“Familiar”: una mirada indiscreta a la familia boliviana

Mario S. Portugal Ramírez

Al igual que muchas personas nacidas en Bolivia, tuve la suerte de crecer dentro de una extensa familia, esparcida en al menos siete de los nueve departamentos de nuestro territorio e incluso en algunos países latinoamericanos y europeos. Como es de esperar, la familia continúa creciendo, lo que complica mantenerse al día sobre lo que ocurre con la parentela. Así, es muy usual que cada cierto tiempo me entere de las correrías de algún tío del que jamás había escuchado antes o de la visita de alguna prima nacida en el extranjero que no habla una palabra de castellano. A esto debo sumar que, de cuando en cuando, mi núcleo familiar “adopta” nuevos miembros, es decir, algunas amistades cercanas, a pesar de o tener ningún lazo sanguíneo, son incorporados de facto en la familia, simplemente porque se nos insiste en que los llamemos “tíos” o “primos”. De esta forma, tratar de dar sentido a las ya pesadas ramas de mi árbol genealógico familiar es, a estas alturas, una tarea ardua.

En cierta forma, el conocido refrán “la familia es lo primero” resume cuan relevante ha sido para mi vida la red familiar, de la cual se asegura que, de una u otra forma, siempre estará ahí para respaldarme cuando más lo necesite. No obstante, a través de los años, con el inevitable tránsito a la madurez, fui entendiendo las luces y sombras de la dinámica familiar. Al fin y al cabo, cada miembro de una familia es, como se dice coloquialmente, un “mundo aparte” con contradicciones que a veces preferimos enmascarar bajo aquella idealización de la familia.

Es por ello que la lectura de “Familiar” (2019, Editorial 3600), novela del escritor Christian Jiménez Kanahuaty, no hizo sino que retornase sobre aquellas incoherencias tan características de mi familia como de mí mismo. Y es que en las páginas de “Familiar” somos arrojados sin miramientos al interior de cualquier familia boliviana, la tuya o la mía, cuya aparente armonía exterior solo esconde podredumbre, como si se tratase de un fruto agusanado que por fuera finge lozanía.

La novela nos presenta, en primera instancia, a Eduardo, personaje que a pesar de su temprana introducción no es el protagonista principal de la obra. Eduardo es en sí una excusa para que el autor nos sumerja en la dinámica familiar, la de los primos, los tíos y la madre de Eduardo, de quienes presenciaremos sombríos secretos, dudas existenciales, así como situaciones irresolutas que los atormentan. El autor trabaja con precisión de relojero a cada personaje hasta tornarnos en testigos, a veces incluso cómplices, de sus historias individuales. En tal sentido, “Familiar” nos permitiría incluso leer a cada personaje por separado, aunque esa no es para nada la intención de Jiménez, quien, a medida que progresa la novela, nos guiará hacia una convergencia donde se estructurará el protagonista colectivo de la obra, la familia, el mismo que no debe reducirse a sus componentes.

Eduardo inicia su travesía personal tras descubrir un diario que escribió años antes, hecho que con el pasar de las páginas lo ligará al drama familiar. El uso que hago de la palabra “travesía” no es casual, puesto que pronto descubriremos que tanto Eduardo, como los otros protagonistas, se percatarán que una visita a la represa de Corani los conduce hacia encrucijadas en sus vidas que los alejarán, quizás para siempre, de la dinámica familiar. Los tíos de Eduardo, por un lado, se hallan en crisis particulares cuya resolución solo admite dos soluciones que afectarán al status quo familiar: prolongar el embuste o sincerarse, sabiendo de antemano que esta decisión resquebrajará los cimientos de la familia. Por otro lado, los primos, Fabricio, Roberto y Vieko, y el propio Eduardo, se hallan en aquella zona grisácea que es el madurar, el convertirse en un adulto que deberá tomar decisiones y hacerse responsable de sus consecuencias. Mención especial merece la madre de Eduardo, a quién el autor -muy hábilmente- decidió alejar del clásico rol de madre abnegada, para introducirnos en una maternidad con más dudas que certezas. Sobre otros personajes, como el padre de Eduardo, nos enteramos con referencias puntuales a lo largo del texto, aunque lo narrado es más que suficiente para comprender cómo se ensamblan en el complejo rompecabezas familiar.

