Los caminos que no se ven

Igor Barreto

Quisiera comenzar estas palabras recordando un sueño: En la bruma del inconsciente me veía vagando por los Desiertos del Sur de Venezuela en compañía de un hombre llamado Benjamín Cordero, lo ayudaba en el arreo de una manada de cochinos y agotados por la faena nos detuvimos bajo una Palma Sola a descansar, mientras los cerdos hozaban en la tierra negra. En ese momento Benjamín Cordero llamó mi atención para decirme: Cuando vayas a escribir un poema hazlo con espíritu «inmundo», lo más sucio del mundo que puedas. He pensado con mucha frecuencia en este episodio y en las ideas que podría asociar al adjetivo «in-mundo», es un término de hondas resonancias bíblicas. Las apariciones de este adjetivo de fuerza inusitada en el Nuevo Testamento se vinculan por lo general a la presencia de seres seducidos por el mal, o que representan el «mal», como demonios, seres poseídos y sobretodo orilleros, marginados. Se tratan de existencias o representaciones ubicadas en la periferia de una doctrina, de una visión que, como el cristianismo, terminó por imponerse en Occidente. Ya extrapolando este concepto para aproximarlo baudelieranamente, lo más posible, a nuestros propósitos literarios, podríamos decir que lo inmundo es la negación de lo focal y también la afirmación de lo periférico. Quisiera rememorar en mi ayuda un ensayo de la crítica argentina Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”. También me voy a atrever en esta dirección a recordar que lo inmundo es la expresión literaria contaminada de variados registros provenientes de las más diversas formas expresivas. Eso que la pensadora argentina denomina lo postautónomo. Hablando desde mi escritura poética, es un concepto en el que me he apoyado al incorporar elementos narrativos, relatos de vida, el realce de lo propiamente lexical: sustantivos que son como apariciones de fantasmas paracrónicos, verdaderas figuraciones del pasado incrustadas en el presente: citas o paráfrasis de textos perdidos en el tiempo. Permítanme ustedes adosarle a esta expresión otra, que siempre he intuido como una suerte de impulso que favorece el ejercicio de lo acumulativo, eso que denomino personalmente como la fuerza de “implicación”. Para mí, los poemas se construyen incorporando la mayor cantidad de elementos que conforman su horizontalidad de sentido y de atmósfera. La trascendencia de cualquier texto tendría que ver entonces con su capacidad de “implicación”, con la potencia del crecimiento mundano que pueda demostrar el poema. La verticalidad como principio de trascendencia, de vinculación con una divinidad distante, como ocurre con los poetas románticos o con sus continuadores en la contemporaneidad, siempre me ha parecido inhumana. La divinidad así entendida carece de eso que Jun’ichiro Tanizaki llamó la sombra del uso, una cualidad que solo es posible adquirir mediante el diverso contacto que “algo” tiene con su entorno.

Hoy día, en la contemporaneidad, el contacto con el mundo se resume cada vez más en la construcción de una imagen, de un ícono, de una representación de hechura decadente y neutral, al negarse a asumir la riqueza del perfil circunstancial del mundo, ocultándose muchas veces tras un lirismo alabancioso. En cierta entrevista leí que Cioran afirmaba que, a la poesía, de continuar así, le espera un destino operático: redundante, artificioso, altisonante. Quisiera poder hablarles de una complejidad mayor, una aspiración que recaiga sobre la riqueza de todos y cada uno de los elementos lingüísticos, especialmente aquellos que le confieren una mayor contundencia verbal al poema, una «fuerza de gravedad» a las palabras, que yo desearía que pesaran tanto, que su peso las hiciera caer hoyando la tierra.

Estas palabras pronunciadas, unidas al último fragmento de esta intervención constituyen la desembocadura de variadas citas que leeré y que tendrán como rótulo o título la mención de distintos problemas que han ido llamando mi curiosidad en la evolución de mi proceso creativo. Estas citas fueron sustraídas de un libro que publiqué en el año 2006, bajo el título de El Llano Ciego y, que ahora recuerdo, hago memoria con alma, como quería el poeta español de la generación del 27, Don José Bergamín. Paso entonces a leerles dichos fragmentos del libro El Llano Ciego, rotulados con una mención al problema que plantean, acompañados de poemas pertenecientes al respectivo texto, que dan cuenta de mi proceso y mi lamento al pensar la representación contemporánea de la naturaleza. 

El exilio

El exilio como una categoría de la existencia, el abismo y la palidez del pensamiento son condiciones ya internalizadas en nuestra vida cotidiana. La primera forma de exilio que padecemos es una que tiene como ámbito lo temporal. Nuestro presente es solo el tiempo de hondas desilusiones. He ahí la causa de la irrealidad que nos acompaña. Muy pocos tenemos patria en un país del pasado. Alguna vez Derek Walcott se atrevió a afirmar que en los orígenes del Nuevo Mundo estaba «la amnesia». De estas cosas hablo como lector de poemas, esas vasijas donde guardamos el curso de la sensibilidad.

***

En cine existe un recurso de puesta en escena que podría resultar revelador. Me refiero a la aplicación de la “geografía imaginaria” mediante la cual se construye una locación, uniendo con el montaje partes o imágenes de distintos lugares. A pesar de que las partes son reales, el todo es siempre imaginario. Eso ocurre en la mente de un exiliado: sus recuerdos corresponden a sitios concretos, pero “el todo” de su vida es imaginario.

Naturaleza del exilio

(Nocturno de apartamento, 1998)

UNAS reses llegaron del boscoso anhelo,
de unas calcetas añoradas.

¿Qué sentido tenían aquellos animales
de rostros humanos?

La cocina era una hoguera
a medianoche.

El acallamiento
vegetal del balcón

donde unos helechos
aletean como esfíngidos.

¿Qué fue de la quietud de esos parajes
que conocían tanto?

No encontré barriales constelados,
ni la camisa azul.

Era la naturaleza del exilio,
un río de nada.

Algo que corta una cebolla en pequeños trozos,
blanca, como un farol bajo un árbol marchito.

Paraíso perdido

MILTON ha dicho
en El paraíso perdido:
La tierra tan pequeña,
comparada con el cielo,
y faltándole la luz:
Entonces, una tierra
en esencia oscura.
Pobres y engañados Trópicos
que creen que la luz les pertenece.
La palmera de penacho brillante
perdió su orgullo
y está enferma:
es solo
una reliquia
de la sombra.

La naturaleza

Cuál será la imagen que busco de la naturaleza. Sin duda que no se trata de una deificada y espiritualizada hasta el hartazgo. Pero tampoco esa otra más moderna de la que habla Gottfried Benn en su Carta a Oelze: La naturaleza es vacía, desierta; sólo los venados ven algo en ella, pobres diablos condenados a constante sufrimiento. ¡Huya de la naturaleza que echa a perder los pensamientos y estropea notoriamente el estilo! En Benn, cuya voz proviene del intramundo urbano, se expresa una visión ausente de piedad. El poeta alemán no quiere ser la voz de un colectivo, ni de la impostura burguesa de sus valores: la solidaridad, la autenticidad, la identidad, la trascendencia. Aunque me inclino por su poesía sin piedad, despojada y libre, no tolero su desapego y vaciamiento de alma. Si la naturaleza ha sido pervertida e intervenida y sobrevive apenas en el imaginario del exilio, es preciso que cargados de esta conciencia del deterioro (y recuerdo a James Hillman) nos dispongamos a restituir el alma al mundo.

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¿Naturaleza? Lo no-humano, simplemente aquella porción del cosmos que no he visto, lo más apartado, el lugar donde unos pájaros comen semillas de árboles para los cuales carezco de nombres. La sola presencia de una persona ahuyenta la naturaleza, la descoloca con su orgullo y humanidad.  Decir «hombre» y huir, todo lo que transcurre sin ley alguna, es la misma cosa.

El presente

RECUERDO un paseo con el cronista de la ciudad de San Fernando, don Julio César Sánchez Olivo. Nos deteníamos en cada esquina y él me iba diciendo: «Aquí estuvo la farmacia Libertad» (ahora había un edificio); «Aquí la antigua fábrica de hielo» (ahora tan sólo un terreno baldío). Luego de aquellas caminatas, pensé que cada objeto merecía perdurar y ser memoria de un tiempo, ya que sólo lo antiguo tiene corazón. San Agustín creía que el presente debía conjugarse como presente-pasado o presente-futuro. Pero por desgracia entre nosotros, por desgracia para las cosas, para calles y ciudades, aquí el presente le sigue al presente en un mundo de pura y maciza cotidianidad.

IV

La ciudad que edificaron los Conquistadores fue una ciudad amurallada (una ciudad-fortificada), tan diferente y semejante a la ciudad contemporánea: amurallada también, pero por el presente, el muro del presente. De ahí deriva su terrible insularidad. Parafraseando al poeta cubano Virgilio Piñera, podríamos decir: la maldita circunstancia del presente por todas partes.

Ungaretti

                        a Mafer

OÍ hablar a Ungaretti
de su Alejandría,
cerrar los ojos azules y decir
que otros lugares de Oriente
podrán tener las mil y una noches,
pero Alejandría tiene un desierto.
Nosotros también tenemos:
la amnesia y el desierto del presente.

El paisaje

El paisaje ha muerto. El paisaje de tradición romántica ha muerto, a pesar de que aún descubrimos marcas de lirismo alabancioso en nuestros poemas. En él la naturaleza se identificaba con un estado edénico anterior a la «caída». La naturaleza era su «paraíso perdido», algo que nos abandonó al cruzar la puerta de la infancia, tal como leemos en la «Oda de los indicios de inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia» de Wordsworth. Éramos roussonianamente felices en los predios de ese paisaje hasta la llegada de la modernidad que precipitó el abandono de nuestra memoria ancestral y colectiva. Pero la modernidad también trajo consciencia ideológica y lingüística, señalando la gran carga de simple utilería que se acumulaba en nuestra visión de la naturaleza. Aunque habría que decir que el romanticismo estuvo animado por un espíritu nacional de reconocimiento de lo geográfico, donde la representación del paisaje constituía una forma de encarnar estéticamente lo que en otros ámbitos era un destino político.

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La regla del paisaje es el monoteísmo. Esta perspectiva equivocada nace en el vértice donde se asienta el ojo (único y divinizado) que segmenta la naturaleza. Pero basta observar el cosmos con sus nombres: Ceres, Venus, Neptuno, para darnos cuenta de que son muchos los que nos miran desde las copas de los árboles y la comba de las estepas.

