Palabras para Eduardo Kunstek

Alberto Guerra junto a Eduardo Kunstek.

Alberto Guerra Gutiérrez

Hablar de un poeta, no es muy común en nuestro medio y por lo mismo, tampoco es muy fácil. Es que al margen de detalles genealógicos, temporales o académicos, la personalidad del poeta, linda con lo sutil, lo ingrávido y hasta esotérico, puesto que el poeta, es producto de una vida de ensueño y de íntimas preocupaciones que explican su profundo arraigo en los fenómenos humanos y sociales, colmando sus alcances entre su afán de encontrar respuesta a sus anhelos e inquietudes y asumir el eco de felicidad o tristeza de sus semejantes, de las cosas y hasta de los animales, manejando su propia varita mágica, hecha de sensibilidad y belleza.

Eduardo Kunstek Montaño que, ísicamente se nos presenta alto, espigado, barbado y gentil -como ya lo dijéramos antes- es la sombra generosa reflejada en su poesía, “existe más en sí mismo y en los objetos y situaciones que le inspiran afición”; ama la música, la pintura, la naturaleza viva y, ante todo, ama la poesía acudiendo al fuego como recurso inequívoco de la vida, vindicando a la cigarra o asignándole un espacio de vida al cántaro y a la luna; no encerrando fríamente al satélite en la fresca entraña de arcilla, ni insinuándole esencia luminosa al objeto sino, haciendo de la luna el gran cántaro de luz iluminando su destino de sensibilidad y poesía.

Como en la de Lezama Lima, en la poesía de Eduardo, «la metáfora y la imagen tienen tanto de carnalidad, pulpa dentro del propio poema, como de eficacia filosófica, mundo exterior o razón en sí».

Eduardo Kunstek Montaño tiene su propio pedestal, firmemente asentado en los pilares de su estilo poético y su manera de sentir la vida, entre la libertad y el salmo.

Publicado el 25 de septiembre de 1994

Eduardo Kunstek Montaño, poeta hermano

 

Eduardo Kunstek, Edwin Guzmán, Jorge Zabala y Fernando Rosso.

Edwin Guzmán Ortiz

Toda amistad forja una imagen que el tiempo la torna imborrable. A innumerables recuerdos y momentos vívidos se superpone aquella, la que resume todas las demás y es como una carátula que abre el palimpsesto azaroso de la memoria.

En esa imagen que guardo de Eduardo Kunstek, “veo” al poeta de pie, con un libro de poemas en la mano, otorgándole los fonemas precisos a esa escritura siempre elusiva y trascendental que es la poesía. Y es que Eduardo, fue ante todo, un poeta, el poeta que cosechaba silenciosamente imágenes y trabajaba más silenciosamente aun, su factura y resplandor final.

Pero Eduardo tenía una particularidad que reforzaba aún más esa imagen. El mundo que lo habitaba se mostraba desde de una impredecible fisonomía. En su más cercana cotidianidad, siempre era otro, cada paso que daba siempre trazaba una órbita tocada por la extrañeza. Y aquella cercanía se tornaba de pronto en una discreta lejanía y luego, por un efecto de contracción mágica, otra vez engendraba otra cercanía y así, otra vez…como sus poemas, parafraseando a Antonio Terán: “poemas escritos por el humo…humo del tiempo”

Por lo mismo, fue un poeta de poesía adentro. Es decir, no condescendía fácilmente a la inmediatez del coloquialismo, a la descripción objetiva de las dádivas rutinarias del mundo. Lo suyo era explorar su universo interior, el tejido conectivo que a(r)ma los sentidos, la arquitectura cenital que engulle y reinventa los elementales soles que pululan en la dermis del día. Y bajando los frutos de ese universo interior escribía: “Por asombrosos atributos/ vamos nombrando a la vida/ de sol a sol y en el periplo/ de la luna a la sombra”.

En el llano, Eduardo tenía un sentido comunitario de la cultura; la vivienda que ocupaba al interior de la Planta de Yacimientos, en la zona norte de Oruro, a principios de los 90 era un ambiente concurrido por poetas y cultureros de todo pelaje. Recuerdo ahí la elaboración de los primeros números del suplemento cultural El Faro, del periódico La Patria, las intensas noches por elegir los artículos más interesantes, y escribir los necesarios, con la presencia del luminoso Jorge Zabala y Fernando (Zeke) Rosso contribuyendo, así, desde sus más altos saberes, a la factura del número inaugural.

