Igor Barreto

Quisiera comenzar estas palabras recordando un sueño: En la bruma del inconsciente me veía vagando por los Desiertos del Sur de Venezuela en compañía de un hombre llamado Benjamín Cordero, lo ayudaba en el arreo de una manada de cochinos y agotados por la faena nos detuvimos bajo una Palma Sola a descansar, mientras los cerdos hozaban en la tierra negra. En ese momento Benjamín Cordero llamó mi atención para decirme: Cuando vayas a escribir un poema hazlo con espíritu «inmundo», lo más sucio del mundo que puedas. He pensado con mucha frecuencia en este episodio y en las ideas que podría asociar al adjetivo «in-mundo», es un término de hondas resonancias bíblicas. Las apariciones de este adjetivo de fuerza inusitada en el Nuevo Testamento se vinculan por lo general a la presencia de seres seducidos por el mal, o que representan el «mal», como demonios, seres poseídos y sobretodo orilleros, marginados. Se tratan de existencias o representaciones ubicadas en la periferia de una doctrina, de una visión que, como el cristianismo, terminó por imponerse en Occidente. Ya extrapolando este concepto para aproximarlo baudelieranamente, lo más posible, a nuestros propósitos literarios, podríamos decir que lo inmundo es la negación de lo focal y también la afirmación de lo periférico. Quisiera rememorar en mi ayuda un ensayo de la crítica argentina Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”. También me voy a atrever en esta dirección a recordar que lo inmundo es la expresión literaria contaminada de variados registros provenientes de las más diversas formas expresivas. Eso que la pensadora argentina denomina lo postautónomo. Hablando desde mi escritura poética, es un concepto en el que me he apoyado al incorporar elementos narrativos, relatos de vida, el realce de lo propiamente lexical: sustantivos que son como apariciones de fantasmas paracrónicos, verdaderas figuraciones del pasado incrustadas en el presente: citas o paráfrasis de textos perdidos en el tiempo. Permítanme ustedes adosarle a esta expresión otra, que siempre he intuido como una suerte de impulso que favorece el ejercicio de lo acumulativo, eso que denomino personalmente como la fuerza de “implicación”. Para mí, los poemas se construyen incorporando la mayor cantidad de elementos que conforman su horizontalidad de sentido y de atmósfera. La trascendencia de cualquier texto tendría que ver entonces con su capacidad de “implicación”, con la potencia del crecimiento mundano que pueda demostrar el poema. La verticalidad como principio de trascendencia, de vinculación con una divinidad distante, como ocurre con los poetas románticos o con sus continuadores en la contemporaneidad, siempre me ha parecido inhumana. La divinidad así entendida carece de eso que Jun’ichiro Tanizaki llamó la sombra del uso, una cualidad que solo es posible adquirir mediante el diverso contacto que “algo” tiene con su entorno.
Hoy día, en la contemporaneidad, el contacto con el mundo se resume cada vez más en la construcción de una imagen, de un ícono, de una representación de hechura decadente y neutral, al negarse a asumir la riqueza del perfil circunstancial del mundo, ocultándose muchas veces tras un lirismo alabancioso. En cierta entrevista leí que Cioran afirmaba que, a la poesía, de continuar así, le espera un destino operático: redundante, artificioso, altisonante. Quisiera poder hablarles de una complejidad mayor, una aspiración que recaiga sobre la riqueza de todos y cada uno de los elementos lingüísticos, especialmente aquellos que le confieren una mayor contundencia verbal al poema, una «fuerza de gravedad» a las palabras, que yo desearía que pesaran tanto, que su peso las hiciera caer hoyando la tierra.
Estas palabras pronunciadas, unidas al último fragmento de esta intervención constituyen la desembocadura de variadas citas que leeré y que tendrán como rótulo o título la mención de distintos problemas que han ido llamando mi curiosidad en la evolución de mi proceso creativo. Estas citas fueron sustraídas de un libro que publiqué en el año 2006, bajo el título de El Llano Ciego y, que ahora recuerdo, hago memoria con alma, como quería el poeta español de la generación del 27, Don José Bergamín. Paso entonces a leerles dichos fragmentos del libro El Llano Ciego, rotulados con una mención al problema que plantean, acompañados de poemas pertenecientes al respectivo texto, que dan cuenta de mi proceso y mi lamento al pensar la representación contemporánea de la naturaleza.