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El paisaje quedó atrapado en un deseo compulsivo de idealización. Sobrevive en imágenes cristalizadas. En sus límites la naturaleza es el Dios exterior o interior según pensemos en Platón o en San Agustín. El exilio territorial desde el cual hablo siempre conserva un átomo de realidad, un correlato objetivo, como diría Eliot, la memoria de una experiencia que se pretende histórica.

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¿Dónde están las ruinas veneradas de la naturaleza si hoy lo que encontramos son los escombros de un río fecal? ¿Cómo seguir creyendo en el paisaje como representación bella y agradable? El paisaje contemporáneo (de insistir en este término) sería una representación pervertida, intervenida, impura: una cordillera de desechos. ¿Cómo saltar valiéndonos de una estrategia lírica por encima de este presente y volver a escribir sobre unos árboles que cabecean y rumoran entre ellos necedades?

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El lugar

Si alguien dijera que desea representar el paisaje reivindicaría para la escritura poética la noción de «lugar».  El «lugar» es lo dinámico que se opone al estatismo de una imagen pictórica de la naturaleza: lo particular, lo histórico versus lo universal, lo nominal frente a lo adjetivo. ¿Paisajismo? Según Baudelaire sólo consiste en glorificar legumbres.

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León Bloy decía: «El más bajo grado de la miseria es, seguramente, no tener lo que puede llamarse un domicilio».

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Para enfrentar el mal no tengo divinidades; tengo el recuerdo de lugares. Es lo que puedo convocar en mi ayuda.

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El alma existe sólo como una relación entre el individuo y el «lugar». Se tiene alma cuando se está (con armonía) en cualquier paraje por remoto que sea. Así te encuentras de nuevo con la unidad posible del lugar donde el alma se torna palpable a los sentidos. Pienso en estas ideas mientras contemplo El regreso de Joaquín al pastoreo del Giotto, uno de sus frescos de la santa capilla dell’ Arena de Padua. Giotto descubrió la noción de «lugar» cuando apenas se insinuaba la perspectiva, y personajes y naturaleza eran un modesto asomo que no ocultaban su frontalidad. Entre Joaquín que retorna arrepentido y los pastores que lo reciben junto a ovejas, rocas y árboles, se crea una comunidad espiritual, una sympatheia que valora el espacio, el «lugar», más allá de cualquier percepción naturalista.

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Qué paradoja:

Una lámpara de aceite de foca ilumina el rostro de Robert Flaherty, sabio fundador del cine documental. Era la segunda década del siglo XX y había decidido abandonar su profesión de mineralogista. En su último viaje a la Tierra de Baffin (al norte de Canadá) descubrió el dominio de lo humano, donde los ciclos de las inhóspitas estepas subárticas rotan en el carácter boreal de los esquimales. Tras dos meses en canoa y trineo, Flaherty llegó hasta ellos. Traía consigo una considerable carga: dos cámaras cinematográficas Akeley, las mejores en temperaturas glaciales, ya que utilizan un mínimo de aceite y grasa lubricante; también un trípode para las cámaras de movimiento giroscópico; decenas de latas de material virgen de la casa Eastman Kodak y un laboratorio completo que le permitía positivar la película que iba filmando… Y todo esto (¡qué paradoja!) para reencontrarse de forma objetiva y convincente con la naturaleza.

El pasado y la memoria

Superar la realidad, superar el paisaje. Adentrarse en la memoria que es pura creación verbal.

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La memoria es un texto espontáneo que viene hacia el presente y nuestra conciencia intercepta su recorrido. La conciencia llama a la memoria desde la orilla del desamparo verbal. Hacer memoria es invocar palabras de una oración, encomendarse al espíritu del lugar y al acontecimiento.

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Hablar de la memoria es entrar en un espacio vinculante. Quiero decir que las personas y objetos evocados se relacionan conformando una red plural, una identidad plural, donde el «yo» retrocede sin más remedio.

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En el ámbito de la memoria el presente se aviene al pasado
haciendo una reverencia.

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Existen fatales correspondencias entre el personaje principal del film Dersu Uzala (1975) de Akira Kurosawa y la tragedia del jefe de botones de la clásica cinta expresionista El último hombre (1924) de Friedrich Murnau. El personaje de Murnau (interpretado por Emil Jannings) vio trágicamente suplantar su identidad, su nombre, la puerta de entrada a su carácter, por una supuesta identidad social que le brindaba el vistoso uniforme del hotel Atlantic. La Alemania «pangermánica», donde germinaban el fascismo y el comunismo, inauguró en nuestro siglo estas mutilaciones de la persona. La dramaturgia del «yo», que los expresionistas llamaron «ich-drama», conduce al personaje encarnado por Jannings hasta un final paródico y deshonroso. En cuanto a Dersu, viejo y acorralado por una deidad feroz que lo acecha bajo la imagen de un tigre de Bengala, decide renunciar a todo aquello que lo hizo admirable: su naturaleza de hombre compenetrado con la selva entre Rusia y China, y su aguda cultura de cazador. Aquel pánico lo llevó a refugiarse en la pequeña casa citadina de la familia Arseniev, lejos de «la taiga». Dersu desafió su destino y al querer regresar, casi ciego, la muerte lo sorprendió con bastardía a manos de unos ladrones. Cuando alguien se aparta de la tradición, cuando se pierde el nombre que encabeza la historia que somos de manera única, sobreviene (casi siempre) una muerte banal, y a medias tintas desfallecen cuerpo y espíritu.

Algunas propuestas

La vida de un hombre transcurre construyendo, afinando una o muchas historias. Relatos donde el narrador resume las claves de su existencia, su relación con la naturaleza, los hombres y las cosas. Le oí narrar a un pescador cómo su hermano murió ahogado en un río, relacionando aquella fatídica hora con el canto del paují oculto en los bosques de galería. Para él era la voz de la soledad y el silencio. Estos relatos desarrollan con fuerza realidades profundas. Refieren de manera sesgada el mundo íntimo del que cuenta, sus intereses y preocupaciones: Esas son las historias esenciales. Las busco, las descubro y las elaboro en forma de poemas.

***

Desde los comienzos sentí el deseo de imprimir mayor sustantividad al verso. El primer recurso al que apelé fue a la imagen. Organizar el poema mediante un «montaje constructivo» a la manera pudovkiana, donde el ordenamiento de una serie de tomas componía las estrofas y, así, secuencia tras secuencia, hasta el final del texto. Era solo ingeniería visual. Aquel modo que privilegiaba el sentido de la vista contenía en su diseño figurativo el germen de su propia destrucción: el poema y la palabra perdían resonancia y ganaban en exceso racionalidad. Fue entonces que vino a mi mente la imagen de un pescador de orilla oculto en un recodo del río, entre el bosque de galería, mirando sin perder detalle la superficie reflejante del agua. Mirar y, al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He ahí la respuesta (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con emoción humana.

El centauro

ATADO a una soga
llevé al centauro
hasta el galpón
trasero de la casa.

Fuiste el sabio
maestro de Aquiles
y de Esculapio
y de un tajo

corté su cabeza
colocándole
una trompa
con sus belfos.

Susurré en su oreja:
La sabana es la nada
donde el caballo
es lo único que existe.

Vendrán
vulgares jinetes
a robar
tu trascendencia.

Al final
espera la tristeza,
el mal
y la derrota.

Pastoral

PASTOR Caeiro
a la poesía lírica
no la mates.
Tú piensas
en el poema
y nos dejas
en el yermo
con el quejido
de unas ovejas
amnésicas
que sólo balan
simbólicamente.
Si vieras
qué fue de la vida
de Títiro y Salicio:
del jardín latino
a la covacha
de tres tablas,
en el borde
donde la ciudad
se espesa.
Les he hablado:
¡Allí donde existió
el verde
no pueden
pintar con verde!
Mas ellos
no hacen caso:
Si sopla viento
es porque el aire
se lamenta,
y al cerrar el grifo
escuchan el ruido
de una voz…

Pero no es su culpa.

Nuestro mal está en el alma,
dijo Horacio.

Último fragmento

Siempre pensé que la única posibilidad que tenía la tierra para salvarse de nuestro espíritu depredador era la de ser fieles a una ética que considerara a «La naturaleza como un otro». Dicha actitud implicaría aceptar que debe existir una «distancia» caracterizada por el despertar de la compasión y, luego, más tarde, vendría el reconocimiento o el aprendizaje de ciertas normas olvidadas.  Esta distancia tendría que ser religiosa en el sentido que debemos seguir la ruta de la naturaleza reconociéndola como una entidad superior, tal y como ocurre en La Oración del heliotropo, citada por el neoplatónico tardío Proclo, en su tratado sobre el arte hierático griego. Yo he pensado que, partiendo de esta oración, emulándola, pondríamos observar a la naturaleza con la misma reverencial distancia.  Esta idea se inspira mucho en la lectura de Henry Corbin y muy especialmente su libro dedicado a La imaginación creadora en Ibn Arabi. Creo que este principio de una necesaria «distancia» podría fundar la posibilidad de una ética del convivir terreno y mundano para el hombre de hoy, dominado por un deseo de posesión destructiva, que ha puesto un punto final a la necesaria simpatía con nuestro mundo, a la correspondencia entre las etapas de nuestras vidas y aquellas propias de los procesos naturales, y a la interlocución sabia que solo puede nacer de tal entendimiento

La poesía de Edmundo Camargo o la destrucción espermática*


Portada de Sed que no para, libro de ensayos de Paz Soldán en el que se incluye este texto sobre Camargo.

Alba María Paz Soldán

La poesía de Edmundo Camargo se inscribe en un campo de sentidos que, postulamos, abre la obra de Arturo Borda en Bolivia con El Loco, singular experiencia de escritura que delata una heterogeneidad genérica inclasificable desde criterios convencionales. La destrucción como fuerza generadora, una conciencia viva de la indigencia y la clara sujeción de la escritura al cuerpo, a la vida, son los espacios que frecuentan ambas obras en una confluencia de sentidos que esta lectura hará manifiesta.

La obra de Borda pone en juego los poderes de la destrucción en el recorrido que realiza el loco, su personaje, para negarse y despersonalizarse y que está presente desde una de las primeras imágenes. En “El soplo augur” (Borda 1966 I: 19) un niño enfrenta gozoso, “impávido y temerario”, la arrasadora tromba o torbellino que todo lo destruye, e, ignorando los intentos de protección de sus padres, juega y juega con esa fuerza dejándose envolver por ella. Y proyectando la posibilidad del surgimiento de algo nuevo, la voz narrativa dice “pues, a pesar de tanta maravilla, insuperable acaso, hay algo irrevelado dentro de cada cual, que se debate por salir a la luz en la más sublime de las expresiones” (I:166). Las fuerzas de la destrucción, que aún definen a ese protagonista final, “el demoledor”, y una fe en la regeneración, en la creación a realizarse con las fuerzas materiales del desgarro y de la euforia desde la experiencia indigente, son las que emanan de la escritura de El Loco.

