Los fantasmas del sábado (Editorial 3600), de Adhemar Manjón, es una colección de cuentos o una novela breve, como el lector lo prefiera.
Martín Zelaya
Santa Cruz de noche. Santa Cruz de fin de semana. Calor, alcohol y ebulliciones varias. Seis historias independientes pero encadenadas; seis historias que, aunque no tienen en común más que algún encuentro o mención fortuitos, son cada una un capítulo de la misma novela. Sobra decir que el destino de sus protagonistas alcanza momentos definitivos en la misma tarde-noche-madrugada.
Los fantasmas del sábado (Editorial 3600, 2021) de Adhemar Manjón, es uno de esos libros que de verdad se disfrutan de un sentón un sábado por la tarde (y mejor si es con un par de cervezas y haciendo hora para salir a bolichear).
1 El oficinista con un matrimonio en crisis que es asaltado justo cuando, en la epifanía propiciada por las cervezas, se arrepiente de todo y promete cambiar.
2 El mecánico soso que presencia un asesinato y por fin logra cargarse a una mina.
3 El eterno perdedor que no tiene amigos ni chica y que, en las pausas de los vídeos porno, sufre imaginando cómo de bien la pasa el resto.
4 El delincuente juvenil que está seguro de que todo le saldrá bien por siempre, hasta que cambia su suerte.
5 El adolescente que no puede creer su suerte la noche en que pierde su virginidad.
6 La puta marginal y adicta que presencia dos muertes en la misma mañana.
El alcohol, la violencia y el frenético ritmo de la urbe articulan este sumario de beautiful losers. Ameno, lleno de humor y bien narrado –salvo algunos deslices– este compendio de cuentos / novela breve es la consolidación de la propuesta refrescante –y aún perfectible– que Manjón demostró ya en su debut, Génesis 4:12 (Perra Gráfica, 2016).
1 “Uno de los guardias de seguridad abre la puerta, el otro sujeta con fuerza a Ricardo. El que abrió la puerta aprovecha que Ricardo está dominado para buscar en su pantalón la billetera y sacarle plata”. (13)
2 “Es un caluroso y húmedo mediodía de sábado. Goyo está en la fila de la gente que quiere comprar un pollo de “Pollos a la broaster Angelitos”. (33)
3 “Ronny está acostado en su cama. Con los ojos cerrados, se aguanta las ganas de llorar, se pone una almohada en la cara y grita, grita con todas sus ganas, afloja su rabia, su desesperación, y llora”. (49)
4 “La moto manejada por Ibra avanza a toda velocidad por la ciudad, se mete por varias calles, rebasa micros y otros vehículos. Atrás de él está Maicol, bregando para no caerse e intentando acomodarse el arma –aún caliente, todavía humeante– en la cintura del pantalón”. (59)
5 “Carola, Mirko y Beto van corriendo por la calle Aroma y se paran en el cruce con la calle Bolívar. Estaban en un pequeño bar cerca de Los Pozos y se salieron para ver qué pasaba por el centro antes de ir a la casa de Mirko. Carola está un poco acelerada por el alcohol y no deja de reír”. (73)
6 “Las ganas de orinar despiertan a María, se soba el bajo vientre. Le da flojera levantarse, pero no le queda otra que hacerlo o terminará mojando la cama. En ese cuartito que funciona como su dormitorio, su comedor, su sala se mezclan el olor de ungüentos con el de sudor, humedad y cigarros”. (87)
Cada frase es la inicial de cada uno de los cuentos / capítulos. Manjón deja claro desde el principio no solo qué va a contar, sino el tono, el registro. El desarrollo y el cierre dan la talla.
PD. No desentona en ningún momento con la atmósfera de Los fantasmas del sábado, arriesgar un guiño (un link) con el episodio 22 películas cortas sobre Springfield de la temporada 7 de Los Simpson.
A propósito de El rehén (Dum Dum, 2021), de Gabriel Mamani.
Martín Zelaya
Un adolescente cuenta el día a día de su familia tras la separación de sus padres: cómo su papá queda devastado y subsiste apenas a la humillación y soledad, y cómo su mamá –todo lo contrario– se libera, crece y emprende el oficio (casi insólito para una mujer) de minibusera.