El exilio
El exilio como una categoría de la existencia, el abismo y la palidez del pensamiento son condiciones ya internalizadas en nuestra vida cotidiana. La primera forma de exilio que padecemos es una que tiene como ámbito lo temporal. Nuestro presente es solo el tiempo de hondas desilusiones. He ahí la causa de la irrealidad que nos acompaña. Muy pocos tenemos patria en un país del pasado. Alguna vez Derek Walcott se atrevió a afirmar que en los orígenes del Nuevo Mundo estaba «la amnesia». De estas cosas hablo como lector de poemas, esas vasijas donde guardamos el curso de la sensibilidad.
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En cine existe un recurso de puesta en escena que podría resultar revelador. Me refiero a la aplicación de la “geografía imaginaria” mediante la cual se construye una locación, uniendo con el montaje partes o imágenes de distintos lugares. A pesar de que las partes son reales, el todo es siempre imaginario. Eso ocurre en la mente de un exiliado: sus recuerdos corresponden a sitios concretos, pero “el todo” de su vida es imaginario.
Naturaleza del exilio
(Nocturno de apartamento, 1998)
UNAS reses llegaron del boscoso anhelo,
de unas calcetas añoradas.
¿Qué sentido tenían aquellos animales
de rostros humanos?
La cocina era una hoguera
a medianoche.
El acallamiento
vegetal del balcón
donde unos helechos
aletean como esfíngidos.
¿Qué fue de la quietud de esos parajes
que conocían tanto?
No encontré barriales constelados,
ni la camisa azul.
Era la naturaleza del exilio,
un río de nada.
Algo que corta una cebolla en pequeños trozos,
blanca, como un farol bajo un árbol marchito.
Paraíso perdido
MILTON ha dicho
en El paraíso perdido:
La tierra tan pequeña,
comparada con el cielo,
y faltándole la luz:
Entonces, una tierra
en esencia oscura.
Pobres y engañados Trópicos
que creen que la luz les pertenece.
La palmera de penacho brillante
perdió su orgullo
y está enferma:
es solo
una reliquia
de la sombra.
La naturaleza
Cuál será la imagen que busco de la naturaleza. Sin duda que no se trata de una deificada y espiritualizada hasta el hartazgo. Pero tampoco esa otra más moderna de la que habla Gottfried Benn en su Carta a Oelze: La naturaleza es vacía, desierta; sólo los venados ven algo en ella, pobres diablos condenados a constante sufrimiento. ¡Huya de la naturaleza que echa a perder los pensamientos y estropea notoriamente el estilo! En Benn, cuya voz proviene del intramundo urbano, se expresa una visión ausente de piedad. El poeta alemán no quiere ser la voz de un colectivo, ni de la impostura burguesa de sus valores: la solidaridad, la autenticidad, la identidad, la trascendencia. Aunque me inclino por su poesía sin piedad, despojada y libre, no tolero su desapego y vaciamiento de alma. Si la naturaleza ha sido pervertida e intervenida y sobrevive apenas en el imaginario del exilio, es preciso que cargados de esta conciencia del deterioro (y recuerdo a James Hillman) nos dispongamos a restituir el alma al mundo.

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¿Naturaleza? Lo no-humano, simplemente aquella porción del cosmos que no he visto, lo más apartado, el lugar donde unos pájaros comen semillas de árboles para los cuales carezco de nombres. La sola presencia de una persona ahuyenta la naturaleza, la descoloca con su orgullo y humanidad. Decir «hombre» y huir, todo lo que transcurre sin ley alguna, es la misma cosa.