La poesía de Edmundo Camargo está signada por la muerte, lo han dicho los críticos, lo dice de alguna manera el título de su único libro: Del tiempo de la muerte. Sin embargo, como es un libro póstumo, el título se lo debemos más bien a su editor, Jorge Suárez1. Fernando Prada señala que este título proyecta un sentido muy diferente al del conjunto de poemas que sí fue titulado por Camargo y aparece en el libro “Del tiempo de los muertos” y en su estudio demuestra que se trata de una poesía vital y erótica (1984). Por otra parte, Eduardo Mitre afirma que la experiencia que define la visión de Camargo es la de un destino trágico: el presentimiento de una muerte temprana (1986). Por lo que será necesario indagar no solo sobre la concepción de la muerte en esta poesía, sino también sobre la relación que la voz poética establece con ella.

En primer lugar, la muerte no se presenta como una pregunta inquietante, ni con los signos del misterio que conlleva. Tampoco se puede decir que es un enfrentarla paso a paso a medida que se acerca. Lo que sí está claro, sin embargo, es que se trata de una certeza: la destrucción del cuerpo. Y a partir de esta certeza se generan los sentidos, aunque en el caso de esta obra poética convendría mejor decir imágenes emergentes de dos surtidores. Una de las fuerzas que originan las imágenes es la destrucción, como fragmentación o desintegración interna, y la otra es el cuerpo que se abre y se extiende hacia el universo. Para la construcción de estas imágenes se observan entonces dos movimientos simultáneos: uno centrípeto, que desintegra todo hasta encontrar y hacer estallar la mínima partícula interior, y otro centrífugo, que desde allí abraza/abrasa a todos los otros cuerpos.

La destrucción actúa como una fuerza activa y dinámica, “desteje”, “desata” y “abre huecos”, en una palabra, desintegra por dentro, mientras que el cuerpo, y aun la muerte del cuerpo, parecen tender hacia una reconstitución:

La muerte nos cosió los costados
la carne es telaraña revistiendo los huesos
el corazón sacude sus cadáveres (Camargo 1964: 97).

La imagen que mejor expresa la destrucción es la del mar en su “oficio corrosivo” (55, 57) y poblado por “las algas violentas y los esqueletos de tiburón” (59). Pero toda esta fuerza sobrehumana y desatada, que da cuenta de los órganos, de las vísceras, por separado, y que actúa sobre ellas como el guerrero arrasador, solamente adquiere sentido por la mirada que desde una condición precaria lo soporta:

A sus ojos faltábanles
aquellos que habíanlo descubierto:
el niño
que de pronto aullaba
sacudiendo el silencio sin romperlo (49).

De la misma manera, en medio de la dispersión, el desgano y la destrucción sembrada por “las mareas férvidas”, esta vez se descubre más bien una presencia temblorosa, que testimonia la condición humana ante los embates de los poderes destructivos:

pero en lo interno tiembla mujer arrodillada

y sueña ser el agua que hundió
allá en la infancia el barco de papel (57).

Estas dos instancias corporales, de los ojos que descubren y del cuerpo tembloroso que sueña, son las que figuran el encuentro de la voz poética para revertir esa fuerza volcada hacia adentro en un afán disgregador y convertirla en fuerza abrasadora que se extiende hacia el mundo penetrándolo y regenerándolo. Los ojos se multiplican en imágenes que se extienden y penetran toda la materia, sea velando “Bajo el ojo demente de la anémona tu ojo velará” (46), o en actitudes de lectura que se diluyen en las cosas o las diluyen hasta confundirse con ellas:

y los ojos que vieron
las palomas volar, crucificadas sobre leños de sol,

desovan sobre imágenes desesperadas (43).

Pero este cuerpo cuenta también con un arma, el lenguaje, que puede propiciar un efecto semejante al de las fuerzas destructivas, pese a su etérea materialidad, cuando la voz poética remarca:

deambulaste mordiendo el vacuo aroma de tu idioma

armado como el esqueleto de un pterodactil (46).

Idioma que adquiere la fuerza de los otros sonidos que devoran, incendian y flagelan, y que además se interpenetra con los objetos y que, una instancia más allá, es el idioma de la poesía:

la palabra pájaro hace resonar los barrotes

la palabra fuente se queda entre los dientes de la piedra.

La lluvia vacía las campanas, es verdad
y en nuestro cuerpo los órganos mansos
muelen las osamentas de las sillas

se nutren de los objetos detenidos.

Un libro nos hecha sus raíces (117).

Así, la destrucción es también una fuerza generatriz, que en un movimiento semejante al de “el ojo” y “el idioma” como extensiones del cuerpo es capaz de dar lugar continuamente a nuevos seres y nuevos mundos indefinidamente, a una nueva vitalidad que puede abarcar también el interior de la tierra:

Quiero morar debajo de la tierra
En un diálogo eterno con las sales . . .

Quiero sentir la tierra circular por mis venas

morderla fríamente, clavarla con mis tibias

sintiéndome en su inmensa placenta, adormecido

como un niño a la espera de un nuevo natalicio (35).

Si la escritura de Borda, con la destrucción, pretende llegar a esa anulación de sí mismo, al punto cero, a la nada, desde donde recién llegar a ser; Camargo formula un espacio primordial, el espacio del origen, donde la nada tiene también un signo activo, para hacer surgir de allí lo primordial. El poema titulado “Nada” se inicia así:

ruinoso océano de las formas

imagen que adhirió su vientre
para los natalicios

primordiales

sifló en tu hueso océano

recogió de las torres (73).

Si el loco, personaje de la obra de Arturo Borda, elige una vida de carencia, privación y necesidad que lo lleva a producir en su escritura esa “secreta rebelión de la indigencia”; el poeta Edmundo Camargo padece de una enfermedad que lo aproxima raudamente a la muerte a muy temprana edad. La voz poética de Camargo modula, pronunciando y deletreando, la indigencia y la absoluta vulnerabilidad del cuerpo humano ante las fuerzas destructivas de la muerte, que también son productivas. Ambos autores llegan por caminos muy distintos a testimoniar la indigencia de la condición humana y a encontrar un lugar allí para su propia expresión, valiéndose de los poderes de la destrucción. Borda confrontando la propia indigencia a la creación artística, y Camargo, a los poderes destructivos de la muerte.

* Este ensayo (escrito en La Paz en mayo de 2001), se publicó originalmente en el tomo I de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia como parte del capítulo “Postludio: Proyecciones” (pp.191-194); y se reeditó en Sed que no para. Ensayos reunidos (1982-2020) editado por la Carrera de Literatura, UMSA, el Instituto de Investigaciones Literarias y Plural Editores, 2021.

1 Al cerrar esta edición, ya podemos hablar de la obra de Camargo sin la determinación que ha producido este título, gracias a la nueva edición de sus obras y al excelente estudio de Eduardo Mitre (2002) publicado recién este año.

La poética y la piedra: construcción de sentido en La torre abolida de Rubén Vargas

Jackelinne S. Mejía A.

Je suis le ténébreux, – le veuf, – l’inconsolé,
Le prince d’Aquitaine à la tour abolie
Ma seule étoile est morte, – et mon luth constellé
Porte le soleil noir de la Mélancolie.

El desdichado, Gérard de Nerval (1853)

Quizá uno de los poemas más exquisitamente logrados del poemario La torre abolida de Rubén Vargas sea el inaugural, titulado “Runas”. A pesar de su brevedad, constituye un poema enigmático que bebe de múltiples tradiciones, cargado de imágenes vívidas, simbolismo abundante y múltiples sentidos. Además, como se pretende demostrar en el presente ensayo, constituye un elemento clave proporcionado por el autor para suscitar la lectura cómplice. Así, introduciremos una lectura que permita acercarnos –en el tiempo espacio permitido por la consigna que rige el presente trabajo– a este poema como proponiendo las claves de una visión que aluden a un marco teórico o filosofía implícitamente expresados en el resto del conjunto, por lo cual introduce y unifica conceptualmente la colección, operando como una suerte de mortero que habrá de reunir –mejor dicho, apilar– los versos que componen la obra en cuestión.

Con este motivo, recurrimos a la poética, entendida no en su sentido popular básico como sinónimo de poesía sino como una teoría de lectura que estudia los procesos de percepción, comprensión y cognición que subyacen a la interpretación textual y el análisis (Cfr. Persino, 2019). Y es que, en el campo de la crítica literaria, la poética es una idea que fue desarrollada dentro del proyecto de la poesía sistemática que surgió en los 70’s y 80’s, concebida como un estudio objetivo y sistemático, incluso un estudio ‘científico’ de la literatura (…) gracias a la influencia de la poética semántica que siguió a la Nueva Crítica, así como la poética estructuralista francesa. El estructuralismo y la poética semántica de hecho extraen sus ideas de fuentes muy distintas, pero comparten una asunción común que puede denominarse el axioma de la objetividad. Este axioma puede formularse en términos generales de la siguiente manera: la obra literaria es una pieza discursiva (un texto) que posee ciertas características que la hacen lo que es: una obra literaria. Como una pieza discursiva, es accesible a todos quienes hablan el idioma; sus cualidades pueden ser observadas y clasificadas por los observadores interesados y si, en un caso particular, existe una disputa acerca de cuáles son estas cualidades, se pueden resolver refiriéndose al texto en sí mismo. Así, un estudio sistemático de las obras literarias es posible; un estudio que, al final, llevarán a una comprensión completa de las cualidades que hacen que un texto sea una obra literaria. (Olsen, 2012)

Se eligió esta estrategia de lectura “que privilegia ciertos aspectos cuya articulación, aunque necesariamente provisoria, permite pensarlos como un conjunto” (Persino, 2019, pág. 8) en virtud de las cualidades de la poesía de Rubén Vargas: los suyos son versos lúcidos, meticulosamente compuestos y secuenciados con una lógica racional discernible desde la primera lectura; como se verá a lo largo de este ensayo, él no deja nada al azar.