“Mamá chofer, mamá abandono. Su minibús es de color naranja. La vez que lo registró en el sindicato, el presidente le dijo que las papayas gigantes no eran aptas para transportar gente”. (21)
La idea está clara desde el inicio: contar una historia en tono desenfadado, cómico, irónico, y explotar al máximo los matices de la idiosincrasia paceña. En ese afán, el autor cae en lugares comunes sabiendo que lo hace –apuesta arriesgada que no siempre sale bien.
“La libertad tiene este soundtrack. Cumbia noventera, nada de este siglo. El amor y el dolor, la vida real pasó hace tiempo (…) Todo minibús viaja a la cumbia o escapa de ella: de ahí sus tatuajes”. (11)
“…mis padres se dijeron tantas cosas: todo lo que el rencor y la costumbre y la soledad les habían hecho callar durante años: la verdad estallando en un cristal sucio”. (18)
“Nuestras miradas se comunicaron con un grito silencioso para todos menos para ambos”. (63)
Es consciente de que abusa del recurso fácil de aunar todos los tópicos y guiños clásicos del habla informal y casual en el occidente boliviano; intenta adrede escribir como escribirían sus protagonistas.
“La cerveza es sabia”. (12) “La puteada contrastó con el merengue que pasaban por la radio: noches de fantasía, borracho cabrón, son las que viví con ella, puta carajo…”. (18)
Como ocurre con las típicas bromas o fanfarronadas de los adolescentes en busca del festejo y la risotada de sus amigos, El rehén (Dum Dum, 2021) busca cautivar al lector a partir del ingenio y la desinhibición, como lo hacen también muchos en las redes sociales con tuits y posteos ocurrentes y de doble sentido. Tanto en uno como en otro caso, el gran dilema es en qué momento parar antes de perder la originalidad y en lugar de divertir, cansar.
Terminemos de resumir la trama. Para vengarse de la ex y además resarcirse de las burlas y chismes de sus compañeros de laburo (también minibuseros), el padre decide fingir el secuestro de sus dos hijos a quienes confina en una casa compartida de ladera, escenario ideal para reproducir una y otra vez las anécdotas típicas de conventillo.
La nouvelle de Gabriel Mamani agarra y llama a terminar la lectura de un tirón –son solo 98 páginas estiradas por un tipo de letra grande–, gracias al tema disparador de la trama, a la construcción de personajes y a la voz narradora del protagonista. Es una historia paceña de conventillo; pero de conventillo de siglo XXI, con cumbia, fast food y videojuegos, en lugar de marginalidad, alcohol y correteos políticos, tan comunes en textos de los 60, 70 y 80.
Al final, se impone una pregunta nada infrecuente en la literatura nacional: ¿qué pasaba si se trabajaba mejor y por más tiempo el texto? (En este caso en particular, se extiende en parte la interrogante a los encargados del cuidado de edición). ¿Qué pasaba si se lo encaraba con calma, sin apuros por publicar y dejando que el borrador final duerma un poco el sueño de los justos? Editar y corregir las veces que sea necesario, es el pendiente de muchos.
Gabriel Mamani tiene una voz y oficio que lo destacan entre otros de su generación. El rehén vale para ir apuntalándose (valdría mucho más una segunda edición revisada y corregida; la idea no es nada mala), pero la apuesta le salió mucho mejor en Seúl-Sao Paulo (Editorial 3600, 2019), resuelta con mayor tino y espontaneidad. Con la misma tónica en lenguaje y similares recursos narrativos, en esa obra que le valió el Premio Nacional de Novela 2019 cuenta la rutina de una familia popular del occidente boliviano y sus idas y vueltas migratorias en Brasil.
¿Por qué tentar a la suerte dos veces? Una fórmula repetida, generalmente va al pierde a la segunda.
