La constelación cultural constitucional

A. Mario Molina Guzmán

En anterior artículo concluimos que estamos frente a un momento de excepcionalidad paradojal, en la que el Estado ha producido una situación de peligrosa anomia y consiguiente ausencia de políticas públicas culturales, en contradicción flagrante con su esencialísima función ejecutiva en la administración de la cosa pública.

No resulta sencillo encontrar las razones o causas que expliquen tan prolongado lapso que pasa de una década, en la que todos los gobiernos transcurridos desde 2009, hayan encarado con semejante desdén y desapego la problemática de las culturas. Subrayo problemática porque a estas alturas nos encontramos frente a un verdadero problema. Cabe preguntarnos: ¿este problema tiene filiación ideológica? Al parecer no, es transversal a todo el arcoiris político boliviano. En los programas de gobierno presentados al Tribunal Supremo Electoral en 2018, no existe un solo documento que desmienta este acierto; ningún partido u organización política tiene un atisbo de propuesta de políticas públicas culturales a la luz de los preceptos constitucionales vigentes. Es una constatación: la problemática cultural ha salido del radar del todo el espectro político nacional ¡sin excepción!

Atravesamos un tiempo próximo a una forma extraña de ostracismo, no de una persona sino del problema mismo, sometido a inexplicable silencio y falta de abordaje responsable y meditado de la problemática, cuyo meollo es nada más y nada menos que el ethos plural y múltiple de todo el país; entonces, corresponde a los ciudadanos escudriñar los porqués e intentar respuestas y ojalá propuestas.

El primer escenario es el período previo a la Constitución de 2009. En la Reforma Constitucional de 1994 (15 años antes), se introdujeron las categorías “multiétnica” y “pluricultural” en el primer artículo que corresponde a la caracterización del Estado boliviano. Desde entonces la CPE esboza una ruptura esencial con dos paradigmas que cimentaron el doble binomio: “Estado-Nación” y –derivado de él– “mono cultural”; categorías dominantes en el derecho político y ciencias sociales del siglo XX. No cabe duda que el antecedente social y político directo para la reforma constitucional de 1994 constituye la Marcha por la vida, tierra y territorio de 1990, protagonizada por los pueblos indígenas del oriente boliviano. La épica marcha movilizó y remeció a toda la sociedad boliviana; en 1995 la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG) planteó tempranamente al Estado la convocatoria a una Asamblea Constituyente como una de las demandas centrales; esta maduró y se materializó 12 años después.  

Pese a la trascendental caracterización y asignación de tan complejas categorías en calidad de atributos constitucionales: “Bolivia multiétnica y pluricultural”, la estructura estatal y la gestión gubernamental siguió como antes. Cultura como parte del Ministerio de Educación, entendida como resultante del proceso educativo, conceptualización inserta en la CPE de 1994, Art 7 (Derechos Fundamentales), inc. e) “A recibir instrucción y adquirir cultura”, formulación cuyo antecedente se remonta a la CPE de 1938, (Derechos: Art. 5, inc. f: “De recibir instrucción” y Art. 164: “El Estado fomentará la cultura del pueblo”). En suma, lo culto era lo educado y viceversa; concepto definitivamente obsoleto. (Casi anecdóticamente, la palabra “instrucción”, vigente desde la CPE de 1871, fue sustituida por “educación”, recién con la reforma constitucional de 2002, después de 130 años. ¡Vaya hito!).

El segundo escenario fue la Asamblea Constituyente de 2006-2007. No organizó una comisión específica encargada de organizar y sentar las bases ontológicas de la constelación cultural del nuevo Estado Plurinacional, tarea que sigue pendiente. De las 21 comisiones constituyentes, cinco principalmente (1: Visión de país; 2: Ciudadanía, nacionalidad y nacionalidades; 3: Deberes, derechos y garantías; 4: Organización y estructura del nuevo Estado y 10: Educación e interculturalidad), en forma separada y sin articulación ni sistematización, produjeron la mayoría de las disposiciones relativas a cultura en la acepción antropológica, que constituye el rasgo esencial y diferenciador, de las constituciones precedentes.

Es menester detenernos en la Comisión 10, que estuvo organizada en tres subcomisiones: 1.- Educación escolarizada, alternativa y popular; 2.- Educación superior, ciencia, tecnología e investigación; 3.- Cultura y deportes. Esta composición devela el traslado mecánico de la estructura estatal que se pretendía cambiar, al seno mismo de la Asamblea Constituyente. La Comisión 10 trabajó encorsetada en un miriñaque conceptual dieciochesco, resultado: cultura como apéndice ornamental de la estructura educativa. Este intento de “cambio” fallido, está expresado en los dos informes evacuados, uno por mayoría (oficialismo) y otro por minoría (oposición). Son tan complementarios que los vigentes artículos 77 a 105 de la CPE son una armoniosa combinación de ambos informes.

