Gonzalo

Gonzalo emprendiendo vuelo sobre una pista de ocres. (Foto: Jaime César Tapia Guerra)

Edwin Guzmán Ortiz

Muchos años tuve el privilegio de compartir amistad con Gonzalo Cardozo. Desde las intensas noches de bohemia en la Galería Imagen, aquellos 80, hasta pocos días antes de que se marchara. Además de compartir el arte en todas su manifestaciones, nos unió un diálogo persistente acerca los tiempos que vivimos, proyectos culturales, temas que iban y venían en su más heterodoxo tenor.

La última década me sorprendió con lecturas herméticas en las que estudiaba el pensamiento simbólico, teorías de la mente, la complementariedad de los contrarios por supuesto tratando de encontrar paralelismo y similitudes con el pensamiento andino. Incluso, gracias a él pude obtener esos densos tratados de filosofía contemporánea, las “Esferas” de Peter Sloterdijk.

La inquietud y la curiosidad fueron rasgos resaltantes en Gonzalo. Además de su incesante trabajo en la escultura, en la que exploraba las forma más originales e inéditas de expresión, integrando materiales diversos, éstas eran poseedoras de un mensaje, es más de una crítica incluso política, recuerdo al respecto la serie de los “Curules”. A través de las esferas de piedra, pretendía recuperar la memoria del planeta a partir del respeto a la naturaleza y al medioambiente. Partía de una concepción holística del mundo y la apetencia de perfección se consumaba en las esferas de piedra, cada una diferente, pero capaz de integrarse en secuencias y estructuras múltiples, prefigurando conjuntos complejos. Su persistente trabajo le permitió visitar Canadá, Alemania y la China participando de  eventos mundiales de arte. 

Uno de sus grandes atributos fue su capacidad de congregar a la gente, con la que desarrollaba diferentes actividades. Con su proyecto “Para ser niños, juguemos con ellos”. Durante años visitó junto a su familia no sólo barrios marginales de Oruro si no también en otros departamentos, donde realizó actividades de creatividad y pintura. Niños y ancianos disfrutaban de la generosidad de Gonzalo, su familia y el barrio.

Los primeros viernes se instituyó como una verdadera tradición un ritual a la Pachamama. Gonzalo, investido de Yatiri frente a una pira de fuego, pedía por la salud del planeta, por la unidad de los seres humanos, por el bienestar de los participantes, creándose una verdadera atmósfera sagrada donde en una suerte de comunión se fortalecían los vínculos y un sentimiento de respeto emergía, saliendo todos renovados.

Su casa, además de la enorme cantidad de obras de arte que posee, y con las que uno se deleitaba, era el lugar de encuentro de los artistas. Sería imposible nombrar los artistas y personalidades que la visitaron. Europeos, norteamericanos, latinos, bolivianos para los que siempre había un espacio y donde se llevaron a cabo intensísimas tertulias. Gonzalo, generoso, recibía a todos, y ese contacto diverso lo había enriquecido enormemente. Centro de Arte Taller Cardozo Velásquez CATCARVE, constituyó un modelo de integración cultural y de encuentro, producto del enormísimo corazón y entrega de Gonzalo, María y la familia.

La obra de Gonzalo Cardozo es única en su género, como es único ese espíritu mayor que es Gonzalo. Con su vida nos enseñó el valor de la entrega, la generosidad, la autenticidad, y la vigencia del arte y la cultura como instrumentos para cambiar el mundo. ¡Cuánto extrañaremos a nuestro querido Tata!

El artista escultor

Gonzalo en su taller en 2006. (Foto: David Mercado)

Patricia Urquieta

Feliz del artista que mora entre lo suyo. Confundido en medio de la cantidad de materiales que posee. Gonzalo Cardozo habita junto a su familia un taller-hogar (o tal vez un hogar-taller), difícil distinguir la funcionalidad creativa de su obra. Allí, cuando uno cree estar cerca de saber a ciencia cierta ante qué tipo de pieza se encuentra, surge la realidad: el pedestal que soporta una escultura de piedra, no es otra cosa que el radiador de un camión en desuso; asimismo, uno admira lo que parece una obra de arte consumado, y se trata de sumideros domésticos.