El presente
RECUERDO un paseo con el cronista de la ciudad de San Fernando, don Julio César Sánchez Olivo. Nos deteníamos en cada esquina y él me iba diciendo: «Aquí estuvo la farmacia Libertad» (ahora había un edificio); «Aquí la antigua fábrica de hielo» (ahora tan sólo un terreno baldío). Luego de aquellas caminatas, pensé que cada objeto merecía perdurar y ser memoria de un tiempo, ya que sólo lo antiguo tiene corazón. San Agustín creía que el presente debía conjugarse como presente-pasado o presente-futuro. Pero por desgracia entre nosotros, por desgracia para las cosas, para calles y ciudades, aquí el presente le sigue al presente en un mundo de pura y maciza cotidianidad.
IV
La ciudad que edificaron los Conquistadores fue una ciudad amurallada (una ciudad-fortificada), tan diferente y semejante a la ciudad contemporánea: amurallada también, pero por el presente, el muro del presente. De ahí deriva su terrible insularidad. Parafraseando al poeta cubano Virgilio Piñera, podríamos decir: la maldita circunstancia del presente por todas partes.
Ungaretti
a Mafer
OÍ hablar a Ungaretti
de su Alejandría,
cerrar los ojos azules y decir
que otros lugares de Oriente
podrán tener las mil y una noches,
pero Alejandría tiene un desierto.
Nosotros también tenemos:
la amnesia y el desierto del presente.
El paisaje
El paisaje ha muerto. El paisaje de tradición romántica ha muerto, a pesar de que aún descubrimos marcas de lirismo alabancioso en nuestros poemas. En él la naturaleza se identificaba con un estado edénico anterior a la «caída». La naturaleza era su «paraíso perdido», algo que nos abandonó al cruzar la puerta de la infancia, tal como leemos en la «Oda de los indicios de inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia» de Wordsworth. Éramos roussonianamente felices en los predios de ese paisaje hasta la llegada de la modernidad que precipitó el abandono de nuestra memoria ancestral y colectiva. Pero la modernidad también trajo consciencia ideológica y lingüística, señalando la gran carga de simple utilería que se acumulaba en nuestra visión de la naturaleza. Aunque habría que decir que el romanticismo estuvo animado por un espíritu nacional de reconocimiento de lo geográfico, donde la representación del paisaje constituía una forma de encarnar estéticamente lo que en otros ámbitos era un destino político.
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La regla del paisaje es el monoteísmo. Esta perspectiva equivocada nace en el vértice donde se asienta el ojo (único y divinizado) que segmenta la naturaleza. Pero basta observar el cosmos con sus nombres: Ceres, Venus, Neptuno, para darnos cuenta de que son muchos los que nos miran desde las copas de los árboles y la comba de las estepas.
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El paisaje quedó atrapado en un deseo compulsivo de idealización. Sobrevive en imágenes cristalizadas. En sus límites la naturaleza es el Dios exterior o interior según pensemos en Platón o en San Agustín. El exilio territorial desde el cual hablo siempre conserva un átomo de realidad, un correlato objetivo, como diría Eliot, la memoria de una experiencia que se pretende histórica.
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¿Dónde están las ruinas veneradas de la naturaleza si hoy lo que encontramos son los escombros de un río fecal? ¿Cómo seguir creyendo en el paisaje como representación bella y agradable? El paisaje contemporáneo (de insistir en este término) sería una representación pervertida, intervenida, impura: una cordillera de desechos. ¿Cómo saltar valiéndonos de una estrategia lírica por encima de este presente y volver a escribir sobre unos árboles que cabecean y rumoran entre ellos necedades?
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El lugar
Si alguien dijera que desea representar el paisaje reivindicaría para la escritura poética la noción de «lugar». El «lugar» es lo dinámico que se opone al estatismo de una imagen pictórica de la naturaleza: lo particular, lo histórico versus lo universal, lo nominal frente a lo adjetivo. ¿Paisajismo? Según Baudelaire sólo consiste en glorificar legumbres.
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León Bloy decía: «El más bajo grado de la miseria es, seguramente, no tener lo que puede llamarse un domicilio».
