Una visión crítica acerca de la cultura popular

H. C. F.  Mansilla

En la Bolivia del presente casi todos los estratos sociales y las comunidades de distintos orígenes étnicos se dedican con similar ahínco a destruir el manto vegetal y a ampliar la frontera agrícola, y a todos ellos les es igualmente indiferente la belleza de los ecosistemas naturales. Los grupos juveniles se adhieren a una cultura del ocio, cuyos rasgos generales no dejan entrever una racionalidad de largo plazo. En Bolivia se imitan las metas normativas del desarrollo histórico occidental (modernización en general, urbanización a gran escala, alto nivel de consumo masivo y en lo posible: industrialización) y, al mismo tiempo, se celebran las tradiciones socio-políticas de vieja data (caudillismo, autoritarismo, paternalismo) en cuanto herencias culturales propias y autónomas, y como si estas fueran razonables y paradigmáticas por tener tintes nacionalistas y revolucionarios. Las teorías actuales de la descolonización y del indianismo que ponen en duda la herencia occidental no pueden ser tomadas en serio porque no proponen objetivos realmente distintos de la evolución histórica a largo plazo y porque no poseen una visión crítica de su propio pasado y de las prácticas políticas utilizadas por los movimientos populistas.

En el plano teórico el rechazo de la cultura occidental es justificado mediante el pensamiento comunitarista y enfoques de origen postmodernista-relativista, todos ellos aderezados mediante vestigios de la ortodoxia marxista-leninista. La celebración apasionada del crecimiento económico, de la expansión de la frontera agrícola y la aceptación de cualquier cachivache tecnológico tiene lugar paralelamente a una reinvención de la tradición. En Bolivia esta última se manifiesta como el redescubrimiento parcializado y hasta manipulado de los valores ancestrales indígenas. Predomina un designio omnipresente de modernización técnico-económica (según standards occidentales), que sucede simultáneamente con la importación masiva de las doctrinas postmodernistas y con el elogio ─ estrictamente verbal ─ de la Madre Tierra. Este contexto confuso, pero en última instancia favorable al desarrollo económico convencional, tiene consecuencias prácticas para el medio ambiente que no es necesario mencionar expresamente. La actual situación boliviana puede ser descrita como deprimente pues favorece (a) una ética de la materialidad y la inmediatez y (b) una estética pública que no sólo es otra, con respecto a tiempos anteriores ─ lo que sería un cierto consuelo ─, sino una relativamente exenta del designio de crear belleza perenne o, dicho menos enfáticamente, libre del intento de producir bienes que se sobrepongan a las modas y a los caprichos del momento.

En lo referente a la ética se puede decir que nuestros “pensadores” izquierdistas-postmodernistas han calificado a nuestro tiempo como progresista y tolerante en comparación con toda la historia universal. La ética prevaleciente, si se la puede llamar así, está libre de preocupaciones por los derechos de terceros y por el bien común. Es una moral, además, vacía de reflexiones y anhelos de largo plazo. Ellos señalan de manera elogiosa que la cultura actual ya no es elitista, sino una creación de las masas. Su razón de ser es ofrecer novedades accesibles para el público más amplio posible y que distraigan a la mayor cantidad posible de consumidores. Su intención es divertir y dar placer, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos. Los contenidos morales y estéticos se han evaporado. Lo único importante de la cultura del presente resulta ser su carácter global-popular, fácil de comprender, y la elaboración de estrategias para que los consumidores no tengan que pensar en temas desagradables o complicados.

La cultura popular boliviana del momento es el ámbito de la estridencia y la desmesura, marcado, entre otras cosas, por la decadencia de la solidaridad efectiva (no la retórica) y por el incremento del egoísmo, aunque la apariencia exterior de sus manifestaciones sea “antiburguesa”, es decir: fraternal, generosa y espontánea. Hoy en día la cultura popular no contiene elementos revolucionarios o emancipadores, sino una apariencia comercial que afecta a casi todas sus manifestaciones, lo que se puede constatar, paradójicamente, en las creaciones que pretender representar un indianismo renovado.