Contradictoriamente, la comisión que debatió cultura lo hizo casi exclusivamente en los límites del concepto humanístico del término, que es precisamente el ámbito que ha sido rebasado desde fuera de la Comisión 10 y con creces.

Lo señalado explica en gran medida las limitaciones y falencias del Ministerio creado y recreado, más como intención simbólica que como instrumento operativo de la Constitución, hasta ahora. Aún y pese a las circunstancias anotadas, la actual Constitución, que tiene 411 artículos; a lo largo de 4 primeras de las 5 partes en que está dividida, contiene al menos 55 artículos (13,36 %), en cuya formulación está explícitamente inserta la correspondiente variable antropológica de cultura, según la materia que se trate. (Ej.: Art. 1; Arts. 190 y sgts.; Art. 304; Art. 352 párrafo final).

No cabe la menor duda de que la adscripción teórica y conceptual de cultura que está desarrollada en el texto constitucional vigente, corresponde a la vertiente antropológica. Para ilustrar este tema acudimos a la formulación de Marshall Sahlins:   

Cuando no se distingue entre “cultura” en el sentido humanista del término y “cultura” en su acepción antropológica, es decir, el conjunto de rasgos distintivos que caracterizan el modo de vida de un pueblo o de una sociedad, se origina gran confusión, tanto en el discurso académico como en el político. Desde el punto de vista antropológico, la expresión “relación entre cultura y economía” carece de sentido, puesto que la economía forma parte de la cultura de un pueblo… En efecto, la ambigüedad de una expresión semejante constituye el principal escollo ideológico para la Comisión: ¿es la cultura un aspecto o un instrumento del desarrollo, entendido en el sentido de progreso material, o es el objetivo y la finalidad del desarrollo, entendido en el sentido de realización de la vida humana bajo sus múltiples formas y en su totalidad?”.(Unesco, 1997. Nuestra diversidad Creativa).

¿Es el actual Ministerio el órgano rector de todo el entramado cultural de la CPE? ¿Dónde están señaladas sus atribuciones, facultades y/o límites administrativos, con referencia al universo cultural de la CPE? ¿Su actual estructura y organización está diseñada para concluir el proceso inacabado desde la Constituyente? Estamos varados en el umbral de un portal abierto que no se volverá a cerrar; no hacer nada agrava el escenario negativo existente e incrementa exponencialmente la aparición de nuevos problemas.

Asunto de superficies, pues, la literatura

Fernando van de Wyngard

Frente a las ideas asentadas, por fortuna otras ideas se levantan gozosamente de manera casi incesante, salvándonos del enfriamiento cultural y de la entropía psíquica. Ese renovado levantarse, sin embargo, no está nunca dado; es el resultado del trabajo y la creación. Entre aquellas, las ideas que configuran el mundo de las escrituras, de los libros y de sus procesos de publicación (desde lo jurídico, lo visual, lo objetual, lo fabril y lo comercial, hasta lo auténticamente estético, ético, crítico y político) son las que aquí merecen ser abordadas. Hay una idea que puede servirnos de un modo privilegiado: “No existe otra forma de adquirir conocimiento si no es desde el contacto y el intercambio con otro ser (humano o no-humano): el conocimiento siempre es una experiencia común, tanto como el mundo entero y el lenguaje lo son”.

Cultura social del conocimiento, “cultura libre” (por oposición a “privada”) y cultura ‘pirata’, hoy estrechan sus manos. Pirateo, ¿es esa conducta criminal, el robo que despoja a alguien de una posesión de su propiedad, que la industria establecida denuncia?, ¿o es más bien “el acto de liberación y multiplicación” de la inapropiable posibilidad de hacer experiencia (sic) sensorial y afectiva de un texto, que los piratas defienden? Veamos: “el concepto «cultura libre» es una redundancia y el de «cultura privada» un oxímoron.” Esto es lo que suscriben (respondiendo a una entrevista) los creadores de la plataforma digital mexicana Pirateca.com y ha sido algo que hemos introducido a la reflexión en el curso de Teoría Literaria de este año, y no en vano, pues allí intentamos dar cuenta que las nociones de escritura y sobre todo la de ‘valor literario’ han estado siempre imbricadas e íntimamente comprometidas con las llamadas condiciones materiales de la producción de literatura y con sus modos (sean institucionales o no) y sobre todo con sus políticas de circulación. Desconocerlo (desconocer la dimensión material de todos los procesos psíquicos, para poder llamarlos ‘espirituales’) ha sido parte fundamental de la estrategia del idealismo, con cuyos presupuestos nos solemos confrontar día a día, a cada momento donde tanto las construcciones culturales que heredamos como las que generamos se ven capturadas y, por tanto, neutralizadas o desactivadas en su potencia transformadora por la retórica de las cosas eternas y profundas… La señal más clara para detectar esta retórica es la apelación consagratoria e insistente a la noción de “valor”, que es vociferado y gesticulado luego de arrancarlo de cualquier tejido histórico donde encontrara su sentido, su explicación y su posible debate.

