Soledad atávica y destino de fuga

Una lectura de Cuando vi la sangre (Editorial 3600), novela que la narradora orureña Lourdes Reynaga acaba de presentar en la Feria Internacional del Libro de La Paz.

Martín Zelaya

Alejandro y Manuel, dos historias entrelazadas. Alejandro narra –generalmente en primera persona– la rutina en la cárcel de San Pedro de La Paz. Su historia de soledad y asilamiento se va develando poco a poco de adelante hacia atrás. A la par, las breves facetas de vida de los reos con los que interactúa ayudan a trazar un perfil general de una de las cárceles más insólitas del mundo.

Manuel crece signado por el ensimismamiento y la marginalidad: huérfano de madre, bizco y con un padre amargado y ausente. Se rehace a sí mismo –como se sabe también mediante un hábil diseño de narración regresiva–, sale adelante Ejército y vida de burócrata de por medio, y solo cuando su padre muere empieza a atar cabos sobre sus orígenes.

Esta podría ser una síntesis de catálogo o ficha técnica de Cuando vi la sangre (Editorial 3600, 2021), la tercera novela de Lourdes Reynaga. Y es que está diseñada temáticamente a partir de estas dos vidas, pero va mucho más allá; en el ínterin de ambas historias hay breves semblanzas de otros personajes, pantallazos de las minas y su eterna exclusión; del Ejército y su patetismo; y de Oruro, infaltable bisagra o puerto de paso en el sur del país, sus calles, detalles y sitios tradicionales.

Pero además hay tres entes protagónicos, tanto casi como Manuel y Alejandro: San Pedro, la trascendencia de las mascotas en la vida emocional de sus dueños, y las tradiciones andinas de brujos y curanderos.

De San Pedro, un retrato in situ –Reynaga pasó allí largas tardes en trabajo de campo y dando talleres– que lo pinta como lo que es: un mundo aparte rodeado y aislado a la vez de un macrouniverso inaccesible. Es memorable y emotiva la imagen de los presos viendo la televisión: los noticieros y programas locales que muestran la vida que se desarrolla y late a escasos metros suyos, una suerte de tortura en su condena al detenimiento.

Es inevitable hacer un lazo con Los días de la peste de Edmundo Paz Soldán, novela de 2017 en la que imagina La Casona, una prisión ciudad en la que una epidemia causa estragos y donde los reos se amotinan por defender su culto religioso; pero en la que ante todo se narra, también, el día a día de la rutina carcelaria.

De la relación humano-mascota, hasta tres ejemplos sobre el poderoso vínculo que los “dueños” desarrollan con sus gatos o perros, factores fundamentales para subsistir o maquillar la soledad y la falta de rumbo. Quien centra su vida en su mascota, ¿halla un salvavidas en medio de la incertidumbre, o más bien disfraza apenas su deriva de tal manera que ni él mismo se da cuenta?

Y del universo de kallawayas, está Matilda, un entrañable personaje que atraviesa la obra con apariciones breves pero memorables, gracias al profundo conocimiento del habla y la idiosincrasia que demuestra la autora al construir escenas en torno a los conocimientos y prácticas originarias ancestrales y su fuerte arraigo en nuestra sociedad.

Volviendo a esa suerte de resumen promocional con que arrancamos: de la soledad atávica de Alejandro y Manuel, predestinados a ocultarse, primero, y huir, después (sobre todo de sí mismos). De los estigmas, traumas y cicatrices que marcan a veces desde la cuna… de eso va Cuando vi la sangre.

«Creo que lo decidí cuando vi la sangre (…) Creo que lo decidí cuando vi las piedras del suelo del patio para recibir esa sangre ajena, la sangre del chico que no iba a cumplir los veintiún años… Cuando una tropa de reclusos buscó la forma de abrirse paso para asomar la cabeza con esa curiosidad morbosa que el sexo y la muerte despiertan por igual. Lo decidí en ese momento, atrapado entre los cuerpos convulsos de mis compañeros, entre los rumores excitados que dudaban entre si valía la pena amotinarse o no, que murmuraban, con la practicidad que da una vida acostumbrada al horror, algo sobre si ese evento retrasaría la salida de sus visitantes, si a causa de aquel incidente habría esa noche o las siguientes una requisa minuciosa». (17)

Trasfondos

La autora cuenta –en un epílogo innecesario– que trabajó la novela en dos etapas separadas por casi siete años. Que la reescribió y que, tras cercenar una parte de la versión inicial, incorporó otro buen pedazo inicialmente no previsto y originado en un proyecto aparte. Si bien en ciertos momentos se nota la forzada sincronía, las casi siempre acertadas decisiones de diseño estructural le dan a la novela un cuerpo sólido. El experimento resultó claramente por la habilidad de Reynaga y sobre todo su porfía: prueba, error, edición, reescritura, proceso crucial que –triste e incomprensiblemente– muchos escritores suelen pasar por alto.

Cuando vi la sangre está pensada y madurada por doble partida. El juego de planos, la narración circular, la estructura en capas, técnicas narrativas que requieren pericia y –entiéndase la contradicción– naturalidad, colaboran a sustentarla. Algunos problemas atribuibles a la falta de acabado o pulido de los párrafos, no afectan los por lo demás correctos bosquejo argumental y manejo de lenguaje, atributos no siempre alcanzables cuando se recrean pasajes con tintes costumbristas y personajes con lenguas indígenas, premisas arriesgadas a estas alturas. Reynaga se confirma como una narradora solvente, una diestra lectora de los códigos y dinámicas individuales y colectivas de la Bolivia del occidente. Su ya apreciable obra es una mirada coherente y válida, aún injustamente poco leída y analizada. Hay que leer sus cuentos, la mayoría finalistas del Concurso de Literatura Franz Tamayo en la última década, su debut en la prosa de largo aliento About: “El encanto de las golondrinas” (2015), pero sobre todo su novela Y sin embargo[1] (2017).


[1] Una narración doble, sobre dos personajes femeninos con un destino común. Una sólida novela que también fue inexplicablemente pasada por alto por la crítica y los colegas narradores de Reynaga, y en la que ya demuestra oficio para construir historias y destreza en el lenguaje, en este caso, diálogos y modismos de dos generaciones de mujeres bolivianas.

Cartas inéditas de Saenz: desaparición y publicación de Felipe Delgado

Luis Antezana J., lee una carta de Jaime Saenz en la biblioteca de su casa en Cochabamba.

