se enamoró también de una mujer blanca. La mujer que busca trazar un origen y nos lleva a pasear por los zoológicos humanos de mediados del siglo XX en Europa: indios y negros a los que les impedían bañarse para que dar con el tono salvaje que esperaba el público. Salvajes a quienes les arrojaban carne cruda que los administradores preparaban para que parezcan caníbales, porque mientras menos humanos, mejor. Así era como los retrataba su tatarabuelo, saqueador de patrimonio latinoamericano. Boom. Todo escrito por el cuerpo de una mujer marcado por esta herida: ser un cuerpo afeado, un monstruo irreversible. Un libro que hurga tanto en ese intento por descolonizar que hasta se niega a ser novela, relato, crónica, ficción, no ficción. 

Este primer libro de ficción de Gabriela Wiener es quizás el que he sentido más cercano a la realidad; a la mía, que también parece ser la tuya (pienso en mi mejor amiga) y la suya (pienso en mi madre). Lo que hace Gabriela, la autora, es virtuoso. Escribir uno de los libros con todo el potencial de ser el principio de algo en muchas vidas no es poca cosa. Es extraordinario. Todo además, contado con humor entre tragedias. Si has nacido en una ciudad latinoamericana, si has migrado o nacido en un hogar migrante, si eres más oscura que tus padres, más clara que tus hijos, si eres nieta de ojos verdes  o hija de un perfil como el que mi compañero del colegio llamaba “cara de resto arqueológico Tihuanacota”, vas a entender porque Huaco retrato es una lectura necesaria para todo cuerpo racializado que ha nacido en Bolivia, ese territorio que un día fue la hermana siamesa del Perú. 

¿Qué tanto se sabe de Perú en Bolivia? ¿Es igual decir me fui de vacaciones a Lima que decir me fui para Buenos Aires, Miami, Punta Cana? ¿A qué escritoras peruanas se leen en Bolivia? A Gabriela Wiener, en la universidad no la leí. Aunque el docente de redacción periodística, mis compañeros, yo, nuestro padre o madre, abuelo o abuela teníamos cara de huaco: a Gabriela Wiener, una de las mayores representantes de la nueva crónica latinoamericana, no la leímos. Cuando hice teatro, tampoco revisamos obras de teatro peruanas. Siempre Argentina, España o Chile. Qué importante hubiera sido leer a Gabriela Wiener antes. Qué necesario es leerla ahora. A ella y a otras autoras, a todas las mujeres más oscuras, más jóvenes, más diferentes a una misma.

Todo libro tiene siempre un lugar que se siente personal, que se subraya y el mío es ese lugar que intenta explicar los mundos dentro de una familia. No conozco un mundo en el que toda una familia tiene el mismo color de piel, la misma forma de hablar, un mundo en el que la familia extendida es un nosotros, y los de afuera un ellos. Desde pequeña, aprendí, al igual que las dos Gabrielas, que existen dos mundos muy diferenciados: el mundo de las manos oscuras y el cabello negro, el de nosotros, y el de las manos más claras y el cabello castaño, el de ellos. El enemigo no estaba afuera, estaba siempre sentado en la mesa, era esa tía que te decía: “tápate del sol o te vas a volver más negra”; la abuela que te ordenaba: “el plato con más comida para tu tío el jovero”; la prima que te decía “¿ese te gusta? ¿Pero está quemadito o es así?”. 

Gabriela Wiener es parte de esta gran conversación que está tomando lugar en la literatura latinoamericana: busca destruir el mundo tal como lo conocemos, para inaugurar otro, para empezar a crear todo de nuevo a partir de la escritura.

Fragmento de Huaco retrato

Ya desde niña sabía que venía de mundos muy diferenciados, el de los Wiener y el de los Bravo, aunque fueran apellidos que convocaban ambos, forzando un poco, el triunfo y el aplauso. Las dos familias tenían orígenes relativamente humildes, pero en Lima es muy distinto ser pobre descendiente de ancashinos o monsefuanos, que pobre descendiente de europeos… Ni los Wiener eran basura blanca, ni los Bravo cholos de mierda, pero sus vidas corrieron en paralelo como solo pueden correr las vidas separadas por el color en la excapital del virreinato del Perú. Por eso, quizá, los Wiener consiguieron aferrarse como un clavo ardiendo a la clase media estable y aspirante, mientras los Bravo siempre han hecho equilibrismo al filo del precipicio.