Apuntes en torno a Allá afuera hay monstruos (Nuevo Milenio, 2021) de Edmundo Paz Soldán
Martín Zelaya
En su más reciente novela, Allá afuera hay monstruos (Nuevo Milenio, 2021), Edmundo Paz Soldán mantiene una premisa que ya es común en la mayor parte de su obra reciente: un realismo relativo: tiempo y espacio indefinidos y sucesos al borde de lo fantástico e irreal, cuando no sumergidos de plano.
Todo arrancó con Iris (Alfaguara, 2014), novela en la que el autor crea un universo propio en un futuro mediato y con varios personajes y situaciones que se suceden y entrelazan y llevan a un par de grandes cuestiones fundamentales, una de corte social colectivo y otra más en el plano individual existencial. Primero: ¿hacia dónde vamos con la hipertecnologización, la sobreexplotación de los recursos naturales y humanos, y la liberalización política y económica que parecen apuntar a la irremediable certeza de que cada vez más el mundo será para los pocos superpoderosos en desmedro de los muchos intrascendentes? Y por otro lado: ¿qué será del ser humano cuando la despersonalización –a la que, por cierto, incita la tecnocracia llevada a extremos– desemboque en un momento en el que tanto la tradición, la cultura, como la religión, la ideología, los valores y hasta los instintivos lazos de relacionamiento sentimental y social queden en el olvido?
En Los días de la peste (Malpaso, 2017), se pasa de lo fantástico a ese realismo relativo que mencionábamos: puede ser real, verosímil, salvo uno que otro detalle alucinado. Se trata, esta anterior novela, de una honda reflexión sobre la fe y la religión, sobre su rol capital en el desarrollo histórico de la humanidad (¿la involución en la evolución?), y, por lógica interrelación, de un alegato contra la sociedad signada por la corrupción, la violencia y la marginalidad. Separado, ora por completo, ora no del todo, del universo plasmado en Iris y en Las visiones (Páginas de Espuma, 2016, cuentos que siguen la estela iridiana), Paz Soldán recala en una ambientación incierta (Los Confines, provincia recóndita de un país latinoamericano indeterminado) y en un aparente futuro mediato lo que, de la mano de una devastadora epidemia que trasciende toda la trama, connota un cierto cariz apocalíptico.
Más cerca de Los Confines que de Iris está La Estrella, de Allá afuera hay monstruos; pero las búsquedas e inquietudes –las premisas, decíamos– son las mismas en toda la que hasta ahora es una suerte de pentalogía (no olvidemos Las visiones y La vía del futuro [Páginas de Espuma, 2021], que aún no pudimos revisar): reconstruir (intuir) el futuro aparente con las pistas que va dejando nuestra sociedad repleta de fanatismos políticos, tecnológicos, religiosos y morales.
El bicho –ahora sí apuntemos plenamente a Allá afuera…–, una letal pandemia, toma La Estrella, ámbito indeterminado, en un tiempo indeterminado. La distopía, entonces, tan explorada por escritores y escritoras latinoamericanos en el último par de lustros marca el signo de este breve libro. El bicho –decíamos– toma La Estrella, ciudad combativa cuyos habitantes siempre se sintieron diferentes al resto de sus compatriotas.
“Ya no sabíamos qué hacer, lo ideal era vivir flotando sin tocar el mundo, porque el mundo ya no era nuestro, sino del bicho”. (25)
El presidente nunca quiso cuarentena y se negó a toda costa a afectar la economía. Hay muertos abandonados en las calles, miseria, violencia y paranoia. Una guerrilla encabezada por Acosta, una feroz rebelde toma la ciudad y ordena un confinamiento total que frena la enfermedad, pero condena al hambre. En este contexto, la verdadera guerra se da en las redes sociales, a través de memes y fake news, a cuál más burdos, pero suficientes para encandilar y manipular. (¿Les suena conocido?).
La niña que narra todo en primera persona, solo sueña con volver a jugar fútbol y salvar a las mascotas abandonadas. En el ínterin, ve cómo su madre enfermera simpatiza con Acosta y cómo su hermano, un niño especial, se deja cautivar por la propaganda de Carrasco, el presidente que gobierna con mano de hierro todo el país, menos La Estrella.
