Una conversación con Diego Mondaca, a propósito de la proyección de su película Chaco (2020) en el Festival de Cine Diablo de Oro de Oruro, permite volver sobre los constantes tópicos y repercusiones de este episodio de la historia, crucial no solo en el pensamiento e identidad, sino en la creatividad y el arte bolivianos.

Martín Zelaya
– Ni usted ni yo somos de aquí, mi capitán. A veces pienso que estamos perdidos.
– Vino a pelear, cabo, no a hacer amigos.
– No hemos disparado una bala en meses.
– Todos hemos terminado en el mismo pozo.
Cuatro líneas del guion de Chaco (2020) encierran toda la película de Diego Mondaca y la explican lo suficiente. La deriva total, la inconsciencia. La soledad en grupo. El aburrimiento de irse muriendo de a poco. La certeza de esa espantosa condena. Son cuatro respuestas, en diálogos o soliloquios, dispersas a lo largo de los 77 minutos de filme. Pero a la vez, cuatro interrogantes que retratan e interpelan el absurdo total.
Algunas críticas severas al primer largometraje de Mondaca –orureño como el que más– observan que “no hay nada nuevo” en relación a los tan mentados temas de reflexión que dejó el Chaco: el absurdo de la guerra, la lucha contra uno mismo, la sed, la locura, la estupidez del hombre… Como si hubiera algo nuevo por descubrir a 90 años de la contienda entre Bolivia y Paraguay. Como si a estas alturas de la historia, de la humanidad, los creadores pudieran aún dar algo que no sea su creatividad y enfoque, aportes indispensables todavía.
A manera de sinopsis
El cabo Liborio es la mano derecha del capitán, un alemán mercenario que conduce un mermado regimiento por un laberinto seco y asfixiante, encerrado en sí mismo.
Casi bastaría decir eso. En este cuadro –es tentador comparar el filme con una pintura– hay dolor, incertidumbre, intrigas, traiciones, pero sobre todo angustia y desesperación.
Pero Chaco, es bastante más. Es un camino interminable hacia la nada. Es una suerte de road movie en la que siempre hay mucho por delante y nunca nada por qué avanzar. Y en esta propuesta creativa, es fundamental la estética diseñada por el director: la cámara sigue o espera de cerca, es parte de la deriva constante.
¿Cómo, por qué y para qué hacer una película sobre la guerra? Mondaca comparte algunas ideas y experiencias en torno a este premiado filme, a propósito de su reciente proyección en Oruro, en el marco del Festival Diablo de Oro.
Cineasta nato y cinéfilo empedernido, queda claro que Diego, su arte, se mueven a partir de imágenes. “Hay unos relatos de Hilda Mundy que me guiaron un montón. Me quedan esas imágenes de las despedidas en Oruro. Las mujeres despidiendo a niños inocentes y eufóricos. Había ternura –dice Mundy– más allá de la compasión ante esa juventud que se iba a la guerra. La cueca Adiós Oruro del alma, si mal no recuerdo, fue compuesta por un soldado que iba a la guerra”.
– El Chaco generó el mayor movimiento temático, reflexivo, crítico, estético… creativo en Bolivia. Sigue en la mente y memoria… ¿hasta cuándo nos perseguirá esta sombra? ¿Hay que huir de ella o convivir en paz?
– Sí permanece y sigue en movimiento. Me parece que se debe a que aún no hemos resuelto el verdadero problema de esa guerra, tanto en su origen y desarrollo como en sus consecuencias.
Los relatos sobre el Chaco sobreviven como objetos salvados de un incendio, debemos recuperarlos de esa situación de riesgo –de una mala o incompleta interpretación– y producir un conocimiento crítico.
No se trata simplemente de remover el pasado. Se trata de que, al producir nuevas miradas, como busca hacerlo la película, nos preguntemos siempre qué clase de contribución al conocimiento histórico es capaz de aportar nuestro trabajo, y si una imagen bien mirada, una imagen en llamas puede desconcertar y después renovar nuestro lenguaje y, por ende, nuestra manera de pensar.
El Chaco nos perseguirá hasta el momento en que se reescriba y analice la historia desde una mirada que no busque victorias ni hitos, sino más bien una reflexión a profundidad sobre los actos de una sociedad que nos arrastra a la guerra como “solución final” con todas sus consecuencias que retumban y se repiten al parecer eternamente.
Quien mira la película ve y siente esas consecuencias desde su presente, nuestro presente, y eso es lo doloroso. Es necesario entenderlo.
– Creo que esta es una frase fundamental del filme: “ni usted ni yo somos de aquí, mi capitán. A veces pienso que estamos perdidos”. ¿Qué reflexiones puedes compartir al respecto?
– Ese es un diálogo que marca el destino de todos en el filme. Liborio, de alguna manera ve más claro ese su destino. Siente en el cuerpo y ante ese paisaje todo un extravío que luego vemos que es colectivo, y que deriva en lo inevitable. Quizás por eso también Liborio se la pasa cargando con la muerte (a Jacinto, su compañero).