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Para enfrentar el mal no tengo divinidades; tengo el recuerdo de lugares. Es lo que puedo convocar en mi ayuda.
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El alma existe sólo como una relación entre el individuo y el «lugar». Se tiene alma cuando se está (con armonía) en cualquier paraje por remoto que sea. Así te encuentras de nuevo con la unidad posible del lugar donde el alma se torna palpable a los sentidos. Pienso en estas ideas mientras contemplo El regreso de Joaquín al pastoreo del Giotto, uno de sus frescos de la santa capilla dell’ Arena de Padua. Giotto descubrió la noción de «lugar» cuando apenas se insinuaba la perspectiva, y personajes y naturaleza eran un modesto asomo que no ocultaban su frontalidad. Entre Joaquín que retorna arrepentido y los pastores que lo reciben junto a ovejas, rocas y árboles, se crea una comunidad espiritual, una sympatheia que valora el espacio, el «lugar», más allá de cualquier percepción naturalista.
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Qué paradoja:
Una lámpara de aceite de foca ilumina el rostro de Robert Flaherty, sabio fundador del cine documental. Era la segunda década del siglo XX y había decidido abandonar su profesión de mineralogista. En su último viaje a la Tierra de Baffin (al norte de Canadá) descubrió el dominio de lo humano, donde los ciclos de las inhóspitas estepas subárticas rotan en el carácter boreal de los esquimales. Tras dos meses en canoa y trineo, Flaherty llegó hasta ellos. Traía consigo una considerable carga: dos cámaras cinematográficas Akeley, las mejores en temperaturas glaciales, ya que utilizan un mínimo de aceite y grasa lubricante; también un trípode para las cámaras de movimiento giroscópico; decenas de latas de material virgen de la casa Eastman Kodak y un laboratorio completo que le permitía positivar la película que iba filmando… Y todo esto (¡qué paradoja!) para reencontrarse de forma objetiva y convincente con la naturaleza.
El pasado y la memoria
Superar la realidad, superar el paisaje. Adentrarse en la memoria que es pura creación verbal.
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La memoria es un texto espontáneo que viene hacia el presente y nuestra conciencia intercepta su recorrido. La conciencia llama a la memoria desde la orilla del desamparo verbal. Hacer memoria es invocar palabras de una oración, encomendarse al espíritu del lugar y al acontecimiento.
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Hablar de la memoria es entrar en un espacio vinculante. Quiero decir que las personas y objetos evocados se relacionan conformando una red plural, una identidad plural, donde el «yo» retrocede sin más remedio.
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En el ámbito de la memoria el presente se aviene al pasado
haciendo una reverencia.
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Existen fatales correspondencias entre el personaje principal del film Dersu Uzala (1975) de Akira Kurosawa y la tragedia del jefe de botones de la clásica cinta expresionista El último hombre (1924) de Friedrich Murnau. El personaje de Murnau (interpretado por Emil Jannings) vio trágicamente suplantar su identidad, su nombre, la puerta de entrada a su carácter, por una supuesta identidad social que le brindaba el vistoso uniforme del hotel Atlantic. La Alemania «pangermánica», donde germinaban el fascismo y el comunismo, inauguró en nuestro siglo estas mutilaciones de la persona. La dramaturgia del «yo», que los expresionistas llamaron «ich-drama», conduce al personaje encarnado por Jannings hasta un final paródico y deshonroso. En cuanto a Dersu, viejo y acorralado por una deidad feroz que lo acecha bajo la imagen de un tigre de Bengala, decide renunciar a todo aquello que lo hizo admirable: su naturaleza de hombre compenetrado con la selva entre Rusia y China, y su aguda cultura de cazador. Aquel pánico lo llevó a refugiarse en la pequeña casa citadina de la familia Arseniev, lejos de «la taiga». Dersu desafió su destino y al querer regresar, casi ciego, la muerte lo sorprendió con bastardía a manos de unos ladrones. Cuando alguien se aparta de la tradición, cuando se pierde el nombre que encabeza la historia que somos de manera única, sobreviene (casi siempre) una muerte banal, y a medias tintas desfallecen cuerpo y espíritu.