En este maremagno, se impone la muerte; y en el sinsentido llevado al extremo, por no quedar más, se vislumbra la esperanza.
“Por las noches mis muertos me visitaban. Dejaba abierta la ventana para que ingresaran en la sombra y se dejaran ver con la luna; sus cuerpos se alargaban, querían parecer fantasmas de cuentos para niños miedosos. No les tenía miedo. Me estremecía y quería dar todo de mí para recordarlos por siempre”. (135)
Son demasiados guiños a la actualidad mundial y al contexto boliviano. ¿Por qué escribir tan rápido sobre la pandemia que aún no superamos? Con la habitual solvencia técnica de Paz Soldán, a momentos asistimos a un collage que parecería armado con recortes de noticias, crónicas y versiones de Twitter y Facebook de los últimos años; con retratos de Trump, Evo y los líderes conservadores cruceños. (¿Ya vieron Don’t look up, la última de Di Caprio?)
Una lectura de la novela De esta noche no te marchas (Editorial 3600) de Rosario Barahona.
Martín Zelaya
La vida es un pestañeo. A veces uno o dos sucesos, una decisión, osadía o cobardía lo definen todo, o al menos mucho. En un abrir y cerrar de ojos nos sorprenderemos en bata y pantuflas, canosos y malhumorados, recordando algo –o todo– y cayendo en cuenta, demasiado tarde, que casi no asistimos al paso del tiempo por nosotros (a través nuestro).
«Qué culpa tiene ella de tu soroche del alma, de tu pasado, de tus indecisiones, de tus culpas, de tus amarguras y de todas tus huevadas». (61)
«No has podido olvidarla hasta ahora, porque ella produjo en ti el soroche que pesa como un hijo nonato, como una bala de plomo sobre tu pobre alma». (95)
«Aunque cerrados, los ojos de Montecristo miraban la noche absoluta en un momento eterno, para marcharse jamás». (195)
De esta noche no te marchas (Editorial 3600) de Rosario Barahona es una novela sobre un hombre, Montecristo, sobre una vida y su decurso, que no sobre la historia política boliviana como podría aparentar. Otra cosa es que el devenir de Montecristo tenga un punto de inflexión en los turbulentos años de las dictaduras militares bolivianas del siglo XX. Este es un marco, un escenario, como también lo son Sopocachi (el actual y el de los 70), el Madidi del destierro… ese nuevo infierno verde para los revolucionarios confinados y sus pobres soldados custodios.
Montecristo a fines de os 60 e inicios de los 70; su militancia, su captura, prisión y exilio. Montecristo, al borde de la ancianidad, en el presente. Sus triunfos y fracasos, sus eternas dudas y arrepentimientos. La premisa de que nunca es demasiado tarde.
Una estructura ágil, esquemática, hace muy llevadera la novela de Barahona: brevísimos capítulos intercalados de tres momentos de la vida del protagonista: el presente (fines de 2019) en el que una periodista lo entrevista sobre su captura y exilio; aquellos días nefastos del golpe de Estado de 1971; y el pasado inmediato (inicios de 2019), para dar contexto.
Una de cal y una de arena. Barahona sale incólume del siempre arriesgado uso de la segunda persona para narrar una ficción. En un estilo puntilloso y algo acartonado se cuenta la trama en la que sobreabundan referencias, detalles y datos que no vienen a cuento y más bien aparentan un artificial intento por matizar momentos históricos, características culturales y antropológicas de la sociedad e incluso potencialidades turístico sociológicas de La Paz.
Es, sin embargo, una novela diferente, arduamente trabajada –se nota– y que bien vale la pena leer.
Reseña de Miles de ojos (El Cuervo, 2021), de Maximiliano Barrientos.
Martín Zelaya
…los colores parecían provenir de un sueño donde no había nada humano, donde caballos corrían en la orilla de un río, donde la vegetación emergía de carcasas de autos y de fuselajes de aviones, donde los cráneos de millones de niños configuraban un paisaje tan impersonal como una montaña de desperdicios químicos o una catarata de aguas cristalinas. (204)
Miles de ojos, Maximiliano Barrientos
I
Santa Cruz en una realidad alterna. La civilización que conocemos no existe más y en el desgobierno dominan los más fuertes. Los autos y los repuestos son la posesión más preciada. La violencia es parte del cotidiano. La muerte, solo un paso más.