Por todo ello esta cultura adopta necesariamente una inclinación conservadora en términos políticos, pese al carácter destemplado de sus lenguajes y a sus pretensiones de radicalidad y otredad. Este estado de cosas no es inusual. Los modelos civilizatorios que no tienen una autoconsciencia crítica de su pasado o de sus normativas dirigidas al futuro tienden a celebrar los modestos logros propios como algo único y digno de ser preservado y utilizado en toda oportunidad al alcance de la mano. Sus intelectuales se consagran dócilmente a resaltar el carácter revolucionario y progresista de estos legados históricos. A ellos no les preocupa el proceso de comercialización de la cultura popular o la mencionada estridencia de sus manifestaciones juveniles, pues ella, en el fondo, sería el testimonio de algo que viene de muy atrás, de algo sagrado en sentido de altamente reverenciado por las masas sufridas de la población.

Como resumen se puede afirmar que muchos productos de la cultura popular con pretensión artística duplican una realidad que puede ser calificada de mediocre y deficiente. Los productos actuales de la cultura popular no provienen de auténticas prácticas culturales del pueblo, no son creaciones “espontáneas” de las clases subalternas, sino constituyen en proporción importante objetos y valores generados por grandes conglomerados manufactureros de acuerdo a un plan (lo menos espontáneo que hay) de largo aliento para el consumo de millones de personas. En el fondo la mayoría de estos “productos” no tiene nada de “democrático” en el sentido de sus defensores, pues son de un estilizado barbarismo.

La cultura popular engloba a menudo la ética del triunfo rápido y el impulso imparable a la ostentación. Todo vale, por ejemplo, para salir de pobre. Cuando se llega a ser rico, es para lucirlo y exhibirlo. Ello tiene que ver con nuevos grupos sociales que influyen sobre las tendencias del gusto público, especialmente del juvenil; se mueven sobre todo en el ámbito del espectáculo, lo que hoy está imbricado de modo íntimo con la política y el delito. Estos “círculos” poseen la fuerza o la habilidad de imponer los nuevos valores de orientación masiva, como el dinero fácil y los bienes de consumo que denotan un gusto retumbante y ordinario. Las rutinas autoritarias de vieja data se han entremezclado exitosamente con las pautas de comportamiento de los jóvenes contemporáneos. La cultura del autoritarismo muestra así su perdurabilidad y arraigo en los estratos populares.

A todo esto hay que añadir la fuerte inclinación al alcohol y la aceptación tácita del consumo de drogas, lo que es un camino que contribuye a formar una cierta cohesión social. Se trata, probablemente, de una estética popular que brinda y asegura un cierto status social, basado en el dinero, que así se convierte en el único criterio de localización y jerarquía sociales. Hoy en día, cuando han muerto los valores de la distinción aristocrática, también empiezan a desaparecer todas las normativas éticas y estéticas vinculadas a las tradiciones humanistas, lo que a nadie le causa pena.

La falta de racionalismo en la vida social boliviana

H. C. F.  Mansilla

La carencia de valores racionales de orientación en la Bolivia contemporánea puede ser rastreada mediante el análisis de aquel estrato pensante que afirma ser el depositario de la razón histórica.

Muchos intelectuales de izquierda, en todas sus formas de manifestación, están todavía contra un orden social abierto, moderno y pluralista. Como dijo en una entrevista el destacado historiador mexicano Enrique Krauze, estos intelectuales se parecen mucho a los obispos católicos del siglo XIX: son provincianos y pueblerinos, y también dogmáticos, arrogantes y se creen los únicos depositarios de la verdad histórica. Aquí está el principal problema de las fuerzas de izquierda en su configuración actual: no son conscientes de los peligros y las consecuencias que entraña un orden autoritario. A los intelectuales progresistas les falta igualmente la virtud de la ironía que es, entre otras cosas, la capacidad de cuestionar las convicciones propias más profundas y verse a sí mismos con algo de distancia crítica. Y, como agrega Krauze, el populismo levanta alas cuando “los más lúcidos renuncian a decir la verdad por miedo a ser impopulares”.

