Siguiendo la ruta de algunos ausentes

Julia Peredo Guzmán

El Duende se siente honrado al publicar esta página que cuenta con una editora invitada. En las dos ediciones anteriores, tal labor estuvo a cargo de la escritora Virginia Ayllón y, en esta oportunidad, invitamos a la escritora, actriz, cantante y docente Julia Peredo Guzmán para que comparta con nuestros lectores una propuesta textual-curatorial.

Caminar. Salir a caminar por la sombrita mientras el tiempo transcurre o se desvanece como nuestro propio cuerpo en tránsito. Caminar sin rumbo, de manera anónima y pausada. Dejarse tomar por la ciudad, o tomarla sin prisa, como se degusta un buen vino, cosechando de la infancia más remota su absoluta curiosidad.

“Caminar por las orillas de la ciudad. No por sus orillas geográficas o urbanísticas -los extramuros-, sino por las orillas del sentido. Un movimiento estratégico, digamos: leer sus fisuras, sus fallas, sus vacíos, sus cicatrices. Leer la grafía de sus luces, de sus muros, de sus portones, de sus piedras. Leer el palimpsesto de las ciudades que se superponen en esta ciudad” (Rubén Vargas, Mientras el mundo se acaba, 1993).

Buscar, como Henri Pelletier una guía para ayudar a “esos turistas que se extravían por las callejuelas del barrio y acaban de madrugada en una papelera a la entrada de un patio sin salida” para encontrarse con un Vian que nos devuelve a deambular a entre calles y personajes.

“A vista de pájaro Saint-Germain-des-Prés es igual que cualquier otro lugar: unos cuantos árboles y alféizares donde las solteronas y los enamorados depositan las miguitas de la última comida. Sinembargo nosotros no tenemos ni la óptica ni las plumas de un pájaro, y el don de volar solo nos viene dado a precio de oro (o de dólar). Como quiera que sea, vamos a recorrerlo a pie, a ras de suelo” (Boris Vian, Manual de Saint-Germain-des-Prés, 1947).

Cuenta Arnaud, que Vian “era de todo menos contemplativo”, y propone una guía, ante todo, para perderse. Algo parecido a lo que Bradbury nos muestra en su amor por el extravío, ese que tiene que ver con la ciudad, pero también con el caminante. 

“¿Qué podemos aprender de esto? Que incluso en nuestras vías interiores podemos planificar de modo que, durante un período corto o largo, podamos disfrutar de unas cuantas sensaciones de soledad. (…) Resumiendo de nuevo: ciudades y paseos no son divertidos si tu brújula funciona con plena exactitud” (R.Bradbury, La estética de estar perdido, 1991).

Se trata entonces de un simple transcurrir. De encontrar en el espacio transitado la longitud del tiempo propio. Algo en el caminar tiene que ver con lanzarse gozosamente hacia la muerte. Recorrer, por ejemplo, la noche parisina como la paseara Maupassant: de una manera eufórica, despojada.

“Cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible. Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas. Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.” (Maupassant, La Noche, 1887)

Amar con violencia aquel tránsito para leer las ciudades en las propias cicatrices. 

“Pues en efecto, lo que aquí interesa es la interioridad y el contenido, el espíritu que mora en lo profundo y que se manifiesta en cada calle y en cada habitante, y en el que seguramente ha de encontrarse la clave para vislumbrar el enorme enigma que constituye la ciudad que se esconde a nuestros ojos.

En el más oscuro confín de algún barrio, en un olvidado callejón cuya boca se abre a quién sabe qué precipicio; en un simple muro de adobe, que ha desafiado los embates de las lluvias y de los vientos a lo largo de mucho tiempo; en la puerta ignorada de algún zaguán, o en la piedra lisa y lavada que reposa años de años en una plazuela quizá innominada; allí puede encontrarse el espíritu de la ciudad, la cifra de muchos misterios -en un patio, en la superficie ruinosa de una pared, en los gastados peldaños que ya a nadie sirven; en el sitio en que ayer se hallaba una casa.

Y lo que esto significa, en toda su hondura, podría explicarse por paradoja, pues muchas veces, como es bien sabido, la destrucción de una ciudad ha sido la verdadera causa de su definitiva permanencia.

Extrañamente, querría decir que una ciudad es indestructible.

Y conviniendo que lo fuera en efecto, resultaría obvio preguntarse el porqué, supuesto que la respuesta se encuentra en el espíritu de todos nosotros, los hombres. Pues si los hombres han construido las ciudades, lo han hecho por un mandato y por una necesidad enteramente elementales, bajo el signo de la convivencia y bajo el apremio de la soledad

-el más humano y grave, y por tanto, el mayor de entre todos los apremios.

Sin embargo, es evidente que semejante apremio ha cobrado más bien proporciones de angustia, lejos de encontrar algún paliativo en el ámbito de las ciudades. Y he aquí una cosa extraña: es un hecho que existen ciudades y ciudades, como que en efecto las hay verdaderas y falsas; pero, ello no obstante, no hay ciudad que no sea mágica para quien habita en ella. Ahora bien, el hombre que se reúne con la multitud y se sumerge en ella, siempre ha de encontrarse completamente solo y confundido al mismo tiempo, cual una gota de agua que pugna por reconocerse en el mar. Pues en tal sentido, si el hombre busca un remedio allí donde precisamente no lo hay, es porque la soledad no se remedia sino con la propia soledad.

De ahí que la magia de la ciudad, si se quiere, no es otra cosa que la magia de la soledad”. (Jaime Sáenz, Imágenes Paceñas, 1980)

Desde la soledad, recorrer entonces esta misma ciudad con una mirada propia, ligera. Entender que no se trata de fundar o sembrar, sino acaso simplemente de pasar mirando, volver sobre las leves huellas de otros transeúntes. “Caminando por la ciudad desierta, quizás, uno se puede disolver en sus abismos. No es gran cosa, me digo, pero en algo alienta.” (Rubén Vargas, Mientras el mundo se acaba, 1993).

Se trata simplemente de perder el tiempo. Recorrerlo. Saber que tomarse en serio implica reconocer los contornos de nuestra propia insignificancia.

Esquema de una urbe situada entre los cuatro puntos

cardinales de la imaginación:

Lectores moninos: estaréis poco a poco dándome el asentimiento con inclinaciones de cabeza: (en esta donosa

prueba seréis distinguidos o ridículos)—:

Tejido irregular de calles… centrales.. intermedias…

«suburbiales»…

Hoteles fantasistas: dibujos geométricos de confort con

50 por ciento de cristales.

Orquestas de mujeres: doble entretenimiento musical y panorámico a base de blues y piernas armónicas.

Avisos luminosos: puntos de llamada que en sus bujías, dicen con juegos de lengua: si… no… si… no…

Siluetas femeninas de lujo: péndulos de agitación moderna… (Primera envoltura: una faja elástica. Última: un tapado de piel).

Paseos congestionados en las avenidas de moda. (Los tumultos en la corriente de la calle considerada tubo intestinal son obstáculos indigestivos).

«Subjetivación»: Atropellos… atropellos de jazz… de amor… de automóviles…

URBE: Americanismo, copiado por octavo papel carbónico. Revoltijo de langostinos. Zarabanda de locuras desnudas y vestidas.

Nota adicional: Pensad en el contenido insubstancial de esta lectura.

(Hilda Mundy, Pirotecnia, 1936)

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