De padre carpintero, Gonzalo es su sucesor no solo por su acercamiento al trabajo manual, sino también de la rectitud en obra y espíritu que caracterizaba a su progenitor. Junto a su equipo de trabajo, a quienes Gonzalo llama “mis mujeres”, su esposa María y sus cuatro hijas trabajan puliendo la piedra y moldeando la arcilla. En este entorno, para muchos envidiable, este artista-escultor de obra diversa labora inspirado en ideas y conceptos. Refiriéndose a su obra, dice que algunos de sus trabajos tuvieron una plasmación azarosa. Así, empezando a ser árboles, por un accidente casual terminaron siendo piezas totalmente distintas; difícil dejar de reír cuando explica que el toro que pende de una pared, fue originalmente un árbol, al que la caída de una piedra orientó en otro destino escultórico. Y entonces, ¿esta escultura de árboles?, le pregunto. “Uno de los trabajos más visitados… –responde– más que una obsesión ecológica, tiene que ver con un arbolito de la escuela al que nadie quería ayudarme a subir”.

Gonzalo, ¿cuál es tu origen? “De Oruro, esa es la magia”, sigue. Queremos saber más sobre la obra, pero interrogar mucho es como dejar de acceder al misterio de la creación. Sin embargo, él habla, explica que no es que sea un artista aún no definido en su trabajo diverso, sino que simplemente es un artista múltiple. “No se puede trabajar muchas horas en la piedra, es muy duro hacerlo”, entonces vuelve a la cerámica, o a la fundición del metal, o a la carpintería, o va en busca de la recolección de la chatarra que bien parece ser su materia prima. Y cómo no entender su pasión de artista cuando él cuenta que fue pintor desde el bachillerato, también músico y cantor de coros. A esta diversidad que lo distingue, se suma la de cultor de amistades, entre ellas la de los artistas Walter Solón Romero, Ricardo Pérez Alcalá y muchos otros.

Sirva esta nota para comprender –de una manera más cotidiana– la sensibilidad y el entorno en el que se desarrolla Gonzalo Cardozo Alcalá. Esta cueva del escultor que aparenta la de un quirquincho.

(Texto publicado en El Faro -primer nombre de El Duende– el 16/01/1994, recuperado ahora como una muestra de la valoración de larga data de la que era objeto el arte de Gonzalo)

Hallazgo al atardecer

Una de las obras de Cardozo. (Foto: Marcelo Javier Meneses Vargas / Alma Tunante)

Elizabeth Scott Blacud

He viajado pocas veces a Oruro. Una ciudad ni tan alta ni tan minera ni exótica ni rica, nada valle, nada trópico… Un amplio paraje plano que parece plegarse en una esquinita olvidada del país durante todo el año hasta la llegada de su fascinante carnaval. Por eso, salvo en febrero, Oruro es ciudad de paso, vacío de polvo y ladrillo desangelado, de calles largas y abiertas como el vientre de un pez. Así la representa mi memoria. Pero también extraña y entrañable. Por ese viento perpetuo y sibilante que sugiere misterios; por esos pobladores de pocas palabras, corazón pausado y afable.