El que toda escritura (el conjunto articulado de los signos, en su doble articulación de significado/significante) se constituye como fenómeno, solo es posible en cuanto alcanzamos una determinada superficie de inscripción y podamos ejercer en ella una huella relativamente duradera. Eso es algo que el mundo literario tradicional tiende demasiado a olvidar. “¿Cómo conozco un texto?”, es una pregunta que no solemos hacer. A pesar de, o precisamente por, el hecho de que la pregunta por el ‘conocer’, aquí, se despliega en la fascinante especularidad de lo cognitivo y de lo erótico y táctil, como se utilizaba desde antiguo en su sentido bíblico. Asunto de superficies, pues, la literatura. Pero no de cualquier superficie… Y asunto de la materialización multiplicada de esas superficies trabajadas, su producción y publicación. Incluso, asunto de maquinarias y circulación en donde resuena lo inscrito, las posibles ‘experiencias de uso’ que la lectura ofrece a la organización de lo común. Asunto, finalmente, de agenciamientos modificantes, el acto de escribir y el acto de leer. En todas estas instancias, resuena el poner-en-común algo que, por sobre los sujetos singulares, socialmente importa.

La premisa: “Multiplicar y difundir un texto, expandir sus capacidades afectivas y sensoriales…”, exige hoy replantearnos “toda una estructura de pensamiento”, al interior de la cual nacieron y habitan los conceptos que envuelven y determinan enteramente desde hace hacen un largo rato y todavía a la producción literaria: desde “la oferta y la demanda, la compra y la venta, los modos de producción que conocemos, los bienes y servicios, la industria cultural, los creadores y su obra, el mercado en su conjunto”. Agreguemos nosotros: también el sistema de copyright y los derechos de autor; el aparato legal, el de recaudación y el de fiscalización; la industria editorial y el capital; el discurso mercantil y el discurso crítico; las censuras morales y políticas; la enseñanza y el trabajo conceptual… todos estas dimensiones se encuentran entretejidas y, a su vez, sostenidas por las convicciones teóricas –lo digo firmemente desde mi trabajo en la filosofía– que han sido construidas e implantadas como ‘naturales’ y que han sido convenientemente olvidadas para impedir su examen y transformación.

Nada más lejos de mis posiciones que el apreciar el ensueño como beneficio de lo literario, el mismo que disculpa a los lectores del hacerse cargo de sí y de la parte que le corresponde en la vida común (aunque, tal vez, peor que el ensueño, serían la indicación al confort y el atributo de lo edificante). Nada más caro para mí, por el contrario, que considerar a las obras como un funcionamiento y –como escritor, lector y editor– de allí mi preocupación por el que las ‘dejemos’ funcionar en toda su plenitud. Esto último significa, que puedan operar y realizar su ‘trabajo’ (siempre infinito) en la subjetividad compartida y, entonces, también en la redefinición misma de lo real que extraemos cada vez desde su fondo latente, que sin la mediación de las propias obras no sería posible y que nos condenaría a dejarnos ciegos y expuestos al dominio de los que sí logran redefinir ese real (y administrarlo como un fetiche) en beneficio suyo.