Si Miles de ojos (El Cuervo, 2021) fuera una película –y bien que podría ser una de esas joyas tarantineanas del cine B– el anterior párrafo podría ser la presentación, voz en off, de su tráiler.
Sigue la voz en off: Él creció abrumado por la muerte de su madre y antes de perder también a su padre supo de su voz el secreto de un “tesoro enterrado”. Ahora huye por las carreteras, esquivando y matando a sus perseguidores.
Pero no es una película –aunque, como toda novela de Maximiliano Barrientos, deja numerosas imágenes memorables–, sino una sólida novela que se enriquece con recursos narrativos propios del weird fiction.
El tesoro, se sabe casi de inmediato, es un Plymouth Road Runner y sus repuestos. Inmerso en una confusa realidad, memorias mezcladas con sueños, “él” recorre caminos protegiendo su legado y en busca del árbol sagrado.
La deriva de la humanidad trascendida en la violencia. Esta premisa impregna la tercera novela de Barrientos. Tanto el diseño argumental como el escenario –la realidad interna de la obra– giran en torno a las búsquedas o fracasos individuales y colectivos. Sigue, por donde se mire, la reflexión y exploración de su anterior novela, En el cuerpo una voz (El Cuervo, 2017); ambas están inmersas en una atmósfera distópica, pero a diferencia de aquella en la que por muy disparatados e insólitos, los sucesos son eventualmente posibles, en Miles de ojos todo transcurre en un plano de fantasía. Si la realidad en esa obra anterior era de “revolución” y catástrofe, política y civilizatoria, ahora el autor propone un universo ficcional en el que se impone el culto a la velocidad: el vértigo y el paroxismo como catalizadores de poder y de libertad, a corto plazo; como única fórmula de trascender más allá del espacio-tiempo, a la larga.
«Ya no sabía dónde terminaba el sueño y dónde comenzaba la vigilia, la línea divisoria se rompió y el espacio no era otra cosa que una prolongación de los paisajes de su mente (…) La velocidad corrió por sus venas y sus huesos, el aliento de ese dios terrible habitó su mandíbula, sus ojos». (46-47)
II
Santa Cruz en los 90. Todo parece normal. Un colegial metalero y su familia clasemediera tipo: obsesionada con subir de escalafón social. Una pincelada de la Santa Cruz logiera y racista como telón de fondo de una subtrama que desemboca en el origen y, por lo tanto, colofón –para nosotros, lectores– de la trama general. Los elegidos o predestinados, las hibridaciones carne-máquina, la locura extremista y ciega de la fe religiosa.
La gente se enfrenta a su condición, según puede. Con una adicción a la intensidad, al ritmo frenético –en los autos, en el rock metal, en la vida misma: “El ruido no se iba de la nuca, estaba allí, latiendo. Recorría la médula, permitía que nos reconociéramos en el cuerpo”. (59) Pero otros, ante la imposibilidad de mejorar o perpetuar estas sensaciones-emociones, no ven más salida que elevarlas a la categoría espiritual: hacer un culto, una religión y vivir vicariamente, alucinando y profesando las ficciones que fabulan.
Viajes a través de los sueños. Heridas, cicatrices que impulsan la memoria y el raciocinio. Estigmas que posibiliten la experiencia vicaria, el contacto a través y más allá del espacio/tiempo, a través y más allá de la vida y la muerte, si acaso no son lo mismo.
