El Yo de Gonzalo Lema

Reproducimos un fragmento de la nueva novela del galardonado escritor tarijeño-cochabambino.

El viejo sentado sobre cuatro adobes continuó con la boca abierta por instrucción del médico/chamán. Tenía las muy raleadas cejas suspendidas en marcado arco de asombro ante tanta sabiduría y seguridad. La expresión de respeto. De alma purísima. Los cabellos tiesos del cerquillo asomando por debajo del gorro de lana multicolor. Un hilo de saliva por la comisura de la pequeña boca. Imperceptible el temblor del nudo articulador de sus mandíbulas. Un pie quietísimo y el otro columpiando nervioso, a punto de derramar su abarca de tiro (roto) recubierta íntegramente de barro seco.

Apoyados contras las paredes de adobe, expectantes, los pacientes en espera y los varios curiosos, todos prestos a observar la santa curación.

–Abra bien la boca, don Aquilino. Un poco más. Ahora sí. Le quedan tres muelas agujereadas y negras como cuevas del zorro. Dos, tres, cuatro dientes. Toditos rotos. Toditos hediondos. No sirven para mascar maní. Pura papaya, nomás.

El viejo asintió sacudiendo la cabeza y el cuerpo entero, siempre con la boca abierta y repleta de saliva. Los expectantes festejaron la ocurrencia, cada uno por su estilo. Alguno se reacomodó apoyándose contra la pared de barro con puntas de paja, duras como espinas de cactus.

La curiosidad general creció notablemente.

 –Es temporada de chirimoya, doctor –se burló una campesina–. Solo tiene que chuparse, únicamente. La pepa se escupe.

–Mentira –protestó el viejo con mucha saliva en las palabras–. No hay chirimoya todavía.

–Podemos importar –propuso pícaro el kallawaya–. De los Yungas de La Paz.

Un campesino joven, con dolor inconstante debajo de las costillas flotantes en el flanco izquierdo, cerquita a la cadera y espalda, se carcajeó con queja. Los restantes se sonrieron con los ojos bien abiertos, porque se les había escapado el sentido cierto del español. Entendieron un poco. Sin embargo, se quedaron mirando a la espera de que alguien les contara el mismo chiste en quechua. No sucedió.

El kallawaya retornó a la mesa de madera astillosa y limpió un tanto el centro con el dorso de la mano. Allí depositó el amasijo como si fuera un huevo sagrado. Miró en derredor (“Ahora nos vamos a callar un poquito”) y alzó las manos hacia el techo, aunque en realidad dirigiéndolas al cielo. Y comenzó a orar en un idioma muy extraño. Al cabo de la plegaria completa, caminó sus pasos hacia el viejo paciente y le vació la boca de saliva (con el agrio índice de paleta) arrojándola contra el piso de tierra. Sacudió fuerte el dedo. Se lo limpió en su pantalón de bayeta. Siguió mascullando palabras nunca oídas y retornó a la mesa con propia solemnidad de “elegido”. Alzó la bola de perejil empapada en jugos densos de su intimidad y pellizcándole trozos menudos procedió a rellenar las muelas y los dientes del hombre con un cuidado de albañil finista. Artista. Barroco. Sincretista.

Más de un rezo duró la faena. Pellizcaba de la bola del perejil y con la yema gorda del dedo principal rellenaba la muela. Advertía que la lengua debía quedarse quieta y no horadar, como era su natural costumbre. Ponía un tanto más y presionaba otro poco. El perejil convertido en argamasa, su jugo en medicamento. Luego avanzó a los dientes. También los rellenó con presión, pero además los forró dejándolos verdes, como de diablo potosino. Una máscara para el remoto carnaval andino. Fiesta de indios.

–Aguánteme, don Aquilino, todo lo que pueda. Quédese sentado sin cerrar la boca. Su mujer ha de espantarle las moscas.

La campesina carcajeó y su risa resonó como el canto del gallo por la madrugada. Sacó un pañuelo blanco de entre sus senos llenos y lo batió al aire para desplegarlo con energía. No había moscas. De todas formas, se paró como centinela al lado del viejo boquiabierto. También lo golpeó y desequilibró con su cadera tan sólida como cántaro grande de barro cocido.

–Es mi suegro, doctor. Yo me lo cuido como a mi t’anta wawa. Solo me falta cargarlo en mi espalda por donde voy. Es mi chiquito.

Algunos festejaron la ocurrencia (el joven, el que más, agarrándose el flanco.) El viejo asintió con la boca abiertísima, chorreante de saliva. Él también hubiera querido reírse, pero no podía hacerlo por temor a derramar sus empastes. Se limitó a mirar a todos con nítido aire de víctima.

El kallawaya solicitó silencio levantando las manos. Caminó hacia su alforja en busca de ceniza de carbón, de hojas de coca (limpias y verdecitas de tiernas), de papel menudo multicolor (sustituyendo florecitas) y prendió fuego aromatizando el ambiente. Incienso. Humo sagrado.