Para la mayoría de nuestros intelectuales de izquierda no ha existido el totalitarismo de la Unión Soviética bajo Stalin o de China en la época de la Revolución Cultural. Ellos prefieren ignorar asuntos como Cambodia bajo Pol Pot, Corea del Norte desde la instauración de la dinastía Kim o Cuba durante los gobiernos de los hermanos Castro. Los intelectuales progresistas no quieren percatarse de que a menudo los regímenes izquierdistas y populistas han resultado ser un remedio peor que la enfermedad socio-histórica que pretendían curar.

Se puede afirmar, con cierta cautela, que en Bolivia los intelectuales no se interesan efectivamente por los derechos de terceros, por los problemas del medioambiente o por una educación moderna, racionalista y democrática. La crítica de las izquierdas es indispensable porque a través de este esfuerzo podemos acercarnos a comprender la magnitud y la intensidad de la cultura política autoritaria que lamentablemente todavía predomina en el país. La crónica de los últimos años en Bolivia nos ha recordado la vigorosa persistencia de valores tradicionales que van desde el machismo cotidiano hasta la irracionalidad en las altas esferas burocráticas. Las consecuencias son muy variadas: la pervivencia de una burocracia muy inflada y poco productiva, el saqueo irracional de los bosques y de otros ecosistemas naturales, la improvisación en todos los ámbitos y el pensar permanente en el corto plazo. Un ejemplo elocuente de esto último es el reparto de los parques nacionales a favor de agentes inescrupulosos que siempre tienen buenos contactos en la burocracia estatal. En el campo gubernamental la preocupación por la conservación del entorno natural a largo plazo ha mostrado ser mera retórica, y esto en todos los gobiernos.

Hay que señalar que la mayoría de los feminicidios ocurren precisamente en la Bolivia premoderna. Se trata, por supuesto, de un tema incómodo, y por ello muy interesante para una discusión teórica. Igualmente incómoda resulta la aseveración siguiente. Los sucesos de los últimos tiempos nos señalan claramente que una buena parte de la población boliviana es reacia a comprender concepciones abstractas como el distanciamiento social en ocasión de pandemias, los derechos de terceros, el pluralismo cultural, el Estado de derecho y el pensar en el largo plazo. Son fenómenos asociados al racionalismo, tendencia teórica y social que fue muy escasa en la época colonial y que no ha sido aclimatada adecuadamente durante la república. El sistema escolar, las tradiciones populares y hasta los intelectuales más ilustres promueven un modelo civilizatorio basado en los sentimientos, las emociones y las intuiciones, que puede ser muy fructífero en el campo cultural y en la vida familiar, pero que es anacrónico y hasta peligroso en las esferas política y económica.

La inmensa mayoría de la nación boliviana no es, por supuesto, partidaria explícita del autoritarismo y de la irracionalidad sociopolítica. En el ambiente familiar y local ha desarrollado valiosas normativas de orden ético congruentes con principios racionales, que, lamentablemente, no son extendidos al conjunto de la sociedad y menos a la esfera política. El potencial antidemocrático y antipluralista, por lo tanto, sigue siendo alto porque el culto de los sentimientos y las emociones colectivas y el desdén del racionalismo político permanecen como predominantes. Esto se percibe claramente en la incomprensión de concepciones abstractas como distanciamiento social (en el tiempo de la pandemia del coronavirus), derechos de terceros, pluralismo ideológico y cultural de parte de dilatados sectores de la nación.

Insisto en debatir esta temática porque nos muestra lo difícil que es para la mentalidad tradicional boliviana el pensar racionalmente y a largo plazo. Por ello creo que la gravedad de la situación a largo plazo, dependiente de la conjunción del crecimiento demográfico con una utilización abusiva de nuestros fundamentos y recursos naturales, no es comprendida en toda su magnitud e intensidad por la mentalidad tradicional de la mayoría de la población, ni tampoco por los círculos políticos hoy prevalecientes ni por los intelectuales que podrían influir sobre la opinión pública. Como los síntomas actuales son de un empeoramiento progresivo, pero no dramático de las condiciones ecológicas, existe el peligro de que los gobiernos implementen medidas serias para salvaguardar el medioambiente cuando ya sea demasiado tarde. Los factores tiempo, irreversibilidad, acumulación cuantitativa de hechos que repentinamente originan una nueva calidad, representan lamentablemente elementos de juicio que están fuera del pensamiento pragmático, utilitario y centrado en el corto plazo que prevalece aún en la mayoría de la sociedad boliviana.