Algo a destacar de “Familiar” es el magnifico uso de diferentes voces narrativas, incluso el a menudo complicado narrador en segunda persona o autodiegético, el mismo que es utilizado principalmente para profundizar en la psicología de Eduardo. De esta manera, Jiménez consigue presentarnos una novela dinámica, donde la narración progresa, por efectos de las ya mencionadas combinaciones de voces narrativas, de forma diligente y enérgica, logrando así que el interés del lector no decaiga en ningún momento. Así, la trama, contada en ocasiones por los protagonistas y en otras por un narrador omnisciente, se despliega de tal forma que muy temprano en la novela comprenderemos cuán intrincados están los personajes en el drama familiar.

Christian Jiménez nos presenta así una novela que, a mi juicio, tiene varios méritos a destacar. En primer lugar, a nivel literario, goza de una prosa cuidada y precisa que captura con relativa facilidad el interés de los lectores. Además, “Familiar” transgrede con facilidad lo literario para constituirse en una mirada sociológica a la familia boliviana del siglo XXI, víctima de las inevitables transformaciones provocadas por la denominada modernidad tardía. Por último, otro mérito de la obra es que trasladará al lector a situaciones tan familiares -valga la redundancia- que seguramente evocaremos escenarios por las que transcurrió nuestra propia vida dentro de las complejas redes familiares.

Viajar no es morir un poco

Texto leído en la presentación del libro de Carlos Decker-Molina editado por 3600.

Daniela Murialdo

Antes de comentar este libro recién nacido, quiero alardear de ser la groupie virtual más antigua –y por ello más fiel– de Carlos Decker-Molina. Lo persigo desde el semanario Pulso y desde ahí intento siempre pisar sus pasos. Puedo presumir, además, de haber logrado lo que pocos fans, una amistad transoceánica que se alimenta de sinceros mensajes y auténticos likes.

Al leer el prólogo escrito por Ken Benson me vino una imagen del autor que ya retenía mi cabeza. Pero fue hasta que terminé el libro –una composición de mosaicos–, que reafirmé ese retrato que tengo de él: un antropólogo con espíritu trashumante que, usando instrumentos como el periodismo o la literatura, nos describe rigurosa, aunque desordenadamente, las manifestaciones de sus ya a estas alturas múltiples culturas.

A la vez que indefinible, este libro atesora interesantes ensayos, entretenidas crónicas, relatos que podrían ser novelas cortas y versos que no pretenden ser poesía. Y para coronar su versatilidad, entrega a sus lectores sedientos, recetas como la del cóctel deckeriano: una medida de Aperol, la misma cantidad de jugo de naranja y otra de agua tónica. Si gustan, pueden ir a preparase uno y yo los espero aquí con el mío.

Por momentos, cuando leía el libro, sentí hablar a mi padre chileno o mi padrastro boliviano. Fugar de un golpe de Estado para caer en otro era, en los 70, un modo común de migración. Los viajeros, como Carlos o mi papá, adoptaban exilios y rasgos comunes. Santiago, Ciudad de México, Buenos Aires. Desarraigos, torturas, orfandades, huidas. Nada de esto le fue ajeno a nuestro escritor que terminó recalando en una Suecia tan gélida y solitaria como educada, segura y quizás más feliz.

Carlos no es John Lennon, ni el Che Guevara (no busca reflectores ni glorias impostadas). Carlos es más bien un Forrest Gump sentado en una banca de la vía pública, relatando sus vivencias a quienes como él, esperamos el bus que nos lleve a nuestros destinos. Y ustedes, como yo, querrán que su bus no aparezca hasta terminar de escuchar lo que el escritor tiene para contarnos.

El libro se divide en tres partes que no guardan equilibrio ni responden a ninguna cronología. La primera es un conjunto de ensayos sociológicos, como aquel trazado a partir de un personaje que llega con una carga histórica de frustración, que solo los latinoamericanos somos capaces de soportar. Sebastián Pérez Condori supone la síntesis de “dos malos vecinos metidos dentro de un mismo pellejo”. Y es el hilo que permitirá al autor de Viajar no es morir un poco (editorial 3600) pasearse por el París de las concentraciones comunistas, en las que Pérez Condori –un revolucionario huido de la dictadura de Banzer– deja de ser quechua o aymara para convertirse tan solo en un camarada. Y en el Chile de Pinochet donde los militares torturaron a Sebastián por rojo comunista y boliviano enemigo de Chile (como a los demás bolivianos, entre los que estaba nuestro autor), pero a quien además laceraron “por ser un indio de mierda”.