Reina la idea, demasiado generalizada por muchos de nosotros mismos, lectores, escritores, editores y críticos, ante la dificultad de vérnoslas directamente con la pregunta ¿qué hace una obra ‘ser obra’?, de que sería la prueba del tiempo la que decidirá (léase, que impondrá su veredicto en el tribunal de la permanencia y del conformismo) lo que una obra vale (valdrá la que sobreviva), lo que una obra es (será la que se deje explicar por sí misma) y el comportamiento apropiado (nos nacerán ‘naturalmente’, ante ellas, la veneración y la distancia debidas) que a nosotros nos correspondería como lectores tener en relación a su sagrada existencia. De este modo se configura la religión literaria. Y, por cierto, con ello cooperamos en afianzar la concepción estética del “desinterés”. Los que somos plebeyos y profanos, en cambio, restauramos su carácter ‘problemático’ como primera dimensión (abismal) y como primera experiencia del valor (goce). Un valor que, a cada momento, se deja medir respecto al presente de la lectura, a la capacidad de que se intersecten la materialidad de la obra escrita, los cuerpos que confluyen a cada lado y dentro de la misma y a los procesos de producción de subjetividad, que emergen de su espesor y opacidad propios.

Quien pretenda elevar y poner por delante el emblema de la transparencia, tendrá luego que responder por su responsabilidad política… y ya no podrá excusarse (oculto tras el escudo de su ejercicio amateur de la postura crítica) al no asumirse como un activo creador y recreador de la realidad, pues –dirá– “la política la hacen los otros”, seguramente sugiriendo que son los poderosos los que irremediablemente nos mantienen en esta posición desafortunada, subordinada, desencantada y pasiva (¿no será esto otra cara de las “tretas del débil”?). Apuntar y señalar con el dedo la desmesura del otro, suele ser el excesivamente fácil signo cotidiano de la ingenuidad, de la peligrosa adversaria del ejercicio crítico radical.

También, los que somos plebeyos y profanos valoramos de otra manera las obras: por la capacidad de ‘usarlas’ (restituyendo “al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado”, anota Giorgio Agamben). Esto significa que su valor no es absoluto, ni intrínseco ni fijo ni inmóvil, sino que surge dinámicamente de la capacidad de ‘usar’ (no utilitariamente –para más complejidad) la movilización de sentidos que ellas operan, el surgimiento de imaginarios que las cruzan y estremecen, y la contingencia material y significante en que se constituyen como objetos entre los demás objetos, como realidades paradójicas entre las demás realidades, como puertas o portales allí donde no hay nada del otro lado, más que el propio fantasma de nosotros y del mundo con el que tenemos un ajuste de cuentas siempre pendiente. Ser “negligentes” (agrega Agamben) respecto al escrúpulo religioso ante lo que no se (nos) presentaba como “disponible para el libre uso el comercio de los hombres”, antes de este acto de “profanación” que ahora empremos como urgente tarea política del presente. Crear nuevos usos, que sería lo propio del trabajo de lectura (en este caso), solo es posible si en ello desactivamos otro uso anterior, un uso ya envejecido, y lo volvemos, de este modo, inoperante (completa este filósofo). ¿A qué usos nuestros podemos dirigir nuestro acto libertario de creación, en la producción y socialización de literatura en Bolivia, ahora que los tiempos se han detenido y la idea del presente tiende a perpetuarse sin dejarnos esas brechas por las que proyectar las fugas que requerimos?

La amistad

Erika J. Rivera

Hay reflexiones sobre el tema de la amistad desde épocas muy tempranas. El primero en sistematizar la amistad como problema filosófico fue Aristóteles en su Ética a   Nicómaco. Aristóteles señala que los elementos centrales de la amistad son la constancia, la incondicionalidad y la perseverancia en su desarrollo. El goce de la amistad entre iguales (la cualidad esencial de la amistad) consiste concretamente en llevar las cargas que la vida deposita en todos nosotros, siendo el amigo el que contribuye a hacer llevadera la carga del otro mediante un vínculo que brinda seguridad sin segundas intenciones.

Los grandes clásicos nos permiten preguntarnos por el sentido de la amistad y si todavía existe hoy en el siglo XXI, en un mundo competitivo donde todos extienden sus redes de relaciones como parte de la eficiencia y el éxito. En tiempos de pandemia se agudizaron las relaciones virtuales mostrándonos nuevas formas de generar amistades. Aunque todo se transforma, considero pertinente preguntarnos lo siguiente: ¿Estará la amistad reñida con la instrumentalización? En un contexto diplomático e institucional seguramente no, porque todos los tecnócratas más que llegar a un sincero diálogo, luchan contra el tiempo para ampliar sus redes de amistades y contactos. Actitud frívola de quien busca un pequeño éxito y circula en el ambiente con una mirada rauda para deshacerse del interlocutor que no le representa ningún rédito. Pero para un clásico racionalista seguramente sí, porque la amistad representa el ideal de la mayor virtud y la cualidad más elevada en jerarquía ontológica.  