Mañana se cumplen 35 años de la partida de Jaime Saenz y, además, estamos en el año de su centenario. Para recordar al enorme escritor paceño, rescatamos esta nota publicada hace cinco años, cuando Cachín Antezana nos compartió una gran historia y parte de su correspondencia con el autor

Martín Zelaya

“Con oído atento, un saludo al grillo –uno solo. En la oscuridad, en el silencio. Un abrazo”. Así terminó Jaime Saenz, en octubre de 1979, una carta a su amigo Luis Antezana Juárez, el “querido Cachín”, en la que se le nota entusiasmado ante la inminente publicación de Felipe Delgado, acaso su obra mayor en prosa, y en la que incluso hace planes para la presentación de la novela que a esas alturas ya había generado una gran expectativa entre escritores y lectores en La Paz.

Nada hace imaginar al leer esta misiva –y las otras tres que reproducimos ahora gracias a la generosidad de Cachín, que nos abrió su biblioteca y archivo en Cochabamba– que entre la corrección de las pruebas de galera de la novela y la presentación, el manuscrito sufrió una serie de peripecias e incluso estuvo varios meses perdido; es decir, los lectores de esta que está considerada una de las 15 novelas fundamentales de Bolivia, estuvimos a punto de perdérnosla.

Y a propósito de una próxima visita tuya a La Paz –escribe Saenz en la citada carta–, ocurre en coincidencia con la salida de Felipe Delgado, algo sencillamente estupendo (…). En realidad yo soy enemigo de las presentaciones. Pero el presentar un libro tal como lo hiciste con el de Eduardo Mitre en la Biblioteca de la Facultad, es muy otra cosa. Y tal podría hacerse con mi novela, realmente me gustaría –esto es, siempre que se pueda contar con tu presencia. Pues de otro modo, no lo veo. Quisiera saber qué posibilidades podrían haber de tu parte, y te rogaría me lo comuniques. Ahora bien, según me lo asegura Miguel Ballón, el director de la imprenta, gente seria, por cierto, Felipe Delgado saldrá a fines de mes, o cuanto más, a principios de noviembre. El tiraje está llegando a su término, y comenzarán ya a encuadernar. De manera que todavía quedaría un poco de tiempo para preparar la cosa y ponernos de acuerdo, a ver qué dices tú. Ojalá pueda hacerse.

Las previas

“¿Cuáles son los peligros que acechan a quien emprende la obra?”, le pregunta Antezana en una entrevista publicada en 1978 en la revista Hipótesis. “La falta de rigor, en primer lugar –contesta; hay que ser despiadado. Hay que trabajar mucho”, y en efecto, durante la larga entrevista se hacen reiteradas referencias al largo y complejo proceso de creación de la novela (ver también la primera de las tres cartas que reproducimos en estas páginas).

En una parte crucial de la conversación, Saenz explica: “Habiendo escrito Muerte por el tacto hace muchos años, de pronto me quedé desconcertado a cierta altura, porque –me dije– hay muchas cosas aquí adentro y es necesario darles movimiento, animarlas, el ‘hágase la luz’ y que salgan al mundo, que adquieran vida propia los contenidos que están aquí; con la poesía no podré lograrlo, solamente con la novela. Ahí surge el germen de Felipe Delgado”.

¿Cómo no iba a haber, entonces, una gran expectativa entre los ya bastantes lectores incondicionales de Saenz, si él mismo había confesado varias veces que era su obra más ambiciosa? Y es que para fines de los 70, el poeta y narrador “ya era todo un mito”, recuerda Cachín, “y eso quedó claro la noche de la presentación de Felipe Delgado”, sobre lo que volveremos más adelante.

Cuando se publicó la entrevista en Hipótesis, el manuscrito ya estaba en imprenta. Bueno, casi. “La primera posibilidad de publicar la novela era Los Amigos del Libro. Como que el original se quedó con ellos por un buen tiempo”, cuenta Antezana.

En la biblioteca de su casa en el centro de Cochabamba, el orureño –doctor honoris causa de la UMSA, y acaso el más importante crítico literario boliviano de la actualidad– tiene entre miles de libros repartidos en tres pequeñas salas, uno que otro “tesoro”: primeras ediciones autografiadas de escritores bolivianos, ediciones definitivas de sus poetas de cabecera en francés, alemán e inglés, lenguas que domina casi tan bien como el castellano y… parte de las galeras de Felipe Delgado, anotadas por Saenz, y que el autor paceño le regaló en agradecimiento no solo porque Cachín escribió el texto de solapa para la primera edición [ver segunda carta], sino porque fue acaso uno de los primeros lectores a profundidad de la voluminosa novela.

“Cuando le hice la entrevista –recuerda– le pedí algún material para enriquecer la nota y él me dio las galeras de la primera y la segunda parte de Felipe Delgado, y de ahí escogí los párrafos sobre el saco de aparapita y la bodega, que finalmente se publicaron” (ver primera carta).

Galera de Felipe Delgado, con correcciones de puño y letra de Saenz.

Eran galeras en rollo, en bobinas, como se hacía entonces, y Antezana las devolvió a los pocos meses. “Cuando a fines del 79 finalmente estaba a punto de salir el libro, Jaime me pidió que le haga la solapa y le dije que debía terminar de leer toda la obra. Entonces me mandó las galeras de la tercera y cuarta partes”, pero ya refiladas, en formato libro, que después Saenz le obsequió y Cachín hizo empastar.

En esos meses de 1979 –en cuyo primer semestre Antezana estuvo como docente invitado de la Carrera de Literatura de la UMSA y profundizó su amistad con el autor de Los cuartos– Saenz revisó y corrigió obsesivamente su manuscrito, con ayuda de varios amigos. Ya había pasado el enorme susto y disgusto que tuvo el autor cuando en Los Amigos del Libro le informaron que la única copia que les había entregado para editar no aparecía en ningún lugar.

¿Y el manuscrito?

“Todo el mundo sabía que estaba escribiendo por muchos años lo que esperábamos sea la obra maestra de la novelística boliviana. Él pasaba regularmente por la librería y en una de esas me animé y le dije que nos dé su manuscrito”, comenta Peter Lewy, en ese entonces editor de Los Amigos del Libro en La Paz.

“Un tiempo después, volvió con un sobre desgastado, amarrado con una goma. Adentro estaba el famoso manuscrito: un montón enorme de hojas sábana y bond… unas escritas con negro otras con rojo; algunas recortadas, otras con tachones y manchas de café”.

“‘Es mi única copia’, me dijo, y se fue”. Lewy, seguro que de que había logrado para su firma editora una de las grandes obras de las letras nacionales, revisó esa misma noche el manuscrito y quedó asombrado y contento. “Al día siguiente hice un paquete y lo envié por flota a Cochabamba”, donde seguramente don Werner Guttentag iba a tomar la decisión final.