Runas

Piedra de lluvia
agua de pedernal
pulida

en el corazón de la mano

en la línea
cruzada
de todos los caminos

Un canto rodado
contra la corriente
contra la simiente
de los ecos
multiplicados

en el origen de los días

El santo y la señal
de la lengua redimida
su apacheta

Y a la vera
del crepúsculo anunciado
las más bellas ruinas
del aire
se levantan

Runas
Piedras
Hombres
Palabras

Una espiral
girando
en el vacío

La trenza de oro

La Torre Abolida

Roca – palabra – hombre

Desde una primera lectura superficial, entendemos el título del poema como refiriéndose al antiguo alfabeto utilizado por los pueblos germanos entre el primer y segundo siglo A.C., derivado de algún alfabeto itálico utilizado en la región del Mediterráneo, sobre el cual todavía no existe consenso académico (cfr. Antonsen, (1965)). Las primeras runas halladas se encontraron inscritas en joyería y objetos de uso personal que datan de aproximadamente del año 50 de la Era Común. Sin embargo, más allá de sus fines pragmáticos, las runas, asociadas a la veneración del dios padre del panteón nórdico, Odin, el dios de la sabiduría, magia, conocimiento y poesía1, también tenían usos rituales, oraculares, mágicos2. Asimismo, de acuerdo al poema Hávamál3 138, de la Edda Poético4 se le acredita la creación de las runas

Sé que colgué
en un árbol mecido por el viento nueve largas noches
herido con una lanza
y dedicado a Odín,
yo ofrecido a mí mismo,
en aquel árbol del cual nadie conoce el origen de sus raíces.

No me dieron pan,
ni de beber de un cuerno, miré hacia lo hondo,
tomé las runas
las tomé entre gritos,
luego me desplomé a la tierra.

Así, de la misma manera que Vargas prepara el terreno para que el lector experimente el poemario completo como una totalidad desde el primer poema, diseña cada uno de sus poemas con esta misma lógica: el título, entonces, se establece como la piedra fundamental sobre la cual se construirá el sentido gradualmente. Así, esta palabra, runa, resuena simultáneamente con tres connotaciones: su carácter práctico como letra, pieza esencial para la construcción de la palabra, su dimensión mágica como herramienta de adivinación, y su dimensión poética asociada a la inspiración.

De la runa del título, el poeta introduce, en la primera línea, la Piedra, un elemento en bruto que luego es afinado en el corazón de la mano (línea 4) y en la línea 8, deviene Un canto rodado. Es importante notar que Vargas elige la palabra canto con intención, ya que, de acuerdo al diccionario de la Real Academia de la Lengua, esta denota no solo el arte de cantar (tercera acepción), sino, también, una composición poética (cuarta acepción), un segmento de un poema largo (sexta acepción). Asimismo, la RAE define canto como trozo de piedra, sentido que devuelve la semiosis a la imagen original, la piedra/palabra como elemento de la construcción/creación, proceso que Platón define, en El Banquete, como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos no-ser a ser”, y que se halla etimológicamente presente en la raíz griega de poesía: poiesis.

Sin embargo, Vargas no se queda simplemente en este nivel connotativo que remite directamente a la tradición nórdica, sino que agrega nivel inesperado de semiosis adicional e inesperado cuando, en los versos 23 y 24 de su poema, expande la lectura posible al agregar el valor semántico quechua, idioma en el cual runa significa hombre. Para ello se vale de dos recursos: el primero, una metonimia generada por la disposición sucesiva de las palabras Piedras y Hombres en líneas sucesivas, una encima de la otra y, el segundo, mediante una sutil intervención en el espacio de la versificación: una examinación atenta permitirá notar que el espacio interlineal entre estas dos palabras es menor que en el resto del poema. Una tenue y sofisticada pauta que le deja saber al lector atento que el poeta sabe muy bien lo que está haciendo: una reflexión progresiva por efecto metafórico acumulativo: la piedra lleva a la palabra; esta, a su vez, remite a su creador: el hombre, la humanidad.

La torre y sus simientes

Sin embargo, ahí no termina la reflexión del poeta: en el verso línea 16, Vargas introduce la imagen de la apacheta, un montículo de piedras puesta una sobre otra. Esta construcción rudimentaria ocurre en prácticamente en todo el mundo: desde el norte de Europa hasta el cuerno de África e incluso en Asia. En Latinoamérica, se considera como una ofrenda a los dioses del lugar que se construye en los puntos más difíciles de los caminos: se espera que toda persona que pase por una apacheta agregue una piedra al montón. A cambio, los espíritus del lugar lo protegerán. Hitos de paso, son construcciones solitarias, aisladas: como guías de navegación, señalan el camino para los viajeros y cada piedra es sagrada.

Esta imagen agrupa el sentido acumulado, erigido progresivamente a lo largo de las estrofas: las palabras y todos sus significados posibles se ensamblan en un conjunto. Y estos significados no se excluyen entre sí sino que resulta necesario que operen todos simultáneamente para sostener el peso concentrado del poema. De esta manera, la obra convergerá espontáneamente, consolidándose por su propia gravedad y, así, podrá llevar un solo final posible: la consolidación de la torre abolida anunciada en el título del poemario. Así, cada elemento básico posee un carácter microcósmico que se refleja en aquello que compone: La semilla contiene el árbol y éste su simiente. La piedra compone la apacheta así como la letra construye la palabra; la apacheta prefigura la torre así como la palabra deviene verso. El proceso continúa, vital, eterno. En palabras de Rubén Vargas: Una espiral/girando/en el vacío.

El hombre, la piedra, la tradición

El poeta Rubén Vargas.

Como símbolo, la torre de inmediato evoca imágenes poderosas que resuenan en todas las culturas del mundo: desde la mítica Torre de Babel, la torre de Rapunzel –a la que elegantemente alude Vargas con su verso “la trenza de oro”,– la torre fulminada –Maison Dieu– del tarot de Marsella.

La torre es una de aquellas imágenes que constantemente concurren en los siglos XVIII y XIX, evocando asociaciones variadas, algunas de las cuales, en un grado considerable, derivan de un repertorio simbólico medieval más antiguo, mientras que otros sentidos nuevos se desarrollaron subsiguientemente a partir de esta tradición (Murawska, 1982)

Vargas utiliza esta imagen, extrayéndola de la tradición poética occidental, específicamente del poema El desdichado, del poeta francés decimonónico Gérard de Nerval, citado en el epígrafe introductorio de este trabajo.


Traducidas las primeras líneas, este se lee como sigue:

Soy el tenebroso – el viudo,- el inconsolable,
el príncipe de Aquitania en la torre abolida
mi única estrella está muerta, y mi constelado laúd
porta el negro sol de la Melancolía

El desdichado es un texto cargado de imágenes enigmáticas que nunca se llegan a descifrar por completo; es más, la notoriedad del poema en cuestión se construye justamente sobre su carácter críptico. El autor mismo, “al hablar del grupo de sonetos donde se incluyó, dijo que ‘perderían su encanto al ser explicados, si es que esto fuera posible’ (Booth, 2021). Sin embargo, dentro de la tradición poética, es importante notar que T.S. Eliot citó esta imagen en su monumental poema La tierra baldía antes que Vargas, lo cual confiere una dimensión performática a la cita que realizan estos poetas: la repetición reconfigurada del acto remite a la acción de agregar una piedra más a la apacheta/torre, un poema más al monumento poético erigido por runas, hombres, poetas.

Conclusión

Resulta evidente que la poética de Rubén Vargas se sustenta en una filosofía personal expresada en su ejercicio poético de elegancia matemática donde no se admite el azar: todo forma parte de la factorización, desde la elección léxica hasta el posicionamiento de las palabras, las estrofas, los versos, el poema en sí, el lugar que este ocupa dentro de la colección de textos así como dentro de la tradición literaria de la humanidad. Esto queda demostrado en la elección del poema inaugural de la antología que introduce Runas. Dicho poema proporciona una clave de lectura que marca el sendero del lector e influye, finalmente en la vivencia poética de La torre abolida. En esta colección, Vargas rinde homenaje a poetas, escritores, cineastas y artistas visuales, sin diferenciar sus medios de trabajo: desde Pizarnik a Borges, Benjamin, Celan, Klee hasta Wim Wenders, todos como constructores y piedras fundamentales de La torre abolida, el proyecto imposible de concluir, la puerta del cielo. Cada una de las obras de estos creadores enriquece la tradición, así como cada piedra eleva la apacheta, aumenta su visibilidad para que viajeros futuros y potenciales puedan divisarla y, eventualmente, si optan por ello, agregar una roca más en el monumento que marcará el pasaje de la humanidad por la tierra baldía.

Bibliografía

Antonsen, E. H. (1965). «On Defining Stages in Prehistoric Germanic». Language, 41 (1), 19–36.
Booth, A. (2021). “Le Prince d’Aquitaine à la tour abolie”: Nerval’s “El Desdichado”.
Murawska, K. (1982). An image of mysterious wisdom won by toil: The tower as symbol of thoughtful isolation in English art and literature from Milton to Yeats. Artibus et Historiae, 3(5), 141-162.
Olsen, S. H. (2012). What is Poetics? 26(105. The Philosophical Quarterly, 338–351.
Persino, M. S. (2019). Hacia una poética de la mirada . Buenos Aires: Corregidor.
Platón. ( de de ). El banquete. Recuperado el 23 de diciembre de 2021, de Wikisource.org: https://es.wikisource.org/wiki/El_banquete
Real Academia de la Lengua. (s.f.). Diccionario de la lengua española. Recuperado el 23 de diciembre de 2021, de https://dle.rae.es/canto

La llegada de un virrey a la Villa de San Phelipe de Austria de Oruro en 1716

Javier T. Cárdenas Medina

Antecedentes

Al fallecimiento del rey Carlos II (1665-1700), quien no dejó descendencia, finaliza el período de la Dinastía Real de la Casa de los Austria, que se había iniciado con el recordado Carlos I y V de Alemania (1516-1556), especialmente por el descubrimiento del asiento de minas y posterior Villa Imperial de Potosí, en 1545.

La Casa de Borbón comienza con el pariente más próximo del anterior soberano, el rey Felipe V. Este período se distingue por las profundas reformas que se introducen en los virreinatos americanos, control y una mayor recaudación para la península, eran algunas exigencias a las nuevas autoridades. El virrey que era el representante de la corona española en el virreinato, era elegido en terna y su tratamiento era de Su Excelencia. Su período de gobierno duraba entre tres a cinco años, aunque en ocasiones fueron algunos más. Era presentado por el Real y Supremo Consejo de Indias, y viajaba siempre con una “instrucción”, entregada por los consejeros de este órgano. De esta manera, el nuevo gobernante sabía lo que debía y no debía realizar en su jurisdicción. Generalmente se embarcaban en el puerto de San Lúcar de Barrameda, pasando de Portobelo a Panamá, donde nuevamente se embarcaban hacia Paita, ya que continuar hacia el Callao, se prolongaba el viaje, aunque algunos lo hacían. Su ingreso era un especial acontecimiento, entre milicias formadas, salvas de artillería y gran repique de campanas.