El tratado más conocido sobre la amistad es el breve texto elaborado por Marco Tulio Cicerón en el siglo I a. C., quien reelabora las tesis principales de Aristóteles y de la filosofía estoica. En el contexto boliviano podemos reflexionar sobre esta temática de la mano de Mario Frías Infante a través de su traducción, notas e interpretación en relación con los Evangelios (Cicerón, 2008. La amistad. Traducción directa del latín por Mario Frías Infante, La Paz: GUM). El estilo ciceroniano claro, directo y con una estructura argumentativa, se confronta y se posiciona en contra de los epicúreos y cirenaicos.

Para Cicerón sin virtud no puede haber amistad. Hay mucha distancia con los otros bienes como la riqueza, la salud, el poder, los honores. Los placeres para él están en la proximidad a los animales. La diferencia con la amistad vulgar y mediocre reside en que esta última se deleita y aprovecha. Este autor señala la existencia de individuos que no ejercen la sabiduría ni engendran la amistad verdadera y perfecta, los dos regalos más preciados de los dioses.

Sus reflexiones expresaron lo siguiente: “Es el amor lo que principalmente crea simpatías. Los favores ciertamente muchas veces se reciben de personas que fingen amistad y actúan por oportunismo, pero en la amistad verdadera nada es fingido, nada es simulado; todo es auténtico y sincero”. Para Cicerón la amistad perfecta es el resplandor de la bondad porque nace de la naturaleza más que de la necesidad. Del impulso del corazón afectuoso y no del cálculo de las utilidades.

Un amigo virtuoso no te llevará a cometer crímenes contra la república ni por amor a la amistad te pedirá acciones contra la patria. Hoy podríamos asimilar esta sentencia a la corrupción en nuestro país que entre las redes clientelares conformadas por amigos desfalcan las arcas de nuestro país. Contrariamente a esta actitud hay que tomar como ejemplo a los que alcanzaron un mayor grado de perfección. La amistad debe ir de acuerdo con la razón e implica una responsabilidad. Es propio del espíritu bien formado complacerse ante el bien. Los buenos quieren a los buenos. La naturaleza tiende a lo semejante y lo atrae hacia sí porque la bondad es propia de todo el género humano. Para Cicerón la virtud no es inhumana, ni egoísta, ni soberbia.

Este filósofo profundiza sobre los alcances y los límites de la amistad articulando y oponiéndose a tres criterios comunes hasta ese momento. No considera que se deba amar al amigo como a uno mismo porque muchas veces hacemos por un amigo lo que no haríamos ni para nosotros mismos. También refuta el segundo criterio: muchos definen la amistad como un intercambio equitativo de favores y afectos porque la amistad se reduciría a cálculos. El tercer criterio: la amistad no debería ser que tanto más se debe ser estimado por los amigos cuanto uno es apreciado por uno mismo, porque cuando una persona se siente abatida y sin esperanzas le corresponde al amigo no comportarse como lo harían ellos consigo mismos.

Al final del Imperio Romano, en el siglo IV d. C., vivió el gran teólogo cristiano Aurelio Agustino, más conocido como San Agustín, uno de los Padres de la Iglesia Católica. En sus Confesiones y en sus Epístolas analizó detenidamente el fundamento y las manifestaciones de la amistad, distinguiéndola de otros sentimientos similares como el amor. San Agustín tuvo muchas amistades juveniles, a las cuales guardó siempre un recuerdo positivo. Dijo textualmente: “La amistad es el acuerdo en las cosas divinas y humanas con benevolencia y caridad”. El mérito intelectual de este autor consiste, sin embargo, en haber mostrado que el alma humana es ambivalente. Los anhelos más puros se entremezclan con los propósitos más sucios, así como las motivaciones más nobles se confunden con las segundas intenciones más detestables. San Agustín se adelantó en muchos siglos al psicoanálisis de Sigmund Freud: el gran teólogo fue el primero en la historia universal en postular que el espíritu y la mente humanas tienen varios niveles, de los cuales los inferiores consisten en propensiones irracionales y mayoritariamente inmorales. Las manifestaciones de la amistad no pueden, por lo tanto, quedar al margen de la ambigüedad del alma humana. En lugar de la visión idílica de Cicerón, San Agustín nos muestra que hasta la amistad más pura puede quedar teñida por nuestros deseos más bajos y nuestras ambiciones más torcidas. Lo importante es que una amistad sólida puede sobrevivir a las intenciones perversas que desarrollamos ineludiblemente.