A propósito, Jorge, en su clásico estilo y su obsesivo afán de encontrar todos los posibles significados del objeto “faro”, junto a las historias más encomiables, realizó una enormísima investigación documental y lingüística que terminó disertando una noche en medio de la sorpresa de todos nosotros. Eduardo comentaba los datos prodigados desde aquella algazara semántica, y del barroco júbilo de estirar un tema hasta sus más inimaginables límites.

Su casa fue, además, un rincón de empedernidos melómanos. Intensas sesiones de música se prolongaban hasta altas horas de la noche. Jazz, rock, tangos y baladas, se desperezaban y danzaban entre ávidos oídos por capturar la esencia de las notas, el néctar de las melodías. Al salir, era peligroso que llameantes espíritus atravesaran por una planta colmada de tanques con millones de litros de combustible de alto octanaje.

Si alguien me preguntara cuándo y cómo conocí a Eduardo Kunstek, mentiría si menciono un lugar y circunstancia precisos. Por supuesto fue en Oruro,  más o menos a fines de la década del 80.  Por cierto, antes, compartimos lugares comunes, coincidimos en la Galería Imagen, cruzamos palabra en el bar Huari y la casa de Alberto Guerra, con amigos comunes y preocupaciones más o menos comunes. Trajinamos cercanamente aquel itinerario doméstico que se despliega por las calles de ese venerable Oruro, altiplánico y carnavalesco.

Sin embargo, esa fue la prehistoria de nuestra amistad. Pero claro, hubo un instante en que en verdad lo conocí, encontrándonos por primera vez. Fue en mi casa, una noche, cuando leyendo diferentes poemarios de mi biblioteca, llegamos a un momento de plena coincidencia, eligiendo a Vallejo. Él, después de hojear la pequeña antología, sin dudar se puso a leer con la voz cargada de emoción,  “Los dados eternos”; al escucharlo, sentí la fuerza y verdad de Vallejo como nunca. Culminada la lectura nos despeñamos en una salva de preceptos y viajes por los intersticios del poema, subiendo y descendiendo por su indecible arquitectura, palpando sus briosas ondulaciones, acariciando el vuelo terrible de su verdad solar, y mirando a Vallejo de frente, aun a costa de quedar petrificados. Así, al cabo del tiempo, supe que ese poema fue el lugar y el momento en que conocí a Eduardo Kunstek Montaño, poeta, cómplice y hermano, en este curioso destino de quienes ejercemos el oficio de cambiar por palabras nuestra vida, -como dijo alguna vez, otro maestro compartido: Jorge Luis, el Borges imprescindible. Y no termino de conocerlo y celebrarlo, al leer y releer sus diferentes poemarios, y recordar tanto salto mortal al pie de lecturas, autores, temas, obsesiones, pasiones, disquisiciones y sangre verbal derramada sobre el mundo.     

El Movimiento Encuentro 15 poetas de Bolivia fue una nave que tripulamos durante muchos años con Eduardo y muchos poetas hermanos. Asumimos el 15 como un número cabalístico, clave numerológica en el juego iniciático del desborde creativo, cifra de abiertas genealogías. El Movimiento fue un acelerador de energía poética, un espacio compartido, la libre convergencia de quienes asumen la poesía como pasión y destino, poetas que comparten su palabra fraternalmente, sus obsesiones, sentimientos de justicia y libertad, la indefinible verdad de su tiempo, prosiguiendo luego su camino; un espacio de encuentro, de ansiedad expectante, de percepción irregular, un nicho de fe poética.

Un activo y permanente animador de los diferentes encuentros de los 15, fue Eduardo. Alto y espigado entre todos, era una especie de faro, iluminando con sus hondos y certeros poemas las reuniones y tertulias. Su voz pausada y penetrante  de pronto se abría paso en medio del murmullo y el público y, por ejemplo, decía:

A Berny /…En mi soledad / en mi lecho / veré cuánto mundo / te quise //  Guarda / estas palabras // Ellas fundan / nuestra eternidad.

La Galería Imagen, de aquella época, fue un vientre materno de la actividad cultural en Oruro. Aquellas cuatro paredes –transparentes y virtuales- guardan la memoria de lecturas suyas, y su inquieta concurrencia en las tertulias y bohemia de aquellas noche siderales. 