De un virrey animador de tertulias a virreyes arzobispos

El vigésimo cuarto virrey del Perú, marqués de Castell dos Rius, era un político y hombre de letras, que asumió el cargo entre 1707 y 1710, se le menciona como ostentoso “hecho al fausto y suntuosidad de la Corte de Versalles, arribando al Callao con un séquito de doce gentiles hombres franceses, dos pajes, un cirujano, tres músicos, dos reposteros, cinco cocineros” (Vargas Ugarte, 1971: 74). Su gestión, mayormente administrativa, fue luchar contra el contrabando, interrumpido en diversas ocasiones por actos de piratería, contra los galeones de comercio, falleció en 1710.

Continuó como virrey, Diego Ladrón de Guevara, Obispo de Quito, habiendo trabajado en Panamá, Huamanga y Quito, según Vargas Ugarte, “desarmó la pequeña flota existente, aunque dotó de fuerte guarnición las plazas de Panamá, Valdivia y el Callao”. Misteriosa y repentinamente solicita licencia para retornar a España, siéndole concedida, se designa como virrey interino o virrey gobernador al arzobispo de Charcas fray Diego Morcillo Rubio de Auñón el año de 1716. Estuvo al mando escasos 50 días, para entregar el gobierno al nuevo designado virrey Carmine Nicolás Caracciolo, existe una versión popular que afirma “que cuando estuvo frente al nuevo virrey, Diego de Morcillo dijo entre dientes: entrego a V.E. este bastón, que pronto tendrá que devolverme”. Cosa curiosa es que en 1720 Caracciolo pide licencia, traspasando el mando a Diego de Morcillo, cumpliéndose lo dicho. Cosas de Virreyes…

El Virrey arzobispo Diego de Morcillo visita Potosí y Oruro

En el Museo de América de Madrid, se exhibe una hermosa obra referente a la entrada del virrey Diego de Morcillo a la Villa Imperial de Potosí en 1716, del reconocido pintor colonial de Charcas, Melchor Pérez de Holguín. Este acontecimiento histórico, ha sido registrado a la vez por estudiosos e investigadores del tema, muy ampliamente.

Sin embargo, su breve paso por la Villa Filipense de Oruro, no ha sido mencionado, y se encuentra inédita. Durante mis investigaciones en el Archivo Histórico Municipal de Oruro, en la primera mitad del siglo XVIII de la villa de Oruro, pude identificar las actas de cabildo de 1716 que describen el suceso.

Durante la sesión del Ayuntamiento del 30 de marzo de 1716, se da noticia de la llegada del recién nombrado virrey del Perú, el Arzobispo de Charcas Diego Morcillo, es muy posible que, del estado de júbilo, los cabildantes pasaran al de la preocupación. Para la llegada del virrey, la villa de Oruro, contaba únicamente con un capitán de número de Infantería de Batallón, el capitán don Joseph de Uriona. Además que, por muerte y defecto, se estaba falto del número de capitulares. Había la necesidad de recibir al virrey, debajo de palio y así ser llevado al estilo de la Ciudad de los Reyes.

Por tales motivos nombran personas vecinas y formadas en la República, entre ellos el Maestre de Campo don Bartolomé Fernández Dávila y Origuela, al capitán don Alfonso de Uzín, a don Francisco de Amaya Ordoñez, don Francisco de Araníbar, y Alférez Real al capitán don Joseph Díaz Ortiz, para que suplan la falta de capitulares. Se prohibió su salida por ser necesarias sus personas y para enviar embajadores adonde llegue su jurisdicción.

De que se forme otra compañía, que junto a la del capitán don Joseph de Uriona, hagan guardia el tiempo que estuviere el virrey, alternándose día y noche. A su vez crear los oficiales necesarios de milicia, el corregidor como gobernador de armas. Para ello se nombró por sargento mayor al capitán don Juan Fernández y Quiroga, capitán don Francisco de Aranzibia, alférez don Julián Ondero y Ochoa, y alférez de la compañía del capitán Uriona al capitán don Antonio Toledo. Como ayudante para repartir las órdenes del virrey, al capitán don Juan de Eulate y don Miguel de Alzaga Caro.

En el cabildo se acordó también que el hospicio del virrey sea en Poopó y Sora Sora, y para recibirlo nombraron al capitán don Joseph Vélez de Ortiz, alférez Real, Maestre de Campo don Silvestre de Sentellas y asistente personal al capitán don Francisco de Araníbar, Teniente de dicho Partido. Decidieron, asimismo, que cuando el virrey salga de la villa por tierra, se pueda hospedar en la hacienda de Ataraque, y yendo por mar en la barca de Nicolás Choque, designándose para ello a los capitanes don Juan de Mogollón y Orosco, don Lorenzo Nuñez de Sotomayor y el regidor don Agustín Ibañez de Muruzábal.

Para el hospedaje del virrey Morcillo en la villa de Oruro, sea en casa del Depositario General, regidor don Joseph Rizo Balmaceda.

En cuanto a las fiestas de comedias y toros, que se han de correr en la plaza, nombraron a los Alcalde Ordinarios. Para lo que toca a las danzas, festejos y arcos al Alguacil Mayor don Pablo de Murga.

De que se hagan tres arcos triunfales, a la entrada del pueblo, en el paraje de la calle derecha del convento de la Merced, en la última calle, nombraron a don Bernardo de Salamanca, don Domingo Pacheco y don Nicolás de Chavarría.

A la entrada de la iglesia Matriz, se nombraron al capitán don Juan Gonzales, a don Pedro Rodrigo, y don Francisco de Béjar.

A la puerta del Palacio, donde se habría de apear el virrey, nombraron a don Martín de Mier, a don Juan de Uribe y don Juan Zerra.

Se hizo recuerdo a los veinticuatros Martín García de Salvatierra, y Agustín Ibañez de Muruzábal, hagan un festejo de un día. Se haga un dosel y sitial, dos sobremesas -por no tener el cabildo esta decencia- y ser muy necesaria. Se ordenó que ninguna persona se niegue, bajo multa de 500 pesos cada uno. El acta fue firmada por el corregidor capitán Carlos Ubaldi, los capitulares y el escribano Juan de Heredia. (AHMO, 1716: fs 225v-226-226v-227).

Posteriormente, el corregidor Ubaldi, anunció que el Excelentísimo don Diego de Morcillo, había determinado, pasar a la Ciudad de los Reyes, y que su estadía sería breve en la villa, mandó avisar al escribano para que notifique a las personas nombradas y vuelvan a ejecutar como estaba dispuesto.

Registros posteriores del Ayuntamiento de fecha 7 de julio, refieren que Joseph Rizo de Balmaceda, presenta un escrito del virrey Morcillo de fecha 2 de julio, en el que se le nombra Alcalde Provincial, durante el tiempo que ejerza el corregidor Carlos Ubaldi, con las mismas prerrogativas, preeminencias e inmunidades, lo que es obedecido por el cabildo. Sin embargo, el corregidor fallece el 20 de agosto, siendo reemplazado por Joseph Rizo de Balmaceda, que presentó título y nombramiento de corregidor, despachado por la Real Audiencia de la Plata.

Finalmente, se observa que el Virrey Diego de Morcillo llegó a estar en la villa de Oruro, el 2 y 3 de julio de 1716, donde emitió algunos decretos, convirtiéndose en el único representante del rey cuya estancia quedó registrada en los Libros del Cabildo de Oruro.

Pluralismo en democracia: el modelo del disenso familiar

H. C. F.  Mansilla

El mejor régimen democrático es aquel donde las parcelas de poder están ampliamente repartidas y distribuidas. La democracia moderna presupone la división y el balance de los poderes, subrayando la necesidad de una distribución del poder entre instancias concurrentes y fomentando la competencia libre de opiniones y opciones. No puede haber, por lo tanto, un solo partido político que intente monopolizar la lealtad de los ciudadanos y representar el todo de una comunidad. Hay que recalcar que partido viene de parte. Para que el pluralismo funcione convenientemente es indispensable la existencia de la libertad de prensa en su sentido más amplio, que engloba los derechos de cada individuo y la libertad de todos los medios masivos de comunicación social. La prensa escrita, la radio y la televisión no pueden pertenecer al mismo monopolio económico, por más disimulado que este se halle.

Para que la democracia moderna pueda ser ejercida adecuadamente, se necesita que la población acepte enteramente el carácter positivo de la oposición política bajo cualquier régimen, que la libertad de prensa no sufra ningún menoscabo y que los partidos y grupos de la oposición dispongan de alguna parcela de poder efectivo. La democracia pluralista vive de la tensión entre lo controvertido y el consenso, entre el ámbito de la política, donde existen ─ y deben haber ─ diferencias en torno a las soluciones de los problemas sociales, y el terreno de las reglas del juego y de las normas rectoras, que son aceptadas, o por lo menos, toleradas por casi todos. Política en sentido estricto no existe si todo ya está predeterminado por leyes inmutables del desenvolvimiento histórico ni tampoco en una constelación de un completo relativismo de valores. Precisamente en medio de la actual euforia postmodernista, que tiende a devaluar cualquier consideración moral, Ralf Dahrendorf señaló que la ausencia de normas y la falta de códigos de honor, en una palabra: la anomia, es dañina para la libertad. “La libertad se transforma en una pesadilla existencialista en la que todo es lícito y nada es importante”. En el interior de las corrientes marxistas no se da esa peculiar contienda de normas que fundamenta el valor de una elección ética. En la obra de Karl Marx procesos y conflictos socio-históricos son vistos a través del teorema de las contradiccio­nes, en el cual uno de los elementos en juego siempre tiende a anular al otro, siendo irreconciliables las posiciones y consistiendo la lucha de los opuestos en un combate perennemen­te dual. Allí no hay lugar para corrientes intermedias, para tolerancia de las líneas divergentes, para la pluralidad de enfoques o para alternativas colocadas fuera de la dicotomía central. O se está en la línea correcta o en la equivocada. Este maniqueísmo impide tanto la reflexión moral como la acción política en sentido estricto, puesto que lo correcto en la ética y en la política se reduce a ponerse del lado de lo que las leyes históricas prefiguran como lo único aceptable. Este dogma pertenece al núcleo mismo del concepto de contradicción. Todo intento de diferenciar este concepto básico estará siempre frustrado por el dualismo esencial y recurrente que se deriva de la idea de contradic­ción. Hay buenas razones para percibir la dinámica social por medio de otra óptica, que sin renunciar a los conflictos centrales, los interprete como antagonismos, contraposicio­nes, disidencias y oposiciones, en las que una parte no signifique necesariamente la exclusión y la destruc­ción de la otra.