Pasaron las semanas y Lewy llamó a la central de Los Amigos del Libro donde, para su horror, nadie sabía nada del paquete. “Empezó a dolerme el estómago –recuerda ahora, a casi 40 años, con una sonrisa”. Pasaron otras semanas en las que el manuscrito seguía brillando por su ausencia y Lewy debió enfrentar varias veces a Saenz que lo visitaba ansioso por noticias. “Un día vino don Jaime, ya decidido a no publicar con nosotros, y me dijo: ‘si no me lo devuelves hasta tal fecha, te voy a matar’. Quería irme en persona a Cochabamba a buscar el paquete y justo me llamaron de la oficina: alguien lo había metido en un cajón y lo hallaron por casualidad cuando estaban botando basura y papeles desechados”.

Los cientos de hojas mecanografiadas de Felipe Delgado regresaron, sin que nadie las leyera por completo, a las manos de Saenz. “Todavía estaba muy enojado –recuerda don Peter– y me dijo ‘te has salvado, pero la novela no saldrá nunca con tu editorial’”.

Fue de esta manera que Felipe Delgado volvió a Jorge Catalano, editor de Difusión, donde finalmente salió. Volvió, porque originalmente iba a salir allí. Recuerda Cachín: “Antes de todo el lío con Los Amigos del Libro, Catalano me dijo que estaba desanimado de publicarla porque era demasiado voluminosa. Cuando recobró su original, le prometí a Jaime que se lo iba a charlar y le aseguré a Catalano que Saenz ya tenía gran fama y que mucha gente estaba esperando ya buen tiempo la novela”.

Finalmente se animó y como ya tenía las galeras de las dos primeras partes, solo restaban la tercera y la cuarta. En este punto surge otra anécdota. Como había pasado mucho tiempo entre una impresión de galeras y la otra, Difusión había “fundido” los tipos de su imprenta y no hallaron los mismos. “Si se ve con cuidado –advierte Cachín– al inicio de la tercera parte se nota que cambia la tipografía. Es casi la misma, pero no. Hay leves variaciones”.

La presentación

Las aventuras de Felipe Delgado, no terminan ahí. Sigue siendo, a consideración de crítica y lectores, una de las mejores novelas bolivianas y no deja de aparecer en cuanto canon se proponga.

Pero hay una historia más en la memoria de Antezana. Como puede verse en detalle en la segunda carta publicada en estas páginas, había una expectativa entre el público y el propio Saenz mostraba entusiasmo ante el acto del lanzamiento. “Pero cuando llegó el día, y la sala de la Casa de la Cultura estaba repleta –recuerda Cachín– Jaime no aparecía. Pasaron casi dos horas hasta que Guido Orías y Silvia Mercedes Ávila fueron a buscarlo a su casa, y lo trajeron casi a la fuerza”.

Casi a las 10 de la noche Jaime Saenz entró a la sala llena de gente. Se sentó en la testera e intercambió unas palabras con Cachín. “Le dije que yo ya no iba a hacer la presentación que había preparado y que solo él debía hablar sobre el proceso de escritura, como habíamos planificado. Luego de que lo presenté Jaime se paró, carraspeó y dijo: ‘Buenas noches. Muchas gracias por haber venido’. Y dio por concluido el acto”.

Carta 1

La Paz, 25-1-79

Querido Cachín

Aunque brevemente, doy respuesta a tu carta en la que me comunicas varios asuntos de importancia. Me alegro que salga lo de la Universidad. En lo relativo al capítulo XI, me parece bien que lo des en tu revista, a partir del sueño de Delgado. Por lo demás, la elección sumamente acertada -al menos, así me parece a mí. Gracias.

(…)

Estas líneas van con mi libro de poemas. La edición no está como en realidad yo esperaba. Los errores muy groseros, muy gruesos. Pero finalmente salió.

He estado trabajando dos días sin dormir ni comer, de tal modo que te ruego me disculpes la brevedad de estas líneas.

Recibe un afectuoso saludo. Los amigos me encargan saludarte. Ya te escribiré más largo. Espero tus noticias. Gracias por el casete del Eduardo, aún no lo escuché, por el momento no pude. Mi grabadora está mal.

Un gran abrazo

Carta 2

La Paz, 25-10-79

Querido Cachín

Acabo de recibir el texto para la solapa. Enormemente agradecido. Pero antes una cosa, para no olvidarme: en cuanto a las pruebas de página, puedes tenerlas el tiempo que gustes. Yo encantado y honrado de que des lectura con calma a las últimas partes.

Ahora una cosa. El texto me gustó, naturalmente, y te reitero mis agradecimientos. Pero hay una pequeña reserva. Se trata del barroquismo. Esas denominaciones no siempre se las interpreta como es debido –diría yo.

Ahora, hay lo siguiente. Como el texto va con tu firma y como he sacado lo del barroquismo (mejor dicho: quería sacarlo), y como asimismo te propongo ciertas enmiendas (en el 1er párrafo: la ciudad en lugar de La Paz; se saca “del alcohol, el amor, la muerte, y la contemplación”; las memorias, en lugar del diario; sonoridad, en lugar de melodía. En el 3er párrafo: se saca la referencia a la Guerra del Chaco), incluyo una copia del texto rogándote que, siempre y cuando estés de acuerdo, me lo hagas saber urgentemente -y disculpa tanta molestia- por telegrama: una sola palabra.

Me dicen que el viernes 9 de noviembre me entregan el libro, y hago votos para que sigas animado para la presentación en la biblioteca de la facultad. Por favor me avisas para hacer los preparativos y acordar la fecha y otros detalles.

Ya voy preparando desde esta noche algunas cosas de Vidas y muertes y Tocnolencias para Escandalar, de modo que las veamos a tu llegada. Y qué lástima: estoy a punto de terminar Tocnolencias.

Te repito mis agradecimientos. Recibe un gran saludo, hasta muy pronto.

P.D. En realidad hay gran entusiasmo para la presentación, querido Cachín, y tienes que venir a como dé lugar, si no quieres que la afición mundial reaccione y te cuelgue. Lo formidable sería para el jueves 15 (casualmente: cumpleaños de Felipe Delgado ¡imagínate!) o viernes 16. El lunes es día [palabra ilegible] y el martes 13, khencherío.

Carta 3

La Paz, 2 de enero de 1980

Mi querido Cachín

Con los recuerdos siempre vívidos de tu reciente visita –una visita altamente congratulatoria, y por la que me cumple reiterarte mis más profundos agradecimientos–, te escribo estas líneas para enviarte, en conformidad con lo charlado, los siguientes textos para Escandalar:

–          Un autorretrato (de Vidas y muertes)

–          Con los señores que venían de visita (de Tocnolencias)

–          No es así nomás (de Tocnolencias)

Indudablemente, la nota introductoria que piensas escribir y que -según me dijiste alguna vez- acompañará dichos textos, ha de ser cosa muy importante.

Hasta fin de semana te enviaré el casete con las grabaciones de los fox-trots incaicos de Adrián Patiño y otras piezas de alta evocación, tales como El contrabandista, El destino (doña Hípica), Una lágrima, La niña de sus ojos, El hortelano, etc., etc.