Echó a volar el papel sobre las cabezas de todos, ceremoniosamente.

Puso más leña al fogón del rincón y acalló las burbujas múltiples del agua hirviente en la olla de barro echándole otra tutuma grande de agua fría de tinaja. El fuego salpicado cambió de color. Se volvió anaranjado. Rojo. De lenguas amarillas, largas, picudas, que herían incluso la boca tiznada de la olla. Por fin se serenó.

Con calculada morosidad cortó otro manojo de perejil sobre la mesa en tiras delgadas y largas. Un tanto importante de ellas depositó al fondo de un mortero de plata que buscó en su alforja. Las aplastó. Luego, vertió agua caliente murmurando. De inmediato tapó el mortero con un pedazo de tela bordada con encanto femenino.

Cerró los ojos para orar moviendo los labios.

–Vamos a esperar que pase, joven. Esto que me has visto hacer es un mate. Infusión, se dice. Todo el día vas a prepararte para beber. Un trago y otro trago, con calma. Y cuando te descanse el dolor, vas a trepar al cerro y vas a bajar corriendo como el cuis-cuis. Y cuando se recuperen tus piernas, vas a volver a trepar para hacer lo mismo. Un rato de esos te tiene que doler el doble, en el pito mismo, pero después vendrá el alivio que buscas. Me lo vas a agradecer. A ver: andá tomando de a poco.

Lo vio alzar el jarrón y tomar un trago amargo. El joven frunció todo el rostro, la boca, como un nudo de soga. (“No es tan feo, oyes. Te estás exagerando mucho”.) Pero continuó haciéndolo hasta terminar y arrojar al piso apenas una gota. Se limpió la boca con el dorso de la mano. El gesto feo todavía se le quedó paseando un rato por la cara.

El kallawaya aumentó las tiras y volvió a aplastar todo en el mortero. Después llenó el jarrón con agua bullente del rugiente fogón.

–Eres productor de calcio, pues. Tienes arena en tus conductos, y eso es lo que te duele. El perejil la destruye, y la vas a orinar. Y si tuvieras piedra, tus carreras de conejo la van a expulsar. Seguí tomando sorbos. A cada rato. Santo remedio.

–Amén –dijeron los que entendieron.

Se quitó el poncho pesado, lo dobló siguiendo las líneas negras sobre el fondo rojo, y sintió liberados los brazos bajo la camisa de bayeta. Con el gesto de la cara llamó a la joven picada por las vinchucas. (“No todas están enfermas. Sólo algunas transmiten la Chagas”.) La observó intercambiando los alientos por lo cerca que estaban. Ella, sonrojada, traspiró copiosamente de la frente. Él le rastrilló la piel con los ojos. Cada roncha de las mejillas y del cuello (su respiración erizó la carne de la mujer). Del pecho. Y hasta husmeó en el escote cuadrado de la blusa blanca, entre las lomas tibias, abundantes, de piel suave que palpitaron súbitamente desbocadas. Unas olas propias del río Grande que corría por ahí cerca.

-Así ¿todo el cuerpo?

La mujer asintió. El kallawaya se agachó para mirarle los tobillos, las pantorrillas y algo levantó la pollera para seguir la pista de las picaduras en los muslos. A cada una le posó el índice, la presionó. Pero a las del muslo y la nalga las pellizcó de sorpresa. La carne tembló en un todo removido por las sensaciones dulces. No dejó ni una picadura sin apretar entre sus dedos gruesos.

–No son malignas. Las vamos a curar con emplaste de perejil. Lo que he hecho con don Aquilino en sus muelas, lo voy a hacer con tus picaduras. Pero estaría bien que hagas humear tu vivienda para que se vayan las ratas de los cielos.

–Son del templo chico –dijo ella, aún intranquila–. Están llenitas en su techo. Se entran a mi casa cuando nos sopla el viento del cerro. Cada tarde.

El kallawaya la escuchó con atención: –Mala cosa. Hay que bañar la casa con agua de ruda. Las paredes. El mismo colchón. ¿Es de paja?

La mujer asintió.

–También el abrigo. La ropa.

Trituró entre sus dedos un manojo de hojas y retuvo su líquido en las palmas. Lo mezcló con la materia. Le hincó los dedos. Hizo un quesillo con todo y lo expuso por sobre su cabeza como si fuera una hostia, mascullando en idioma secreto. De seguro la curaría. Había buen cielo esa mañana. Ideal para la sanación.

–Se empieza de los tobillos.

Se arrodilló.

Le limpió la piel de cada palmo con su saliva. Se pasaba la lengua en los dedos y los frotaba en la picadura y alrededores. Pellizcaba el quesillo y se lo colaba en el botón rojo. (“No te muevas”.) En las pantorrillas le frotó con saliva en toda el área afiebrada, pero más tiempo, y la empastó con el perejil. También en los muslos, ante la mirada azorada de los pacientes y acompañantes. (Don Aquilino se tragó una amalgama de la impresión.) Y trepó con calma a las siguientes donde ya hervía la sangre como el agua en el fogón.