Debemos ver en las desavenencias y en los antagonismos un elemento esencialmente positivo y permanente de la vida social; por más curioso que suene, debemos tratar de mantener un escenario social con disensiones, oposiciones y diferencias, que, como se sabe, son la sal de la vida, de la política y, naturalmente, de la democracia pluralista. Los valores de orientación de la democracia moderna están basados en la tolerancia de los otros y hasta en el respeto de los contrarios. Aquel que piensa diferentemente y mantiene una línea política opuesta a la nuestra es meramente un adversario, y no un enemigo; tiene el mismo derecho que nosotros a sus ideas, y la misma probabilidad de tener razón. Representa otros intereses sociales, lo cual es natural y perfectamente admisible. En la mayoría de los casos su moralidad es tan buena o tan mala como la nuestra. Sus ideas sobre la política y la sociedad se basan en imágenes y conocimientos tan firmes o tan débiles como los nuestros. No lo debemos atacar para destruirlo, sino tratar de llegar a compromisos aceptables con él por la vía de la negociación. La tolerancia significa, por lo tanto, la predisposición a aceptar el conflicto permanente entre partes como algo inherente a la naturaleza humana y a la democracia contemporánea.

Con relación al conflicto, parece útil referirse a un fenómeno parecido existente en la familia. Dentro de esta última cada individuo debe resolver problemas similares a aquellos del orden social: cómo convivir con personas que le son indispensables, que las estima, pero de las cuales uno está separado a causa de ideas o sentimientos. También en el interior de la familia se trata de encontrar una forma de vida en la cual se puedan satisfacer exigencias que rivalizan entre sí. La realización de nuestros deseos y ansias va a causar probablemente odio y envidia en los otros, y tenemos que hallar los medios para canalizar esos sentimientos hacia una regulación productiva de los conflictos. Las mismas personas en la familia, que nos son importantes y hacia las cuales sentimos afecto, nos causan también problemas y obstaculizan nuestro desarrollo, mientras que nosotros las herimos y a veces pensamos en “liquidarlas”. Es el conflicto profundo que se genera cuando resulta ser que la gente que nos quiere es la misma gente que nos molesta o cuando nosotros amamos a una persona y simultáneamente nos complacemos en humillarla o, por lo menos, en causarle dificultades. Es mejor si uno puede aprender a vivir y a crecer teniendo sentimientos contrarios y encontrados, sin dejar que las pasiones desbocadas digan la última palabra. Tanto en la sociedad como en la familia se requiere de un proceso de aprendizaje, largo y penoso, que permita finalmente una convivencia aceptable entre personas de sentimientos y anhelos divergentes: comprensión y estima pese a las diferencias y a las dificultades que nos causan los otros.

La democracia moderna es un orden social que no busca la perfección, ya que esta sólo es posible con la eliminación de las contradicciones existentes, es decir suprimiendo la sal de la vida. No siendo posible ni deseable la sociedad perfecta, es preferible un sistema democrático, tolerante y pluralista que trata de evitar los excesos y las soluciones violentas mediante compromisos, pactos, alianzas y acuerdos, siempre temporales y nunca definitivos. Esto no es muy llamativo para todos aquellos que buscan una sola verdad, una única solución, un camino exclusivo y verdadero. Pero en el mundo moderno, donde conviven simultáneamente tantos intereses y tantos objetivos tan diferentes entre sí, ya no es posible aquel modelo de sociedad ideal que brinde una sola senda de desarrollo y de acción válida para todos. Por ello es conveniente la búsqueda de salidas parciales mediante la negociación con el adversario, la cual es preparada por el libre debate. La solución de los conflictos sociales estaría en manos de un método de aprendizaje por ensayo y error, es decir, por medio de soluciones pragmáticas, temporales, sometidas en todo tiempo a posibles correcciones.

La regulación de conflictos mediante la libre expresión de los puntos de vista de los contendientes y luego por medio de la libre negociación se parece al método usado en el mercado libre. La regulación pragmática basada en discusiones y arreglos, en los cuales las partes implicadas ceden algo, tiene la ventaja de reconocer desde el primer momento la vigencia de todos los involucrados y la legitimidad de sus intereses; aquí no hay derechos superiores que triunfan o que deberían triunfar sobre móviles bajos, ni tampoco “contradicciones” esenciales que sólo pueden ser superadas por la liquidación de una de las partes.

Ahora bien: la tolerancia de lo Otro y los otros, la validez de principios pluralistas y el énfasis en la necesidad positiva del conflicto favorecen indudablemente derechos y libertades individuales. Pero en su conjunto también tienen un componente social-colectivo de primer orden, pues contribuyen a respetar y reconocer los derechos de otras personas. El reconocimiento serio y permanente de terceros constituye la mejor base para el respeto de la colectividad y muy particularmente para sus intereses de largo plazo, que son los más relevantes para todos los miembros de una comunidad. En el reconocimiento de los derechos de terceros se vislumbra una red de reciprocidades mutuas: la mejor garantía para que los otros respeten y reconozcan mis derechos es que yo haga lo mismo con los de ellos. Pluralismo y tolerancia funcionan adecuadamente si son complementados por la actitud de uno de asumir responsabilidad por el conjunto de los terceros, es decir por la comunidad.  La democracia pluralista debe, por lo tanto, ser complementada por los siguientes valores colectivos de orientación: el respeto irrestricto por los otros, por la comunidad, sus intereses y necesidades; el desarrollo de una consciencia y una ética de responsabilidad social (preocupación por la dimensión del largo plazo, como en el caso de la conservación de la naturaleza); y el involucramiento voluntario de los ciudadanos en tareas cívicas que son indispensables para la preservación de importantes funciones sociales y que trascienden los intereses individuales del corto plazo. No debemos anhelar un sistema político con “su” verdad definitiva y “sus” pautas de acción siempre correctas, sino un orden donde la verdad sea meramente aproximativa, pero donde no se vaya al otro extremo de negar toda concepción del bien común.

Jaime Saenz, poeta y narrador

Luis H. Antezana J.

Ocupémonos de Jaime Saenz (1921-1986) como poeta y narrador. Felizmente, ahora es posible acceder fácilmente a su obra, gracias, sobre todo, a las sucesivas publicaciones de Plural editores. Hasta hace unos dos o tres años, hablar sobre la obra de Saenz era como hablar sobre un secreto accesible a unos cuantos iniciados. Ahora, sí, todo interesado puede acercarse sin problemas a sus escritos.

Vamos a asumir, de partida, una diferencia operativa entre narración y poesía. Por narración entenderemos los relatos escritos en prosa y que se materializan en cuentos y novelas. Por poesía entenderemos los textos elaborados en verso, libre o rimado. Son diferencias de sentido común. Por supuesto hay muchos vínculos entre ambos procedimientos; basta recordar clásicos como la Ilíada o la Odisea, que narran en verso. Por ahora, sin embargo, sigamos al sentido común.

No es excepcional que un escritor utilice los dos géneros, con mayor o menor frecuencia. Cuando el grueso (cuantitativo) de su producción se inclina hacia uno u otro lado, hablamos de un narrador poeta. Pero hay algunos autores donde no habría diferencia cuantitativa, como si su obra completa fuera “miti miti” narración y poesía. En estos casos, los géneros parecen instrumentales, es decir, los utilizan de acuerdo con lo que, según las circunstancias, necesitan expresar. Uno de esos es Jaime Saenz.

Desde 1955 hasta 1973, Jaime Saenz es solo poeta; después empieza su publicación narrativa, con sus Imágenes paceñas (1979) y la novela Felipe Delgado (1979) como cumbre; luego, hasta su muerte, alterna los dos géneros. Él decía que desde siempre había trabajado en ambos terrenos, pero que las respectivas apariciones se debían simplemente a las posibilidades de publicación. En efecto, por ejemplo, su novela Los papeles Narciso Lima-Achá, editada póstumamente en 1991, estaba prácticamente acabada antes de 1975, en la época de su mayor publicación poética –se titulaba provisionalmente La identidad. Luego de la compilación de su Obra poética (1975) aparece Imágenes paceñas (1979), poco antes de Felipe Delgado.

Después, de acuerdo con las posibilidades editoriales, aparecen los poemas Bruckner y Las tinieblas, en un solo volumen (1978); Al pasar un cometa (1982) y La noche (1984), y el relato Los cuartos (1985). Alcanzó a corregir las pruebas de página del libro de relatos y retratos Vidas y muertes (1986); póstumamente se publicaron las novelas La piedra imán (1989), Los papeles de Narciso Lima-Achá (1991), dijimos, sus relatos El señor Balboa y Santiago de Machaca y el poema Carta de amor en una edición de Obras inéditas (1996). Últimamente, se han reeditado, al fin, varias de sus obras, y publicado su Obra dramática (2005) y una colección de sus escritos sueltos (Prosa breve, 2008). Hablando de inéditos, quedan por publicar algunos poemas y su libro de relatos Tocnolencias.[1]

Vayamos al poeta

Formalmente, la poesía de Saenz se caracteriza por versos largos, algunos tan extensos que en la página impresa parecen secuencias, pero, en rigor, son un único verso. Si comparáramos sus versos con composiciones musicales, diríamos que en ellos predominan acordes con notas sostenidas a lo largo de varios tiempos.

También es una poesía dialógica, siempre está dirigida a un “tú”, un “tú” al que la voz dominante interpela todo el tiempo. Ese “tú” es muy marcado, insistente, en sus primeros poemas (Muerte por el tacto [1957], Aniversario de una visión [1960], Visitante profundo [1964], El frío [1967]); después, a partir de Recorrer esta distancia (1973) hasta La noche (1984), su uso es más mesurado, pero siempre está presente. Veremos algunos de sus alcances más adelante.

Otro rasgo es el uso de un lenguaje cotidiano que se intensifica por la manera en la que Saenz relaciona las palabras. No hay nada raro, por ejemplo, en las palabras “yo”, “tú”, “soy”, “eres”, pero, alguna vez, Saenz dirá algo así (parafraseo aproximadamente): “Tú eres yo y yo soy tú, entonces yo no soy yo ni tú eres tú”.[2]

Muchos de sus versos más famosos no tienen ninguna palabra rara o erudita, pero la construcción los intensifica: “Qué tendrá que ver el vivir con la vida; una cosa es el vivir, y la vida es otra cosa. Vida y muerte son una y misma cosa”; “Decir adiós y volverse adiós, es lo que cabe”.

Sus figuras más frecuentes son la tautología, la paradoja, el oxímoron, la enumeración, y, siempre, sus versos portan un aire irónico, ese que dice sí cuando dice no, y a la inversa. Por ese sistema de contrastes y espejos, y por sus temas, se lo suele leer muy seriamente, pero, prestando atención, está lleno de pinceladas de humor donde, claro, reina la ironía.