Recuerdo una ocasión en la que Oruro me regaló, abiertamente, uno de sus secretos…

A principios de siglo, en un mes que no era febrero, paseaba por la ciudad con un amigo con el que nos entregamos despreocupados a curiosear callejas y avenidas, saludando los pocos árboles que nos salían al paso y aterrizando indefectiblemente en uno de esos restaurantes de comida sencilla, pero sabrosa, para luego retomar el vagabundeo. Nos sacamos una foto en una plaza, al lado de una escultura, giramos una calle, otra, hasta que, de improviso, dimos con una reja excepcional. Tenía vidrios empotrados y piedras de diferentes formas y colores que hicieron sonreír a nuestros ojos. Nos acercamos atraídos para descubrir que daba paso a un amplio patio que albergaba diferentes objetos, inútiles y bellos, creados en bronce, hierro forjado o granito. Pero sobre todo piedras y más piedras curvadas y coloridas, algunas colgantes, otras en hilera sobre los alfeizares y salientes de la pared, en las tejas y por el suelo, dispuestas entre el caos y la belleza buscada.

Quedamos perplejos, admirando todo aquello, haciendo conjeturas y alabando el buen hacer de los propietarios, cuando descubrimos que la reja no estaba del todo cerrada y presentaba un cartel que informaba que el sitio era, de algún modo, público. De todas formas, aún sin leer la inscripción, nosotros habríamos entrado, tal era nuestra curiosidad.

Ya dentro, divisamos a una muchacha joven, de lejos; y poco después, salió a nuestro encuentro un hombre de rasgos y gesto firme, alto y curtido, que emanaba serenidad. Era el Tata Cardozo, creador y dueño de esa casa-museo llena de encanto. Su familia estaba acostumbrada a las visitas, a la sorpresa y a las preguntas. Continuaron con sus quehaceres, pasaban por allí con naturalidad; mientras que él, amable y complacido, respondía a nuestro interés. Nos mostró algunas habitaciones atiborradas de cuadros en las paredes; se veían esculturas por doquier, de diversos materiales y resplandores, materiales reciclados, obras a medio hacer… Todo era lindo y excesivo. Seguimos sus pasos escuchando con la boca abierta, sintiéndonos privilegiados y agradecidos con el azar que nos había llevado hasta ese espacio tan mágico y singular.

Nos habló con entusiasmo de otros artistas bolivianos (recuerdo la vergüenza de no conocer a algunos), de las reuniones que organizaba, mencionó con orgullo a la gente famosa que había estado en la casa, que había escrito y rubricado en su libro de visitas. Lo que más me impresionó, sin embargo, fue el valor que daba a las esferas nacidas de la piedra. Una especie de búsqueda de la cuadratura del círculo, reflexioné, pero al revés. Un regreso a la forma perfecta a partir de la materia menos dúctil y más primitiva que pueda existir.

De hecho, en esos momentos, modelaba en las rocas sillas redondeadas, de diversas dimensiones y tonos —ya tenía un buen número— a las que llamaba “curules”: los asientos de los ediles romanos o los de nuestros actuales gobernantes. “Esta es la silla del poder”, nos dijo cogiendo una, “quien se sienta en ella, se corrompe”. Quedé sorprendida por el frenesí de su trabajo: eran muchas las sillas; por la contundencia del mensaje, sobre el que volví varias veces; porque la tarea a la que se entregaba era la de esculpir una verdad.

Estoy delante de un artista, pensé. Y en aquel atardecer, Oruro se iluminó memorable…

[Hoy la magia desgarró su velo]

Eduardo Kunstek

Hoy la magia desgarró su velo, la partida de Gonzalo nos priva del don más extraordinario que un ser puede tener. La capacidad de unir a todos, al unir a los artistas tomar de cada uno de ellos guardar un poco de su imaginación, tan solo la suficiente como para mantener la magia de al menos tres generaciones de artistas en su recinto que, desde su jardín, con sus esferas y figuras metálicas de su creación nos ubican en un espacio estelar, en una constelación si hablamos metafóricamente, lo cierto es que uno se encuentra inmerso en un espacio “Cardociano” por decir de alguna manera, ese estar tan propio de Gonzalo que vivando a la vida compartió con su familia, los artistas, los vecinos y la propia ciudad Oruro.