Ese extravío también es una metáfora del sinsentido, del miedo que se apodera de ellos, sobre todo el miedo al otro, al que no lleva su uniforme. Y todo esto en un inmenso terreno inhóspito donde solo puedes ser o boliviano o paraguayo. Ahí está la escena del encuentro entre los tres soldados extraviados y la pareja weenhayek.

– Son evidentes algunas razones y necesidades de que varios diálogos estén en aymara y quechua. Pero quisiéramos conocerlas de tu voz.
– Son razones políticas y estéticas. Es poner en el centro a la lengua. Narrar desde quechua y aymara es dar voz a toda una juventud a la que se le negó sistemáticamente elevar su relato de la guerra. Son diomas que hasta el día de hoy son pisoteados, negados y arrinconados, condenados a desaparecer. Lenguas estigmatizadas o instrumentalizadas. Al ponerlas en el centro del conflicto de toda la película denotamos una posición política por defender y valorar el cómo se vivía y nombraba el día a día, las cosas y emociones en el Chaco. Acaso no deberíamos preguntarnos al menos cómo nombraban ese paisaje nuevo en su idioma materno, cómo describían su horror y cómo lo habrán trasmitido al regresar.
Con la película buscamos recuperar el valor de la lengua en nuestra historia y su sonoridad en nuestra memoria. Esos jóvenes soldados también aprendieron en el Chaco (y hasta hoy en el servicio militar) que el castellano es una lengua civilizadora y que está encima de todas las otras. La jerga militar (machista, misógina y profundamente racista) impone que la letra entra con sangre o que gritar es autoridad, por ejemplo. Y estas prácticas violentas son las que los jóvenes van reproduciendo luego en sus casas, en sus vidas.
Y con estético, me refiero a algo esencial y fundamental para la armonía en forma y contenido de la propuesta de la película.
En otro momento de la charla, Mondaca comenta: “la película está dedicada a mi abuelo, que fue un soldado en esa guerra. Y ahora su cuerpo está en Oruro, en el mausoleo de los excombatientes. Hace unos años mi madre quiso recuperar sus restos y llevarlos junto a los de mi abuela a Cochabamba. No se puede. No le dejaron. Los restos de los excombatientes son patrimonio nacional”.
A esto es precisamente a lo que se refiere con la necesidad de dejar de mirar al Chaco con enfoques rancios de patriotismo y heroicidad. “Todo esto de mi abuelo es también parte de la ironía y del absurdo de la guerra que nos siguen persiguiendo, que persiguieron a mi abuelo siempre. La guerra no suelta ni sus huesos”.
Todo lo que sucedió en Bolivia entre 2019 y 2020, cuando corría la post producción de la cinta, no hace sino reafirmar esta suerte de leyenda o maldición: el camino del Chaco no se acaba aún. La sombra sigue su acecho. “Era muy loco terminar de editar Chaco al mismo tiempo que nos matábamos en las calles, al mismo tiempo que estallaba un negacionismo brutal. La estrenamos en 2020, en medio de un país rasgado y adolorido. Un país que se repite”.
“No te olvides que Chaco es un espejo sin tiempo en donde, tarde o temprano, terminamos reflejados”, culmina Diego, ya en una conversa personal, a modo de ultimar detalles para el trabajo de estos textos.
El triunfo de la imaginación

Sostiene Diego Mondaca: “al Chaco y a la guerra los hemos tenido que imaginar. De la imaginación (sin nacionalismos, patriotismos o condescendencias) sale la peli. Es mi idea del horror. Una ficción que está en la mesa familiar de muchos de nosotros. Desde ahí hay que verla, conversarla; desde la imaginación de un horror pasado cuya materialidad permanece hoy. Es un poco nuestra shoah”.
La imaginación, concepto clave. No es para nadie novedad que el Chaco es la principal y mayor convergencia temática en expresiones artísticas y culturales en Bolivia. Y que, antes todo, sus razones, contextos y efectos son categorías de análisis y pensamiento histórico, político y sociológico. A pesar de la profusión de escritos, cantos, dramas y expresiones plásticas, son pocas las alusiones que eluden el patrioterismo y patetismo: la oda reivindicativa del derrotado. Estas pocas excepciones son, precisamente, las que sobresalen.
En el capítulo “El arco de la modernidad” de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia (PIEB, 2002), Blanca Wiethüchter señala: “el vaciamiento de sentidos que practica Hilda Mundy en Pirotecnia (1936), o el dialogismo frívolo de Rodolfo el descreído (1939) de David Villazón, novela en la que el autor se burla explícitamente desde las notas al pie de página del narrador, constituyen las rupturas que imaginan un mundo en ruinas”. En el mismo texto, continúa: “esa vanguardia quedó ignorada en nuestra historia literaria y mutilada en su impulso por el boom de la Guerra del Chaco, el que otorgó el triunfo, en desmedro de las experimentaciones vanguardistas, a los productores del sentido ‘fondista’”.