Como ejemplo, me gusta destacar un verso de La noche. El guardián de la noche, que es el muerto que habla, está enumerando sus bienes, todos sometidos al desgaste del tiempo; al final de una larga lista, el guardián se pregunta: “¿Cuánto valdrán estos muebles? —me pregunto yo”, y rompiendo con la posible nostalgia romántica que suele despertar ese tipo de evocaciones hacia lo perdido e irrecuperable, responde: “Pues en realidad no valen nada; y, en el mejor de los casos, capaz que su valor total no alcance para una ranga ranga”.

Eso de la “ranga ranga”, se podría añadir, implica un guiño literario, ya que “ranga” es el libro o librillo de las vacas. Un último rasgo formal: como sus poemas son todo un libro, en su progresión hay siempre latente una especie de narración en suspenso que avanza hacia los versos finales, los que anudan ese suspenso. No es que avance anudando escenas o descripciones, sino que va dejando huellas temáticas que van anunciando el final del poema.

Temáticamente, ¿cómo decirlo? La poesía de Saenz es una forma de mística, o sea, la permanente búsqueda de un sentido trascendente en este mundo. Es una mística muy curiosa, arraigada en lo cotidiano, como si, digamos, cualquier cosa –“aquí”, “nosotros”, “esa lámpara”, “esta noche”– estuviera expresando ese sentido trascendente que, desgraciadamente, no sabemos reconocer y que es necesario reconocer para saber qué diablos estamos haciendo en este mundo.

En su caso, la poesía es la que, precisamente, se encarga de “recorrer esa distancia” que todavía nos separa de esa trascendencia. Eso, por un lado, es decir, una búsqueda en lo cotidiano y, por otro, el atreverse a buscar en lo más terrible de lo cotidiano, como, por ejemplo, indagando en la muerte que nos espera o recorriendo los caminos de la locura, el alcoholismo o los delirios. Saenz es de aquellos que cuando toca los sueños se atreve con las pesadillas.

Hay algo trágico en la poesía de Saenz, es decir, el tipo de temas y problemas que enfrentan los clásicos, digamos, tipo Sófocles o Shakespeare, o, mejor, Dante que sabía que para llegar al cielo había que primero pasar por el infierno. Quizá por eso se lo suele leer muy seriamente, olvidando el humor y la ironía que son fundamentales para no quemarse cuando se anda jugando con fuego. No tienes que perderte, diría Saenz, tienes que buscar para encontrar y, para ello, añadiría, es necesario saber cuidarse las espaldas; el humor ayuda a ello. Ese humor es más evidente en sus relatos, notablemente, en Los cuartos y La piedra imán que, en cierta forma, pueden considerarse picarescos, tipo la tradición española de, digamos, El Buscón.

Dos cosas más. El “tú” que mencionamos nos puede ayudar a ejemplificar el alcance de esa búsqueda. Hay un “tú” inmanente al “yo”, muy parecido al tú que usamos cuando hablamos con nosotros mismos. Hay otro “tú”, digamos, trascendente, como el que usamos en las oraciones: “Tú que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros” o “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Otro más, es el “tú” del diálogo con otro, semejante pero distinto: “Y tú, ¿qué dices?, ¿qué haces?”; ese “tú”, en literatura, puede ser un personaje o el propio lector.

También, en algunos casos, está el “tú” amoroso, tan antiguo como la propia literatura. Todos esos “tú” se implican mutuamente, de modo que el diálogo con uno mismo, con un personaje o con el lector es, al mismo tiempo, un diálogo con un ser trascendente –con Dios, dirían algunos; con el Mundo como totalidad divina, diría Spinoza; con el Ser como palabra, diría Heidegger; con los muertos, diría Rulfo; o, simplemente, como el sentido del mundo convertido en interlocutor.

Decía que busca en lo terrible, como Dante que pasa por el infierno para ir al cielo donde está Beatriz. Para Saenz, el mundo no es transparente, luminoso, al contrario, es oscuro; en su caso, oscuro implica terrible. Si hay alguna luz que, “en el fondo del fondo”, lo ilumine todo, esa luz no es este mundo. Entonces, no queda más remedio que adentrarse en la oscuridad para, digamos, atravesarla y finalmente salir de ella. En otras palabras, hay que meterse en lo terrible y oscuro si se quiere salir de esa trampa, ese laberinto.

Con Saenz, en rigor, no se busca ni se llega hacia esa luz plena de iluminaciones; se busca y se llega, como él dice, a “lo oscuro de la oscuridad”. La fórmula es muy sencilla y aprovecha las características del artículo “lo” que, en castellano, sirve para sustantivar adjetivos, tipo “lo bueno”, “lo bello”, “lo profundo”. ¿Qué puede estar en el fondo de la oscuridad, en lo oscuro de la oscuridad? ¿La luminosidad? Quizá.

Saenz prefiere pensar que la oscuridad nace, pues, de lo oscuro –aunque reconoce zonas fronterizas como “las tinieblas”, mitad luz, mitad oscuridad. Ahí hay que llegar. Y cuando se llega se experimenta una plenitud extraordinaria, pero al mismo tiempo terrible, insoportable. Saenz llama “júbilo” a esa experiencia del fondo de la oscuridad. Este júbilo es muy parecido al criterio de “lo sublime” que tanto el clasicismo como el romanticismo han utilizado para caracterizar las máximas experiencias artísticas. Lo sublime es algo maravillo, pero al mismo tiempo anonadante. Uno de los ejemplos que se suelen usar para ilustrar lo sublime es el encontrarse en medio de una tormenta en el mar; el júbilo de Saenz anda por ahí. Quizá por ello, Saenz hacía suya la consigna de Colón y los navegantes portugueses: “Vivir no es necesario, navegar es necesario”.

El impacto de su poesía ha sido notable, primero localmente, después internacionalmente. En La Paz, Saenz ya era casi mítico antes de la publicación de Felipe Delgado. Hasta se puede hablar de una generación de “poetas saenzeanos”. Internacionalmente, por ejemplo, cuando se lee la presentación de su poesía en la edición española de Obra poética i [2002], los editores lo destacan como una de las figuras “más notables de todos los tiempos” en la literatura hispanoamericana.

Vayamos al narrador

Desde ya, muchos temas de su poesía están presentes en sus relatos y, a menudo, utiliza el mismo lenguaje, lanzando el relato, por ejemplo, hacia una meditación sobre el sentido del mundo o dialogando con personajes supuestamente muertos, como Santiago de Machaca.

Claro que en sus narraciones domina el desarrollo de la historia que cuenta. Pero ambos géneros se mueven bajo un mismo horizonte de búsqueda en lo cotidiano. La búsqueda a través del alcohol, por ejemplo, que ocupa la primera parte del poema La noche es esencial en la novela Felipe Delgado. Desde La Chaskañawi de Medinaceli no se bebía tanto en la literatura boliviana; todas las noches se bebe y bebe alcohol en la bodega de Ordóñez y muchas veces hasta el delirio.

Con todo, el rasgo propio más importante de su narrativa es, seguramente, el tratamiento del contexto, algo que indica, pero no detalla en su poesía. Saenz ha inventado una cierta ciudad de La Paz, una La Paz nocturna, marginal, próxima a los bordes con El Alto, y la ha poblado con todo tipo de personajes urbanos –hasta con un poeta bohemio (presente en Los cuartos y La piedra imán).

Hay varias ciudades en la literatura basadas en ciudades reales, pero reconstruidas verbalmente, algunas muy famosas como el París de Balzac, la Praga de Kafka o el Dublín de Joyce. La Paz de Saenz es de esa estirpe. Pedazos de la ciudad real que articula en un solo y peculiar conjunto. Su libro Imágenes paceñas detalla los lugares que le gusta destacar, aunque su síntesis sería La Paz en Felipe Delgado. Entre múltiples personajes que pueblan esa ciudad sobresale el del aparapita que, hoy en día, es todo un símbolo. Y con el aparapita ahí está su saco hecho de remiendos, saco que hasta puede considerarse toda una poética de lo múltiple y diverso.

También en esta novela hay narrado un ritual aparapita que ilustra muy bien el tema poético de adentrarse en la oscuridad para llegar a lo oscuro. Se trata del ritual aparapita de “sacarse el cuerpo”. Cuando un aparapita presiente que va a morir, trabaja sin cesar ahorrando dinero para una borrachera final. Se refugia en una bodega y bebe hasta morir. Así “se ha sacado el cuerpo”, el que será echado a la calle donde, ritualmente, sus compañeros de bodega recogerán los objetos que les ha dejado (un espejo, un gancho; quizá, un buen remiendo) y, después, ahí lo dejan; su cuerpo seguramente irá a parar a la morgue; pero, desde entonces, el espíritu del aparapita protege la bodega. Este ritual está presente en muchas visiones religiosas del mundo que suponen que el alma o el espíritu perdura más allá del cuerpo y que lo importante es salvar esa esencia.

A partir de Felipe Delgado, la narrativa boliviana ha dado un giro hacia una narrativa urbana cada vez más frecuente; esto se nota, sobre todo, en contraste con la tradición costumbrista de nuestro realismo, marcadamente rural. Es cierto que después uno encuentra antecedentes. Siempre que algo nuevo se impone se encuentran precursores. Como se dice: “La versión crea el original”. Así, se ha destacado que –con un enorme salto en el tiempo– la Historia de la Villa Imperial de Potosí de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela ya contiene todos los gérmenes de una narrativa urbana –en la Colonia, recordemos, Potosí era toda una urbe.

Y, así, se encuentran afinidades con obras previas, como la novela Bajo el oscuro sol [1971] de Yolanda Bedregal o La tumba infecunda [1985] de René Bascopé Aspiazu, que también sucedían en los márgenes paceños; pero el impacto de Felipe Delgado habría cambiado la manera de narrar en Bolivia, como si la narrativa dejara el campo y se fuera a la ciudad. Lo interesante es que también hay, como eco y, en algunos casos, con influencia saenzeana directa, una poesía urbana paceña, alusiva a sus márgenes y a sus noches, que se la suele llamar “Bohemia de ‘El Averno’”, aludiendo a uno de los bares nocturnos más extremos, por su arraigo entre los delincuentes de La Paz.

En suma, como dice Jesús Urzagasti al presentar la antología poética de Saenz en la edición del Fondo de Cultura Económica de México (2004): “De todos los poetas contemporáneos, Jaime Saenz es, quizá, el único que aún ejerce una extraña y continua seducción”. Para redondear, añadiría que también el narrador ejerce esa misma “extraña y continua seducción”.

* Texto publicado en el suplemento Fondo Negro # 532 del 12 de julio de 2009. Esta versión fue revisada por Alfredo Ballerstaedt, para el libro Visitando a Saenz, que recoge toda la producción de Antezana en torno al escritor paceño, y que se publicará este año por la editorial La Mariposa Mundial. También es parte de Una y misma cosa. El siglo de Jaime Saenz.