Estos argumentos y, en general, los postulados pro-ecológicos apuntan a un plano racional, mientras que las ansias de crecimiento y progreso materiales tienen que ver primordialmente con el nivel preconsciente y emotivo de la mentalidad colectiva. Ninguna sociedad renunciará a edificar instalaciones industriales que brinden trabajo, ingresos y adelantamiento económico si alguien demuestra que a largo plazo ellas conllevarán daños para los nietos. Primero viene la satisfacción de los anhelos urgentes y de los profundos, mucho después la reflexión sobre las consecuencias de nuestros actos. Además, poquísimas personas están (y estarán) dispuestas a poner en cuestión las bondades aparentes de la industrialización, la agricultura intensiva y la modernización, pues estas actividades encarnan los esfuerzos sistemáticos y los éxitos indiscutibles de varias generaciones. Al hombre normal no se le pasa por la cabeza que las labores más esmeradas y tecnificadas de buena parte de la humanidad vayan a ser en el futuro las causantes de estragos irreparables.

La mentalidad tradicional sigue vinculada a los sentimientos colectivos y a las emociones profundas, sentimientos y emociones que tienen mayoritariamente una opinión despectiva con respecto a los análisis racionales; por ello rara vez intentan comprender el campo discursivo del adversario. Como se sabe, el peligro inherente a las emociones, a las intuiciones y la mística en el terreno cultural es el surgimiento de élites privilegiadas de iluminados que interpretan la realidad –siempre complicada, plural y opaca– en nombre de las masas. Los sentimientos son extremadamente importantes en la vida íntima de las personas, pero cuando son transferidos al campo político se exponen con relativa facilidad a ser manipulados por los expertos en cuestiones públicas. Es la eterna repetición de lo ya conocido y experimentado.

El autoritarismo, los credos religiosos y los redentores sociales

H. C. F. Mansilla

Hay que mencionar algunos fenómenos que han acompañado desde un comienzo remoto a casi todas las manifestaciones del sentimiento religioso. La intolerancia, el dogmatismo y el desprecio del Otro han sido los más frecuentes y los más dañinos de esos aspectos, y los que han dejado la huella más profunda en numerosas sociedades. El factor religioso es fundamental para comprender la situación contemporánea de la cultura política en América Latina. Durante un tiempo muy largo, tanto en la época colonial como bajo los regímenes republicanos, la mayoría de la población estaba sometida a pautas de comportamiento que favorecían una identificación fácil de la sociedad respectiva con los gobiernos y los sistemas culturales imperantes; estas normativas no fomentaban la formación de consciencias individuales autónomas con tendencia crítica. Hasta la segunda mitad del siglo XX la Iglesia Católica promovió esas actitudes con la fortaleza que le brindaba su autoridad y su prestigio culturales. Se puede afirmar que la atmósfera general estaba impregnada por enseñanzas dogmáticas de origen religioso, que poco a poco han cedido su lugar a ideologías políticas de distinto contenido, las que, sin embargo, rara vez han abarcado una orientación racional, pluralista y tolerante.

Aunque el orden social respectivo haya experimentado paulatinamente desde comienzos del siglo XX la importación de tecnologías modernas de variado tipo, la llamada inercia cultural contribuye a preservar una continuada vigencia de esos valores conservadores de orientación. En este contexto de poca información y mucho adoctrinamiento lo usual es la reproducción de las prácticas políticas tradicionales; la más habitual ha sido el culto del hombre fuerte, el pastor que guía sabiamente a su grey, el caudillo que gobierna sin mucha consideración por el Estado de derecho… y con la aquiescencia de gran parte de la población. Este consentimiento y sus tendencias serviles se derivan parcialmente del infantilismo de las masas, las que al mismo tiempo temen y aman a sus gobernantes, como muchos hijos llegan a querer a los padres que los han castigado severamente en la infancia.