«Sostuve mis mandíbulas, dolían, dolerían en los próximos diez días, pero ese dolor iría desapareciendo, sería absorbido por la carne. Era lo hermoso de las cicatrices, no solo servían como un recordatorio del acto sino también como una evidencia de que no importaba la vejación, el cuerpo se las arreglaba para persistir». (66)
Mantiene Maximiliano Barrientos su estilo conciso, preciso… elegante como dice Mariana Enriquez en la contraportada. Como también detecta la argentina, sigue con las referencias y obsesiones de siempre en cuanto a la construcción de personajes y escenas, y digo escenas y no pasajes o momentos o tramas o diálogos, porque otro de los sellos personales del autor es su prosa cinematográfica; uno cree ver lo que lee, uno se descubre imaginando una recreación visual de lo que se narra, uno cede la tentación de imaginarse la película basada en la novela.
III
Santa Cruz en un futuro lejano y post apocalíptico (dentro, claro está, de la realidad ficcional presentada). Sobreviven pocas tribus nómadas que se mueven en caravanas de autos y motos, huyendo de hordas de saqueadores. Siguen adorando a “El Sueño”, deidad cuyo origen luego entendemos. Se contactan con los muertos vía sueños y experiencias religiosas, vía alcohol y rituales.
Una adolescente hija del líder muerto de una de las tribus sale con el corazón de su padre en un frasco a ofrendarlo al árbol-auto, cuya existencia es apenas algo más que un mito. Mientras sortea todo tipo de calamidades hasta llegar a lo que fue Santa Cruz de la Sierra, poco a poco entiende que lejos de ser una deidad individualizable, representable en iconos o presencias, El Sueño es una terrible omnipresencia.
«El sueño desapareció, nos dejó solos hace mucho tiempo (…) Se borró. Se convirtió en una historia. Algo que usamos para saber quiénes somos, la transmitimos de generación en generación». (192)
«Alguna vez el mundo fue procesado por esas rugosidades, convertido en información, en un lugar, en sonidos, en olores y en misterio». (197-198)
Hace ya varios años y varios libros, Barrientos explora y reflexiona sobre la violencia y la corporalidad: el mejor escape, catarsis sea en coyunturas normales o extremas es la violencia: corporal y emocional, individual y colectiva, consciente o inconsciente; no así los coches, la velocidad o la bebida –que siempre están presentes más bien como canalizadores.
En Nuestra parte de noche, premiada novela de Mariana Enriquez, se lee:
«Las mujeres médium son mucho más poderosas. Tienen el poder de convocar donde sea, solamente deben encontrar las condiciones de concentración propias o debe dárselas el ritual. Los hombres no. Los hombres dependemos de Lugares de Poder. No son pocos. Algunos médiums sencillamente se chocan con ellos, otros aprenden a encontrarlos. Yo sé encontrarlos…».
Hay un mundo de distancia entre Miles de ojos y la obra de la argentina, acaso una de las primeras lectoras –entusiastas–, de esta novela de Barrientos; pero también hay notables puntos de encuentro. Tanto en una como en otra –y esto marca una tendencia que caracteriza a la narrativa latinoamericana del último lustro– los sobrenatural-fantástico cuaja con naturalidad en el entorno interno de las tramas y, de rebote, propician en el lector, una asombrosamente calma aceptación de lo (im)posible
El llamo blanco (La Mariposa Mundial, 2021), de Jesús Urzagasti, tiene muchos motivos para encaramarse como el mejor libro de narrativa publicado en Bolivia durante este año que se va.
Martín Zelaya
Jesús Urzagasti escuchó todo lo que escribió. En lo más profundo de sí mismo una voz, un impulso –su voz, su impronta– fueron configurando poco a poco su obra. Por eso varias de sus novelas fueron diseñadas, pensadas, conminadas para un número equis de cuartillas, ni más ni menos.
El llamo blanco siguió esta estela, pero a la vez la trascendió. Desde sus tempranos 19 años hasta sus maduros 37, los cuatro volúmenes le salieron poco a poco, de lo más hondo. Se quedaron medio siglo –poco más, poco menos– en un anaquel de su casa, pero su destino ya estaba escrito.
Estas anotaciones –poesía pura, como todo lo que salía de la voz y pluma del autor chaqueño– fueron plasmadas entre 1960 y 1978 y resguardadas luego en cuatro gruesos tomos, a la espera del designio. Y este llegó, muchos años después, a través de una serie de sueños que Jesús supo hilar: Hay que sacrificar al llamo blanco para pasar la noche del espanto.