La mujer manoteó su pollera hacia abajo cuando el hombre avistó el borde de su nalga izquierda reposando vibrante, con piel de gallina, en el grueso muslo.

Él pareció sorprenderse: –Los médicos no somos humanos del todo. Sabemos hacer el bien, es un don. Curamos y nos vamos. Nadie se acuerda de nosotros. Nos hacemos pulga. Niwa, como también se dice.

La mujer lo miró frunciendo el ceño (el médico arrodillado y curioso de su reacción, con la mano lista en el emplasto), y caminando apurada se refugió en el rincón de la pared de barro. Ya tenía los cachetes sonrojados y consideraba, en su susto, que había sido violada su intimidad. El kallawaya esperó por un momento. Después se puso de pie, desairado, y caminó hacia la joven con visible molestia para entregarle la pasta que quedaba. –Ponte en todo el cuerpo, si quieres. Nadie te obliga a estar sana. Tus manos no son mis manos, pero.

A propósito de nada

Gonzalo Lema

Es posible  afirmar que Woody Allen se explica solo. “Sófocles decía que no haber nacido puede ser la mayor de las bendiciones”. Judío ateo en Manhattan, su tierra prometida, observador burlón del drama/comedia de la vida de sus torpes semejantes. “Siempre he detestado la realidad, pero es el único sitio donde se consiguen alitas de pollo”. Humorista nato (“alguna vez me han preguntado si no tengo miedo de despertar una mañana y ya no ser gracioso”), mago precoz e inútil aunque chistoso en su atolondramiento, comediante aventajado de grandes boliches, escritor de sketches y guiones, actor versátil para papeles como psicólogo, intelectual, escritor y don Juan, perezoso director de cine y un verdadero éxito sexual desde que lo dejaron cruzar, por cuenta propia, de una a otra acera y piropear: “Tienes la silueta de un reloj de arena y yo quiero jugar en tu playa”. Fue rechazado pronto del ejército por comerse las uñas de nervios.

Woody Allen es conocido nuestro debido a sus hermosas películas y al escándalo desatado por Mía Farrow, su ex pareja. No conocemos nada de su inexistente ideología (“Aparte del hecho de que Lincoln había liberado a los esclavos, mis conocimientos de política eran escasos”). Sus psicólogos, al parecer, lo liberaron de esa espantosa afición y de traumas profundos de verdad: “Visitándolos he obtenido alguna clase de alivio: puedo ir a un baño turco sin tener que alquilar toda la sala para mí solo”. Ellos mismos le posibilitaron una mejor comprensión del sin-sentido de la existencia: “De hecho, el propio universo desaparecerá y no habrá ningún lugar donde puedas colgar el sombrero”. La vida es producto de un fatal accidente físico y bien haríamos en asumirla con mayor sencillez. Ya de escolar reclamaba: “Dios guarda silencio. Ojalá pudiéramos hacer callar a los maestros”. Pero no, y menos a la directora de la escuela 99 de Brooklyn que se acostumbró a torcerle la oreja por sus quejas interminables y festejadas por la clase. Su madre reforzaba la paliza aleccionadora a bofetones pesados sin condolerse de su propia mano. “Sencillamente, ella no tomaba prisioneros”.

Los amigos de su prima Rita solían llevarlo al cine para desencajarse de risa con sus comentarios. En plena parahipnosis de la platea en silencio, la voz del pequeño Allen algo decía que provocaba la risotada de estruendo una y otra vez. No sólo eso: la gente de alrededor lo alentaba con palmadas para que continuara con lo suyo. Por ese tiempo pensó en cambiar de Allan Stewart Konigsberb a simplemente Woody Allen. Gran nombre para ser lo que es. Nunca se propuso modificar su look de judío “a primera vista” para fortuna nuestra.

La historia de amor con Soon-Yi sorprendió a todos, empezando, por supuesto, por Mía Farrow y acabando, así no se crea, en Woody Allen. Fue un amor no buscado que dura más de veinticinco años. La relación de Mía y Woody (nunca se casaron, tampoco vivieron juntos) duró trece años y fue curiosa y extraña siempre. Cuando se conocieron, Farrow era madre de tres hijos biológicos y de cuatro adoptados, una de ellas Soon-Yi. De pronto, Mía denunció la violación de Dylan por parte de Woody, pero el FBI, y la misma policía judicial, informó que no sucedió aquello. Woody, aliviado, declaró que hubiera sido mucho más grave tener un tumor en la cabeza. A las tres semanas, el juez de la investigación, siempre hostil con él, se murió precisamente debido a un tumor en la cabeza. Mientras eso sucedía, Woody filmaba “Maridos y mujeres”, preciosa película. En ese momento apareció Soon-Yi que terminaba la universidad con veintitrés años y dio comienzo al romance. Las fotos de ambos fueron descubiertas por Mía Farrow y todo se agravó una vez más hasta hoy. Pese a que no hubo juicio por Dylan, media humanidad sentenció a Woody Allen. Para colmo, Mía declaró que el padre de su último hijo no es Woody Allen, sino Frank Sinatra. La historia continúa. Woody Allen declara su amor por Soon-Yi y le recuerda que debe incinerarlo. Debido a la hostilidad de parte del público estadounidense, viajó por Europa tocando viejos Jazz de Nueva Orleans. Es clarinetista, seguidor, en sus palabras, de George Lewis, Bunk Johnson, Jelly Roll Morton y, esencialmente, de Sidney Bechet. Todo parece indicar que Soon-Yi es su amor para siempre. Sin embargo, quizás por joven, supo declarar que “una de sus mujeres era perfecta, pero lo dejó por otra mujer”. La perfección no existe.