Por todo ello San Agustín postula la tesis de que la verdadera amistad debe tener un trasfondo de convivencia religiosa. La auténtica amistad es la que parte de una base religiosa conformada por la ética de la caridad. Así se podría superar el cimiento pecaminoso de todo el saber humano, que se dirige casi siempre a la obtención del poder sobre los otros. Esa ansia irrestricta de poder coincide con el ansia ilimitada de saber, que es uno de los elementos constituyentes del ser humano, quien en el paraíso desobedeció a Dios por intentar obtener los conocimientos que solo corresponden al Padre Celestial. De acuerdo a San Agustín, la amistad basada en la caridad cristiana puede ayudarnos a reducir nuestro anhelo de saber y poder.

En la época del Renacimiento Michel de Montaigne volvió a analizar esta temática que había caído en desuso por su cercanía a una ética teñida de teología. En la actualidad uno de los textos más leídos es del sacerdote agustino Hans van den Berg, exrector de la Universidad Católica Boliviana. En 2016 publicó su ensayo: De amistades juveniles a una espiritualidad de la amistad: el concepto de amistad en San Agustín, en el que hace un amplio recorrido por toda la historia filosófica de la amistad occidental, llegando a la conclusión de que San Agustín ha sido el estudioso más profundo de esta temática.

Según Hans van den Berg, el gran teólogo comprendió la verdadera esencia de la amistad profunda porque simultáneamente examinó fenómenos cercanos como el amor erótico, la adoración de Dios y la combinación clásica de Eros con Logos, que aparece claramente en la brillante obra de Platón El banquete o el simposio. Aquí es necesario remarcar que San Agustín analizó una paradoja que entristece a todos sus lectores. El santo conoció a una mujer, con la cual construyó un amor perfecto, en el plano erótico, en el ámbito intelectual y en el terreno más difícil: la vida cotidiana. Precisamente la perfección de este amor le impedía a San Agustín amar a Dios completamente y trabajar por su causa. En sus Confesiones, escritas hacia el final de su vida, San Agustín reconoce el dolor imperecedero que le causó la ruptura con su gran amor. Pero esta ruptura era lamentablemente necesaria para que el santo comprenda también los aspectos negativos que están asociados al amor y a la amistad. Sin esta renuncia, San Agustín no habría escrito las Confesiones y la Ciudad de Dios, y así la posteridad no habría conocido estas obras maestras del pensamiento universal. Debemos, por consiguiente, a San Agustín el primer gran análisis del carácter ambivalente de los sentimientos más nobles del ser humano, como la amistad y el amor.

Sabemos que Severino el amigo de San Agustín escribió: “El amor en tanto que amor al bien carece de medida”, cuando trató de sintetizar el pensamiento agustiniano porque la caridad es aquella virtud mediante la cual se ama lo que debe amarse. Implica que el amor no es ciego, sino lúcido, pues abre el alma al Bien y al Ser. Por lo tanto, hablar de la amistad es también reconocer la naturaleza humana diferenciadamente en tanto que hay individuos hipócritas, instrumentales, inconfiables, envidiosos, egoístas, egocéntricos. Así como también existen los caritativos, confiables, sinceros y leales. En libertad uno puede valorar jerárquica y cualitativamente la amistad como la perfección. Como transhumanista, considero que la humanidad no es perfecta. Quizá muy pronto la inteligencia artificial supere esta máxima cualidad que hasta el día de hoy solo se la considera humana.

Poemas de Edwin Guzmán

Edwin Guzmán Ortiz. Poeta, ensayista y crítico (Oruro, 1953) Ha publicado: De/lirios (1985), La trama del viento (1993) y Juegos fatuos (2007).

Bordes del poema

Sé que la poesía me acerca al mal
a la región más densa de la noche
a las máquinas de la infección
sé que bufa y alza su imperio de lívidos mitones
sobre la embriaguez de la comarca

Sin embargo heme aquí
sosteniéndola
haciendo que no caiga tan alto
ni se infle como el vientre del Buda

Sé que la poesía no es el amigo
que quisieron mis padres
la ocupación que deseaba mi mujer
el oficio que me recomendaba el maestro
ni la fe que predican los empleados de lo santo

Pero está ahí
—más bien
Aquí
insidiosa y sacramental
sobándome con su llama
dibujándome unas alas
abriéndome los ojos
limándome la estupidez

El punto

Uno va escribiendo y cavilando, palabra tras palabra, desnudando el horizonte, silabeando las huellas y de pronto brota el punto. ¿Cae o brota­­? Parcamente diciendo, súbitamente conteniendo lo incontenible. Meteorito sobre la página, eclipse pasajero del murmullo. Mas, las palabras lo rebasan y continúa el tráfago de tejer los argumentos, la pegatina de sentidos, el apetito voraz de la escritura. Tangencial a la saliva y al hálito turgente de la noche, amenaza su minucia, su rítmica alusión del parapeto en el camino salvaje de la letra.