Es una pena muy grande ver partir a un ser humano cuya vitalidad constituía en mantener viva la creatividad. Qué extraordinario legado nos deja Gonzalo, un señor del arte, un gran mago del amor.

El mendigo de papeles

Gonzalo Lema

Qué ternura provoca imaginar al gran Gabriel René Moreno pidiendo papeles viejos a los vecinos de Sucre. Su vida corre en la segunda mitad del siglo XIX, y tanto la capital, como la república, manifiestan desprecio por los papeles quedados de la Audiencia de Charcas y la fundación de la patria nueva. Los dejan al sol del patio, bajo la lluvia, y, si alguna utilidad creen hallarles, es como envoltorio de ancucus. Al descubrirlo, podemos pensar que su corazón se quebró. “El desgreño, la negligencia, la venalidad  y el sublime desdén boliviano, han entregado a la lengua humana ensalivada, esos tesoros de la experiencia escrita con sangre y sudor, por tres siglos de una vida singularmente fecunda”. Pocos han sufrido esa conciencia; los más, por absoluta ignorancia, habían decidido vivir sin ninguna memoria histórica. De no ser por nuestro historiador y algún otro colega, sabríamos poco de Charcas. Habríamos saltado de los “Relatos de la Villa Imperial de Potosí”, de Bartolomé Arzáns de Orzúa y Vela, al Diario de un comandante de la independencia americana, de José Santos Vargas, el astuto guerrillero de Ayopaya, Cochabamba, ambos hallados por don Gunnar Mendoza. Los mismos papeles del Mariscal Sucre también merecieron custodia de Gabriel René Moreno, y catalogación. ¿Es posible construir una patria sin papeles? Por supuesto que no, menos un pasado. Toda Bolivia le debe mucha honra a esa humilde mano extendida.

Moreno es historiador y su obra cumbre lleva el título de “Últimos días coloniales en el Alto Perú”. Difícil imaginar un título que cifre tanto. El libro trata, en rigor, de los años que van de 1804 a 1808. Claro que los años son, al fin de cuentas, la suma de los días. ¿Qué pasó por entonces? Pasó mucho si recordamos que en la Audiencia apenas pasaba algo o nada: La jura de un nuevo monarca español; la muerte del arzobispo y la llegada de su sucesor; la llegada del peninsular promovido por Su Majestad a la presidencia de Charcas. Fuera de estas graves noticias, no existía ningún otro éxtasis. Pero en los años reconstruidos por el talento orfebre de este magnífico autor sucede todo eso en uno: el rey Carlos ha sido depuesto por Napoleón Bonaparte en la invasión de España, también su hijo Felipe VII; fallece el arzobispo y llega el sucesor: Benito María Moixó y Francolí y la sucesión de la presidencia. No sólo eso: también afloran las preguntas: ¿A qué rey es que pagamos los impuestos? ¿Todavía existe el imperio español? ¿Acaso no ha llegado la hora de independizarnos? Son, pues, los últimos días coloniales del Alto Perú.

Moreno profundiza su exhaustiva labor, profusamente documentada, reconstruyendo la época del gran momento: los personajes, sus vestidos y galanuras o carencias (porque los indios acompañaban la procesión detrás de los últimos vecinos), los adornos colgados en las calles, la fachada de las paredes, el son de los campanarios, el color del cielo y hasta los rasgos del identikit de Felipe VII dictado por quien afirmaba haberlo visto de niño. El libro es, significativamente, la cumbre de la historiografía boliviana, capaz de acompañar los (pocos) mejores en su género producidos en esta América de raíz, entre otras, española.