La sombra trágica

Daniel Salamanca

Gonzalo Lema

De acuerdo a Augusto Céspedes, Salamanca estaba enfermo de ideas viejas. La estenosis del píloro lo doblaba en dos, lo había convertido, hacía rato, en anciano precoz, pero no era su mal principal. Sus ideas, en cambio, lo alejaban de la realidad social y hasta de la geográfica. Buen ejemplo es el debate que sostuvo con el Estado Mayor del Ejército. “Los paraguayos tardarían siete días en llegar al frente”, explicaron. “Nosotros tres meses”. Él encontró la solución desde la irrealidad: “Eso se arregla: salgamos tres meses antes”.

De acuerdo a Ballivián, opositor alerta del presidente, “como Capitán General del Ejército en campaña sembró el caos más espantoso en la conducción de las operaciones bélicas”. Mejor ejemplo es el inicio de la guerra cuando ordena tomar la laguna Pitiantuta/Chuquisaca sin darse de balazos con la patrulla paraguaya. Moscoso advirtió que eso era imposible. Anoticiado de los muertos, Daniel Salamanca exclamó: “¡La noticia me llegó como un rayo inesperado!” Calificó este hecho de ineptitud y declaró seudo-ciencia la militar. No dejó de estigmatizarlos ni cuando el golpe de Estado: “Este es el único corralito que le ha salido bien al Comando”.

El Chueco Céspedes ahonda su lectura del “hombre-símbolo”: “Con su verbo de sumo orador de la clase dominante adormeció al país en la penumbra del sometimiento a la Rosca minera y los terratenientes”. Luego remata: “Como uno de tales en el valle de Cochabamba, desde su fundo dominante, vendía las mitas de agua a los agricultores de más abajo”. Sus ideas viejas le permitieron advertir: “No toquéis la industria minera; dígase lo que se diga, es la única que en Bolivia sostiene el erario nacional”. Pero cuando solicitó ayuda a Patiño (“pedigüeño insaciable”, se auto-declaró), el magnate mundial se le rió y contestó como suelen hacerlo habitualmente los ricachones: “No puedo ahora ayudar a Ud. con mi propio capital, pero haré valer la influencia que pudiera tener ante los banqueros americanos”. Él, en cambio, tenía otra conducta con esta gente. El contraste se manifiesta en esta doble anécdota: debido a que quería aliviar la pobreza del Estado con la mendicidad y el ahorro, Céspedes recuerda que negó la ayuda oficial al hermano de Ricardo Jaimes Freyre para la repatriación de sus restos, pero ofreció 200 Bs. de su peculio y sugirió una colecta entre la gente culta; en cambio, cuando el millonario minero Carlos Aramayo, ex diplomático, armó quilombo para no pagar impuestos por las bebidas alcohólicas que pretendía internar al país, firmó un cheque de Hacienda para que no pasara a mayores.

De todas formas, Salamanca fue respetado incluso por sus propios adversarios. Cuando asumió la presidencia, propios y extraños dijeron que habían llegado las soluciones para Bolivia. Nadie supuso que nos mandaría al muere. Pronto dispuso que el joven teniente Busch buscara, en los sucios matorrales chaqueños, las ruinas de San Ignacio de Zamucos (que nadie, nunca, halló) y ordenó al Estado Mayor presentarle un plan de operaciones con objetivo ¡Asunción! De un programa sencillo para ganar las elecciones, saltó a la guerra con los bríos de sus artículos de la década del 20. Nadie se atrevió a opinar en contrario, menos sus diplomáticos de encuevamiento. Pero la guerra fue mala noticia desde un principio. Cuando decidió dar un golpe de timón recurriendo al General Montes, de 74 años, y que se había alejado del ejército hacía treinta, éste, que pidió inspeccionar antes la zona, se murió al regresar a La Paz.

Nada impidió que Salamanca se auto-divinizara. Suma inteligencia, se pasó los tres años de su presidencia buscando responsables y evitando llevarse bien con los militares. ¿Qué pesaba en su ánimo para insistir en la guerra? Quizás haber formado parte del gabinete que defendió la cesión del Acre (90.000 leguas cuadradas) cuando muy bien se lo pudo conservar. En la guerra, y ya muy tarde, pero desde siempre, le llegó la pregunta básica del Estado Mayor: ¿Qué se persigue con la guerra del Chaco? No respondió y nunca mandó por escrito su objetivo. Como sabemos, tampoco gobernó bien y hasta clausuró periódicos (La República; Universal) contrarios a su terrible gestión.