Hasta que un día esas vidas se cruzaron como dos ríos. 

Mi padre fue el único que no se casó con una mujer mestiza blanca. Sus dos hermanos lo hicieron. El hermano de mi mamá se casó con una mestiza blanca. Mi mamá se casó con un hombre mestizo blanco. 

Pero mi papá se casó con una chola.

Durante mucho tiempo, de niña y adolescente, quise sentirme más Wiener que Bravo, porque ya intuía que eso me daría más privilegios o menos sufrimientos, pero mis evidentes rasgos físicos, el color marrón que me hace india en España y color puerta” en Perú, me hicieron una Bravo más.

Eduardo Kunstek en la eternidad

Redacción El Duende

Publicado en El Duende 59, el 13 de agosto de 1995.
Publicado en El Duende 88, el 21 de septiembre de 1996.

Ha partido a la eternidad el poeta orureño Eduardo Kunstek, piedra angular de El Duende en sus inicios, poeta de exquisito verso y entrañable animador de tertulias. Desde estas páginas le rendimos homenaje con una breve selección de poemas, como adelanto de un dossier especial en su honor que se publicará en la edición de este domingo.

Arquitecto de la noche

Las palabras de la noche son estrellas
astronomía humilde sobre café negro
soledades que sueñan juntas la tibieza
de lenguajes sin eco compartidos.

Las palabras son el sueño del insomne
descubren al dueño de la voz
y a sus amigos la lejana grandeza
de una estrella; le dan luz o la construyen.

A un poeta no se lo hiere
–es preferible matarlo–
pues de la llaga podrían salir palabras
más dulces de lo mismo que significan:
verbigracia, narguile, remolacha.
Tampoco un poeta miente pues su palabra
es la anti-mentira
verbigracia: Un poeta no muere
se resquebraja como hoja seca para ser música
se impacienta y se abraza a la muerte
frente al brillo de unos ojos que la propician
el fulgor de unos ojos como los tuyos.

Tomado de El recurso del fuego

Publicado en El Duende 70, el 14 de enero de 1996.

Eduardo Kunstek Montaño (Oruro, 1952)

Destacado poeta autor de cinco poemarios publicados entre 1989 y 2021. Fue uno de los fundadores del suplemento cultural El Faro que luego dio paso a El Duende. Miembro del movimiento “15 poetas de Bolivi”a. Desde hace varios años radicaba en Santa Cruz. En el libro Letras Orureñas se lee: “La poesía de Eduardo Kunstek es inteligente, rigurosa, culta y elegante. Sus poemas son un ejercicio aleccionador de sensibilidad y sobriedad poéticas”.

Dos poemas por el Día de la Madre

Cartas a mi madre

Ramiro Condarco Morales

FLOR DE OTOÑO. Perpetua enmudecida.
Rosa blanca de abril. Sueño de infanta.
Perlado pelo cano te hizo santa:
Santa imagen de amor despedida.

Cada vez más distante y más sentida
por tanta pena y amargura tanta
que siempre tu recuerdo me adelanta
al reencuentro de tu última partida.

Cautivo del pasado. Nada llena
en mi alma enferma de dolor tu ausencia.
Quise ser luz de sol para tu pena,

y sólo he sido reverbero inerte.
Quise ser la extensión de tu existencia
y sólo soy la sombra de tu muerte.

¡Puerto Agonía al alba! ¡Madre mía!
¡Quien creyera que de acá te escribo!
¡Aunque, Madre, aún exista, ya no vivo!
¡Ya no vivo tu vida ni la mía!

¡Puerto Dolor, donde la luz no es día:
ni paisaje hiemal ni aliento estivo!
¡Una ascensión sin fin de paso esquivo
tanto más dura cuanto más tardía!

¡Tiempo incierto, doliente, acibarado!
Desbordante de luz, pleno de sombra.
Flujo incorpóreo, triste y reiterado.
¡Eter vivaz sobre la nube-alfombra!