Animalmente retinto, trama los topes del decir. Ausente de sí, murmura el no. Y así luce sobre la página aplastado como una mosca en el velo de una novia. Siempre presto para entrar en escena; detrás del telón del alfabeto, del cuento del cuentero o de los espasmos del lírico, el punto pincha. Gota consumada sobre la blanca página donde el acoso de las letras trama un bosque de flores fucsia, de aves que se disuelven y florecen, de nombres lavados por las llamas. Ritma generoso los acordes del jadeo, rige el tráfago de las confluencias, el punto, vaya uno saber qué es pero está, como el sol negro de Lautreamont  iluminando y marcando la marcha del resuello. 

No contesta, no habla, ni definitivamente luce, pero su pequeño cuerpo zumba y se consume en su sombra. Puntos fantasma de Beckett, puntos patibularios de Kafka, el puto punto en la mandrágora de Villon, puntos suspensivos y expansivos, a veces condecorados por los ecos de la otredad, por la máquina del tiempo que arrasa el nosotros en nombre de la vida.

Me tiembla la mano al elegir el punto final del poema.

Me salva el conejo de Alicia cuyo punto es el agujero que me lleva al otro lado del ser: ¿la poesía o la reina de corazones?

Corren hormigas por la boca

Corren hormigas por la boca. Cogen restos de dulce y fibras gnósticas. Mutuamente se saludan y continúan consumando el devenir que las anima. Atraviesan a nado la saliva, vadean la úvula y rozan las antenas por el teclado de los dientes.  No hay enemigas entre ellas, ni siquiera falsos dioses. Tampoco hay circo que les muerda el tiempo y el espacio. En estricta fila vadean la humedad. Limpias y solidarias conocen su camino. Atraviesan la faringe, se descuelgan del esófago. Resuellan atravesando el píloro. Prosiguen en zaga secular por medio de ácidos, entelequias y cilios. 

                       Interminables en la escheriana cinta de Moebius. 

Adviene un vaho de astros, el acoso del jugo conjetural. Arriban al colon, la luz del esfínter las libera de la insoluble oscuridad, con hilachas de alma en las mandíbulas, fragmentos de yo en la saliva, pedazos de sueño y semen verbal sobre el lomo.  En impecables hileras las obreras retornan al hormiguero. Depositan el avío, erectan las antenas. La reina se alimenta.      

Itinerario del silencio

Guarda el silencio
en la boca
un lenguaje nonato,
aves exhaladas por el aire
la plegaria del mudo

En su sed se des-escribe
el mundo
la antigua contemplación
de la noche profunda

Sigiloso disipa
las bullas del tiempo
la rotación del deseo
              en torno a la lengua

Forja el idioma del fervor
traza las coordenadas del asombro
trama
el tajo de la muerte

Como Dios
nada dice
excepto que es                                                                                              

El silencio hace del silencio
su refugio
de la muerte de los hombres
su morada.

Edwin Guzmán es un poeta culto, inteligente y sensible que, a lo largo de sus tres poemarios publicados, ha construido –con voz muy propia– una visión de mundo permeada por una relación íntima con el lenguaje. El suyo es un discurso sugestivo de sólida propuesta lingüística no exento de humor y de tensión lúdica que tampoco rehúye los chispazos de la experimentación fonética o formal. Leerlo es un ejercicio de placer, razonamiento y meditación en el corazón mismo de la poesía, donde sus poemas habitan, con plenos derechos, el universo semántico de la vida. Guzmán es además, qué duda cabe, uno de los poetas más destacados que ha dado Oruro.

El Cuervo, una feliz aventura literaria

Martín Zelaya

“El Cuervo ha logrado trazar una línea que lo sitúa en un lugar excepcional, con un prestigio e imagen bien ganados”, dice, desde Perú, Salvador Luis. “El Cuervo es la mejor editorial de Bolivia”, afirma, contundente, Juan Terranova desde Buenos Aires.

“El Cuervo aparece en la escena boliviana como una bocanada de aire fresco que revitalizó el pulso literario”, piensa el cruceño Maximiliano Barrientos. “Es un emprendimiento editorial digno de elogio en un medio como el nuestro que, más allá del cliché sociológico, se sigue presentando hostil para la práctica y el desarrollo culturales”, concluye Sebastián Antezana.