La terrible misión la llevó a cuestas Sulma Montero, compañera del escritor, hasta que ocho años después de su muerte, finalmente pudo concretarse: este libro, esta selección que debían sobrevivir a las llamas de la consagración.
Son fragmentos estelares, divididos en seis partes.
I Revelaciones, propósitos gatillados por la soledad y el ímpetu. Un despertar, un descubrimiento de las sensaciones e intermitencias del vivir.
«Tienes que conservar en tu memoria todo el sufrimiento que tuviste que soportar para acceder a esta hermosa luz. Corrige tus miembros, desconfía de tus impulsos y solo piensa que el único cimiento de una vida es el amor». (27)
II Constatación del ser. A Jesús no le gustaba la palabra resignación, cuenta Sulma. En estos fragmentos, entonces, asistimos a la certeza del cambio, a la caída en cuenta de que su destino era otro. Ya alcanzó una madurez que le permite disfrutar de la melancolía y la nostalgia de lo que fue y ya no será más.
«Es oficio muy delicado vivir, tarea excelsa sobre todo cuando se está convencido de que ceder a los menudos intereses personales es como sellar tu propia condena. Así miro el horizonte y veo que no está en mis manos definir nada y por lo mismo, con absoluta humildad, espero que la vida se digne ofrecerme un regalo: el que consiste en hablar el lenguaje de la dicha campesina». (46)
III La constatación de lo que se es, de quién se es. La certeza del fuego interno, de lo que uno es portador. Destino y responsabilidad. La posibilidad de creer en uno mismo, de asumirse.
«El hecho de que aún haya vida es la señal más clara de que todavía no hemos rozado ninguna verdad». (56)
«Sé de dónde vengo, y si hasta ahora no sabía a dónde me dirigía, puedo tranquilamente pasearme seguro de estar engendrando los más puros y fuertes sentimientos». (59)
IV La constatación de lo demás. La necesidad de lo telúrico y ordinario; del tiempo, del espacio y de la serie de objetos y sujetos que lo confluyen y habitan. De la sociedad, el resultado de la relación de seres.
«Cuando en una comunidad los hombres empiezan a confiar en sus propias fuerzas, quiere decir que la divinidad está a punto de parir algo; cuando una comunidad empieza a confiar en la divinidad, quiere decir que esa comunidad está herida de muerte. A la primera comunidad pertenecen los revolucionarios, a la segunda los poetas». (63)
V La toma de conciencia del escritor. La inminencia de un camino cuya meta es el trayecto; es decir, el (auto)conocimiento.
«El camino que estoy recorriendo tiene el escondido propósito de descubrir mis orígenes; solo cuando a esos orígenes llegue, sabré crear lo que quiero crear: ahora todo parece lleno de interrupciones y tardanzas; pero nada de eso ocurre. Nacer para morir lleno de flores. He ahí el destino humano. Pero mis flores serán mis flores». (73)
VI El otro, los otros. Por qué no hablarles, advertirles. Por qué no compartir; intentar, al menos que reciban.
«Cuida tu alma, porque a pesar de ser tu cuerpo algo que alimentará el olvido esencial, procura alcanzar la condición del oro, solo que trata de hacerlo –como corresponde a la ceguera– a través de un camino lleno de equívocos. Pastorea tu cuerpo, enséñale lo luminoso, muéstrale el retrato de lo que eres, para que se transforme en un firme aliado, en el agua fresca para tu peregrinar por el desierto». (85)
Jesús es un descubridor. Su profunda abstracción, esa admirable capacidad para derivar el todo, tanto de la mayor simpleza como de los más complejos procesos, es un regalo.
Asistir al paso del tiempo. Recorrer esta distancia. Parafraseando a Saenz, y (casi) a Wiethüchter. Vivir, para estos privilegiados poetas, es una categoría diferente.
Este dietario/breviario; estas anotaciones, revelaciones acaso más disfrutables cuanto más uno se despoja de géneros, enfoques, tendencias, abordajes y todo lo mundano y prosaico para leerlas, conforman el mejor libro publicado en Bolivia en 2021.