No fue menos gratificante la aventura que compartimos en la edición y publicación del suplemento cultural, El Duende, vigente hasta hoy. Junto a Alberto Guerra, Luis Urquieta, Erasmo Zarzuela, Benjamín Chávez y Berny Salinas. En la primera etapa de la publicación, Eduardo tuvo una participación protagónica, escribiendo artículos y definiendo la línea editorial. Cómo no recordar además, el cúmulo de actividades realizadas dentro la Fundación Cultural FEPO, publicaciones, presentaciones, eventos.

Luego, los acordes del tiempo y los designios del destino, nos distanciaron durante muchos años. Eduardo por Cochabamba y Santa Cruz, pero siempre recibiendo noticias suyas en forma de poemas.

El último proyecto compartido, el año pasado, fue la publicación virtual de Antología súbita; junto a Antonio Terán Cabero formamos parte del comité editorial. La iniciativa fue de Eduardo, y su empeño fue mayúsculo para hacer realidad esta publicación que acogió a veinte poetas gravitantes -presentes y ausentes- de la vida cultural del país, poetas sobre todo vinculados al Movimiento de los 15. Ahora, la antología camina sola, por rutas virtuales, y al centro se halla por supuesto, él, con resplandor propio.

Eduardo Kunstek, ¿se fue?, -me duele responder esta pregunta. Acaso simplemente me cabe citar el texto de Julio Ramón Ribeiro: “Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene la llave”. -Eduardo, la llave yace en esta memoria agradecida por tus días y por su espejo poderoso, tus palabras. 

El Kunstek en Oruro

Kunstek junto al autor de este texto en los tempranos años 90.

Benjamín Chávez

 … junto a una mesa llena de libros y papeles, permanecía sentado un hombre con la cabeza apoyada en las manos.

Alejandro Dumas, Veinte años después

La presencia de Eduardo Kunstek Montaño fue fundamental en la escena artístico-cultural del Oruro de la segunda mitad de la década de los 80 y toda la de los 90. Él había arribado de Cochabamba por motivos laborales y su estadía, inicialmente prevista para seis meses, se terminó convirtiendo en una de varios años. Años en los que se convirtió en un activo promotor de actividades culturales. Desde dar lecturas públicas, hasta participar en la organización de eventos y publicaciones.

Lo conocí en 1989 en la Galería Imagen y desde entonces fuimos amigos muy cercanos durante mucho tiempo, hasta que diez años después yo me fui a radicar a La Paz y él también dejó Oruro. Nos conocimos en la presentación de su primer poemario: El recurso del fuego, un libro de poemas breves e intensos que mostraban su talante de poeta. Un talante que muchos años después nos llevó a expresar (junto a Carlos Condarco y Martín Zelaya, mientras redactábamos el diccionario de autores orureños), que su poesía “es inteligente, rigurosa, culta y elegante y que sus poemas son un ejercicio aleccionador de sensibilidad y sobriedad poéticas”.

A ese libro pertenecen poemas memorables como Arquitecto de la noche, El definidor (dedicado al inolvidable Jorge Zabala), el poema 15, Hermes (dedicado a Edwin Guzmán), o El recurso del fuego, entre otros.

Así, de a poco, no obstante la diferencia de edad, nuestra amistad fue creciendo y, sin darnos cuenta, nos convertimos en grandes amigos y cómplices, tanto en los intereses comunes (intercambiábamos libros y casetes), como en las cosas de la vida cotidiana (el Kunstek me prestaba su peta, un Volkswagen blanco, para que yo dé vueltas por Oruro, y yo, a veces, lo llevaba a conocer algún tugurio de mala muerte que acababa de descubrir con mis amigos de colegio, o le gestionaba libros prestados de terceros. Recuerdo su expresión de felicidad cuando le conseguí de una biblioteca pública Masa y poder de Elías Canetti.

Solía visitarlo en su casa, en la zona norte de Oruro y nos pasábamos horas enteras conversando, leyendo, escuchando música, fumando y bebiendo unos inolvidables vinos chilenos de marca Undurraga. A veces Eduardo también cocinaba y me convidaba con unos manjares dignos de un restorán con estrellas Michelín. Allí, en su acogedora casa conocí a amigos entrañables y pasamos muy gratos momentos junto a Jorge Zabala y varios otros amigos que gozaban de su hospitalidad. De los autores que recuerdo haber leído por primera vez gracias a Eduardo en esos años, puedo mencionar a Kundera, Beckett, Robbe-Grillet, Unamuno…

Poco tiempo después, se inició la publicación del suplemento cultural El Faro gracias al apoyo de Luis Urquieta Molleda que en ese momento presidía la Federación de Empresarios Privados de Oruro, suplemento al que fui incorporado como coordinador en 1995. Por ese motivo, Eduardo, Berny Salinas -su esposa- y Edwin Guzmán pasábamos largas tardes y noches preparando el suplemento en casa de los Kunstek.