Y es que Decker-Molina destapa una forma más de racismo que no necesariamente está en nuestro radar. Nos plantea, por ejemplo, la dificultad de quienes participaban de conflictos revolucionarios (habituados a analizar la sociedad a través de las clases) para clasificar a compañeros como Sebastián Pérez Condori, al que no reconocían como igual, pese a compartir ideología. Pero quien “se las arreglaba mejor en el exilio” en tanto conseguía trabajo más rápido, pues “siempre se necesita un jornalero y no un periodista”.

Carlos retrata como pocos el alma nacional. Lo hace con libertad, despojado de prejuicios. Nos habla, por ejemplo, de ese carácter forjado para lo corporativo, lo comunitario. Ese que está presto a la disciplina partidista. Es que el boliviano pareciera estar siempre más dispuesto a la sumisión. De ahí que, como lo sugiere el libro, sea más sencillo reclutarlo. Aun así, Decker-Molina encuentra semejanzas con otro de sus protagonistas –en principio antagónico–. Tanto su personaje boliviano como el sueco, se mueven en la soledad y el silencio. Solo que “Sebastián habla poco por temor al error. Sven, el sueco, habla poco porque no tienen con quien”.

Carlos cierra su capítulo sobre lo boliviano y nos lanza (como palomitas de maíz), pequeños ensayos sobre etnicidad, religión, violencia, cultura, etc. Mientras nos abre la lonchera en la que conserva los libros que acumuló en sus refugios en Bolivia, Chile, Francia, Argentina o Suecia, que aún le sirven de alimento. Aunque algunos –presumo– solo como tentempié.

La segunda parte del libro es una consagración de la mini-no-ficción. Carlos se vuelca a la danza del fuego, al que ofrenda sus pensamientos envueltos en servilletas o papelitos ajados, que regresan a él purificados y se instalan nuevamente en su cabeza. El autor recuerda en voz alta episodios de su vida, o los de otros que han llamado su atención; reflexiones o conjeturas filosóficas; descubrimientos idiomáticos; encuentros con el arte y la literatura.    

Se detiene, por ejemplo, en el libro El ruido del tiempo, de Julian Barnes, que trata de las contrariedades vitales del compositor y pianista Dmitri Shostakóvich, quien termina colaborando con los comisarios políticos del régimen comunista para no ser una víctima más de las pavorosas purgas dirigidas por Stalin. Salta a Madame Bovary para mostrarnos su gesto de desagrado con la censura que sufrieron en su momento la novela y su autor. (Un tribunal penal juzgó a Flaubert por haber “descrito escenas que ofendían a la moral pública y la moral religiosa”). Sucede que esos tribunales decimonónicos encuentran en la actualidad su parangón en el MeToo o en la corriente que promueve la cultura de la cancelación y que no son bien vistos por Carlos.

Decker-Molina es un crítico del feminismo extremo que, dice, “llena su voz y acento de furia y odio hacia los hombres”. Uno de esos machos que se sienten odiados es él mismo, quien luego de ponerle punto final a ese capítulo, debe detener las teclas e irse a la cocina pues le toca preparar la cena…

Al hablar de Sostiene Pereira, la novela de Antonio Tabucchi ambientada en Lisboa en plena dictadura salazarista, Carlos vuelve a dibujarnos un mapa de idiosincrasias (es que tiene nomás una habilidad para reflejar las particularidades humanas y detectar las antípodas en las que se sitúan las ideas y los sentimientos). Cuenta que le recomendó la obra a un colega suyo sueco al que, confesó luego, no le había gustado, pues “la historia de un periodista con posición política no es historia, porque los periodistas no deben tener posición política”. Carlos alerta que ese colega sueco ha vivido toda su vida en democracia, que claramente no es la experiencia suya. Y es que, para alguien como él, que se ha (mal)nutrido de las dictaduras latinoamericanas, ese libro no puede ser sino, una joya de la literatura.

El capítulo más fascinante es el de los hoteles. La estadía de nuestro escritor en Honduras a pocas habitaciones de los comandantes de la contra y los agentes “yanquis”, rodeados de prostitutas; el dictado de reportajes a Jorge Lanata desde el cuarto de un hotel en Buenos Aires; o su noche en la misma cama de un hotel en Marruecos en la que había dormido Henry Kissinger se convierten en cuentos de cuya verosimilitud quisiéramos dudar, pero no podemos.

El tercer fragmento ocupa un espacio muy pequeño. Carlos se guarda para sí lo más preciado: la familia, con sus fracturas, sus lazos y sus distanciamientos. Nos regala unos relatos con tono poético pero que no quieren ser poemas. Y opta a ratos por una belleza descriptiva poco coloquial. Como cuando narra su propio nacimiento: “tendida en un camastro de hospital público, lanzó un grito, sentí el río de sangre que nos inundó y me convertí en su estirpe”.