“Murió completamente momificado, con rellenos de papel estrujado que le habían sido colocados a fin de conservar sus vestiduras: legalismo y austeridad, oratoria, honradez de escaparate, a costa de su sombra trágica”, lapida Céspedes. Un diputado suyo quiso una ley declarando “traidores a la patria” a todos los jefes, oficiales y soldados que cayeron prisioneros. Todo su gobierno fue increíble.

La memoria erguida

Gabriel René Moreno.

Gonzalo Lema

Solo después de su muerte (1908) empezaron los numerosos estudios sobre Gabriel René Moreno, nuestro historiador cumbre, digno de figurar entre los grandes historiadores de América. “Primer momento lúcido de la conciencia nacional”, afirma, certero como nunca, Carlos Medinaceli. “El escritor puro”, remarca. “Este hombre de letras lo fue también de ciencia y de conciencia”. Sin embargo, desde ese instante, hasta ahora, un cúmulo de libros, ensayos y artículos de prensa buscan valorar su trabajo, su dignidad y su hondo patriotismo. Es difícil encontrar algún boliviano que haya hecho más que él por esta patria en el siglo XIX.

“Moreno ingresó a la fama póstuma marcado a fuego con el signo de la maldición”, afirma Josep Barnadas. Diversas opiniones suyas, vertidas en artículos, dieron pie a interpretaciones cargadas de mala fe. “Profesaba invencible antipatía por la clase mestiza dominante en el país”, sentenció Alcides Arguedas. “Nos dejó la duda de si quiso servir más a Bolivia que a Chile, y la duda, duda es”, opinó Belisario Díaz Romero. El mismo señor, no obstante, lo calificó de “astro de primera magnitud entre los escasos escritores nacionales, de quien podemos hallarnos orgullosos”.

La opinión nacional, escasa y perezosa, dejó que prevaleciera la opinión de opinadores “de oídas” y no la de quienes ya aquilataban la obra. Incluso Franz Tamayo se ubicó a favor de la detracción durante el debate parlamentario de 1933, con motivo del supuesto centenario de nacimiento del historiador: “No se puede homenajear al mayor difamador de Bolivia”. Con anterioridad a ese tiempo, Jaime Mendoza tuvo a bien comentar: “Mejor que escribir poesías y loas a las fechas cívicas y batallas, fue el trabajo de construcción de la memoria histórica de los bolivianos llevada a cabo por este gran hombre”. Mendoza escribió sobre el historiador en 1907, meses antes de que Gabriel René Moreno falleciera. Fue la excepción de la indiferencia inicial.

Gabriel René Moreno del Rivero nació en 1836, en Santa Cruz, en la hacienda Urubó. Los seguidores de pistas entraron en confusión ya con este primer dato: manejaron fechas diversas y confundieron su partida incluso con la de ciertos gemelos alumbrados por esos años. Barnadas, riguroso como el que más, llegó a la misma conclusión que don Gunnar Mendoza. Esta fecha es importante para subrayar los precoces logros intelectuales de Moreno, que se inician nítidos con un bachillerato tempranero en la ciudad de Sucre. No solo eso: también para señalar los personajes y contextos que se configuraron en su tiempo. El ambiente familiar le fue propicio para su desarrollo intelectual, pero, más aún, la continuación de su formación en Santiago  de Chile. Este hecho fue determinante para su vocación que, pese a ser firme, se hallaba aún dormida. El estudio del Derecho, los trabajos paralelos que debió desarrollar, las amistades de gran calidad humana e intelectual, y el mismo ambiente (un refugio grande de todos los notables exiliados latinoamericanos), hicieron lo suyo con su gran talento. Eriza la piel imaginar al joven Moreno con Andrés Bello, Amunástegui, Bartolomé Mitre, Ricardo Palma, Beeche. No eran los únicos que le brindaban amistad y colaboración: Tomás Frías, el presidente boliviano, y Aniceto Arce, el magnate minero, hicieron lo mismo.

Ninguno de esos grandes nombres fue suficiente para atajar tamaño alud de barro que le cayó encima en 1880. La servil conducta de Hilarión Daza durante la contienda del Pacífico para con Prado, presidente de Perú, desconfiguró por mucho tiempo la honra de Moreno. Obligado por Daza, precisamente (¡quién lo creyera!), a llevarle las bases chilenas para la paz (Tacna y Arica para Bolivia, derrotado Perú), retornó por donde llegó a Santiago. El expresidente se jactó de su lealtad ante el aliado con el papel en la mano. Desde ese oprobioso momento, sin dudas hasta el final de su vida, fue acusado de servir a Chile en su propia patria, en Argentina y en Perú. Moreno viajó a Sucre a defenderse de la calumnia y estuvo a punto de sucumbir en Potosí; fue absuelto por simple prescripción por un juzgado de categoría ínfima, por el mismo parlamento, pero el mal rumor no cesó.