¡Un espectro a la espera del Buen hado!
¡Y una voz que te llama y que nombra!
Puerto Desolación en hora mustia.
Te escribo desde el polen de los lirios,
desde  las rosas blancas y los cirios,
desde la sombra muerta de mi angustia.

Puerto Desolación en tierra adusta
huyeron ya calvarios y delirios,
las sombras del pasado y tus martirios…
En paz descansa tu aflicción augusta.

Puerto Desolación. ¡Ya nada late,
nada vibra, ni vive ni palpita,
nada pulsa ni vuela ni se abate.

No hay calor, no hay paisaje, no hay sonido,
mi corazón lo siente y acredita.
En él, también, ha muerto hasta el latido.

Puerto Ausencia a la fecha en el Vallado.
Te busco en el rocío que desgrana
la doliente oración de la mañana
en la espiga del pan abandonado.

Refección que no sabe a tu pasado,
muerdo tan sólo mi presencia humana…
El triángulo de luz de la solana,
como nunca, silente e inanimado.

Te busco en la fatiga de mis músculos,
y, al calor familiar de mi aliento,
en el claro arrebol de los crepúsculos.

Y de pronto renaces en mi mente,
pero en tal soledad y apartamiento
que sí estás sola, es que yo estoy ausente.

Puerto Esperanza al fin del camino.
Tu lo viste en verdad reverdeciente.
El eras tú: criatura de tu mente,
Él era yo: retazo de tu sino.

Puerto Esperanza abierto al sibilino
soplo de la existencia. Aunque doliente
mi alma te reclama y hoy te siente
como el propio matiz de mi destino.

Puerto Esperanza al fin de mi sendero.
Más allá sólo el mar: otra esperanza
que aquieta mi dolor en agua mansa.

Esperanza: postrer pan del arriero,
promesa austera de volver a verte
mientras tu vas a Dios y yo a la muerte.

¡Salve madre!

(A Ernestina Soza Pérez).

Rómulo Quintana Soza

Sola…
Despertaste, surgiendo
del silencio silente.

Profundo y primer suspiro…
Certero y seguro
de seguir el sendero.

Tu cuna
no supo de la suave seda,
mas, supo de la cebellina
del sublime sentimiento.

Ansiosa…
Subiendo subiste
a los cenitales celajes,
con tu cesta cestada
de sapiencia.

El sacrificio de tu vida…
Símbolo Sempiterno
de la sensible sencillez…
es la brillante centella de luz
que guía los pasos del amor…

Ser del suplicio superior…
Señora, Soberana.
Sencilla en su sortilegio.
Solícita cual ninguna…

Sumida en el sufrimiento,
en la ciénaga sombría,
susurrabas cual señorial
santuario del Sacrificio.

Cerraba tu cielo
la cercana, sedienta
y mortal sentencia de la noche…

¡Salve!
Santo ciclamor.
Sigue tu luminoso sueño…

Duerme, Madre, duerme…
Duerme tu dulce y solaz silencio…

(Con todo el amor
que puedas imaginar…)

Libro-lectura-lector. Aproximaciones, conceptos y guiños

A propósito del Día de Libro que se recordó hace tres días, recuperamos algunas citas, definiciones e ideas sobre la cadena libre-lectura-lector, de la pluma de varios reconocidos escritores en lengua hispana.

Martín Zelaya

El 23 de abril se recordó el Día Internacional del Libro. Hace justo 27 años a los señores de la Unesco se les ocurrió institucionalizar esta fecha por una feliz triple coincidencia que, al final, resulta que ni es feliz ni es coincidencia.

En 1616, “ese día”, fallecieron (por eso no es feliz) Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega; ese es el argumento, pero… a fin de cuentas resulta que no. El autor del Quijote murió a últimas horas del 22 y lo enterraron el 23, y el genio creador de Hamlet sí murió el 23 de abril, pero del calendario juliano, que correspondió al 3 de mayo de ese 1616 en el gregoriano; es decir, 10 días después que su par español (por eso no es coincidencia).