Algunas propuestas
La vida de un hombre transcurre construyendo, afinando una o muchas historias. Relatos donde el narrador resume las claves de su existencia, su relación con la naturaleza, los hombres y las cosas. Le oí narrar a un pescador cómo su hermano murió ahogado en un río, relacionando aquella fatídica hora con el canto del paují oculto en los bosques de galería. Para él era la voz de la soledad y el silencio. Estos relatos desarrollan con fuerza realidades profundas. Refieren de manera sesgada el mundo íntimo del que cuenta, sus intereses y preocupaciones: Esas son las historias esenciales. Las busco, las descubro y las elaboro en forma de poemas.
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Desde los comienzos sentí el deseo de imprimir mayor sustantividad al verso. El primer recurso al que apelé fue a la imagen. Organizar el poema mediante un «montaje constructivo» a la manera pudovkiana, donde el ordenamiento de una serie de tomas componía las estrofas y, así, secuencia tras secuencia, hasta el final del texto. Era solo ingeniería visual. Aquel modo que privilegiaba el sentido de la vista contenía en su diseño figurativo el germen de su propia destrucción: el poema y la palabra perdían resonancia y ganaban en exceso racionalidad. Fue entonces que vino a mi mente la imagen de un pescador de orilla oculto en un recodo del río, entre el bosque de galería, mirando sin perder detalle la superficie reflejante del agua. Mirar y, al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He ahí la respuesta (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con emoción humana.
El centauro
ATADO a una soga
llevé al centauro
hasta el galpón
trasero de la casa.
Fuiste el sabio
maestro de Aquiles
y de Esculapio
y de un tajo
corté su cabeza
colocándole
una trompa
con sus belfos.
Susurré en su oreja:
La sabana es la nada
donde el caballo
es lo único que existe.
Vendrán
vulgares jinetes
a robar
tu trascendencia.
Al final
espera la tristeza,
el mal
y la derrota.
Pastoral
PASTOR Caeiro
a la poesía lírica
no la mates.
Tú piensas
en el poema
y nos dejas
en el yermo
con el quejido
de unas ovejas
amnésicas
que sólo balan
simbólicamente.
Si vieras
qué fue de la vida
de Títiro y Salicio:
del jardín latino
a la covacha
de tres tablas,
en el borde
donde la ciudad
se espesa.
Les he hablado:
¡Allí donde existió
el verde
no pueden
pintar con verde!
Mas ellos
no hacen caso:
Si sopla viento
es porque el aire
se lamenta,
y al cerrar el grifo
escuchan el ruido
de una voz…
Pero no es su culpa.
Nuestro mal está en el alma,
dijo Horacio.
Último fragmento
Siempre pensé que la única posibilidad que tenía la tierra para salvarse de nuestro espíritu depredador era la de ser fieles a una ética que considerara a «La naturaleza como un otro». Dicha actitud implicaría aceptar que debe existir una «distancia» caracterizada por el despertar de la compasión y, luego, más tarde, vendría el reconocimiento o el aprendizaje de ciertas normas olvidadas. Esta distancia tendría que ser religiosa en el sentido que debemos seguir la ruta de la naturaleza reconociéndola como una entidad superior, tal y como ocurre en La Oración del heliotropo, citada por el neoplatónico tardío Proclo, en su tratado sobre el arte hierático griego. Yo he pensado que, partiendo de esta oración, emulándola, pondríamos observar a la naturaleza con la misma reverencial distancia. Esta idea se inspira mucho en la lectura de Henry Corbin y muy especialmente su libro dedicado a La imaginación creadora en Ibn Arabi. Creo que este principio de una necesaria «distancia» podría fundar la posibilidad de una ética del convivir terreno y mundano para el hombre de hoy, dominado por un deseo de posesión destructiva, que ha puesto un punto final a la necesaria simpatía con nuestro mundo, a la correspondencia entre las etapas de nuestras vidas y aquellas propias de los procesos naturales, y a la interlocución sabia que solo puede nacer de tal entendimiento