El QUEVEDITO está en marcha; el sábado nos reunimos para compilar el material. Entre otras cosas, habrá un lema al pie del encabezamiento del periódico -un lema totalmente disparatado y que será atribuido a Erasmo de Rotterdam y nada menos, por lo mismo que a este personaje no se lo conoce ni por el forro en Alasitas. Habrá también adivinanzas y un extracto de los grandes consejos y reglas para los grandes jugadores de generala. Reportajes, predicciones por el Astrólogo Quevedólogo, una entrevista exclusiva con el Ayatola Jomeni, y otras maravillas para no renegar.

Espero tus noticias y hasta muy, muy pronto querido Cachín, espero tus noticias. Un gran abrazo. Un saludo a Eduardo Mitre.

¡Feliz año nuevo!

Las posibilidades del cuerpo

Una lectura de Tierra fresca de su tumba, el libro de cuentos con el que la boliviana Giovanna Rivero impacta a lectores y críticos de todo el mundo.

Martín Zelaya

Los dos primeros cuentos. i) Una adolescente menonita violada y embarazada es estigmatizada por su comunidad que, en cambio, exime al agresor porque “el diablo tomó su cuerpo”. ii) Dos pescadores naufragan, el más joven muere y el otro encara a la madre doliente durante una sórdida comida.

La bestialidad en sus diferentes acepciones. i) Sentir que algo/alguien crece en tu cuerpo, sin apenas entender por qué: “…[d]el bulto vivo que le come la juventud desde dentro” (27). El horror de la violencia total: sexual, física, social, religiosa. ii) Masticar una tortilla tras otra mientras la mente repasa la interminable angustia y vislumbra el final. “El hambre expandiéndose por dentro como un globo de helio, un animal hecho de vacío, un animal ciego que le quema las tripas, que lo cubre de miseria…” (43).

Y poco a poco empezar a entender de qué trata todo. i) La fisiología, el sexo; el mundo, la vida fuera del “domo” y la ficción menonita. ii) Que el naufragio verdadero es la realidad espantosa de la gente y la sociedad.

Tres ejes y más

“La mansedumbre” y “Pez, tortuga, buitre”. Con estos dos cuentos –acaso los más intensos– arranca Tierra fresca de su tumba (El Cuervo, 2021) el más reciente libro de Giovanna Rivero. Dolor y trauma es, sin duda, uno de los ejes que trasciende a estos relatos y a todo el conjunto. Y es que este libro de cuentos –con numerosas ediciones en varios países, así como una unánime crítica positiva– explora en diferentes niveles y desde variadas perspectivas el cuerpo y lo corpóreo (segundo eje, acaso el esencial), desde su vulnerabilidad, desde sus más extremas posibilidades. La memoria, el olvido –dos caras de una moneda que a veces se funden y contraponen– y el destino, en una acepción de inevitable fatalidad, conforman otro de los hilos conductores (tercer eje).

«La señora Keiko siente que su corazón se ha transformado en una máquina llena de aspas, de esas que su padre adquirió cuando iniciaron la fábrica de fideos. Aspas que terminarán descuartizando los órganos que acusan su dolor: el corazón, el estómago, los pulmones, los ovarios. Todo aquello que tiene que ver con amar, poseer, respirar, entender y perdonar» (95-96).

El anterior es un fragmento de “Cuando llueve parece humano”. Una japonesa subsiste su vejez en Santa Cruz recordando su infancia en una colonia rural, añorando a su difunto esposo, cultivando su jardín y enseñando origami en un penal de mujeres. La llegada de una joven inquilina ligada a su pasado rompe cualquier decurso natural posible en una aparente historia común de senectud. Armar figuras de papel y sembrar compulsivamente, como única posibilidad –vana, por cierto– de prolongar la vida; o incluso de materializarla en una etapa en que ya solo se dura más que vivir. ¿Acabaremos todos aferrándonos a una única vía soportable rumbo al destino? Memoria / olvido: ¿será que no nos queda más, llegado cierto momento, que resignarnos a que el pasado sea lo único que nos quede?

“Los sueños, las fantasías y los recuerdos son parte de esta única riqueza que poseo y es inevitable que en ocasiones los mezcle, sin que por ello yo me considere una persona insensata. Es que esas irradiaciones del ánima son muy diferentes entre sí…” (143), narra la protagonista de “Piel de asno”, el quinto relato del libro.

Recuerdo es muchas veces trauma. Y el trauma, muchas veces –sino todas– se encarna, se corporiza. Giovanna construye un organismo hecho de historias, imágenes, epifanías: lo corpóreo desde la pasión y obsesión narrativas; lo sensorial-sentimental que se corporiza: “…y sintió que el pecho se le oprimía, aunque la inquietó no saber por qué. Si era ternura o admiración, si temblaba de vejez o de emoción, si era un deslumbramiento tan distinto a todo que el mundo dejaría de ser lo que había conocido” (93), volviendo a “Cuando llueve…”.

Lo corpóreo mecanizado y llevado al límite: “Si me preguntaran a mí, diría que ‘terapia’ significa en este y todos los idiomas: ‘sacar la mierda’, ‘comer excremento’, ‘ordeñar la putrefacción’” (114), se lee en el cuarto texto “Socorro”. En este punto, no se puede evitar un enlace con Los errantes (Anagrama, 2019) de Olga Tokarczuk, la escritora polaca ganadora, en 2019, del Premio Nobel de Literatura 2018:

«Cada parte del cuerpo merece un sitio en la memoria. Cada cuerpo humano, la perdurabilidad. Es un escándalo que sea tan frágil y delicado. Es un escándalo que se lo deje pudrir bajo tierra o ser pasto de las llamas, que se lo queme como se hace con la basura. Si del doctor Blau dependiera, habría creado el mundo de manera diferente: el alma podría ser mortal, al fin y al cabo ¿qué provecho sacamos de ella?, no así el cuerpo, este debiera ser inmortal». (Tokarczuk, 2019: 127).

Giovanna Rivero.

El cuerpo ultrajado, violentado. Lo corpóreo en todas sus dimensiones y desafíos. Lo extremo de lo físico ante los límites de lo mental: “En uno de los sueños mamá aparecía sacudiéndose del vestido la tierra fresca de su tumba y las vetas de cenizas, sus propias cenizas, de su pelo negrísimo” (173). En los límites, además, de la vida y la muerte: la tía ebria que “hacía lo posible por no sacarnos el cuerpo” (151), en un guiño a Jaime Saenz.