Muy aparte de este enredo vale, cómo no, celebrar al libro como objeto o sujeto, como vehículo, canal y mensaje, como impulso y cenit de transformación y evolución. Y claro, de paso a la lectura, el verbo: el acto de leer; el vicio, costumbre, necesidad; el don.

Partiremos con Piglia, promediaremos con Piglia y terminaremos con Piglia. ¿Qué es un lector? Se pregunta el maestro argentino en uno de los capítulos de su celebrado El último lector. “Primera cuestión –se responde–: la lectura es un arte de la microscopia, de la perspectiva y del espacio (no solo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física”.

Esto me recuerda a un querido amigo, Edwin Guzmán, que hace ya más de cuatro lustros, cuando era mi profesor en la universidad, dijo que la única manera de escribir bien era, antes, sentarse a leer, leer, leer y leer, y que por eso “para ser buen escritor, hay que tener buenas nalgas”. Y eso me recuerda –también– otra valiosa enseñanza de Jesús Urzagasti: “tienes que trabajar (se refería al oficio de escritor) hasta que te caguen las palomas”.

Sobre la lectura –rebuscando en mi biblioteca– encontré algunas interesantes reflexiones. Dice Javier Marías en el ensayo “Mi libro favorito” de Literatura y fantasma:

«…escribir es, en suma, la forma más perfecta y apasionada de leer, y seguramente por ese motivo los adolescentes, que suelen disponer de tiempo, se toman la molestia de transcribir a veces el poema que tanto les ha gustado: volverlo a escribir es no solo una manera de apropiarse de él, de asumirlo y de suscribirlo, sino también la mejor manera de leerlo, la más cabal, la más alerta, la más segura».

Más de una vez he citado en artículos anteriores este párrafo que el enorme Sergio Pitol escribió en su libro El arte de la fuga:

«…uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuántos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas».

Ya promediando, otra vez Piglia:

«El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es solo una práctica, sino una forma de vida».

Y para ver cómo vamos por casa, hace algunos años, en un texto publicado en LetraSiete y también en ocasión del Día del Libro[1], les pedí un par de párrafos sobre este tema a algunos escritores bolivianos. Liliana Colanzi escribió: “entro a los libros como ladrona… buscando qué saquear. Y Maximiliano Barrientos: “la lectura de ficción es una experiencia tan íntima como el sexo”.

Antes de cerrar lo de leer-lectura y pasar a lo de libro, el otro día, revisando una vieja entrevista que le hice a Eduardo Galeano, vi que después de varias preguntas, le pedí al uruguayo que escriba breves frases de descripción-concepto sobre algunas palabras que le plantee. Esto escribió Galeano a vuelta de correo electrónico:

Lector: “Yo fui muy amigo de Julio Cortázar, pero no coincido con él en aquella definición del ‘lector hembra’, en el sentido de lector pasivo. Primero, porque ahí a Julio se le escapó el machista que todos tenemos adentro, y segundo porque el acto de lectura, cuando es verdadero, es una comunión donde las palabras van y vienen y terminan perteneciendo, también, a quien las recibe”.

Libro: “Cuando el libro vale la pena, está vivo y respira. Uno lo siente respirar cuando lo apoya en la oreja”.

Ya que lo mencionamos, Cortázar dijo: “los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”. Y ya que hablamos del Cronopio, por qué no a su gran amigo el Gabo, quien en una entrevista con Darío Arizmendi sostuvo: “los escritores siempre pensamos que el libro es como nosotros pensamos que debe ser y no como piensan los otros que debe ser”.

Dos más antes de cerrar. El cochabambino Rodrigo Hasbún describe: “libros: artefactos peligrosos, maquinitas misteriosas” y el gran Augusto Monterroso en “El autor ante su obra” de su libro La vaca: “en los últimos años, un libro mío recién publicado que se desliza de mis manos en la alta noche, es lo único que se ha interpuesto entre mi mujer y yo”.

Prometí cerrar con Ricardo Piglia:

«La pregunta ¿qué es un lector? es, en definitiva, ‘La’ pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta –para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales– es un relato: inquietante, singular y siempre distinto».


[1] Debo confesar acá, en letras pequeñas, que buena parte de este texto lo cociné o autoplagié de aquel mentado artículo original.