Pero son las cartas a sus padres las que más calan. No hay en ellas residuos de cursilería ni excesos emocionales y, sin embargo, están cargadas de amor. Pero no uno de esos que no se permiten reclamos (conscientes o inconscientes). Sino uno de esos que aun sabiendo de alguna bisagra oxidada en la relación, la siguen añorando. Y “Ella”, su compañera, la “conductora del tren” que no ha soltado el volante. Ella que ha visto con paciencia a Carlos subir y bajar de los distintos vagones. Que ha acompañado al “trotamundos perseguidor de información; que ha sido enviado en ocasiones a hurgar basureros”; que ha tenido que huir. Y sobre todo, que siempre ha querido volver.

Conocí personalmente al escritor rumano Mircea  Cartarescu, uno de los autores preferidos de Decker-Molina. El escritor rumano exuda sabiduría. Una que le han dado muchos años de búsqueda, luchas, desapegos, inestabilidad política, carencias, viajes, variadas lecturas, afectos y humildad. Carlos me recuerda a Cartarescu. Este Carlos que ya ha redactado su epitafio: “Aquí yace el futuro escritor”. 

Después de leer su libro convendrán conmigo en que aún es muy pronto para hablar de ello. Las letras de Carlos Decker-Molina son tan vitales como su espíritu. En todo caso, yo ensayaría para él otra leyenda: “Aquí yace el periodista y escritor, mientras bebe un Aperol y gesticula una mueca de satisfacción”.  

¡Salud!

La realidad tiene la culpa

Una lectura del reciente libro de cuentos con el que la escritora paceña Magela Baudoin llegó a ser finalista del premio Ribera del Duero.

Martín Zelaya

Nos detendremos en cinco de los 10 cuentos de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Plural, 2021) de Magela Baudoin.

 “Solo vuelo en tu caída”, que abre el libro, es el pantallazo de un momento crucial en la vida de una familia acomodada de La Paz: el shock por la muerte violenta del hijo menor. Es un ejercicio de memoria y nostalgia anticipadas: la conciencia del dolor que espera. Es la terrible constatación de cómo la fatalidad puede a la larga asumirse, pero nunca dejarse atrás: el peso de nuestras pérdidas y tragedias –no queda otra– se va camuflando poco a poco en la cotidianidad.

“Pero en la exageración se cocinaban las leyendas. En la exageración, el don de la memoria. (…) La realidad es vulgar, la mierda realidad tiene la culpa”. (23-24)

Luego viene el relato que da título al libro “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Una mujer huye de la guerra en Siria para encontrar otro rostro de la barbarie y el sufrimiento en Tailandia: la salvaje domesticación de elefantes.

Puestos a hilar fino, la tragedia del mundo, de la humanidad, es omnipresente. Uno puede acostumbrarse a convivir con la muerte de otros hasta casi dejar de percibir la catástrofe de la guerra. De pronto, una experiencia naturalizada para cierta parte del mundo, hace tomar consciencia de que los seres humanos somos especialistas en provocar diversas formas de dolor y angustia no solo a los de su especie, sino a todo ser que tiene la desgracia de cruzarse en su camino. ¿Acaso somos incapaces de perdurar si no es a partir de la destrucción de lo que nos rodea? Esta es una reflexión sobre la degradación del hombre como especie.

“Este mapa dérmico es el testimonio del hombre en la Tierra, dice la mujer en voz baja. Cada cicatriz hecha con saña, cada mutilación, cada quemadura…Tu cuerpo, un pedazo de tierra al sol, añade”. (51)

Saltamos hasta “Mujer fumando en la playa”, en el que una anciana cuenta sus últimos momentos de lucidez. La terrible ráfaga de consciencia y certeza antes del borrón. El momento límite entre estar, aferrarse a la luz, la vida, lo racional e irse para siempre de uno mismo.

¿Es el alzhéimer a fin de cuentas y dentro de su monstruosidad, una antesala anestésica de la muerte? ¿Una posibilidad de “volver” a ráfagas? No deja, de todas maneras, de ser terrible la idea de percatarte que te estás apagando y que poco a poco dejarás de saber, entender, ser.

“…los gritos no caben en el cuerpo, empujan a rodillazos el pecho y terminan saliéndose por el pico”. (64)

“¿Qué vas a hacer ahora, madre?”. Una familia disfuncional: madre drogadicta y promiscua; hijo psicópata, hijo normal, hijo autista. Un crimen violento. La extrema naturalización de la muerte.