Estas dos últimas escenas son de “Piel de asno”: tras la muerte de sus padres, dos niños bolivianos se van a vivir a Canadá con su tía alcohólica. Con el paso del tiempo, el mayor descubre su homosexualidad y la menor un desorden glandular que la condena a la obesidad y la demencia que apenas mantiene a raya con terapias de grupo y góspel. La fatalidad, a veces, se lleva en la sangre y parece inevitable, a pesar de la lucha férrea contra el mal predestinado.

Finalmente, el sexto y último cuento, “Hermano ciervo”, presenta a un matrimonio de bolivianos en EEUU. Él se alquila para experimentos médicos; a ella le carcome la culpa. El cadáver de un ciervo se pudre en el ingreso a su casa ante su imperturbable desidia. Autoexplotación. Las posibilidades del cuerpo llevadas al extremo. Cuando el “bienestar” no es sinónimo de salud y tranquilidad.

Atmósferas y tiempos

Es interesante también la reflexión de Rivero sobre la extranjería: la de la anciana japonesa-boliviana, la de los menonitas, la pareja de bolivianos migrantes en EEUU y la otra boliviana también radicada en el norte y que vuelve de visita casi como una foránea más, no solo a su país, sino también a su antiguo hogar. El choque cultural, el desarraigo –sobre todo interno– de los extranjeros que, aunque asumidos, nunca dejan de tener algo de marginales. Pero también la extranjería como concepto general: uno puede ser extranjero de sí mismo; de su cuerpo, de su vida.

Deteniéndonos brevemente en lo formal-estructural, la autora cruceña maneja muy bien la atmósfera que late y persiste a lo largo del libro, emanando inquietud, desesperación…pero en ningún momento instando a parar, sino todo lo contrario. Y esto por la maestría en el manejo de los “tiempos” y “momentos”, tanto aquellas fases internas por las que transcurren los protagonistas mientras avanzan los sucesos, como el desarrollo cronológico de la acción.

En “Socorro”, una mujer vuelve a Santa Cruz tras muchos años en EEUU. En todo momento, desde la primera voz que sostiene el relato, se percibe que hay un gran secreto que amenaza con salir a flote. Hasta que la protagonista entiende, finalmente, que por nada del mundo podrá librarse de la herencia maldita del pasado: la locura que, como se da cuenta al borde del horror, sobrevivirá incluso al tiempo de sus hijos.

A veces el tiempo –parecen remarcar más de uno de estos relatos– solo matiza, pero no evita lo trascendente, lo que determina vidas y destinos. El desenlace que uno se traza mientras avanza en el vivir –o que ya está trazado sin sernos dado intervenir, para quienes lo creen así–, se puede aplacar, aplazar, pero no evitar. La mayoría de los personajes de este libro fracasan en el intento de hacer del tiempo una terapia. Fallan en la lucha por el olvido y se quedan apenas en un desgarrador grito de socorro. La desmemoria es la verdadera utopía.

Manubiduyepe: el microcosmos sacado de una cajita

Martín Zelaya

I

En La Montaña del Alma del Nobel Gao Xingjian –monumental canto a la civilización china; a su milenaria y ahora amenazada sabiduría de convivencia con la naturaleza–, un viejo guardabosques le dice al protagonista: “El hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías; no hay que llevar a cabo actos en contra de la naturaleza, no hay que aspirar a lo imposible”.

El (primer) narrador de Manubiduyepe, la nueva novela de Juan Pablo Piñeiro, sostiene:

Un sol está clavado en cada grieta del mundo. Un sol profundo que llega de lejos y enciende los candelabros secretos de la naturaleza. Grietas como huellas en la memoria de las cosas. Y también constatación infalible de que cada destino está enraizado en la tierra. La tierra húmeda, no el piso ni el suelo, el piso y el suelo que nos separan de la tierra húmeda. El alma es un acordeón, un instrumento de percusión, pero también de viento. Y en la punta de la raíz todas las almas que embrujan la materia de este mundo son idénticas, talladas en la misma madera (124).

II

Un indio reaparece cada nueve años exactos y se sienta durante tres días y tres noches en un banco de la plaza de Cobija, para luego marcharse, imperturbable, sin que nadie logre nunca sacarle una palabra.

Un escritor paceño llega a Cobija a empaparse de los usos y costumbres de la selva, pero en su afán de mimetizarse en la comunidad para tener material de escritura, apenas logra empaparse de sí mismo (y poco más) de tanto transpirar.

Salvador Piñari se llama este autor que, junto a otras voces en todo caso más autorizadas que la suya, narra este microcosmos que es Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), la tercera novela de Piñeiro. Narra, decíamos, pero para ser precisos, más bien canaliza. Y así Cobija, Pando, la selva, el extremo norte de Bolivia y su gente tienen en la ficción –valga el lugar común– un inmejorable prisma que nos acerca a su realidad.

III

Pista suelta: “Manubiduyepe es el espíritu que está dentro del cuerpo que está escribiendo de pie estas palabras en el centenario de un día triunfal” (145).

IV

En esta novela hay violencia e intromisión. Un sicario narco (Pico de Yaca) capaz de todo, pero limitado a la vez por su ausencia de alma. Un par de gemelos (Bruceley y Brucelyn) predestinados a la tragedia ante la imposibilidad de ser uno solo. Turbas enardecidas dispuestas a linchar antes que preguntar o, incluso, pensar. Científicos dueños de la verdad e incapaces de ver más allá de esa falacia.

Hay, también, duendes intolerantes y rabiosos que disponen de una máquina para editar la memoria. Hay árboles-deidades-guía. Hay monos que hablan y escriben. Hay sindicalistas corruptos… pero en ello no es necesario ahora detenerse.

Todos se presentan y cumplen su destino en la primera y tercera partes. En la segunda, centrada en el pahuichi de Yamuriniti Diojorejepe convergen, varios de estos personajes, en una especie de paso a otro estado o dimensión. Todo cambia pero todo vuelve.

V

Para hacer justicia a la epifanía que engendró la necesidad de escribir esta novela, Piñeiro se vale de un complejo juego de voces, planos y perspectivas. Y así, el narrador inicial cede su voz alternativamente a Piñari, a Yamuriniti Diojorejepe y a un “nuevo” narrador: “Es hora de que olvides a tu narrador, Piñari –le dice el brujo Yamuriniti, en la segunda parte, al “dueño” de la novela (tomando, a su vez, la voz cantora en desmedro de “ese” narrador)–, déjalo en mi Pahuichi. Los demás tienen que irse contigo, estimado Piñari…” (155). Y da paso, luego, al “nuevo” narrador”, tercera voz de esta novela que, no obstante, no deja de ser “propiedad” de Piñari, como queda establecido en una alucinada charla en un karaoke.

VI

Muy pocas veces el “lenguaje poético” calza bien en la ficción. Muy pocas veces, como en este caso, este recurso es tan necesario para concordar con el diseño conceptual y estructural de una obra –ya volveremos sobre ambos– que en este caso le tomó a Piñeiro demasiados años de silencio y ardua labor. “La sombra del éxito de su primer libro lo debilita al señalarle caminos equivocados en la escritura” (269), escribe en un claro guiño hacia el final.