Jesús Urzagasti condensó el todo en cuatro tomos, su sueño determinó cernir aún más. Queda lo que debe ser. Lo suficiente.
Un repaso al mejor libro publicado en el país en el año que se va y a otros siete títulos, definitivamente, entre los más destacados entre la prolífica producción de narrativa. Léase esta nota de dos diferentes maneras: en este par de páginas de El Duende, y en el portal web de esta revista orureña.
Martín Zelaya
No incurrir en clichés, a veces, es otro cliché. Y las listas de libros de fin de años es, creemos, una de esas veces. Es así que nos animamos nomás a lanzar un listado de buenos libros bolivianos de 2021, con sus respectivas reseñas y con algunas advertencias:
– Tomamos en cuenta solo a la narrativa.
– No decimos que son los mejores, simplemente advertimos que son libros que se dejan leer y bien (muy bien, algunas veces); que habiendo sido el año que se va prolífico en publicaciones, son una selección de una (otra) selección; pues, viejos lobos de mar ya en esto de la lectura, hace rato que no pretendemos ni queremos leer todo, y sí más bien apostamos –con poco margen de error, esperamos– por lo seguro o casi seguro.
– Somos, por lo tanto, conscientes de que pudimos haber dejado de leer algo que realmente valía la pena. Nos hacemos cargo.
– No consignamos libros de ensayo, pues de hacerlo, lo decimos desde ya, deberíamos haber puesto en primerísimo lugar Hacer y cuidar. Lecturas de Jaime Saenz (La Mariposa Mundial, 2021), de Luis Cachín Antezana.
– No incluimos poesía, pues ya muchas veces declaramos nuestra incompetencia en la materia. ¡Qué vergüenza!
– Solo destacaremos uno como “el libro boliviano del año”.
– Los restantes, no serán mencionados y reseñados por orden de mejor a menos peor, ni viceversa.
– En la edición impresa de El Duende, (por razón de espacio) solo aparecieron las reseñas de un par de los libros. En esta edición digital, aparecerán las ocho reseñas, a razón de una diaria, entre los últimos días de 2021 y los primeros de 2022.
Ocho títulos
“El” libro: El Llamo blanco (La Mariposa Mundial, 2021), de Jesús Urzagasti. Regalo inesperado (o casi) del gran poeta chaqueño que partió hace ocho años, pero cuya obra pertenece a la eternidad.
Los otros siete son ficción. Cinco novelas, dos libros de cuentos; cuatro autores, tres autoras. Un relato fantástico del subgénero weird fiction: Miles de ojos (El Cuervo, 2021), de Maximiliano Barrientos y otro, aunque no alejado de un realismo posible, sí muy inmerso en las mismas inquietudes distópicas que atraen al cruceño: Allá afuera hay monstruos (Nuevo Milenio, 2021), de Edmundo Paz Soldán.
Dos novelas que destacan por la exploración técnica –interposición de planos temporales y narrativos– y la solvencia para sacar adelante historias que sobreviven por sus trasfondos –lo que motiva reflexionar a partir de las vivencias de los personajes– por encima de los temas de superficie que fungen de palestra: Cuando vi la sangre (Editorial 3600, 2021), de Lourdes Reynaga y De esta noche no te marchas (Editorial 3600, 2021), de Rosario Barahona.
Una nouvelle, El rehén (Dum Dum, 2021), de Gabriel Mamani, una crónica familiar que repasa los tópicos sociales de las clases populares paceñas.
Y dos libros de cuentos: Los fantasmas del sábado (Editorial 3600, 2021), Adhemar Manjón, un divertimento muy bien pensado, que recorre la noche cruceña desde las diferentes miradas de un manojo de hermosos perdedores. Y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Plural, 2021), de Magela Baudoin, una colección de relatos que bien puede leerse como una síntesis de encuentros y desencuentros, como un muestrario de las relaciones, dinámicas y dialécticas que nos constituyen como individuos y que, bien encauzadas, conforman un reflejo inquietante de esto todo que somos como colectividad.