El más inverosímil horror normalizado. En cualquier casa de cualquier vecino, puede pasar lo inimaginable.

“Cerré los ojos y pude verlo en la plenitud de su propia carne convertida en hoguera, envuelto en su plumaje rojo, amarillo, púrpura, emergiendo de las llamas, libre y eterno”. (114)

“Ajayu” el último cuento –en la cima junto con el primero– narra la historia de Alicia, una joven en estado catatónico tras el accidente en el que mueren sus papás. La cuida su abuela, la “gringa”, hasta que llega Flora –una campesina, su nana de la infancia– a rescatar su alma extraviada en la tragedia.

El choque-unión de culturas-conocimientos-ciencias. El amor antes que los prejuicios. El encuentro –mal llamado mestizaje– permanente y total que es Bolivia. La fusión que unos pocos –los más poderosos– quieren separar. Creyentes o escépticos, hay algo evidente: las culturas, las cosmovisiones perviven, sirven, se respetan: dar con piedra al corazón, tomar agua de piedra, llamar al ajayu.

“No hay semilla que no se invente un modo para alejarse de su madre. Las plantas no son como los animales, frágiles, que necesitan crecer chupando teta. Las semillas que caen al pie del árbol se pierden. Por eso se inventan formas de escaparse de la sombra, unas vuelan con el viento, a otras los pajaritos se las tragan y las devuelven luego lejos. (121)

Este libro trata sobre encuentros y desencuentros. Sobre las relaciones, dinámicas y dialécticas que nos constituyen y que, engarzadas, conforman este todo tan complejo que somos como individuos, primero, y como colectividad, por consiguiente. ¿Y acaso no hace esto la literatura per se? Sí y no. Pero Baudoin escudriña a diversos niveles no siempre tomados en cuenta: aísla e interpreta, como pocos, los momentos que conforman el todo, que generalmente se pierden en la inmensidad de los logros y fracasos, pero que son a la hora del balance, la esencia. Baudoin repara en los intersticios de cada uno de los momentos cuya suma hacen vidas y muertes. Y lo hace con picos muy notables, encabezados, en este libro, por “Ajayu”.

Seis películas cortas sobre Santa Cruz

Los fantasmas del sábado (Editorial 3600), de Adhemar Manjón, es una colección de cuentos o una novela breve, como el lector lo prefiera.

Martín Zelaya

Santa Cruz de noche. Santa Cruz de fin de semana. Calor, alcohol y ebulliciones varias. Seis historias independientes pero encadenadas; seis historias que, aunque no tienen en común más que algún encuentro o mención fortuitos, son cada una un capítulo de la misma novela. Sobra decir que el destino de sus protagonistas alcanza momentos definitivos en la misma tarde-noche-madrugada.

Los fantasmas del sábado (Editorial 3600, 2021) de Adhemar Manjón, es uno de esos libros que de verdad se disfrutan de un sentón un sábado por la tarde (y mejor si es con un par de cervezas y haciendo hora para salir a bolichear).

1
El oficinista con un matrimonio en crisis que es asaltado justo cuando, en la epifanía propiciada por las cervezas, se arrepiente de todo y promete cambiar.

2
El mecánico soso que presencia un asesinato y por fin logra cargarse a una mina.

3
El eterno perdedor que no tiene amigos ni chica y que, en las pausas de los vídeos porno, sufre imaginando cómo de bien la pasa el resto.

4
El delincuente juvenil que está seguro de que todo le saldrá bien por siempre, hasta que cambia su suerte.

5
El adolescente que no puede creer su suerte la noche en que pierde su virginidad.

6
La puta marginal y adicta que presencia dos muertes en la misma mañana.

El alcohol, la violencia y el frenético ritmo de la urbe articulan este sumario de beautiful losers. Ameno, lleno de humor y bien narrado –salvo algunos deslices– este compendio de cuentos / novela breve es la consolidación de la propuesta refrescante –y aún perfectible– que Manjón demostró ya en su debut, Génesis 4:12 (Perra Gráfica, 2016).