Fui un privilegiado partícipe de la publicación de sus libros Vindicación de la cigarra en 1990 y de Cántaro y luna en 1994. Dos libros breves pero cargados del rigor y la potencia poética de Eduardo que lo colocaron por méritos propios en un sitial de privilegio dentro de la poesía que se escribía en Oruro y Bolivia en esa época. Posteriormente Eduardo entraría en una etapa de silencio editorial, hasta que, en 2018, cuando ya radicaba en Santa Cruz, publicó De la órbita final y, en 2021, en edición digital, el libro de haikus y fotografías Viaje al centro del instante. Libro que puede leerse en: https://www.behance.net/eduardokunstek1/projects

Luego de El faro, vino El Duende y el equipo editor se mantuvo. Varios años después, cuando este suplemento alcanzó su edición 400, evoqué un recuerdo de esas jornadas en casa de Eduardo: “En otra ocasión en esa misma casa, Eduardo y yo nos habíamos propuesto armar el suplemento de ese domingo. La larga sobremesa con cigarrillos y música clásica, nos despertó la colambre y salimos en busca de, al menos, una botellita de vino. Volvimos de noche con dos botellas ya vacías y otras dos llenas. Berny estaba en su casa y entre los tres armamos la edición que fue recogida por un radiotaxi a las 11:45 de la noche con rumbo al periódico, donde debía imprimirse esa misma noche. Nosotros, claro, nos quedamos a terminar el vinito. Publicamos entonces un texto de Milan Kundera, el que debía ir acompañado de una fotografía suya, para lo cual, y a falta de otra (recordemos que en esa época internet pertenecía al futuro), Eduardo empuñó las tijeras y recortó con pulso decidido la cara del autor checo de la solapa de su bella y recién adquirida edición española”.

Entre mis amigos de aquella época, Eduardo es uno de quienes está indisolublemente ligado a mis inicios escriturales pues estuvo presente en la Galería Imagen la noche que leí poemas en público por primera vez en mi vida. Él, junto a Alberto Guerra y Edwin Guzmán, animaban las tertulias literarias de ese recinto que alcanzó ribetes de culto entre los artistas e intelectuales orureños y ocupaban siempre, como en toda tertulia que se precie, una misma mesa junto al pequeño escenario. Recuerdo que fue una noche en que se celebraba algo, muy probablemente el aniversario de la Galería y, tras el programa oficial, dejaron el micrófono abierto, como suele decirse. Entonces yo, envalentonado por los dos o tres chuflays que ya me había tomado, subí al escenario y, acompañado por mi amigo Billy Blacutt, quien me cuidó las espaldas con los acordes de su guitarra, leí tres poemas que tenía escritos en un pequeño cuaderno que llevaba en el bolsillo a todas partes. Al rato, antes de irse, los tres poetas mencionados se acercaron a mi mesa. En ese momento comenzamos una amistad de por vida. Ahora, más de veinte años después, ya solo podré conversar con Eduardo a través de sus libros, como en el famoso poema de Quevedo que un atardecer de incendio leímos juntos soportando el viento del altiplano, un viento que hoy es más frío.

El Lazarillo de Tom

Eduardo Kustek Montaño

“Es increíble cómo puede ser la gente más inocente cuando no se la está observando” (Canetti)

La secreta intolerancia que la esposa desde el amor y Ricardo, el unigénito de siempre; guardaban entre sus andrajos cotidianos, también caldearon la espera al sacrificio; alentando en José la fiesta. El que quiere dejar huella no anda por los caminos. Por trajín la modesta hechura de los hombres en la falda de la montaña. Por el ocre en las botas de goma, la chaqueta de rompe diablo, la bolsa de Calcuta como mochila. Por suyos los veinte metros cuadrados de campamento para la intimidad y el reposo. Por el pesado rencor de la tierra; en las galerías sorbiendo el alma por la piel y los huesos. Por conjura las noches de viernes, consigo: alcohol, tabaco, coca y declaraciones de vida y muerte que aseguran las escuchó el Tio. Por los sábados de pago en la casa de la amante. Por la hora crucial de fin de domingo, un bolero o un sollozo. Leal a la severidad del destino, por encima de las instancias mesurables de la institución patronal, que oficializó un accidente de trabajo. Por complicar el recuerdo a todos.