Pese al trauma esencial, continuó reconstruyendo la memoria histórica de los bolivianos. Su tristísima declaración: “le he perdido amor a mi trabajo”, lo detuvo en la tercera parte (Presidente nuevo) de su obra monumental: Últimos días coloniales del Alto Perú. Libro extraordinario. El título ya debería convocarnos a su lectura. ¿Acaso no deseamos, con mucho fervor, ser bolivianos?

Yo fui el orgullo

Gonzalo Lema

A Óscar Únzaga de la Vega corresponde el juicio más certero sobre Franz Tamayo: “Ninguna personalidad puede ser más representativa por sus dimensiones y simbolismo que Tamayo, en esta primera mitad del siglo veinte. Ningún valor es más auténticamente boliviano, más nuestro, con su grandeza contradictoria y con su amarga soledad de cima”. Deberíamos, en esencia, estar de acuerdo: la gigante dimensión de su personalidad, su genio a menudo contradictorio y su soledad de intelectual único.

Su biógrafo más importante, Fernando Díez de Medina, afirmó: “Tamayo es ciertamente un enigma estético”, debido a la altura y también profundidad inalcanzables de su poesía. Augusto Céspedes intentó en lo suyo: “Estamos en medio de una obra deforme”. Luego completó: “Talento amorfo, amenazado siempre por el absurdo y por el genio, presionado por la dificultad de sus abstrusas ideologías, cuando se ofrece al público en palabras no se entrega del todo”.

¿Quién fue, en realidad, Franz Tamayo? Un poeta, un pensador y un político, y no debería importarnos el orden. El estupendo libro de Mariano Baptista Gumucio, “Yo fui el orgullo”, de lectura, diría, obligatoria, no solo devela el magnífico nivel alcanzado por este hombre en estos oficios, sino que también recoge dudas y certezas testimoniales sobre su origen.

Tamayo tuvo madre aymara, lo que siempre fue su orgullo, pero desde el libro citado es posible considerar que también fue aimara por parte de padre. De ser así, don Isaac Tamayo fue el destacadísimo hombre que lo educó. Nacido en La Paz, en febrero del año 1879, Franz Tamayo acompañó activamente la vida nacional sin tregua ni descanso hasta fallecer en 1956. En su derrotero casi completo, sólo faltó, y faltan, lectores. Carlos Medinaceli, nuestro novelista excepcional, dijo: “No se puede reclamar para Tamayo la gratitud popular”. Cierto: su excelsa intelectualidad abrió un verdadero abismo con el nivel de aquella sociedad y todavía con la nuestra.  De todas formas, él fue apoyado y votado en las elecciones de 1934 y no asumió la presidencia debido a esa vergüenza que llamamos “corralito de Villamontes”. Medinaceli fue justo: “Tamayo tiene el ímpetu de vuelo de un Ícaro, pero lleva en las alas el peso de una biblioteca”.

Este “profesor de plenitud” no se agotó en exuberancia. Panfletos políticos, polémicas escritas, reflexiones filosóficas, discursos parlamentarios, proverbios, versos reveladores, si bien prácticamente no leídos, trascendieron el papel de tal forma que suscitaron la admiración popular. Felipe Delgado establece bien: “Usted sabe que nosotros somos Bolivia. Pero la verdad es que Tamayo es Bolivia”. El espíritu de su letra parece haberse posesionado de nosotros.

Franz Tamayo es fundador de dos periódicos (“los únicos con ideas”, dijo Medinaceli), más un partido político. La suma de editoriales es su libro muy conocido y divulgado: Creación de la pedagogía nacional, en el que fundamenta la tesis de una educación basada en el carácter nacional. La ardua polémica sostenida con aquel ministro de educación, Felipe Segundo Guzmán, pareció consolidar y proyectar sus ideas: comenzó defendiendo la raza y pronto avizoró una visión americanista. Quiso que se comprendiera el ser nacional, su alma y su mentalidad, para luego educarlo en las ciencias y disciplinas universales. Afirmó que: “fuera del mundo occidental no hay salvación para nosotros”. Y aclaró: “Otra cosa es que nosotros integremos al occidentalismo nuestra alma íntegra”. Muchos de sus planteamientos y de su visión americanista están presentes en la carta  a Casanova que, ojalá, sepamos recuperarla siempre y que “Yo fui el orgullo” la reproduce en su integridad. América integrada a Occidente conservando su carácter, como Bolivia integrada a América y a Occidente. Lejos de la inútil guerrilla de la “pureza” de razas y culturas que hasta hoy nos ocupa, plantea la viabilidad y fluidez del mundo vía integración. Esta posición, y esta manera de ser, sin embargo, generaron que René Ballivián advirtiera: “Existen dos sendos peligros sobre nuestra juventud: El polifacetismo y el universalismo”. A Tamayo siempre le pareció que la mejor respuesta a ese prejuicio era “la plenitud”.