1
“Uno de los guardias de seguridad abre la puerta, el otro sujeta con fuerza a Ricardo. El que abrió la puerta aprovecha que Ricardo está dominado para buscar en su pantalón la billetera y sacarle plata”. (13)

2
“Es un caluroso y húmedo mediodía de sábado. Goyo está en la fila de la gente que quiere comprar un pollo de “Pollos a la broaster Angelitos”. (33)

3
“Ronny está acostado en su cama. Con los ojos cerrados, se aguanta las ganas de llorar, se pone una almohada en la cara y grita, grita con todas sus ganas, afloja su rabia, su desesperación, y llora”. (49)

4
“La moto manejada por Ibra avanza a toda velocidad por la ciudad, se mete por varias calles, rebasa micros y otros vehículos. Atrás de él está Maicol, bregando para no caerse e intentando acomodarse el arma –aún caliente, todavía humeante– en la cintura del pantalón”. (59)

5
“Carola, Mirko y Beto van corriendo por la calle Aroma y se paran en el cruce con la calle Bolívar. Estaban en un pequeño bar cerca de Los Pozos y se salieron para ver qué pasaba por el centro antes de ir a la casa de Mirko. Carola está un poco acelerada por el alcohol y no deja de reír”. (73)

6
“Las ganas de orinar despiertan a María, se soba el bajo vientre. Le da flojera levantarse, pero no le queda otra que hacerlo o terminará mojando la cama. En ese cuartito que funciona como su dormitorio, su comedor, su sala se mezclan el olor de ungüentos con el de sudor, humedad y cigarros”. (87)

Cada frase es la inicial de cada uno de los cuentos / capítulos. Manjón deja claro desde el principio no solo qué va a contar, sino el tono, el registro. El desarrollo y el cierre dan la talla.

PD. No desentona en ningún momento con la atmósfera de Los fantasmas del sábado, arriesgar un guiño (un link) con el episodio 22 películas cortas sobre Springfield de la temporada 7 de Los Simpson.

Conventillos del siglo XXI

A propósito de El rehén (Dum Dum, 2021), de Gabriel Mamani.

Martín Zelaya

Un adolescente cuenta el día a día de su familia tras la separación de sus padres: cómo su papá queda devastado y subsiste apenas a la humillación y soledad, y cómo su mamá –todo lo contrario– se libera, crece y emprende el oficio (casi insólito para una mujer) de minibusera.

“Mamá chofer, mamá abandono. Su minibús es de color naranja. La vez que lo registró en el sindicato, el presidente le dijo que las papayas gigantes no eran aptas para transportar gente”. (21)

La idea está clara desde el inicio: contar una historia en tono desenfadado, cómico, irónico, y explotar al máximo los matices de la idiosincrasia paceña. En ese afán, el autor cae en lugares comunes sabiendo que lo hace –apuesta arriesgada que no siempre  sale bien.

“La libertad tiene este soundtrack. Cumbia noventera, nada de este siglo. El amor y el dolor, la vida real pasó hace tiempo (…) Todo minibús viaja a la cumbia o escapa de ella: de ahí sus tatuajes”. (11)

“…mis padres se dijeron tantas cosas: todo lo que el rencor y la costumbre y la soledad les habían hecho callar durante años: la verdad estallando en un cristal sucio”. (18)

“Nuestras miradas se comunicaron con un grito silencioso para todos menos para ambos”. (63)

Es consciente de que abusa del recurso fácil de aunar todos los tópicos y guiños clásicos del habla informal y casual en el occidente boliviano; intenta adrede escribir como escribirían sus protagonistas.

“La cerveza es sabia”. (12) “La puteada contrastó con el merengue que pasaban por la radio: noches de fantasía, borracho cabrón, son las que viví con ella, puta carajo…”. (18)

Como ocurre con las típicas bromas o fanfarronadas de los adolescentes en busca del festejo y la risotada de sus amigos, El rehén (Dum Dum, 2021) busca cautivar al lector a partir del ingenio y la desinhibición, como lo hacen también muchos en las redes sociales con tuits y posteos ocurrentes y de doble sentido. Tanto en uno como en otro caso, el gran dilema es en qué momento parar antes de perder la originalidad y en lugar de divertir, cansar.

Terminemos de resumir la trama. Para vengarse de la ex y además resarcirse de las burlas y chismes de sus compañeros de laburo (también minibuseros), el padre decide fingir el secuestro de sus dos hijos a quienes confina en una casa compartida de ladera, escenario ideal para reproducir una y otra vez las anécdotas típicas de conventillo.

La nouvelle de Gabriel Mamani agarra y llama a terminar la lectura de un tirón –son solo 98 páginas estiradas por un tipo de letra grande–, gracias al tema disparador de la trama, a la construcción de personajes y a la voz narradora del protagonista. Es una historia paceña de conventillo; pero de conventillo de siglo XXI, con cumbia, fast food y videojuegos, en lugar de marginalidad, alcohol y correteos políticos, tan comunes en textos de los 60, 70 y 80.