De zaga la certeza de un instante consagrado, perviven memorias empeñadas en salvarlo. Anoticiaron a José, un atardecer de febrero y aguas postreras que en el nivel cuatrocientos treinta, cedido el maderamen quedó atrapado su siempre amigo Senobio Mamani y tres compañeros. Aventuró el exitoso rescate, adelantándose a la singular lentitud que en casos similares practicara la Empresa. Corrigió en la laxa y húmeda tierra, un estrecho orificio soportado con pedregones y astillas de eucalipto. A los patéticos rasgos del encuentro; una pequeña multitud sucediente en la cancha del Socavón Patiño. Inspiraron las palabras de unos y otros, lo poco de lo que la vida se sabe, lo mucho de lo que ella se intuye y no sin retórica la admiración al hombre que con rigor frente a la contraria suerte despojó de horror al destino. Las autoridades concedieron a los protagonistas tres días de licencia con goce de haber. José y Senobio fueron vistos en todas las chicherías de Llallagua. No invocaron ni a la amistad, ni a la valentía; juntos lloraron la obligación de violar las entrañas de la tierra. El lunes de madrugada, aún en uso de licencia, volvió al nivel cuatrocientos treinta. Desechando ambiguas interpretaciones, a palabra del único testigo, muy cerca al lugar donde potenció sus esfuerzos. Se apuró la peña por poseerlo erguido. Lo velaron en el sindicato. Sobre el féretro la tricolor. Acompañó al entierro el terremoto de Sipe Sipe.

El íntimo desconsuelo que sumió a la viuda, fue alterado por el desplante de la falsaria que pretendía compartir el finiquito tal como había compartido en vida cuerpo y salario. Despertó sin tiempo para el dolor, amparada por la legalidad, defendió y retuvo para sí aquel dinero. Con la secreta convicción de una humillación suprema. La lección reciente le demostró con creces que ningún dinero sería para ella fácil. Aquella indemnización multiplicó su rumor bajo una métrica voluntad. Hoy arropada con seda y terciopelo. Sentada sobre un sillón de brazos en el trescientos seis de la calle Linares en Llallagua, dirige y vigila un establecimiento de venta con electrodomésticos y cristalería. Una clientela leal y antiguos amigos saturan sus días.

El Sindicato entendió que el trámite de contratación del huérfano era un acto de solidaridad póstumo. No escatimaron esfuerzos para conseguir tal fin, fue el propio secretario general quien entregara en manos de Ricardo el memorándum con data en las oficinas centrales de la ciudad de La Paz. Hasta los acontecimientos que se sucedieron luego de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco, un halo de simpatía cubrió su actividad laboral. Desempeñó con solvencia el oficio de mensajero. Nadie como él mesuró el arte de la fidelidad selectiva. De sus labio se escuchaba lo que se deseaba oír. Se benefició con la confianza de aquel gerente quien agobiado por administrar la lenta agonía de la mina; entregara su atención a la joven belleza de su hija y sus veleidades sobre más de su pasarela. La solicitud de Ricardo hacia la niña reina, como la llamaba, fue premiada con un cachorro de pastor alemán. Al recibir a Tom se hizo también heredero de recomendaciones sobre su cuidado, que en voz de reina sonaron como advertencia. A tal gerente siguieron otros de indiscreta soberbia y vanas proposiciones. Sellábase el fin de la Empresa.