A juicio de Augusto Céspedes, el Partido Radical apenas “resultó un semillero de tránsfugas que se pasaron al liberalismo o republicanismo”. Es cierto: con el tiempo, su escaso número de militantes fue aún menor, hasta que terminó subsumido en el partido de Salamanca para las elecciones del 34. Casi todos los bolivianos paladeamos algo de Franz Tamayo: “En la desolada tarde,/ Claribel,/ Al claror de un sol que no arde,/ Claribel/ Me vuelve el amante alarde/ Aunque todo dice es tarde/ Claribel.

Judíos por siempre

Gonzalo Lema

Aún parece moda dominante en Europa y América simpatizar con el judío/individuo y mirar con mucha sospecha al pueblo judío. Esto estuvo claro antes de la segunda guerra mundial, cuando el mismo judío pretendió ser un hombre cualquiera en las calles de Paris, Varsovia o Bucarest y judío únicamente dentro su casa. Qué extraño sino para “aquél extraño pueblo de Asia impulsado hacia nuestras regiones” (Herder). Un pueblo vigoroso que supo flotar en realidades sociales europeas tan distintas, sin involucrarse nunca con ninguna de ellas, pero siendo fundamental, al mismo tiempo, en el manejo de sus finanzas. ¿De esta dualidad surge la primera sospecha en su contra?

A causa de las íntimas relaciones con la fuente de riqueza estatal los judíos fueron invariablemente identificados con el poder; a causa de su distanciamiento con la sociedad nativa y de su nítida concentración en el cerrado círculo familiar, fueron invariablemente considerados sospechosos de conspirar para la destrucción de todas las estructuras sociales. Quizás es por eso que a un judío austriaco le resultaba más fácil ser aceptado como austriaco en Francia que en la propia Austria, como ejemplo. O al revés. Es decir: “El judaísmo se convirtió en una cualidad psicológica y la cuestión judía en un problema personal para cada individuo judío” (Hanna Arendt). En cualquier punto del mundo, por supuesto. La misma autora explica que “es un mito que se ha puesto de moda en los círculos intelectuales tras la interpretación existencialista que Sartre hizo del judío como alguien que es considerado y definido judío por los demás”.

Hanna Arendt sostiene con énfasis que “fue la discriminación social, y no el antisemitismo político, la que descubrió el fantasma de lo judío”. De paso advierte que “el antisemitismo y el odio religioso hacia los judíos, no son la misma cosa”. El antisemitismo parece eterno. En su magnífico libro “Los orígenes del totalitarismo” se lee: “Si es cierto que durante más de dos mil años la humanidad ha insistido en matar judíos, entonces es cierto que el dar muerte a los judíos constituye una ocupación normal e incluso humana y que el odio a los judíos está justificado sin necesidad de discusión”. Esta opinión, teñida de dolor y burla hacia la especie, fue dicha en momentos en que el antisemitismo eterno podía constituirse en poderoso argumento de quienes practicaron horrendos crímenes durante la citada guerra.

Es posible afirmar que el antisemitismo político se desarrolló porque los judíos eran un cuerpo separado del cuerpo social “anfitrión”, mientras que la discriminación social surgió a consecuencia de la creciente igualdad de los judíos respecto a los demás grupos. Un dato desconcertante, capaz de dejarnos boquiabiertos a todos inclusive hoy, es que “el preludio del nazismo fue interpretado en toda la escena europea” (Arendt). Cuando los judíos comenzaron a buscar igualdad en el ejército francés, tuvieron que enfrentar la muy decidida oposición de los jesuitas (caso Dreyfus) que no estaban preparados para tolerar la existencia de oficiales militares inmunes a la influencia del confesonario. Este caso fue estudiado y divulgado en su momento, pero años después sirvió para aseverar que, si bien el destacado escritor Louis Ferdinand Celine (“Viaje al fin de la noche”) fue estimado por los nazis como “el único antisemita verdadero”, antes de Hitler y su ancha base social estuvieron los religiosos citados y mucho del continente.

La independencia social y el tema religioso apenas explican que con la cuestión judía podía construirse un artefacto político capaz de nuclear a una nación entera (Alemania) con, en realidad, otro propósito: dominación del mundo. Aún ahora cierta humanidad insiste con el tema religioso de manera fácil (“ellos fueron quienes mataron a Cristo”) y otra humanidad con el tema económico (“se apropian de la economía de los pueblos donde buscan cobijo”). Pero no: Arendt y estudiosos de ese fuste demuestran que el antisemitismo es concepto/articulador político.

Clemenceau fue uno de los pocos amigos verdaderos que la judería moderna ha conocido, porque consideraba y proclamaba ante el mundo que los judíos eran uno de los pueblos oprimidos de Europa. Han pasado esos tiempos ciegos, pero nadie debe olvidar que los judíos se subsumieron en Francia terminando el siglo XIX. Todo parecía en paz, pero Ferdinand ya gateaba para luego ser colaboracionista de nazis. Aún de viejo, y diría confinado en un pueblo francés, corrió a bastonazos al cartero que nunca le llevaba respuestas a sus cartas a notables franceses. “¡Judío!”, lo acusaba amenazante. Quizás olvidaba que Malraux fue jefe maqui.