Sin querer menoscabar a estos “triunfadores fondistas” (nadie va a poner en duda el valor y calidad de El pozo del Chueco Céspedes o Aluvión de fuego de Oscar Cerruto, por ejemplo), recién en los últimos años se propició la salida a luz de estas obras tan irreverentes como fundamentales sobre el Chaco, que menciona la autora de Asistir al tiempo. Y todo gracias a las reediciones cuidadas y acertadamente prologadas de La Mariposa Mundial. Podríamos agregar una tercera: Chaco, de Luis Toro Ramallo, que forma parte de la Biblioteca Plurinacional editada en 2014 por el Ministerio de Culturas, una colección de ocho libros esenciales de la primera mitad del siglo XX, injusta e inexplicablemente olvidados.
La referida edición de Chaco, viene prologada por Wilmer Urrelo, quien en una de sus reflexiones parecería dialogar con Wiethüchter: “creo que todo esto, tomarse la guerra con esa supuesta superficialidad, hizo que la obra de Villazón fuera condenada al olvido con muchísima intención: es más fácil no prestarle atención a un libro que jode a una generación a atacarlo, pues eso lo haría crecer más”.
Pero incidamos un poco más. En una nota a propósito de la publicación de Rodolfo el descreído, Rodolfo Ortiz, director de La Mariposa Mundial, escribe: “la Guerra del Chaco resuena aquí a través de una estética de la insubstancialidad en la cual la novela abiertamente se reconoce, y no solamente ella, sino fundamentalmente una segunda, la novela de un tal Jorge Santa Cruz (ganador del Premio Gordo de Lotería) que se entrevera dentro de la propia novela de David S. Villazón para narrar con precisión los ‘sucesos’ acaecidos alrededor del, digamos, ‘gran suceso’ llamado Guerra del Chaco”.
Además de historia y testimonio, el Chaco fue vivencia, renovación y parteaguas. Cómo no seguir, entonces, provocando miradas. Además de las letras, entonces, está la música: los nunca del todo bien ponderados boleros de caballería. Y está la imagen. Mondaca lo dice mejor “…y están también esas imágenes y sonidos del Chaco que nunca vimos. Ese horror que, si bien fue relatado en la literatura, pocas veces pasó al cine”.
Bolero de caballería: banda sonora de guerras y muertes
¿A quién no se le eriza la piel al escuchar Terremoto de Sipe Sipe? A Diego Mondaca le pasó cuando la oyó por primera vez de niño. Y se le escapó más de un lagrimón ya de adolescente cuando esas notas despidieron a su abuelo excombatiente.
Cuenta Diego: “el estudio de Jenny Cárdenas (Historia de los boleros de caballería) es potente y muy valioso. Fue muy importante para entender los caminos del bolero de caballería. Vital. Pero también está la “conceptualización del bolero” más allá de un contexto que lo fue transformando y resignificando hasta hoy. En eso don Alberto Villalpando fue fundamental: ¿cómo entender la musicalidad del bolero de caballería?
Al explicar la investigación que desembocó en la publicación de su texto en 2015, Jenny Cárdenas cuenta –en un antiguo diálogo justo a propósito de ese lanzamiento– que estos boleros surgieron en el siglo XIX y que siempre estuvieron indisolublemente ligados a las bandas del Ejército: “la Guerra del Chaco es, entonces, el escenario más propicio –por decirlo de alguna manera– para que ancle, se enraíce en el alma, en la memoria de toda la gente que asistió, como actor directo, o como familia o sociedad en que ocurría esa guerra. Y de allí, siguió acompañando toda confrontación social, inclusive si no había muertos, para significar que estaba sucediendo un hecho de violencia política”.
Entre la conceptualización del bolero de caballería y su innegable ligazón con la guerra y, sobre todo, con la muerte, también está algo que subyace claramente: es una inigualable y poco valorada expresión cultural boliviana, una referencia identitaria de la historia de este país.
Así lo refiere Juan Pablo Piñeiro en su breve texto “La música del umbral”, publicado en 2015 precisamente a raíz del trabajo de Cárdenas: “no es necesario ser un músico eximio para entender enseguida, cuando uno escucha un bolero de caballería, de que se trata de un género musical boliviano, de un género que ha brotado en nuestras tierras. El hilado musical es inconfundible y salta al oído de cualquiera que escuche estas tonadas. El compás andino tejido con la melancolía del metal, une lo magnífico y lo triste como si uniera la vida y la muerte”. Así, la banda sonora de Chaco no omite, claro está, los boleros de caballería, que dialogan y cargan de emotividad un par de escenas de por sí potentes…: la marcha de los desharrapados soldados… esa deriva insustancial, esa espera sin esperanza.