Nunca le sobraron recursos, es fácil entender por qué. Bibliotecario y ocasionalmente maestro, el dinero le alcanzaba para mantener una vida tan sólo sencilla. Aquello no fue óbice para que nos legara un monumental y riquísimo trabajo, gran parte de su biblioteca (cimiento sólido de nuestra Biblioteca Nacional) y un pasado que nos explica lo que somos. Es mucho lo que hizo por nosotros. Acusado de chilenófilo por comentarios de oídas, los estudiosos bolivianos nos abrieron los ojos para mostrarnos que, aquel hombre que vivió cincuenta años en Chile, había trabajado cuarenta, si no es más, exclusivamente para su patria de origen. Pese a la calumnia, ejerció su deber cívico con verdadera firmeza y convicción. Historiador de fuste, ante todo, también fue el salvador de nuestros papeles, el custodio, estupendo clasificador y erudito catalogador. Aún más: fue biógrafo, crítico precoz de literatura, sociólogo muy particular y experto, como ninguno, en notas al pie de página. En sus libros se cuentan por centenares, y muchas de ellas tan exhaustivas como sus artículos eruditos.

Es curiosa la suerte de Bolivia. Un país oculto a la curiosidad de sus propios vecinos y del mundo, alcanza glorias propias de países organizados y desarrollados. Un puñado de hombres excepcionales capaces de nombrar su patria desde los cielos.

Prólogo a Guía de perplejos para leer al Dante [1]

Al conmemorarse los 700 años de la muerte de Dante, publicamos este texto de uno de los mayores especialistas bolivianos en la obra del célebre florentino.

Gary Daher

La literatura del Dante no busca el juego, tan caro hoy en día a los muchos ingeniosos y prestidigitadores que transitamos el mundo de lo que hemos venido a llamar “literatura”, ávidos del Coup de théâtre capaz de hipnotizar a las masas. El Dante busca decir lo que trasciende, así su verbo está definido por el propio Dante como alimento, contra el cual sin embargo nos previene en Il Convivio llamado en castellano El Banquete: “que no asista quien esté mal dispuesto en su organismo, quien carece de dientes o de lengua o de paladar; ni tampoco quien gusta de vicios, porque su estómago está lleno de humores venenosos contrarios al alimento, de modo que no soportaría ninguno.”

En esta línea, habrá que resaltar entonces la obra denominada Commedia, más conocida como La Divina Comedia, gracias al epíteto dado por Boccaccio cuando en el último período de su vida la ministraba porque recibió del ayuntamiento de Florencia el encargo de realizar una lectura pública de esta obra; según el propio Dante, un Poema Sacro. La Divina Comedia es pues un inmenso panorama dibujado por los cien cantos escritos en 14.233 versos escandidos en endecasílabos y tersa rima o terceto encadenado de 33 sílabas, que pergeñan, en tres grandes cánticos, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, cada uno con 33 cantos, además del Canto I o canto introductorio. Será este trabajo la obra culmen de Dante Alighieri, que ha traspasado el tiempo y las miradas, de manera que es tan actual como en su origen, como si hubiese sido escrita con verbo de fuego eterno.

Es pues atrevido tocar tan poderoso poema, y lo es más si pretendemos interpretar o “traducir” algo de su rima. Dice Maimónides[2] al principio del libro “Guía de Perplejos” que el segundo objetivo a la hora de llevar a cabo esa obra, la de Maimónides, es la de “explicar las alegorías ocultas que encierran los libros proféticos, sin clara evidencia de que lo sean, y que, en cambio, el ignorante o el irreflexivo toman en su sentido externo, sin percatarse del interno”. Entendiendo profético en el sentido del libro que habla a través de un don sobrenatural que consiste en conocer por inspiración divina las cosas distantes o futuras. Y ¿qué más distante y futuro que el Más Allá? Porque en el caso de La Divina Comedia se trata de esta terrible tarea, diremos que cuánto más claros queramos ser, más confusos resultaremos, salvo que empleemos un ejemplo o propongamos un enigma. Tómese pues todo intento mío como torpeza, y vuélvase siempre al libro, a la fuente primera, a la Commedia para su traducción certera en el sitio del corazón, donde verdaderamente podrá ser recibida. Vamos a pretender entonces ser acicates y no ensayistas, ser invitadores y no celebrantes. El verdadero banquete permanece pues en lengua del Dante, en toscano, de ser posible.