Lenguaje poético, decíamos:

Dafne, perdida y derrumbada, desconoce el poder secreto de sus deseos. Cuando duerme, sueña desprotegida y se refugia, insegura, en los peligrosos páramos que la distancian de su propia paz. En el mundo no caben las ilusiones, eso ella lo sabe. Por eso, cuando sueña, siente el mismo abismo que cuando no sueña, solo atina a acostar su cabeza en la tierra, como quien es ajeno a los designios de la providencia. Si no hace eso, el mundo no se evapora: persiste en la dolorosa esfericidad de su impronta (23).

Tal vez, pensándolo mejor, no es justo simplificar con el epíteto de “lenguaje poético” a varios largos pasajes –generalmente al inicio de cada capítulo– de esta novela. Se trata, en todo caso, de un estilo muy alejado –y no por ello mejor ni peor– del estilo dominante en la narrativa boliviana y latinoamericana actual signado, este último, por la austeridad de lenguaje, el énfasis en la naturalización de situaciones y diálogos y en la mayor simplicidad posible; es, entonces la de Manubiduyepe una prosa detenida y frondosa: pensada y cincelada hasta el límite (como seguro, con objetivos contrarios, la escritura predominante de la que hablábamos); resultado no ya solo de una rigurosidad extrema, sino de un compromiso ontológico.

La segunda de las tres partes de esta novela tiene un epígrafe de Jesús Urzagasti: “Qué de extraño que, más temprano que tarde me volviera curandero y terminara sanándome a mí mismo…”. Si algo le debe Piñeiro al chaqueño (influencia no escasa pero tampoco invasiva) es precisamente la coherencia, cohesión idea-trama-lenguaje; la certeza de los demás; la particular capacidad de observación-interpretación de las vidas ajenas en su existir, en su dinámica con la naturaleza. Igual que en la prosa de Urzagasti, se halla en esta novela frases y párrafos dignos de subrayar, delicadamente concebidos y plasmados.

El tiempo se transforma en música, más propiamente en un tono, en una nota que altera la materia y expande y contrae lo que no se mueve. El tiempo es la música que reverbera en la materia y eso solo se puede describir cuando uno descubre el brillo de su propia existencia. Cuando uno halla lo que no se mueve, lo que no cambia, lo que es (74).

VII

Volvamos a los personajes. Un policía que patrulla la desolada frontera junto a un mono al que le da grado y uniforme; una mujer-árbol proscrita y condenada a vagar en la selva por una extraña enfermedad en la piel; dos hermanos gemelos predestinados a la tragedia y cuyo padre tiene a Bruce Lee como líder espiritual; un transexual bipolar que o bien se disfraza de oso o apenas viste lencería y tacones de aguja… y un despiadado narcotraficante que de tanto poder ya no halla qué más tener en su manos y a sus pies. Y, claro, Yamuriniti Diojorejepe, el sabio hechicero que, sin protagonismo central, determina, de alguna manera, el devenir de cada quien. Personajes todos estos que se hallan enfrentados –justo cuando toca a los narradores narrarlos– a un inminente momento culmen, a una transformación definitiva que, finalmente, no termina sino dejándolos en un lugar diametralmente opuesto, sí; pero, a la vez, al mismo nivel que antes (¿o no?).

La vida, el mundo son, como coinciden tantas cosmovisiones milenarias, un eterno círculo que se hace y deshace al avanzar. La vida, el mundo, según tantas –o acaso todas– las cosmovisiones son, además, un cúmulo de dualidades complementarias. Gran don, terrible don; pues, como bien experimenta Piñari, no se puede vencer al cansancio de cargar con un cuerpo [el propio] a cuestas: “No es fácil vivir siendo dos, porque tarde o temprano uno se alimenta del otro” (26). Dualidad implícita en Miguel-Nancy; dualidad intrínseca de Policarpio Murayana; dualidad fatal en Bruceley-Brucelyn.

Eterno círculo, dualidad complementaria, decíamos. Y viene entonces a colación la ética y estética del flujo continuo, de reciprocidad y bidireccionalidad con que se abre y cierra la novela: “Luz azul”, poema palíndromo: “Luz azul, soledad, / aroma, dama de sal. / Seré soñada luna, luz azul (…) luz azul, anula daños / eres la sed amada. / Morada de los luz azul…” (15 y 278). 

VIII

Tiene, Manubiduyepe algo de reconstrucción social y antropológica de Cobija y la selva pandina; abundan rasgos que para el incauto lector podrían pasar por realismo mágico, pero en realidad es una crónica concebida desde el deslumbramiento de un encuentro (casi) imposible; desde la mirada sorprendida e inocente, primero, de un colla foráneo, y desde su inquebrantable curiosidad, después, en pos de desentrañar este “lejano” universo, tan cercano a la vez. No todo lo que parece sobrenatural, imposible, irracional, a ojos profanos, lo es.

Es, también, Manubiduyepe, un inventario de personajes y, por tanto, peculiaridades de la selva boliviana: idiosincrasias, sabidurías. Una ficción conformada por los mejores rasgos del viejo naturalismo: rigurosidad de observación, aprehensión y transmisión pero, indudablemente, aferrada a los registros de lo sobrenatural. En este punto valga una breve analogía con Cuando Sara Chura despierte (2003), primera novela de Piñeiro a la que muchos, planteando características como las recién descritas, describen como neobarroco. Las similitudes, como se verá, trascienden a diversos planos[1].

¿Es Cuando Sara Chura despierte un quiebre en el “realismo urbano” ya asentado para 2003, cuando se publicó, y que continúa vigente?

Es una novela  lúdica, lindante en el absurdo y lo caricaturesco, pero a la vez, profundamente reflexiva y rigurosa; es una novela fantástica, pero a la vez inmune al estereotipo del realismo mágico. Es una novela que ensalza la posibilidad de lo ambiguo, de lo voluble; la posibilidad del cambio infinito, de la multiplicidad. Y es una novela que reivindica a la muerte y a los muertos como presencias más que como ausencias.

Para lograr enlazar este complejo universo narrativo temático, Piñeiro toma una arriesgada decisión: diseña una estructura alternada y paralela, según la perspectiva de cada personaje, es decir, variando en cada una de las cinco partes que, no obstante, están todas relatadas por el mismo narrador ajeno –que no omnisciente pues, ¿acaso hay alguna ubicuidad en esta novela que no sea Sara Chura?– que lleva la voz principal y la cede solo en determinados pasajes.

