
Sergio Gareca
Quien crea y piense que con Héctor Borda Leaño sólo la poesía social boliviana se lleva un golpe duro y fatal, debo decir que se equivoca. Es necesario ver más allá, en su ejercicio estilístico, y comprenderemos llanamente que no es un revolucionario solamente, sino que es un hombre que vivió sus circunstancias y que, de ellas, por el terrible puñal que implica tener una patria, tuvo que ladrar lo que la noche, la luna, la coca y la mina le dictaban.
Habría que ver en esa voz genuina algo más que un simple reportaje histórico y entenderemos así la vitalidad y virilidad de esa poesía que no lleva atajos, que no se muerde los labios y que arde en el fuego de las qowas. Es el propio fuego que danza y esa es la música que nos ha dejado. Fuego vivo y llameante.
Al escribir estas líneas, el sol quema las calaminas en los techos de Oruro, y el silencio se come las calles, porque la pandemia guarda a la gente en sus casas. Hace muchos años que poetas orureños de otras generaciones han migrado como lo hizo el mismo Héctor Borda. Hace alrededor de veinte años que estoy en vida literaria y se siente algo de tristeza de nostalgia huérfana cuando un eslabón de nuestra tradición poética se suelta y se despide por muerte o lejanía, porque ahora las palabras de esta tierra crecen en los mercados como otrora esos niños sin zapato en los deslaves de las minas donde trabajó Héctor Borda Leaño.
Evidentemente los tiempos han cambiado, y todos esos cantos tristes que los poetas de su tiempo hacían, como jalándole la falda a los wayras, ya no tienen tanto sentido. Aquí el paisaje es el sol que entra por la ventana del minibús con la cumbia de la mañana.
Pero algo pasa, porque en esa distancia de tiempo algo falta, y es esa relación con los versos masticados, con el acullicu de nuestros poetas mayores. Así el tiempo borra y calla voces e incluso arcabuces.
Mi ejemplar del libro “El Sapo y La Serpiente”, fue salvado por en el thanthaqatu como libro usado. Fui por él en cacería, impactado temiblemente por el poema “Ch’alla al recuerdo del pintor Humberto Jaimes Zuna”, que había leído en la antología de poesía orureña hecha por Alberto Guerra y Edwin Guzmán. Los versos han retumbado en mi cabeza durante años, tanto que en algún libro mío lo homenajeo y lo cito.
Para mí era un momento emocionante y conmovedor, pues había encontrado a partir de ese poema, y luego otros, a mi ancestro más cercano en la escritura, lo había reconocido, era el agua del rio de copajira, que bajaba de más arriba de la historia, trayendo un fuego, el mismo fuego que a mí me estaba quemando la vida.
Desde luego a mis contemporáneos y a otros les parecía una miopía mía. “sí, sí, ese poeta de los mineros, que los mineros aquí y los mineros allá”; tal vez porque no podían saborear eso que él decía tan claramente: esa rabiosa alegría.
Para mí era terrible entender que este poeta estaba vivo, pero muy lejos. Y también me angustiaba no poderle decir que yo mismo estoy dando vueltas a patadas con la diablada en esas mismas calles, porque es la ciudad la que vive sus mil vidas y cambia los cuerpos de sus transeúntes, como una serpiente viva.
Así que todas esas ansias de poder conocerlo se quedaron ahí refrigeradas por el viento de Oruro, hasta que, en 2010 en ocasión al Festival Internacional de Poesía de Bolivia, organizado por Benjamín Chávez, se le hizo un homenaje y pude al fin saludarlo. Con absoluta seguridad él no sabía lo importante que era para mí decirle ese par de palabras, pero me agradeció muy amablemente y yo me quedé contento, así hubiera sido una experiencia muy corta, él ya me había dicho todo lo que tenía que decirme, me lo seguía diciendo, y aún ahora también, ya no como creen otros, como un panfleto de la Central Obrera, sino con el fuego de un corazón que se incendia en lo profundo de la tierra.
Más tarde, en ocasión del festival SIART, con el Kolectivo Perro Petardos, volvimos a leer sus poemas en las minas del cerro Pie De Gallo, para nosotros, para nuestras vidas, para nuestros demonios, con la boca rebalsando de pijcho. Y eso es lo que pasa, porque Héctor Borda se va y Oruro no se ha ido, y esas letras en la oscuridad del socavón son absolutamente claras. Porque no se puede leer solamente para la mesita de noche, cuando la poesía está viva.
Es la importancia de Héctor Borda, en la tradición poética de esta ciudad, porque es un encuentro con nosotros. Las cadenas de la historia de nuestra literatura se han roto. Y pareciera que estamos desarraigados, pero alguien más está buscando esas palabras, y son las palabras las que nos van a encontrar y los van a encontrar.