Ya el propio Dante Alighieri en su carta (1316/1317) al Gran Can de la Scala, Vicario General en la ciudad de Verona y en la de Vicenza, nos advierte que su obra es polisémica, y que, además de su sentido literal, tiene sentidos ocultos. Oigamos la interpretación en el intento de traducción de las propias palabras de Dante: “Y aunque a estos sentidos ocultos[3] se les asigne distintos nombres, pueden todos en general ser llamados alegóricos, dado que son diferentes del sentido literal o histórico. Pues la alegoría viene de «allos» en griego lo que en español se dice ‘extraño’, es decir, ‘otro’.”

Necesario es, y tal vez más importante, anotar el trance de que Dante Alighieri vive dos etapas de su vida, que son un antes y un después de un hecho que le sucede en su interior. Una conmoción que lo transforma en un hombre comprometido con su propio cambio personal, con otra manera de ver las cosas, con una Vida Nueva. Y este hecho es marcado precisamente con la obra en prosa publicada a sus 27 años llamada Vita Nuova, que muestra visiones más interiores que exteriores de su vida, como conclusión de un proceso de eclosión y de revolución interna. Y esto está relacionado con lo que en su obra se conoce como Beatriz.

Profundicemos. “Sobre Beatriz” –dice Papini- “hay centenares de escritores, muchos de ellos fastidiosos e insípidos, pero todos se refieren a estos tres problemas: ¿La Beatriz de Dante fue mujer verdadera, de carne y hueso, o una creación intelectual, fantasma y símbolo? Y en el caso de que Beatriz haya sido una mujer real, fue Beatriz hija de Falco Portinari y esposa de Simón de Bardi, o bien fue otra mujer no identificada? Y si tan sólo fue un símbolo ¿Qué lo representa?” Para intentar dilucidar lo que se ha venido a llamar “El problema de Beatriz”, diremos, en primer lugar, que la poesía en lengua romance contaba con sólo cincuenta años de vida en Italia cuando Guinizelli y Cavalcanti, bajo el influjo un poco más lejano del pionero Guittone d’Arezzo, fundaron la escuela de los fedeli d’amore (‘fieles del amor’), y que varios indican como una Orden de filiación templaria[4], propiciando la figura de la «mujer angélica» (en la que se aunaban la belleza física y la pureza celestial) y plasmaron la gran poesía lírica italiana, de la cual viene a ser parte Petrarca y que culminaría precisamente en Dante Alighieri. Este movimiento poético proporciona a Dante, en primera instancia, una manera de mirar la relación amorosa. De ahí que surgiera naturalmente la correspondencia de imagen entre probablemente Beatriz Portinari y la Beatriz del sueño. Este paralelismo parece haberse mantenido hasta la muerte física de Beatriz Portinari. En ese momento, y ante el descalabro que provoca la muerte (me viene a la memoria la imagen de Beatriz Viterbo en El Aleph de Borges), Dante reacciona hacia una realidad trascendente, asaz alimentada por las ideas ocultistas o esotéricas (para Dante místicas), que a sotavento circulaban por el medioevo, y que de no provenir de la Orden templaria mencionada, no eran ajenas al autor (recordemos que a Dante se lo creía ducho en artes mágicas, y no olvidemos que dominaba la astrología y la usa expresamente) que percibe –imaginamos- la vana ilusión de la bella imagen de Beatriz Portinari en putrefacción gracias a la muerte. Ante este fenómeno absolutamente contrario a la visión de la dama del sueño, ocurre una revelación: su dama de carne y hueso no es la dama del sueño, de manera que revierte la ilusión en fuego místico, descubriendo que aquella imagen en sí, en su corazón, representa alegóricamente la Conciencia Divina, y más cercana todavía, su propia Conciencia Divina. Parecido fenómeno de transformación que intentará aprehender posteriormente Antonio Machado en su Cantos de Castilla cuando dice “Dante y yo—perdón señores, / trocamos –perdón, Lucía—, /el amor en Teología”, aunque aquí Machado cae en el error propiciado por muchos comentaristas de confundir Conciencia Divina con Teología. Recordemos que Teología es la ciencia que trata de Dios y sus Atributos, pero no Conciencia Divina, que es la propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos divinos esenciales, misma que solamente se puede alcanzar a través de la voluntad, interpretación aquí planteada de La Divina Comedia, del viaje de Dante, la Voluntad, Alma Humana, para alcanzar a Beatriz, la Conciencia Divina o Alma Divina. Esa dama que es el Supremo Amor, por quien vale la pena sacrificarse y por la cual merece realizar el propósito de cambiar de vida (“digo verazmente, que el espíritu de vida, que mora en la secretísima cámara del corazón, comenzó a temblar tan fuertemente que horriblemente se mostraba en los mínimos pulsos; y temblando dijo estas palabras: Ecce Deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi – He aquí (un) Dios, más fuerte que yo, que viniendo me dominará”, nos dice en la Vita Nuova), pasar por el infierno donde encontrará el espantoso horror que viven los condenados, que son gente de su vida cotidiana, pero que representan por sí mismos sus propios errores, y por esto quizás no tiene reparos en colocarlos en aquel sitio, y dialogar con ellos, su purificación a través del Purgatorio, su inmersión en las aguas del Leteo, que le darán olvido y le permitirán, finalmente, ser recibido por Beatriz y realizar así su visita vertiginosa al Paraíso, donde Dios permanece en su cualidad Trina como un ojo donde ve reflejado su propio rostro, un ojo que lo mira. Con estas deliberaciones diremos entonces que La Divina Comedia a la manera de un monólogo narra los avatares del propio autor, Dante Alighieri, en su paso por el Infierno, su ascenso al Purgatorio y su sobrenatural llegada al Paraíso. Inicialmente podríamos observar que se trataría de un viaje psicológico, donde el autor, haciendo uso de alegorías nos muestra y nos adentra en una visión surrealista en el camino espiritual que debe realizar para alcanzar ser iluminado por la luz del sol absoluto, o sol fundamental.