IX

En su poema “Las tres voces de Arlindo Paruma”, el pandino Ramón Campos Tibi escribe: “…Mira hijo, si la vida lo tiene todo, / el hombre solo tiene que vivirla. / Y si no sabe vivirla, es como un tronco seco. / ¿No miras, acaso, cómo vive la selva? / ¿No miras, acaso, cómo baila?…”.

Retomando a Xingjian, es, además Manubiduyepe, en forma tangencial, pero rotunda y definitiva, una denuncia contra las amenazas a la naturaleza, a la vida pura y simple –acaso la única en verdad aceptable–. Un grito desesperado por la utopía de lo genuino.

X

¿Escribió este libro Juan Pablo Piñeiro, un paceño que en el trópico pandino suda como “esponja exprimida”? ¿O simplemente, como sus narradores y el mono que escribe las palabras sacadas de una cajita, se limitó a canalizar las historias ya escritas en este transcurrir irrefrenable que nos contiene?


[1] Los siguientes tres párrafos son parte Zelaya, M. “1997-2007: Cambio de ritmo”. En 2017 Chávez, Gabriel (comp.) Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana. La Paz: Asoban-Plural. Pág. 115-151.

Dos lecturas contemporáneas de la literatura orureña

En 2014, la Fundación Cultural del BCB publicó dos antologías de cuento y poesía de escritores orureños o residentes en Oruro. En el mes de la efeméride departamental, compartimos los prólogos de aquellas publicaciones.

Descubriendo y redescubriendo
Prólogo a Memoria y mañana. Antología del cuento orureño

Portada de Memoria y mañana, antología de cuentos de Oruro.

Martín Zelaya

Este libro es, a la vez, un redescubrimiento y un descubrimiento. De la inmensa altiplanicie de cultivos y socavones al Oruro urbano, distópico de un futuro probable. De lo rural-costumbrista a lo urbano-individualista y disperso. De la pampa al cemento. De la memoria al mañana.

No sé si se puede decir que la cuentística orureña es incipiente. No es prolija ni alcanzó cimas como la poética, claro está, pero tampoco brilló por su ausencia en diferentes etapas históricas y literarias. Prueba de ello es que en esta compilación están representados casi a cabalidad los diferentes niveles y categorías inherentes a la literatura boliviana, léase tendencias y preferencias estilísticas y temáticas; está, además, el hecho de que la cronología de las fechas de nacimiento de los autores –que da orden y estructura a este libro– abarca prácticamente todas las décadas del siglo pasado y la última del siglo XIX

Veamos en detalle estos y otros tópicos, a modo de justificar la selección de estas 17 piezas de 17 narradores, cuentistas que nacieron en Oruro o, en algunos pocos casos, vivieron y produjeron gran parte o la totalidad de su obra en esta ciudad.

De los autores

¿Quiénes escribieron y escriben prosa en Oruro? En este punto toca decir que la invitación de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia para preparar esta compilación dio pie –investigación mediante– a varios descubrimientos y redescubrimientos: hubo que leer y releer decenas de libros, antologías, compilaciones, revistas y suplementos literarios; indagar en anaqueles y estantes de bibliotecas públicas y privadas, y, en algún caso, a falta de las fuentes originales de algunos relatos publicados en ya desaparecidas revistas artesanales, impresas y online, acudiendo directamente a los autores o herederos.

Redescubrimos a consolidados narradores cuya obra, con el paso de los años, se fue perdiendo de vista: Antonio José de Sainz y Rafael Ulises Peláez, por citar dos ejemplos; y “descubrimos” a dos noveles autores cuya aún breve obra augura buenos tiempos para las letras de Oruro: Lourdes Reynaga y Sergio Gareca (este último, reconocido ya como poeta).

En el medio, se encuentran escritores de trayectoria como Carlos Condarco Santillán y Cé Mendizábal, y otros multipremiados y de generación intermedia, tal el caso de Benjamín Chávez.

Del estilo (y su “lugar” en la literatura nacional)

En El toro de Carlos Condarco Santillán y El cuadro, de Cé Mendizábal, se reconoce a dos maestros del estilo: tradicional, con una pluma que recoge lo mejor del romanticismo y el modernismo, el primero; prolijo, fluido, destacado cultor de la prosa contemporánea, diríamos, el segundo.

A partir de ello, cabe señalar que los cuatro o cinco primeros antologados cultivan lo que se vino a llamar lenguaje clásico “cultivado” o “académico” de la primera mitad del siglo pasado; mientras que por la mitad (Calizaya, Mendizábal) ya se empieza a notar la evolución estilística tendiente a una liberación de dogmas formales, lo que da como resultado naturalidad y verosimilitud de diálogos y descripciones (lo que no quiere decir que los anteriores carezcan de estas virtudes).

Ya hacia el final, los autores nacidos en los 70 y 80 destacan por el humor y la simpleza –que no desprolijidad– de su prosa cada vez más mundana.

De los temas y escenarios

Ya hablamos del cómo, hablemos del qué. Un indígena de apariencia frágil y andrajosa, pero socarrón a toda prueba, que porfía hasta el final por ahorrarse unos centavos (El regateo); un despechado y resignado enamorado que escribe una conmovedora carta para exorcizar su amor no correspondido (Para Blanca Coaquira. Donde quiera esté su reino), y una niña artista destinada a vagabundear con su padre en un Oruro del futuro y casi apocalíptico (La casa Pettenkofer).

Bien pueden estos tres ejemplos marcar tres vertientes o sendas. Siguiendo lo cronológico, una vez más, valga reparar en que el costumbrismo: motivos rurales, mineros y de la Guerra del Chaco u otras lides, marca la primera parte. Poco a poco, gana la dispersión, los temas íntimos o de estricto dominio del narrador y/o protagonista, que generalmente se desenvuelve en la urbe; todo esto, tal cual como discurrió la historia literaria boliviana en general.

De la procedencia

En cuanto al origen de los autores, la gran mayoría, claro está, son orureños de nacimiento, aunque más de uno emigró muy joven y desarrolló su obra en otras regiones (Mendizábal, Vargas); hay un par de casos de autores que, habiendo nacido en otras regiones, pasaron gran parte de sus días en Oruro (Sainz, Urquieta) y dos (Chávez y Vadik Barrón), que coincidentemente reconocen no ser de Oruro “por error” pues, hijos de orureños, llegaron a esta ciudad a pocos meses de nacidos, se formaron y vivieron allí y se identifican públicamente como orureños.

En cuanto a la procedencia de estos relatos hay, lógicamente, cuentos publicados en libros de los autores, otros tomados de antologías premiadas, un par procedentes de compilaciones o anuarios y uno solo que durante el proceso de elaboración de este texto estuvo inédito, pero que fue incluido en razón a méritos estéticos, claro, pero además porque cierra –temática y estilísticamente– el círculo abierto por Sainz y su parábola El diamante. Nos referimos a La casa Pettenkofer de Sergio Gareca, que se publicó en el libro Tradiciones del futuro en abril de 2015.