Considerando este trasfondo se puede entender mejor cuán expandida y profunda resulta ser la resistencia popular en América Latina a las formas modernas de la democracia. Hay que considerar la alta posibilidad de que una creación fundamentalmente racionalista, como es la democracia contemporánea, sea extraña a segmentos sociales que sólo han recibido influencias culturales muy convencionales y de carácter prerracional, como han sido los valores religiosos colectivistas en la época colonial española y las normativas conservadoras y provincianas de buena parte de la era republicana. Es probable que los procesos modernos de autodeterminación humana y sus mecanismos organizativos e institucionales sean difíciles de comprender para las masas y que, en situaciones críticas, lleguen a ser odiosos para las mismas. Elementos irracional-románticos, como la sangre y la ascendencia común, se convierten entonces en instrumentos explicativos de amplia aceptación popular para entender una realidad que, en el transcurso de los procesos modernizadores, es percibida como insoportablemente compleja e insolidaria. Esta constelación trae consigo, en general, la renuncia a elementos y procedimientos racional-deliberativos.

Esta situación ha sido conformada por varias herencias culturales, entre las cuales sobresale la ya mencionada religiosidad popular que se arrastra desde los tiempos coloniales en América Latina. A causa de sus implicaciones socio-políticas, el sentimiento religioso del periodo barroco es considerado ahora como la gran creación espiritual y social de la Iglesia Católica. Este sentimiento colectivo sería la expresión más fidedigna de los valores e ilusiones de los estratos populares. Su naturaleza comunitaria, ajena a planteamientos filosófico-teológicos, y sus inclinaciones místicas y utópicas habrían acercado esta religiosidad a la sensibilidad de las clases populares y la habrían contrapuesto, exitosamente hasta hoy, al liberalismo individualista, egoísta y cosmopolita de la cultura occidental. Debido a la enorme influencia que tuvo la Iglesia en los campos de la instrucción, la vida universitaria y la cultura en general, todo esto significó un obstáculo casi insuperable para el nacimiento de un espíritu crítico-científico.

Los creyentes en esta fe suponen que la verdadera evolución política es idéntica a la voluntad de Dios o, en términos seculares, a la voluntad de la historia universal. Esta última, para convertirse en manifiesta, requiere de la interpretación auténtica de una iglesia o de los intelectuales que hablen a nombre de ella. Pese a estos aditamentos de intelectualismo racionalista, el resultado final es similar a los impulsos religiosos y a los mitos tradicionales que prevalecen desde hace siglos. Y para encarnarse en la realidad estos mitos presuponen la acción de los auténticos redentores, los grandes héroes que llevan a cabo una misión trascendental para la cual están dotados de fuego divino. Desde el siglo XIX la función y las características de estos superhombres han variado poca cosa. Distinguidos pensadores de muy diferente proveniencia ideológica – como Carlos Cullen, Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Ezequiel Martínez Estrada y Leopoldo Zea – han celebrado sus virtudes: los caudillos son vistos como los seres llamados por Dios para corregir por cualquier medio a una sociedad que habría perdido sus genuinas normas de justicia. Ellos tienen el trágico destino de cargar con los pecados de su pueblo y, guiados por los imperativos de la tierra y por el genuino espíritu latinoamericano, cumplen con la sagrada misión de combatir el “imperialismo” del Norte y sus valores de naturaleza egoísta y foránea.   

Como toda creencia dogmática, los credos políticos de contenido redentorio carecen de la proporcionalidad de los medios. Estas construcciones de ideas muy populares en un medio impregnado por una religión absolutista reproducen un esquema evolutivo simple, pero muy arraigado en la consciencia colectiva. El desarrollo humano empieza en un paraíso de la igualdad, la fraternidad y la prosperidad, adonde hay que regresar después de pasar por el valle de lágrimas que representa la sociedad clasista y egoísta. El ambiente en el cual florecen estas concepciones radicales y estos líderes heroicos adopta un carácter apocalíptico: la certidumbre de que la revolución total es inminente. El camino al calvario puede estar acompañado de violencia extrema, cuya responsabilidad reside en los otros, en los explotadores. Aquellos que nos muestran el sendero correcto son una especie de mártires, a quienes corresponde nuestra admiración y gratitud, y de ninguna manera nuestra distancia analítica o nuestra desconfianza ética. Por ello los redentores políticos están a menudo por encima de toda crítica. Hay que criticar ese sentido común favorable al populismo tan expandido y aparentemente tan sano y claro.