Al final, se impone una pregunta nada infrecuente en la literatura nacional: ¿qué pasaba si se trabajaba mejor y por más tiempo el texto? (En este caso en particular, se extiende en parte la interrogante a los encargados del cuidado de edición). ¿Qué pasaba si se lo encaraba con calma, sin apuros por publicar y dejando que el borrador final duerma un poco el sueño de los justos? Editar y corregir las veces que sea necesario, es el pendiente de muchos.

Gabriel Mamani tiene una voz y oficio que lo destacan entre otros de su generación. El rehén vale para ir apuntalándose (valdría mucho más una segunda edición revisada y corregida; la idea no es nada mala), pero la apuesta le salió mucho mejor en Seúl-Sao Paulo (Editorial 3600, 2019), resuelta con mayor tino y espontaneidad. Con la misma tónica en lenguaje y similares recursos narrativos, en esa obra que le valió el Premio Nacional de Novela 2019 cuenta la rutina de una familia popular del occidente boliviano y sus idas y vueltas migratorias en Brasil.

¿Por qué tentar a la suerte dos veces? Una fórmula repetida, generalmente va al pierde a la segunda.

Un diario instantáneo de la pandemia

Apuntes en torno a Allá afuera hay monstruos (Nuevo Milenio, 2021) de Edmundo Paz Soldán

Martín Zelaya

En su más reciente novela, Allá afuera hay monstruos (Nuevo Milenio, 2021), Edmundo Paz Soldán mantiene una premisa que ya es común en la mayor parte de su obra reciente: un realismo relativo: tiempo y espacio indefinidos y sucesos al borde de lo fantástico e irreal, cuando no sumergidos de plano.

Todo arrancó con Iris (Alfaguara, 2014), novela en la que el autor crea un universo propio en un futuro mediato y con varios personajes y situaciones que se suceden y entrelazan y llevan a un par de grandes cuestiones fundamentales, una de corte social colectivo y otra más en el plano individual existencial. Primero: ¿hacia dónde vamos con la hipertecnologización, la sobreexplotación de los recursos naturales y humanos, y la liberalización política y económica que parecen apuntar a la irremediable certeza de que cada vez más el mundo será para los pocos superpoderosos en desmedro de los muchos intrascendentes? Y por otro lado: ¿qué será del ser humano cuando la despersonalización –a la que, por cierto, incita la tecnocracia llevada a extremos– desemboque en un momento en el que tanto la tradición, la cultura, como la religión, la ideología, los valores y hasta los instintivos lazos de relacionamiento sentimental y social queden en el olvido?

En Los días de la peste (Malpaso, 2017), se pasa de lo fantástico a ese realismo relativo que mencionábamos: puede ser real, verosímil, salvo uno que otro detalle alucinado. Se trata, esta anterior novela, de una honda reflexión sobre la fe y la religión, sobre su rol capital en el desarrollo histórico de la humanidad (¿la involución en la evolución?), y, por lógica interrelación, de un alegato contra la sociedad signada por la corrupción, la violencia y la marginalidad. Separado, ora por completo, ora no del todo, del universo plasmado en Iris y en Las visiones (Páginas de Espuma, 2016, cuentos que siguen la estela iridiana), Paz Soldán recala en una ambientación incierta (Los Confines, provincia recóndita de un país latinoamericano indeterminado) y en un aparente futuro mediato lo que, de la mano de una devastadora epidemia que trasciende toda la trama, connota un cierto cariz apocalíptico.

Más cerca de Los Confines que de Iris está La Estrella, de Allá afuera hay monstruos; pero las búsquedas e inquietudes –las premisas, decíamos– son las mismas en toda la que hasta ahora es una suerte de pentalogía (no olvidemos Las visiones y La vía del futuro [Páginas de Espuma, 2021], que aún no pudimos revisar): reconstruir (intuir) el futuro aparente con las pistas que va dejando nuestra sociedad repleta de fanatismos políticos, tecnológicos, religiosos y morales.

El bicho –ahora sí apuntemos plenamente a Allá afuera…–, una letal pandemia, toma La Estrella, ámbito indeterminado, en un tiempo indeterminado. La distopía, entonces, tan explorada por escritores y escritoras latinoamericanos en el último par de lustros marca el signo de este breve libro. El bicho –decíamos– toma La Estrella, ciudad combativa cuyos habitantes siempre se sintieron diferentes al resto de sus compatriotas.