El historicismo

Gonzalo Lema

Enraizado en lo tribal, el historicismo es la trayectoria de una flecha que la humanidad está destinada a seguir (Popper). El hombre camina en el tiempo para descubrir la clave de la Historia (Macmurray) o el significado de la Historia. Desde Platón, pasando por Hegel, hasta Marx, se diviniza el devenir aunque no concurra nuestra voluntad: el esclavismo, el feudalismo, el industrialismo/capitalismo y el profetizado comunismo. Esta rueda cuadrada debería girar pese a quien pese. Más aún: contra la realidad. Pero Inglaterra se rebeló y se reinventó al interior mismo del capitalismo; China se saltó el capitalismo y se convirtió en algo que no entendemos bien; Rusia, país de campesinos, no de proletarios, se erigió en sociedad comunista por 70 años, luego se derrumbó para abrazar el capitalismo. La racionalidad nos dice que, en realidad, la prestigiosa flecha no existe.

Poco importa que los partidos comunistas hayan desaparecido en la gran mayoría de los países; los seguidores de Marx son aún numerosos y esperan que la rueda gire y que esa trayectoria de la flecha mantenga algún sentido. Mientras, las sociedades capitalistas han sabido absorber demandas de los distintos sectores sociales: abolición del trabajo infantil que mantuvo su apogeo hasta el siglo XIX; igual remuneración para igual trabajo; renta de vejez, de discapacidad, sueldos de cesantía, aguinaldos, etcétera, lo que irritó en sumo al marxista Engels: el capitalismo estaba aburguesando a los compañeros proletarios.

Apenas un tiempo atrás, Marx había culpado muy en serio al capitalismo de proletarizar a la clase media, de “descender” a la burguesía y de reducir a los trabajadores al pauperismo. Los comunistas apoyaron a los trabajadores en su lucha, pero, contra todo lo pronosticado, la lucha tuvo éxito y las exigencias fueron satisfechas; pensaron, entonces, que habían sido muy modestos y que había que exigir más. Cosa extraña: las exigencias fueron nuevamente satisfechas. A medida que disminuye la miseria, los trabajadores van perdiendo parte de su amargura y se sienten más dispuestos a negociar aumentos de salarios que a conjurarse para una revolución (Popper). Este mismo autor dice: “La razón del fracaso de Marx como profeta reside en la pobreza del historicismo: lo que hoy parece una inclinación histórica, no sabemos si mañana habrá de tener la apariencia igual”.

¿Qué es, entonces, el “historicismo”? Una filosofía, no una ciencia, y tampoco una ley social. Pero el historicismo asevera que la historia tiene leyes. No solo eso: que sus pensadores las han descubierto e, incluso, dicen hasta ahora, verificado. No hay pruebas a su favor, las hay en contra. Los estudiosos indican que el historicismo tiene sus raíces en la sociedad tribal: pensamiento mágico, espíritu colectivista, beneficiarios y víctimas de leyes sobrenaturales; y en Grecia, que si bien dio pasos firmes en dirección a la sociedad abierta, consolidó el historicismo (considerando la esclavitud y la libertad como inamovibles) con el filósofo Platón, el hombre que abogaba contra el cambio; la profundización de esta convicción continuó con Hegel, con Marx y Engels, como queda dicho, hasta arraigar en millones de seres humanos que, antes de trabajar su sociedad con su propia racionalidad, con su propia estrategia política, esperan que el devenir (Historia, con H) de sus sueños llegue a tierra pronto. Algunos de ellos han aceptado que al menos lleva su retraso.

Y, ¿qué es la historia? Popper dice que “se habla de la historia de la humanidad, pero es (en realidad) la historia del poder político: egipcios, babilonios, persas, macedonios, griegos, romanos…” Más: que la historia de la humanidad no existe. Es lapidario: “La historia del poder político es la historia de la delincuencia internacional”. Con esa misma frialdad indica que la historia de la humanidad sería la historia de todos los hombres, y que eso es imposible. Pregunta: ¿acaso solo cuenta el poder político? El hombre anodino es parte de la humanidad, como es inmensa mayoría, pero nadie ha escrito sobre él. La historia del poder es de “las peores idolatrías, resabio del tiempo de las cadenas, de cualquier servidumbre y de esclavitud”. Sin embargo, incluso en este siglo, existe la espontánea genuflexión hacia el hombre del poder político. ¿Será que subyace en nuestra intimidad el temor al castigo?

El historicismo se fractura y rompe con la intervención inteligente de la política en las democracias. Estas saben que, pese a la concentración de la riqueza en pocas manos, las leyes pueden redistribuirla arrancando hombres de la miseria y desigualdad. Es distinto a esperar que la flecha continúe su vuelo.