Si en El diamante prima la impronta antigua de escribir con lenguaje exquisito y subordinar la trama a un mensaje o aporte moral (algo común hasta inicios de 1900), en la pieza de Gareca se abre un espacio aún pendiente de exploración: la literatura fantástica, premonitoria y en la que, sin menospreciar lo estilístico, se enfatiza en la propuesta como conjunto: historia, provocación, posicionamiento.

Los antologados

El diamante. Antonio José de Sainz. Taripaco. Josermo Murillo Vacareza. El regate. Rafael Ulises Peláez. Y las entrañas se horadaban. Jorge Barrón Feraudi. La última llamarada. Alfonso Gamarra Durana. El embrujo del río. Luis Urquieta Molleda. La emboscada. Adolfo Cáceres Romero. Chaucer en los Andes. Hugo Murillo Benich. El toro. Carlos Condarco Santillán. Una corona de rosas para Isabel. Zenobio Calizaya Velásquez. El cuadro. Cé Mendizábal. Para Blanca Coaquira (donde quiera esté su reino). Mabel Vargas M. El encantador de serpientes. Benjamín Chávez. Un gólem. Vadik Barrón. El aburrimiento del Chambi. Daniel Averanga Montiel. Estudio de probabilidades. Artículo de divulgación (en edición). Lourdes Reynaga. La casa Pettenkofer. Sergio Gareca.

La música y el viento

Benjamín Chávez

Portada de La música y el viento, antología de poesía de Oruro.

Ordenada cronológicamente, la presente selección, que muestra parte de la obra de 20 poetas –todos ellos nacidos en Oruro–, abarca casi la totalidad del siglo XX y los primeros años del XXI. Dos aspectos la delimitan. El primero, el criterio editorial de la colección que concibe una serie de volúmenes, cada cual abocado a un departamento de nuestro país. El segundo, la búsqueda de obras con sello personal de quienes supieron modular voces propias y reconocibles que han ejercido, en mayor o menor medida, influencia entre sus pares. Asimismo, motivos de espacio, constriñen la selección a un determinado número de poetas y poemas.

La selección comienza con Luis Mendizábal Santa Cruz, poeta de signo trágico, tempranamente desaparecido y cuya figura, algo mitificada, resuena en las calles de Oruro como un referente, al menos en cierto imaginario citadino, de una poesía otrora rica e intensa. Un faro de luz extinguida más allá de la sola referencia a su nombre y un puñado de versos de su extenso poema La fundación de Oruro, que suelen citarse mecánicamente. El último, es el joven poeta Sergio Gareca, cuya labor creativa es un referente de la continuidad sostenida de la poesía escrita en Oruro. Entre esos dos nombres, se ubican los 18 restantes, configurando un corpus vigoroso, donde no es raro encontrar alta poesía.

Si bien no existe, ni existió, un afán concomitante, al amparo de escuelas estéticas o gregarios modos de entender la escritura de poesía, el conjunto muestra, por un lado, las marcadas singularidades de tono y concepción, pero, por otro, evidencia también, la presencia subterránea de ciertas líneas de fuerza que, de vez en cuando, emergen y se hacen reconocibles en aspectos tales como ciertas preferencias temáticas y sus modos de nombrarlas.

Una lectura atenta de todo el volumen mostrará zonas de confluencia. El abrevadero a donde acude la más diversa sed, signada por el espacio territorial (la ciudad de Oruro, el altiplano, las minas…), y la atención a ciertos personajes y aspectos consubstanciales a los rasgos identitarios de esos sitios (los mineros, el carnaval, la Virgen del Socavón, el viento, el frío…), sin que esto signifique que esta antología pone énfasis en ello. Esta, lo remarco, buscó leer poemas que aportan a una plenitud expresiva y a una cualidad estética capaz de subvertir el lenguaje y prefigurar –o en algunos casos lograrlo del todo– un universo poético capaz de dialogar y proponer.

Desde el pensar y sentir intensos, expresados en muy sugerentes imágenes de Mendizábal Santa Cruz, pasando por la poética de tono surrealista y notorio compromiso político de Luis Luksic (que en algunas antologías figura como de origen potosino). La obra cada vez más leída y valorada de Hilda Mundy, lúcida autora de una obra transgenérica genial. O Milena Estrada Sainz, cuya escritura fina y delicada es muy estimada aunque poco leída por sus coterráneos. Alcira Cardona Torrico, de voz recia y telúrica. Héctor Borda Leaño, dueño de un discurso fuerte y combativo que, junto a Alberto Guerra Gutiérrez y Jorge Calvimontes urdieron su poética en torno al mundo minero y lo expresaron en toda su crudeza a través de versos no exentos de ternura. Hugo Murillo Benich, explorador de constelaciones y galaxias nuevas que visita con voz singular; Silvia Mercedes Ávila, que canta a la vida y sus pliegues; Eduardo Mitre, prodigioso poeta de obra absolutamente lograda; Carlos Condarco Santillán, poeta de hondo sentir y erudición apabullante; Eduardo Kunstek Montaño, de poesía elegante, culta y sobria; René Antezana Juárez, poeta de variado registro y amplios intereses; Edwin Guzmán Ortiz, de impecable dicción y elucubración rigurosa y que, junto a Adhemar Uyuni Aguirre, conformó una generación de poetas que perseguía la exquisitez en la poesía.

Generacionalmente menores, pero igualmente intensos, Cé Mendizábal y su poesía fina, pulcra y luminosa; Álvaro Antezana Juárez y su poesía de sensibilidad mística; Eduardo Nogales Guzmán y su profunda visión mitológica del Ande con reminiscencias históricas y de tradición oral; y Sergio Gareca, cuya obra, propositiva e irreverente mantiene viva la llama de la poesía en Oruro.

Con todo ello, el lector tiene entre sus manos, un libro que acaso develará paisajes insospechados, auscultará vericuetos y, también, ojalá, confirmará la importancia de los poetas antologados, así como la pervivencia de varios de los poemas cuyo eco sigue resonando y lo hará aún por mucho tiempo.

Finalmente, puesto que Oruro no es una tierra donde falten poetas, menciono (en orden alfabético) algunos nombres que ocuparían un lugar en alguna antología más amplia o cuya propuesta de lectura difiera de la presente. Estos son: Gladys Dávalos, Marlene Durán Zuleta, Jorge Encinas Cladera, Elvira Espejo, Raúl Espinoza, Elba Mejía Arce, Mauricio C. Michel, Hugo Molina Viaña, Miriam Montaño, Rómulo Quintana, Cinthia Sevillano, Guido Orías, Pablo Osorio, Antonio José de Sainz y Jorge Zabala Suárez.