La silenciosa convivencia de madre e hijo no permitió aclarar culpas, ni remontar el pasado. No hizo del alcohol compañía. Tampoco buscó mujer. Arrimó a sus horas muertas el destello sugerente y ansioso de los ojos del perro. Lo adiestró para una honrosa compañía. En la oficina de archivos, cerca a la ventana trabajaba Juan Lacerna a quien el sarcasmo de los más, a circunstancia de su individualidad, lo estigmatizaron como al señor embajador. Chaqueta azul y pantalones plomos, traficó con Ricardo literatura. Propiciaron esta complicidad Flaubert, Gogol y Wilde. Durante consecutivos tres años en la vecina ciudad de Oruro vistió de diablo, en secreto homenaje al padre y su memoria; el ímpetu lo destacó en la danza de los rebeldes. Se alistó en la Marcha por la Vida, recurso final de aquellos hijos de la mina dispuestos a honrar con su cercanía al cementerio la fe en su ancestro. Si el Imperio romano gustaba devolver a sus prisión de guerra con los tendones cortados a la altura de las rodillas, a estos marchista los devolvieron con el alma cortada a la altura de la voluntad. Al retorno a casa le esperaba un fortuito, aunque nunca aclarado por la madre accidente: la ceguera de Tom. Una suma a la afrenta que acentuó su confusión. Fue uno de los primeros, en acogerse a la relocalización.

A principios de noviembre Ricardo, Tom, la dócil petaca con libros y otras pertenencias quedaron instalados en una casa de barriada en Santa Cruz de la Sierra. Impotente la madre, de superar el injusto rencor devolvióle una pequeña fortuna; al menos para su modesta vida. Producto del bien administrado ahorro que entregará mes a mes durante los años de trabajo. La cadena, el collar, el blanco bastón y las gafas fueron comprados a su paso por Cochabamba; donde también agregó una blanca teñidura a sus cabellos. Un mozo de pensión, a solicitud telefónica, dejaba a diario una portavianda de alimentos. El resto del aciago año hombre y perro aprendieron a convivir con el ofensivo calor y se dedicaron a inventar bastón y espejo mediante, un lenguaje que les abriera las puertas nuevamente al mundo. Aplicaron y perfeccionaron un código que transmutó los ojos del ciego al lazarillo y los del lazarillo al ciego. Consumada la armonía a principios de enero se aventura a las calles. La imaginación de Ricardo fue superada muchas veces, por la visión del apócrifo ciego. Pronto retomó el oficio de mensajero confidente, concediéronle las gentes sus deseos, descuidando su intimidad. Avizoró la oquedad de las cosas tomadas por bienes. La alegría con pies cortos del consumismo. Muchos lo tuvieron por amigo. La muerte por vejez de Tom lo encontró ciego, solo y con la necesidad de ver nuevamente con sus ojos. En oposición a los sentimientos de José, siguió por el camino de las gentes sin dejar huella.

Publicado el 28.08.94

Eduardo Kunstek en la eternidad

Redacción El Duende

Publicado en El Duende 59, el 13 de agosto de 1995.
Publicado en El Duende 88, el 21 de septiembre de 1996.

Ha partido a la eternidad el poeta orureño Eduardo Kunstek, piedra angular de El Duende en sus inicios, poeta de exquisito verso y entrañable animador de tertulias. Desde estas páginas le rendimos homenaje con una breve selección de poemas, como adelanto de un dossier especial en su honor que se publicará en la edición de este domingo.

Arquitecto de la noche

Las palabras de la noche son estrellas
astronomía humilde sobre café negro
soledades que sueñan juntas la tibieza
de lenguajes sin eco compartidos.

Las palabras son el sueño del insomne
descubren al dueño de la voz
y a sus amigos la lejana grandeza
de una estrella; le dan luz o la construyen.

A un poeta no se lo hiere
–es preferible matarlo–
pues de la llaga podrían salir palabras
más dulces de lo mismo que significan:
verbigracia, narguile, remolacha.
Tampoco un poeta miente pues su palabra
es la anti-mentira
verbigracia: Un poeta no muere
se resquebraja como hoja seca para ser música
se impacienta y se abraza a la muerte
frente al brillo de unos ojos que la propician
el fulgor de unos ojos como los tuyos.

Tomado de El recurso del fuego

Publicado en El Duende 70, el 14 de enero de 1996.

Eduardo Kunstek Montaño (Oruro, 1952)

Destacado poeta autor de cinco poemarios publicados entre 1989 y 2021. Fue uno de los fundadores del suplemento cultural El Faro que luego dio paso a El Duende. Miembro del movimiento “15 poetas de Bolivi”a. Desde hace varios años radicaba en Santa Cruz. En el libro Letras Orureñas se lee: “La poesía de Eduardo Kunstek es inteligente, rigurosa, culta y elegante. Sus poemas son un ejercicio aleccionador de sensibilidad y sobriedad poéticas”.