[1] Sus poemas y otros textos han sido recogidos en La Mariposa Mundial, 18, 2010; Tocnolencias fue publicado en 2010 por Plural. [Nota de Alfredo Ballerstaedt en Visitando a Saenz].  

[2] El verso referido dice: “es decir, yo soy yo y tú eres tú, y yo te miro y por eso creo que tú me miras, y tú no me miras pero crees que lo haces toda vez que tú me miras, / con la diferencia que yo no me miro a mí sino que creo hacerlo por mirarte a ti, / o sea que yo soy yo, y tú no eres tú sino yo”. [Nota de Alfredo Ballerstaedt en Visitando a Saenz].

Biografía ingenua de la tía

Virginia Ayllón

Para tía Rosa

Este texto es una lectura breve e ingenua de Los cuartos de Jaime Saenz (1985), reivindicando el valor de una lectura también candorosa.

La novela se divide en tres partes y esta división merece algunas líneas porque no está claro el criterio de este fraccionamiento.

Una lectura inicial indica que la primera parte se detiene en la ciudad, la familia de la Tía y especialmente en su hermana, la Señora. La segunda funciona como biografía de la Tía y, la tercera parte se dedica al poeta, impactado por la Tía; más bien por los ojos y el olor de la Tía. Nada impide pensar que es una novela sobre cómo un poeta encuentra en los ojos y el olor de una anciana el pábulo para un memorable poema (¿anatema, execración?).

Sería sobre la ciudad de La Paz, o sus recovecos fácticos, simbólicos y profundos sentidos, ya se sabe, ya se ha dicho y siempre faltará decirlo. Sería sobre la creación, también así se ha señalado y nunca será suficiente. Pero falta la Tía, que no sería lo de menos.

Un poco en segundo plano en la primera parte, la Tía se enseñorea como Rosalía de las Muñecas en la segunda. La Tía gusta repetir: “soy una pobre vieja, humilde y desamparada” y hay que dudar de esta breve autobiografía porque nada indica que el desamparo terrenal sea el desamparo total.

Claro que ella ampara, como la Tiya que tutela las entrañas de las minas, junto al Tiyu. Ampara a El Gran Paucara o Paucarpitas, a la escritora Soledad Vaca y, con sus ojos y su olor, ampara la creación (y quién sabe la vida y sus extraños arcanos) del poeta Jaime Arló. En tanto, las únicas que la cuidan, su hermana, su sobrina y la propia Soledad Vaca, mueren, y con su muerte la desamparan.

Pero si la Tía es casi evanescente en la primera parte, no lo es su renta de jubilada con la que se costean los gastos de esa familia constituida exclusivamente por mujeres. Menguada ha debido ser esa renta por lo que la Señora y su hija están obligadas a revender cositas para estirar el ingreso familiar. Pero de que la renta de Rosalía es el sustento fundamental de esa familia, no queda duda. Otra historia es la nunca llegada plata ofrecida por un diputado o un ministerio; lo real es la renta de la Tía. O sea, esta Tía es igualita a la ipala, o tía terrenal de los qaqachaka, quien tiene funciones rituales específicas en esa comunidad, generalmente relacionadas con los productos agrícolas, es decir, con asegurar la alimentación; es decir, con el amparo.

Con estos datos, la esmirriada autobiografía de la Tía se va completando porque, como bien le asegura a Soledad Vaca: “Ahora ya veo por qué tú me llamas tía. A lo mejor la tía es una cosa, y yo soy otra cosa”. Exacto, la Tía es siempre más, es la dilatada y amplificada distancia entre una cosa y otra cosa. Y aquí me desvío porque hablando de Soledad Vaca, es urgente la referencia a la historia de amor entre la Tía y Soledad, en una delicada narración sobre una escritora y su protectora. No cualquier escritora, por cierto, sino una muy decimonónica, quien podría afirmar que “si algunos versos escribe/de alguno esos versos son/ que ella solo los transcribe”, etc., etc., a causa de la exacción de sus escritos a manos de los pendolistas Joaquín y Serafín Chumacero, a quienes la Tía no duda en expulsar de su casa con un palo y, no contenta con ello, “los hizo ensuciar con el albañil”. Debido a esta triste historia de explotación de textos, de la producción de Soledad Vaca solo se conocen el periodiquito de Alasitas El Quevedito y, por supuesto el increíble texto, dividido en cuatro partes y escrito con estuco, titulado El almanaque de la tía y la tía del almanaque.

Retorno ahora a un parteaguas en la biografía de la Tía que se produce en medio de esta historia de amor, y es la declaración de la Tía a Soledad: “… lo que pasa es que yo no soy más que una vieja bruja, y por eso conservo la lucidez. A mí no me gusta pensar. Lo que sí me gusta es adivinar. Y sanseacabó”. Otra cosa, es otra cosa.

Así, de asegurar el sustento familiar, la Tía también tiene “funciones rituales específicas”, porque, al fin y al cabo, es una ipala. Bien ocultadita en la primera parte, Rosalía de las Muñecas, descendiente de “una familia muy ilustre, de guerreros, estadistas y poetas”, que cuida con afición sus rosas, claveles y violetas y es devota de “sus dos amores ultraterrenos”, en su faceta de ipala y con todo derecho puede inquirir a todos los dioses: “¿Qué idioma hablan los seres ultraterrenos? y ¿Cuál es el camino para orillar el Más Allá?”.

La respuesta del adivino Paucarpitas, de que el idioma de los seres ultraterrenos no es el idioma de los muertos sino el de los vivos; y que el idioma de los muertos no es un idioma sino un misterio, maravilla a la Tía porque con esa respuesta sus seres queridos no son muertos, son ultraterrenos y ya se ha dicho que otra cosa es otra cosa. Lo mismo, la segunda respuesta, en palabras del adivino Paucarpitas: “Hay un camino verdadero, y otro falso, para orillar el Más Allá: el verdadero camino, es el cuerpo de la muerte; y el falso camino, es la muerte del cuerpo”. Y claro que más que a la Tía, esta segunda respuesta maravilla a quien la lea y habilita, además, a mil y una consideraciones, muchos textos y contratextos. Pero a no olvidar que la Tía quería orillarse al lugar de sus seres queridos, a sus venerados ultraterrenos. “Tus palabras tienen un misterio”, le responde la Tía, “son oscuras y son claras. Yo las entiendo; y al mismo tiempo, no las entiendo”. Y sanseacabó, como ella misma diría.

La Tía de la segunda parte ya no es la pobre vieja, humilde y desamparada de la primera. Ahora, con el dinero que recibe del Paucarpitas por sus servicios de propagandista de su negocio de adivinador, Rosalía “vestía finísimo mantón de lana, severo traje de paño, guantes de cachemira, y elegante cartera bordada, amén de una estola de piel”. Pero, además, a la Tía le ha pasado la muerte de sus seres queridos, convertidos ahora en amados ultraterrenos con quienes puede hablar y, más aún, orillarse a su terreno del Más Allá, que, claro está y como lo confirma Paucarpitas, “orillarse no es internarse”.

Y orillarse sin internarse es estarse en el cuerpo que desde que existe es el cuerpo de la muerte. No existe eso de matar el cuerpo; el cuerpo de la vida y el de la muerte son una misma y otra cosa a la vez. Otra cosa es otra cosa.

Los ojos de la Tía son el cuerpo de la muerte cuando estando ante la hermana enferma, con un ojo miraba a la moribunda y con el otro miraba no la muerte, tampoco oía el sonido de la muerte, ella miraba el ruido de la muerte. Como todo cuerpo, el de la muerte mira, oye, palpa, duele, huele, tiene hambre y sed y también memoria y, además, el cuerpo es el alma. Al decir cuerpo digo alma, por eso las ipala son más tiya que tías.   

En la primera parte la Tía sufre porque, a decir de su hermana “La fuente de tus sufrimientos, se encuentra en tus ojos. Si tú no tienes hijas, es porque tienes ojos. Tus ojos te miran; tus ojos te duelen; tus ojos te matan. Y tú miras; tú dueles, tú matas”. Esta sentencia contiene un arcano que se entiende y a la vez no se entiende: “si no tienes hijas es porque tienes ojos”. El conocimiento se produce por encima, por afuera de los determinantes biológicos, se podría decir rápidamente; es decir, sin resolver el arcano, porque son hijas las negadas, no hijos. El conocimiento rompe las genealogías femeninas, diría otra acelerada conclusión. Arcano al fin.

Los ojos de la Tía, como los del cuerpo de la muerte, no producen mal de ojo, al menos no en esta novela; en todo caso amplifican, desplazan y también disminuyen, porque ella pertenece al mundo de la señora Quintina, al de las adivinas que se achican, se abrevian y resumen. Tampoco es un ciclópeo ojo el de la Tía, más bien parece que los lleva en las palmas de las manos, lo que le permite orillarse y no internarse; no es a ciegas ni a tontas la cosa.

El olor es otra cosa, es la seducción que emanan los cuerpos y la poética del “esforzado y abnegado” poeta Arló incluye la recolección y clasificación de aromas para proceder luego a la alquimista operación de separación del olor de la vejez, su íntimo interés, del que emana un poema escrito en cuatro partes, las mismas en las que la escritora Soledad Vaca creó su célebre texto sobre la Tía. Pero no es el olor de Rosalía lo que permanece en Arló sino su mirada y quien sabe fue el motivo por el que este poeta, entre admirado y asustado prácticamente huye de su encuentro con la Tía, que “miraba—y miraba, y miraba”. ¿O sería la luminosidad cegadora del ojo de la Tía, lo que espantó a Arlo? Finalmente, la luminosidad es propia de los ojos de estas Tías, como la que brota de Tía o Thia, la diosa griega de la vista.

No sé por qué, esta Tía me ha traído el recuerdo de Tarsila, hermana de Rosa Mercedes Benavides, madre de Rafael de la Fuente Benavides, el “vanguardista de lo decadente”, como se calificó al autor de La casa de cartón (1928), conocido como Martín Adán. Se dice que la tía Tarsila, un poco bruja y bastante autoritaria, se hizo cargo del niño Rafael a la muerte de su padre y a la presencia “evaporada” de doña Rosa. Estas madres sustitutas de las evanescentes madres biológicas, pueden ser, entonces, brujas, ritualistas y cuidadoras. Hay otras Tías por ahí rondando, como mi tía Rosa y también se habla de otra Tía Esther; varias son.

Texto publicado en el libro Una y misma cosa. El siglo de Jaime Saenz (Editorial 3600), donde se recogen las ponencias de las VI Jornadas de Literatura Boliviana.