[1] Debo a Jorge E. Sanguinetti (Buenos Aires, 1928) el apoyo en las notas de pie de página y gran parte de las traducciones aquí citadas. Las tomo debido a que intentan el segundo modo de interpretar la obra, que es el oculto, pero cuando esto sucede se sacrifica la poesía; de manera que cuando quise tenerla el intento es mío, algo bárbaro, sin duda.

[2] Filósofo nacido en el Al-Andaluz en 1135, exiliado en 1160 a los 25 años, vivió hasta los sesenta y nueve años en Egipto. Ejerció la medicina en la corte de Saladino.

[3] Es interesante aclarar que Dante dice aquí «místicos» pero no en el sentido habitual referente a experiencias religiosas, sino en el sentido original de la palabra griega, «mysticós», mustikos= secreto, oculto, «mýstes», musths = iniciado en los misterios, del verbo «myo», muw = cerrar, estar cerrado, cerrar los ojos, callar.

[4] De hecho, hay buenas razones para pensar con Guénon que la Fedeli d’Amore,  a veces designada Fede Santa, filiación templaria laica o secular, era en tiempos de Dante algo que en alguna medida se asemejaba a lo que más tarde se conoció como «Fraternidad de la Rosa-Cruz», si es que esta misma no se originó directamente de ella. Para aclarar un malentendido frecuente aclaremos desde ya que los miembros de la Fede Santa se autodesignaban como Fedeli d’Amore, nombre con el que luego llegó a designarse a la misma Orden. El simbolismo básico era de naturaleza astrosófica, similar por una parte al que los Templarios habían tomado de los cátaros.