“Ya no sabíamos qué hacer, lo ideal era vivir flotando sin tocar el mundo, porque el mundo ya no era nuestro, sino del bicho”. (25)

El presidente nunca quiso cuarentena y se negó a toda costa a afectar la economía. Hay muertos abandonados en las calles, miseria, violencia y paranoia. Una guerrilla encabezada por Acosta, una feroz rebelde toma la ciudad y ordena un confinamiento total que frena la enfermedad, pero condena al hambre. En este contexto, la verdadera guerra se da en las redes sociales, a través de memes y fake news, a cuál más burdos, pero suficientes para encandilar y manipular. (¿Les suena conocido?).

La niña que narra todo en primera persona, solo sueña con volver a jugar fútbol y salvar a las mascotas abandonadas. En el ínterin, ve cómo su madre enfermera simpatiza con Acosta y cómo su hermano, un niño especial, se deja cautivar por la propaganda de Carrasco, el presidente que gobierna con mano de hierro todo el país, menos La Estrella.

En este maremagno, se impone la muerte; y en el sinsentido llevado al extremo, por no quedar más, se vislumbra la esperanza.

“Por las noches mis muertos me visitaban. Dejaba abierta la ventana para que ingresaran en la sombra y se dejaran ver con la luna; sus cuerpos se alargaban, querían parecer fantasmas de cuentos para niños miedosos. No les tenía miedo. Me estremecía y quería dar todo de mí para recordarlos por siempre”. (135)

Son demasiados guiños a la actualidad mundial y al contexto boliviano. ¿Por qué escribir tan rápido sobre la pandemia que aún no superamos? Con la habitual solvencia técnica de Paz Soldán, a momentos asistimos a un collage que parecería armado con recortes de noticias, crónicas y versiones de Twitter y Facebook de los últimos años; con retratos de Trump, Evo y los líderes conservadores cruceños. (¿Ya vieron Don’t look up, la última de Di Caprio?)

La vida es un pestañeo

Una lectura de la novela De esta noche no te marchas (Editorial 3600) de Rosario Barahona.

Martín Zelaya

La vida es un pestañeo. A veces uno o dos sucesos, una decisión, osadía o cobardía lo definen todo, o al menos mucho. En un abrir y cerrar de ojos nos sorprenderemos en bata y pantuflas, canosos y malhumorados, recordando algo –o todo– y cayendo en cuenta, demasiado tarde, que casi no asistimos al paso del tiempo por nosotros (a través nuestro).

«Qué culpa tiene ella de tu soroche del alma, de tu pasado, de tus indecisiones, de tus culpas, de tus amarguras y de todas tus huevadas». (61)

«No has podido olvidarla hasta ahora, porque ella produjo en ti el soroche que pesa como un hijo nonato, como una bala de plomo sobre tu pobre alma». (95)

«Aunque cerrados, los ojos de Montecristo miraban la noche absoluta en un momento eterno, para marcharse jamás». (195)

De esta noche no te marchas (Editorial 3600) de Rosario Barahona es una novela sobre un hombre, Montecristo, sobre una vida y su decurso, que no sobre la historia política boliviana como podría aparentar. Otra cosa es que el devenir de Montecristo tenga un punto de inflexión en los turbulentos años de las dictaduras militares bolivianas del siglo XX. Este es un marco, un escenario, como también lo son Sopocachi (el actual y el de los 70), el Madidi del destierro… ese nuevo infierno verde para los revolucionarios confinados y sus pobres soldados custodios.

Montecristo a fines de os 60 e inicios de los 70; su militancia, su captura, prisión y exilio. Montecristo, al borde de la ancianidad, en el presente. Sus triunfos y fracasos, sus eternas dudas y arrepentimientos. La premisa de que nunca es demasiado tarde.

Una estructura ágil, esquemática, hace muy llevadera la novela de Barahona: brevísimos capítulos intercalados de tres momentos de la vida del protagonista: el presente (fines de 2019) en el que una periodista lo entrevista sobre su captura y exilio; aquellos días nefastos del golpe de Estado de 1971; y el pasado inmediato (inicios de 2019), para dar contexto.

Una de cal y una de arena. Barahona sale incólume del siempre arriesgado uso de la segunda persona para narrar una ficción. En un estilo puntilloso y algo acartonado se cuenta la trama en la que sobreabundan referencias, detalles y datos que no vienen a cuento y más bien aparentan un artificial intento por matizar momentos históricos, características culturales y antropológicas de la sociedad e incluso potencialidades turístico sociológicas de La Paz.

Es, sin embargo, una novela diferente, arduamente trabajada –se nota– y que bien vale la pena leer.