“Quería armar un proyecto colectivo que fuera parte de mi época, no de mis padres o de mis abuelos, publicando cierta literatura de este momento. Es incierto saber si lo conseguimos: no siempre se puede seguir la velocidad del presente. Sostener es el desafío, porque solo con mucho tiempo se arma un catálogo sólido”, comenta, finalmente, Fernando Barrientos, el gran protagonista de esta historia.

Que Fabián Casas y Patricio Pron, dos de los más destacados escritores argentinos de las generaciones post Piglia, Pauls o Aira, publiquen en un sello nacional no es poco, como tampoco lo es que más de un libro de autor boliviano –Vacaciones permanentes de Liliana Colanzi, por poner un ejemplo– consiga publicarse en el exterior luego de una edición local.

Todo esto lo logró editorial El Cuervo en los últimos años –desde que en mayo de 2008 debutó con Cuadernos de sombra, de Julio Barriga, uno de los grandes poetas bolivianos vivos–, en los que configuró un estupendo catálogo hasta ahora compuesto ya por cerca de medio centenar de libros, entre los que destacan obras como Tierra fresca de su tumba y 98 segundos sin sombra de Giovanna Rivero; Los afectos y Los años invisibles de Rodrigo Hasbún, por hablar solo de autores nacionales, que se hicieron clásicos desde su publicación; pero también títulos de escritores extranjeros como Trucha panza arriba, de Rodrigo Fuentes, o Cuando éramos hombres lobo, de Álvaro Bisama.

“Aunque nuestro primer título es un poemario, luego decidimos no publicar más poesía, por la estructura del mercado, pero también porque nos interesa explorar la narrativa (ficción y no ficción). Nos guiamos por nuestro gusto como lectores, pero no siempre se puede hacer lo que uno quiere y el realismo se impone”, explica Fernando –creador y director de este proyecto– respecto de su línea editorial dividida en cuatro colecciones: Ficción, Crónica, Ensayo y Trazos (arte) y Ch’itis (literatura infantil).

Si de hallar características que hacen diferente a El Cuervo se trata, está el selecto catálogo nacional: a los autores arriba mencionados hay que agregar a Maximiliano Barrientos, Sebastián Antezana, Claudia Peña o el boliviano español Alex Ayala, por ejemplo; la acertada idea de introducir al lector boliviano a lo mejor de la nueva narrativa de países vecinos y, cómo no, la lección de diseño de portadas rubro en el que –hay que decirlo sin reparos– lleva varias cabezas de ventaja a cualquier otra casa editorial del medio, gracias al talento de Leandro Escobar.

Desde la casa

¿Y por qué publicar en El Cuervo? Responden cuatro escritores de la casa. “Fernando es el mejor, más dedicado, atento, educado, trabajador y talentoso editor que tuve. Si por mí fuera publicaría todos mis libros en El Cuervo”, dice Terranova.

Sebastián Antezana: “Yo me animé a publicar con ellos porque el carácter de editorial pequeña e independiente le iba bastante bien a una segunda novela mía (El amor según) que, en muchos sentidos, es también un libro pequeño y algo distante respecto de mi primera novela”. “Ninguna otra editorial boliviana le propone a los lectores un acercamiento tan directo con autores que empiezan a rediseñar la cartografía de la ficción actual en español”, agrega.

Maxi Barrientos: “Como en ninguna otra editorial, en los últimos años en Bolivia se nota que en El Cuervo detrás de cada apuesta hay alguien que intenta ordenar o desordenar el panorama narrativo, hay un DJ”.

 “Cuando empecé a trabajar con El Cuervo, Fernando había publicado unos pocos libros, pero me llamaba mucho la atención el cuidado que les ponía. A mí no me preocupa el tamaño del mercado o las ventas… Lo que sí me interesa es colaborar con gente que me inspira, que se esfuerza y que, claro, aguanta mis locuras. Fernando y yo colaboramos porque transmitimos en la misma frecuencia”, sostiene Salvador Luis.

Finalmente, Edmundo Paz Soldán sostiene que “en muy poco tiempo El Cuervo se ha consolidado como una editorial fundamental de literatura contemporánea, no solo nacional, sino latinoamericana. Su línea es clara: de autores que buscan propuestas estéticas renovadas, que tienen una presencia continental. En ese sentido, que la mayoría sean bolivianos no es tan importante como el hecho de que todos están en diálogo con los autores latinoamericanos del catálogo”.